jueves, 9 de abril de 2015

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXIX)


CAPITULO 29 

Como con la humildad se puede compadecer el querer 
ser tenidos y estimados de los hombres. 

Suélese ofrecer muchas veces una duda acerca de la humildad, cuya solución nos importa mucho para que sepamos cómo nos hemos de haber en ello. Decimos comúnmente, y es doctrina común de los Santos, que hemos de desear ser despreciados, abatidos y tenidos en poco y que no hagan caso de nosotros. Luego, por otra parte, se nos ofrece: Pues ¿cómo haremos fruto en los prójimos, si nos desprecian y tienen en poco, porque para eso es menester tener autoridad con ellos y que tengan buena opinión y estima de nosotros? Y así parece que no será malo, sino bueno, desear ser estimados y tenidos de los hombres. 

Esta duda tratan los gloriosos santos Basilio, Gregorio y Bernardo. Y responden muy bien a ella; dicen que, aunque es verdad que hemos de huir la honra y estimación del mundo, por el gran peligro que hay en eso, y que cuanto es de nuestra parte, y por lo que nos toca a nosotros, siempre hemos de desear ser despreciados y tenidos en poco; pero que por algún buen fin del mayor servicio de Dios, lícita y santamente se puede desear la honra y estimación de los hombres. Y así dice San Bernardo que es verdad que, cuanto es de nuestra parte, hemos de querer que los otros conozcan y sientan de nosotros lo que nosotros sentimos y conocemos de nosotros mismos, para que nos tengan en lo mismo que nosotros nos tenemos; mas muchas, veces, dice, no conviene que los otros sepan esto; y así podemos algunas veces, lícita y santamente, querer que no sepan nuestras faltas, porque no reciban de ello algún daño y se impida en ello algún provecho espiritual. Empero es menester que entendamos esto bien, y que vayamos en ello con tiento y con mucho espíritu, porque semejantes verdades como esta, so color de verdades, suelen hacer gran daño en algunos, por no saber usar bien de ellas. 

Los mismos Santos nos declaran bien esta doctrina, para que no tomemos de ella ocasión de errar. Dice San Gregorio: «Algunas veces también los varones santos se huelgan de tener buena opinión y estima acerca de los hombres; pero eso es cuando ven que es medio necesario para que los prójimos se aprovechen y ayuden más en sus almas». Y eso, dice San Gregorio, no es holgarse de su estima y opinión, sino del fruto y aprovechamiento de los prójimos, que es muy diferente. Una cosa es amar uno la honra y estimación humana por sí misma, y parando en ella por su propio respeto y contento, por ser grande y señalando en la opinión de los hombres; y esto es malo; otra cosa es cuando esto se ama por algún buen fin, como por el provecho de los prójimos y para hacer fruto en sus almas, y esto no es malo, sino bueno. Y de esta manera bien podemos nosotros desear la honra y estimación del mundo y que tengan una buena opinión de nosotros, por la mayor gloria de Dios, y por ser así necesario para la edificación de los prójimos y para hacer fruto en ellos, porque esto no es holgarse uno de su honra y estimación, sino del provecho y bien de los prójimos y de la mayor gloria de Dios. Como el que por la salud quiere la purga que naturalmente aborrece, el querer y admitir la purga es amar la salud; así, el que la honra humana, que huye y desprecia, la quiere y admite solamente por ser en aquel caso medio necesario o provechoso para el servicio de Dios y bien de las almas, se dice con verdad que no quiere ni desea sino la gloria de Dios. 

Pero veamos en qué se conocerá si se huelga uno con la honra y estimación puramente por la gloria de Dios y provecho de los prójimos, o si se huelga por sí mismo y por su propia honra y estima; porque esto es cosa muy delicada, y todo el punto y dificultad de este negocio consiste en esto. A lo cual responde San Gregorio: El holgarnos con la honra y estimación ha de ser tan puramente por Dios, que cuando no fuere necesario para su mayor gloria y bien de los prójimos, no sólo no nos hemos de holgar con ella, sino nos ha de dar pena. De manera que nuestro corazón y deseo, cuanto es de nuestra parte, siempre se ha de inclinar a la deshonra y desprecio; y así, cuando se nos ofreciere ocasión de esto, la hemos de abrazar de corazón y holgarnos con ella, como quien ha encontrado lo que deseaba. Y la honra y estimación la hemos de desear y holgarnos con ella solamente en cuanto es necesaria para la edificación de los prójimos, para hacer fruto en ellos y para mayor honra y gloria de Dios. 

