domingo, 16 de noviembre de 2014

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXV)


CAPÍTULO 25 

Del ejercicio de humildad que tenemos en la Religión. 

El bienaventurado San Basilio, prefiriendo y anteponiendo la vida monástica a la solitaria, una de las razones que de esto da es porque la vida solitaria, fuera de ser peligrosa, no es tan suficiente para alcanzar las virtudes necesarias como la monástica, por carecer del uso y ejercicio de ellas. Porque ¿cómo se ejercitará en la humildad el que no tiene alguno a quien humillarse? Y ¿cómo se ejercitará en la caridad y misericordia quien no tiene trato ni comunicación con otro? Y cómo se podrá ejercitar en la paciencia el que no tiene quien le resista a lo que quiere? Pero el religioso que vive en comunidad tiene gran comodidad para alcanzar todas las virtudes necesarias, por la ocasión grande que tiene de ejercitarse en todas ellas: en la humildad, porque tiene a quien se humillar y sujetar; en la caridad, porque tiene con quien la ejercitar; en la paciencia, porque a quien trata con tantos nunca le faltan ocasiones para esto; y así podríamos ir discurriendo por las demás virtudes. Mucho debemos al Señor los religiosos por la merced tan grande que nos ha hecho en traernos e la Religión, donde hay tanta disposición y tantos medios para alcanzar la virtud; al fin es escuela de perfección. 

Pero nosotros tenemos en esto particular obligación; porque, fuera de los medios comunes, nos ha dado otros muy particulares, y especialmente para alcanzar la virtud de la humildad, y esto de regla y constitución. De manera, que si guardamos bien nuestras reglas, seremos muy humildes, porque en ellas tenemos muy bastante ejercicio para ello. Tal es el que nos pide aquella regla y constitución, tan principal e importante en la Compañía, que nos manda tengamos toda nuestra conciencia descubierta al superior, dándole cuenta de todas nuestras tentaciones, pasiones y malas inclinaciones, y de todos nuestros defectos y miserias; y aunque es verdad que esto se ordena para otros fines, como diremos en su propio lugar, pero no hay duda sino que es grande ejercicio de humildad. Tal es también el que nos pide aquella regla que dice: «Para más aprovecharse en espíritu, y especialmente para mayor bajeza y humildad propia, deben todos contentarse que todos los errores y faltas y cualesquiera cosas que se notaren y supieren suyas sean manifestadas a sus mayores por cualquier persona que, fuera de confesión, las supiere. Nótese aquella razón que da, «para mayor bajeza y humildad propia»; porque eso es lo que vamos diciendo. Si deseáis alcanzar la verdadera humildad, vos os holgaréis de que todas vuestras faltas sean manifestadas a vuestros mayores. Y así el buen religioso y humilde, él mismo va a decir sus faltas al superior y pedir penitencia por ellas, y procura que el primero de quien el superior sepa sus faltas sea de él mismo. 

Y no sólo esto, sino mucho mayor ejercicio de humildad tenemos en la Compañía, porque públicamente decís vuestras culpas delante de todos, para que os desprecien y tengan en poco; que ése es el fin de ese ejercicio de humildad, no para que os tengan por humilde y mortificado, porque ése no sería acto ni ejercicio de humildad, sino de soberbia. Con este mismo espíritu habéis de tomar y desear las reprensiones, no sólo en particular y en secreto, sino en público delante de todos, y cuanto es de vuestra parte os habéis de holgar que se haga aquello muy de veras, y lo sientan así y os tengan por tal. Y generalmente el uso y ejercicio de todas las penitencias y manifestaciones exteriores que se usan en la Compañía ayuda mucho para alcanzar y conservar la verdadera humildad: el besar los pies, el comer debajo de la mesa o hincado de rodillas, el postrarse a la puerta del refectorio, etcétera. Si estas cosas se hacen con el espíritu que se han de hacer, serán de mucho provecho para alcanzar la verdadera humildad y para conservarla. Cuando os sentáis a comer en el suelo lo habéis de hacer con un conocimiento interior de vos mismo que no merecéis sentaros a la mesa con vuestros hermanos; y cuando les besáis los pies, que no merecéis aun besar la tierra que ellos pisan; y cuando os postráis, que merecéis que todos os pisen la boca. Y habéis de querer y desear que todos lo sientan así. 

Y sería muy bueno que cuando uno hace estas mortificaciones, se actuase interiormente en estas consideraciones, como lo hacía aquel santo monje que estuvo siete años a la puerta del monasterio, de quien dijimos en el capítulo pasado; porque de esa manera serán ellas de mucho provecho y engendrarán humildad allá dentro en el corazón. Pero si vos hacéis esas cosas sin espíritu y solamente exteriormente, serán de poco provecho; porque, como dice San Pablo (1 Tim., 4, 8). [el ejercicio corporal para poco vale y poco aprovecha]. Eso es hacer las cosas por cumplimiento y costumbre, cuando se hace solamente lo exterior, sin espíritu y sin procurar conseguir el fin que se pretende con ello. Si vos acabáis de besar los pies a vuestros hermanos y de postraros para que todos os pisen, y después les habláis palabras ásperas y desabridas, no viene bien lo uno con lo otro: eso es señal que aquello fue cumplimiento o hipocresía. 

Estos y otros muchos ejercicios de humildad tenemos en la Compañía, de regla y constitución. Los he querido traer aquí a la memoria, aunque los apuntamos arriba a otro propósito, para que pongamos los ojos en ellos, y eso sea en lo que principalmente ejercitemos la humildad. Porque en lo que el religioso ha de ejercitar y mostrar principalmente la virtud y mortificación, ha de ser en aquello que es menester para guardar muy bien las reglas y constituciones de su Religión, porque eso es en lo que consiste nuestro aprovechamiento y perfección. Y si no tenéis virtud para poner por obra las cosas de humildad y mortificación a que os obliga vuestra regla e instituto, no hagáis caso de cuanto tenéis. Como podemos decir también de cualquier cristiano, que lo principal para que tiene necesidad de humildad y mortificación para guardar la Ley de Dios; y si para eso no la tiene, poco o nada le aprovechará. Si no tiene humildad y mortificación para confesar una cosa vergonzosa, sino que de vergüenza, o por mejor decir, de soberbia la deja, y quebranta un mandamiento tan principal, ¿qué le aprovechará cuanto tuviere e hiciere, pues por sólo eso se condenará? Así podemos decir en su modo del religioso: Si vos no tenéis humildad para descubrir al superior vuestra conciencia, y cumplir una regla tan principal como esa, ¿de qué sirve la humildad y mortificación? Si aún no podéis sufrir que otro avise de vuestra falta al superior para que os corrija, ¿dónde está vuestra humildad? Si no la tenéis para recibir la reprensión y la penitencia, y para hacer el oficio bajo y humilde, y para ser incorporado en el grado que os quisiere poner la Compañía, ¿de qué os sirve la humildad y la indiferencia, y para qué la quieren los superiores? A este modo puede especificar cada religioso en las cosas particulares de su Religión, y cada uno en las particulares que pide su estado y oficio.

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS. 
Padre Alonso Rodríguez, S.J.