martes, 18 de junio de 2013

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (VII)


CAPITULO 7

De un medio muy principal para conocerse el hombre a sí mismo y
 alcanzar la humildad, que es la consideración de sus pecados. 

Pasemos adelante y cavemos y ahondemos más en nuestro propio conocimiento, demos otra azadonada ¿Pues hay más que ahondar? ¿Hay más hondo que la nada? Sí, y aun harto más. ¿Qué? el pecado que vos añadisteis. ¡Oh, qué cosa tan honda! Muy más hondo es eso que la nada; porque peor es el pecado que el no ser: y mejor fuera no ser que haber pecado; y así dijo Cristo nuestro Redentor de Judas porque le había de vender (Mt.. 26, 24): Más le valiera no haber nacido. No hay lugar tan bajo ni tan apartado y despreciado en los ojos de Dios entre todo lo que es y no es, como el hombre que está en pecado mortal, desheredado del Cielo, enemigo de Dios, sentenciado al infierno para siempre jamás. Y aunque ahora, por la bondad del Señor, no tengáis conciencia de pecado mortal; pero así como para conocer nuestra nada nos acordábamos del tiempo que no teníamos ser así para conocer nuestra bajeza y miseria nos hemos de acordar del tiempo en que estábamos en pecado. Mirad en cuán miserable estado estabais cuando delante de los ojos de Dios estábamos feo, desagradable y enemigo suyo, hijo de ira, obligado a los fuegos eternos; y despreciados y abajados en el más profundo lugar que pudiereis, muy despacio; que seguramente podéis errar que por mucho que os despreciéis y humilléis, no podréis abajar, ni llegar al abismo del desprecio que merece el que ofendió al infinito bien, que es Dios. No tiene suelo este negocio, es un abismo profundísimo e infinito; porque hasta que veamos en el Cielo cuán bueno es Dios, no podemos del todo conocer cuán malo sea el pecado, que es contra Dios, cuanto mal merece quien le comete. 

¡Oh! Si anduviésemos en esta consideración, y cavásemos y ahondásemos en esta mina de nuestros pecados y miserias, ¡cuán humildes seriamos!, ¡cuán en poco nos tendríamos, y cuán bien recibiríamos el ser despreciados y desestimados! Quien ha sido traidor a Dios, ¿qué desprecios no abrazará por amor de Él? Quien trocó a Dios por un antojo y apetito suyo y por un deleite de un momento, quien ofendió a su Criador y Señor, y mercería estar en los infiernos para siempre jamás, ¿qué deshonras, qué injurias, qué afrentas no recibirá de buena voluntad en recompensa y satisfacción de las ofensas que ha cometido contra la majestad de Dios? Decía el Profeta David (Sal., 118, 67): Antes que viniese el azote con que Dios me aflige y me humilla, yo había hecho por qué; yo ya había delinquido, y por eso callo no me oso quejar, porque todo es mucho menos de lo que había de ser conforme a mis culpas. No me habéis castigado, Señor, como yo merecía: que todo es nada cuanto podemos padecer en esta vida, en comparación de lo que merece un solo pecado que hubiésemos hecho. ¿No os parece que merece ser deshonrado y despreciado quien deshonró y despreció a Dios? ¿No os parece que es razón que sea tenido poco el que tuvo en poco a Dios? ¿No os parece que la voluntad que se atrevió a ofender a su Criador, que merece que de ahí adelante jamás se haga cosa que ella pretenda y quiera, en pena de su grande atrevimiento? Y hay en esto otra cosa particular, que aunque podemos confiar en la misericordia de Dios, que nos ha perdonado ya nuestros pecados; pero al fin no tenemos certidumbre de ello. No sabe el hombre, dice el Sabio (Eccl., 9, I), si le ama Dios o le aborrece. Y San Pablo decía (I Cor., 4. 4): no me remuerde la conciencia de pecado, mas no por eso sé si estoy justificado. ¡Y ay de mí si no lo estoy, que aunque sea religioso, y aunque convierta a otros, poco me aprovechará! Aunque hable con lenguas de ángeles, dice el Apóstol (I Cor, 13, 1); aunque tenga don de profecía y sepa todas las ciencias; aunque dé toda mi hacienda a los pobres, y aunque convierta a todo el mundo, si no tengo caridad, nada soy y nada me aprovechará! ¡Ay de vos, si no tenéis caridad y gracia de Dios; nada sois, y menos que nada! Gran medio es para andar uno humillado y sentir siempre bajamente de sí y tenerse en poco, no saber si está en gracia o si está en pecado. Sé cierto que ofendí a Dios, y no sé de cierto si estoy perdonado: ¿quién se atreverá a levantar cabeza? ¿Quién con esto no andará confundido y humillado debajo de la tierra?  