De nuestro bienaventurado Padre San Ignacio leemos que decía que si se dejara llevar de su fervor y deseo, se anduviera por las calles desnudo y emplumado y lleno de lodo, para ser tenido por loco; mas la caridad y deseo que tenía de ayudar a los prójimos reprimía en él este tan grande afecto de humildad, y le hacía que se tratase con la autoridad y decencia que a su oficio y persona convenía. Pero su inclinación y deseo era ser despreciado y abatido, y siempre que se le ofrecía ocasión de humillarse la abrazaba y aun la buscaba muy de veras. Pues en esto se conocerá si os holgáis vos con la autoridad y estimación por el bien de las almas y gloria de Dios o por vos mismo y por vuestra propia honra y autoridad. Si cuando se os ofrece la ocasión de humildad y desprecio la abrazáis muy de veras y de corazón, y os holgáis con ella, entonces es buena señal que cuando os sucede bien el sermón, o el negocio, y por esto sois tenido y estimado, que no os holgáis por vuestra honra y estima, sino puramente por la gloria de Dios y provecho de los prójimos que se sigue de ahí. Pero si cuando se ofrece la ocasión de humildad y de ser tenido en poco la rehusáis y no la lleváis bien, y si cuando no es necesario para el provecho de los prójimos, con todo eso os holgáis con la estimación y alabanzas de los hombres y lo procuráis, eso es señal que también en lo demás os holgáis por lo que toca a vos y por vuestra honra y estimación, y no puramente por la gloria de Dios y provecho de los prójimos. 

De manera que la honra y estimación de los hombres es verdad que no es mala, sino buena, si usamos bien de ella, y así, licita y santamente, se puede desear como cuando el Padre San Francisco Javier fue al rey de Bungo con grande acompañamiento y autoridad. Y aun alabarse uno a sí mismo puede ser bueno y santo, si se hace como se debe, como vemos que San Pablo, escribiendo a los de Corinto (2 Cor., 4, 11), se comienza a alabar y a contar grandezas de sí, refiriendo grandes mercedes que nuestro Señor le había hecho, y diciendo que había trabajado más que los demás Apóstoles; ya comienza a contar las revelaciones y arrebatamientos que había tenido hasta el tercero Cielo. Mas esto hacía él porque entonces convenía y era menester para la honra de Dios y para el provecho de los prójimos a quién escribía, para que así le tuviesen y estimasen por Apóstol de Cristo, y recibiesen su doctrina y se aprovechasen de ella. Y decía estas cosas de sí con un corazón, no sólo despreciador de la honra, sino amador del desprecio y deshonra por Jesucristo; porque cuando no era necesario para el bien de los prójimos, muy bien se sabía él apocar y abatir, diciendo de sí (1 Cor., 15, 9) que no era digno de llamarse Apóstol, porque persiguió la Iglesia de Dios, y llamándose blasfemo y abortivo (1 Tim, 1, 13) y el mayor de los pecadores; y cuando se le ofrecían deshonras y menosprecios, ése era su contento y regocijo. De estos tales corazones bien se puede fiar que reciban honra, y que digan ellos algunas veces cosas que aprovechen para tenerla, porque nunca harán estas cosas sino cuando fuere necesario para la mayor gloria de Dios; y entonces lo hacen tan sin pegárseles nada de ello, como si no lo hiciesen, porque no aman su propia honra, sino la honra de Dios y el bien de las almas. 

Mas porque es muy dificultoso recibir la honra y no ensoberbecerse, ni tomar en ella algún vano contentamiento o complacencia, por eso los Santos, temiendo el peligro grande que hay en la honra y estimación y en las dignidades y puestos altos, huían cuando podían de todo eso; y se iban adonde no fuesen conocidos ni estimados, y procuraban ocuparse en oficios bajos y despreciados, porque veían que aquello les ayudaban a su aprovechamiento y a conservar en humildad, y que era camino más seguro para ellos. 

Decía San Francisco una razón muy buena: «No soy religioso si no tomo con la misma alegría de rostro y alma la deshonra que la honra. Porque si me alegro de la honra que otros me dan por su provecho cuando predico o les hago otras buenas obras, donde pongo el alma a riesgo y peligro de vanidad, mucho más me debo alegrar de mi provecho y de la salud de mi alma que tengo más segura cuando me vituperan». Claro está que estamos más obligados a holgarnos de nuestro bien y provecho, que del bien y provecho de nuestros prójimos, porque la caridad bien ordenada, de sí mismo ha de comenzar. Pues si os holgáis del provecho del prójimo cuando el sermón o el negocio os salió bien y sois alabado y estimado por ello, ¿por qué no os holgáis de vuestro provecho, cuando haciendo vos lo que es de vuestra parte, sois tenido en poco? Porque eso es mejor y más seguro para vos. Si os holgáis cuando tenéis gran talento para hacer grandes cosas por el bien de los otros, ¿por qué cuando Dios no os dio talento para esas cosas, no os holgáis por vuestro provecho y por vuestra humildad? Si os holgáis cuando tenéis mucha salud y fuerzas para trabajar para otros, por el provecho de ellos, ¿por qué no os holgáis cuando Dios quiere que estéis enfermos y flacos y que no seáis para nada, sino que estéis arrinconado e inútil? Porque que ése es vuestro provecho, y eso os ayudará más a ser humilde, y en eso agradaréis más que si fuerais gran predicador, pues Él lo quiere así. 

De donde se verá cuán engañados andan los que tienen puestos los ojos en la honra y estimación del mundo, so color de que eso es menester para hacer fruto en los prójimos, y con este título desean los oficios honrosos y los puestos altos, y todo lo que dice autoridad; y huyen de lo bajo y humilde, pareciéndoles que con eso se desautorizan. Y hay en esto otro engaño muy grande, que con lo que uno piensa que gana autoridad, la pierde; y con lo que piensa que la perderá, la ganará. Algunos piensan que con el vestido pobre o ejercicio bajo y humilde perderán la opinión y estima necesaria para hacer fruto en los prójimos y engáñales su soberbia, que antes con eso la ganaréis, y con lo contrario, que vos procuráis, la perderéis. 

Enseñaba esto muy bien nuestro bienaventurado Padre San Ignacio; decía que ayudaba más a la conversión de las almas el afecto de verdadera humildad, que el mostrar autoridad que tenga algún resabio y olor de mundo. Y así lo practicaba él, no sólo en sí sino a los que enviaba a trabajar a la viña del Señor, de tal manera les enseñaba, que para salir con las cosas arduas y grandes, siempre procurasen hacer camino por la humildad y desprecio de sí mismos, porque entonces estaría la obra bien segura, si estuviese bien fundada sobre esta humildad, y porque ése es el camino por donde suele el Señor obrar cosas grandes. Y conforme a esto, cuando envió a los Padres Francisco Javier y Simón Rodríguez a Portugal, les ordenó que llegados a aquel reino pidiesen limosna y que con la pobreza y menosprecio de sí abriesen la puerta para todo lo demás. Y a los Padres Salmerón y Pascasio, cuando fueron a Hibernia por nuncios apostólicos también les ordenó que enseñasen la doctrina cristiana a los niños y a la gente ruda. Y al mismo Padre Salmerón y al Padre Maestro Laínez, cuando la primera vez fueron al Concilio de Trento, enviados del Papa Paulo III por teólogos de Su Santidad, la instrucción que les dio fue que, antes de decir su parecer en el Concilio, se fuesen al hospital y sirviesen en él a los pobres enfermos, y enseñasen a los niños los principios de nuestra santa fe; y que después de haber echado estas raíces, pasasen adelante y dijesen su parecer en el Concilio, porque sería él de fruto y provecho, como sabemos que lo fue por la bondad del Señor. ¡Y andaremos nosotros mirando, temiendo y tanteando con nuestras prudencias humanas, si se pierde autoridad por estas cosas! Que no hayáis miedo que se desautorice el púlpito por ir a enseñar la doctrina, ni por hacer pláticas en las plazas, hospitales y cárceles. No hayáis miedo que perdáis crédito con la gente grave porque os vean confesar a los pobrecitos, ni porque os vean vestir como religioso pobre; antes con eso ganaréis autoridad y cobraréis más crédito y reputación, y haréis más fruto en las almas; porque a los humildes levanta Dios, y por ésos suele El hacer maravillas. 