Por esto dice San Gregorio que nos escondió Dios la gracia [porque tengamos asegurada la gracia de la humildad]. Aunque parece penoso este temor e incertidumbre en que Dios nos dejó, que no sepamos de cierto si estamos en su amistad o no; empero fue merced y misericordia suya, porque nos es esto muy provechoso para alcanzar la humildad, para conservarla, para no despreciar a nadie por muchos pecados que haya hecho. ¡Oh, que aquél, aunque haya hecho más pecados que yo, estará ya perdonado y en gracia de Dios; y yo no sé si lo estoy! Sirve de espuelas para bien obrar y no nos descuidar, sino siempre andar con temor y humildad delante de Dios, pidiéndole perdón y misericordia, como nos lo aconseja el Sabio (Prov., 28, 14): Bienaventurado el varón que siempre anda con temor. (Eccli., 5, 5): [No te asegures ni vivas sin temor del pecado perdonado]. Muy eficaz es esta consideración de los pecados para tenernos en poco y andar siempre humildes y debajo de la tierra, y mucho hay que cavar y ahondar en ella. Pues si nos parásemos a considerar los efectos y daños que causó en nosotros el pecado original, ¡cuán copiosa y abundante oratoria hallaríamos para humillarnos y tenernos en poco! ¡Cuán estragada quedó la naturaleza por el pecado!, que así como una piedra con el peso es inclinada a ir hacia abajo, así por la corrupción del pecado original tenemos una vivísima inclinación a las cosas de nuestra carne, honra y provecho; estamos vivísimos a las cosas terrenales que nos tocan, y muy muertos para el gusto de las cosas espirituales y divinas; manda en nosotros lo que había de obedecer, y obedece lo que había de mandar, y, finalmente, estamos tan miserables, que debajo del cuerpo humano y derecho traemos escondidos apetitos de bestias y corazones encorvados hacia la tierra. [Malo es el corazón de todos e inescrutable] ¿Quién podrá conocer la malicia del corazón humano? (Jerem., 17, 9). Cuanto más cavareis en esa pared, se descubrirán mayores abominaciones, como le fue mostrado en figura a Ezequiel (8, 8). 

Pues si nos ponemos a pensar nuestras culpas presentes, nos hallaremos muy llenos de ellas, porque eso es lo que tenemos de nuestra cosecha. ¡Cuán fáciles somos en la lengua; cuán descuidados en la guarda del corazón; cuán inconstantes en los buenos propósitos; cuán amigos de nuestro propio interés y regalo, cuán deseosos de cumplir nuestros apetitos; cuán llenos estamos de amor propio, de propia voluntad y juicio; cuán vivas tenemos todavía nuestras pasiones; cuán enteras nuestras malas inclinaciones y cuán fácilmente nos dejamos llevar de ellas! 

Dice muy bien San Gregorio, sobre aquellas palabras de Job (13, 25): [¿Contra una hoja que se la lleva el viento, queréis mostrar vuestro poder?], que con mucha razón se compara el hombre a la hoja del árbol, porque así como ésta se trueca y vuelve con cada viento, así el hombre se vuelve y muda con el viento de las pasiones y tentaciones; unas veces le turba la ira, otras la vana alegría, otras le lleva tras sí el apetito de la avaricia y de la ambición, otras el de la lujuria; unas veces le levanta la soberbia, otras le acobarda y abate el temor desordenado. Y así dijo también Isaías (64, 6): [Caímos todos como hoja de árbol, y nuestras maldades nos arrebataron como vientos impetuosos]. Como las hojas de los árboles son combatidas y caen con los vientos, así nosotros somos combatidos y derribados con las tentaciones; no tenemos estabilidad ni firmeza en la virtud ni en los buenos propósitos. 

Bien tenemos de qué confundirnos y humillarnos, y no solamente mirando a nuestros males y pecados, sino mirando a las obras que a nosotros nos parecen muy buenas, si bien las consideramos y examinamos, hallaremos harta ocasión materia para humillarnos por las faltas e imperfecciones que comúnmente mezclamos en ellas, conforme a aquello del mismo Profeta (I. e): [Venimos a ser todos impuros, y como paño inmundo todas nuestras buenas obras] si se consideran las imperfecciones que en ellas solemos hallar; de lo cual dijimos en otra partes, y así no será menester alargarnos más aquí. 

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J