Y dejando aparte esta razón, que es la principal, llevándolo por vía de prudencia y razón humana, no podéis poner medio más eficaz para ganar autoridad y opinión con los prójimos, y para hacer mucho fruto en las almas, que ejercitaros en estas cosas que parecen bajas humildes; y tanto más cuanto mayores fueren vuestras partes. La razón de esto es porque es tanto en lo que el mundo tiene la honra y estimación y las cosas altas, que de lo que más se admiran los de él es de ver que eso se desprecie, y que el que podía entender en cosas altas y honrosas, se ocupa en cosas bajas y humildes; y así cobran grande opinión y estima de santidad de los tales, y reciben su doctrina como venida del Cielo. Del Padre San Francisco Javier leemos en su Vida que, habiéndose de embarcar para la India, y no queriendo recibir ninguna provisión para su navegación, instándole mucho el conde de Castañeda, que tenía entonces oficio de proveedor de las armadas para aquellas partes, que a lo menos llevase un criado que le sirviese en la mar, diciéndole que disminuiría su crédito y autoridad para con la gente a quien había de enseñar, si le viesen con los demás lavar sus paños al borde de la nao y guisar su comida, el Padre le respondió: «Señor conde: el procurar adquirir crédito y autoridad por ese medio que vuestra señoría dice, ha traído a la Iglesia de Dios y a sus prelados al estado en que ahora está. El medio por donde se ha de adquirir el crédito y autoridad es lavando esas rodillas y guisando la olla sin tener necesidad de nadie, y con todo eso, procurando emplearse en el servicio de las almas de los prójimos». Quedó con esta respuesta el conde tan atajado y tan edificado, que no supo qué responder. 

De esta manera y con esta humildad y verdad se ha de adquirir la autoridad, y de esa manera se hace más fruto. Y así vemos que hizo tanto el Padre Francisco Javier en esas Indias, con enseñar la doctrina a los niños, y andar tañendo la campanilla de noche a las ánimas del purgatorio, y sirviendo y consolando a los enfermos, y con otros oficios bajos y humildes. De esa manera vino a tener tanta autoridad y reputación, que robaba y atraía a si los corazones de todos, y le llamaban el Padre santo. Esta es la autoridad que es menester para hacer fruto en las almas; estima y opinión de humildes; estima y opinión de santos y de predicadores evangélicos. Y así, ésta es la que nosotros hemos de procurar; que esas otras autoridades y puntos que tienen resabio y olor de mundo, antes dañan y desedifican mucho a los prójimos, así a los de fuera como a los de dentro. 

Sobre aquellas palabras de San Juan (Jn., 8, 50): Yo no busco mi gloria; mi Padre tiene cuenta con eso, dice muy bien un doctor: Pues si nuestro Padre Celestial busca y procura nuestra gloria y nuestra honra, no es menester que nosotros tengamos cuidado de eso. Tenedlo vos de humillaros y de ser lo que debéis, y el de vuestra estima y autoridad, para hacer más fruto en los prójimos, dejadlo a Dios; que por donde vos más os humilláis y abajáis, por ahí os levantara Él más con otra estima muy diferente de la que vos pudierais alcanzar por esos otros medios y prudencias humanas. 

Y no se os ponga tampoco delante la honra y autoridad de la Religión, que es otra solapa que se nos suele algunas veces ofrecer, así en ésta como en otras cosas semejantes, para colorear nuestra imperfección e inmortificación. ¡Oh, que no lo he yo por mí, sino por la autoridad de la Religión, que es razón que se le tenga respeto! Dejaos de esos respetos que la Religión también ganará más en que os vean a vos humilde, callado y sufrido, porque en eso consiste la autoridad y estima de la Religión, en que sus religiosos sean humildes y mortificados, y estén muy deshechos de todo lo que tiene sabor y olor de mundo. 

El Padre Mafeo, en la Historia de las indias, cuenta que predicando uno de los nuestros en Japón la fe de Cristo nuestro Redentor, en una calle pública de Firando, un gentil de aquellos, que acaso pasaba por allí, hizo burla de él y de lo que predicaba, y arranca un flemón muy grande, y se lo escupe en el rostro. El predicador sacó su pañuelo y se limpió, sin mostrar turbación alguna y sin responder palabra, y prosigue su sermón con el mismo tenor y semblante como si no hubiera pasado nada. Uno de los que estaban oyendo notó mucho aquello, y viendo la paciencia y humildad grande del predicador, comenzó a pensar entre sí: No es posible que doctrina que enseña tanta paciencia, tanta humildad y constancia de ánimo, no sea del Cielo; cosa de Dios debe ser ésta. Lo cual le hizo tanta fuerza, que le fue motivo para convertirse, y así se fue tras él en acabando de predicar, y le pidió que le instruyese en la fe y le bautizase. 


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.