sábado, 15 de agosto de 2015

LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO




DE LA ASUNCIÓN DE MARIA

En este día la Iglesia se propone celebrar dos solemnidades en honor de María, a saber, una que tiene por objeto su feliz tránsito o salida de este mundo, y la otra su gloriosa Asunción al cielo. En el presente discurso trataremos de su muerte, y en el siguiente de su Asunción.

Cuán preciosa fue la muerte de María. 1.° Por las prerrogativas que la acompañaron. 2.° Por el modo con que sucedió

Siendo la muerte pena del pecado, parecía que la divina Madre, siendo santa y hallándose exenta de toda culpa, no debía estar sujeta a la muerte ni sufrir la misma suerte que los hijos de Adán inficionados del veneno del pecado. Mas, sea que Dios quiso que María se asemejase en un todo a Jesús, y que habiendo muerto el Hijo convenía que a su vez muriese la Madre, sea porque plugó a Dios dar a los justos un ejemplo de la muerte preciosa que les tiene preparada, quiso que también muriese la Virgen, pero con una muerte dulce y dichosa. Examinemos, pues, cuán preciosa fue la muerte de María. 1." Por las prerrogativas que la acompañaron. 2.° Por el modo con que sucedió.

PUNTO I

Comúnmente tres cosas hacen amarga la muerte: el apego a la tierra, el remordimiento de los pecados y la incertidumbre de la salvación. Pero la muerte de María estuvo del todo exenta de estas amarguras y acompañada de tres admirables prerrogativas que la hicieron preciosísima y dulce. Ella murió como había vivido, siempre enteramente desprendida de los bienes mundanos; murió con una perfecta paz de conciencia y con la certeza de la gloria eterna.

Y, en primer lugar, no hay duda que el apego a los bienes terrenos hace amarga y miserable la muerte de los mundanos, como dice el Espíritu Santo: " ¡Oh muerte, cuán amarga es tu memoria para el hombre que vive en paz en medio de sus riquezas!"(1) Mas, muriendo los Santos desprendidos de las cosas del mundo, lejos de ser amarga su muerte, es dulce, amable y preciosa, esto es, como explica San Bernardo, digna de comprarse a todo precio: "Dichosos los muertos que mueren en el Señor"(2). ¿Y quiénes son éstos que mueren estando ya muertos? Son precisamente aquellas almas afortunadas que pasan a la eternidad, hallándose ya desprendidas y como muertas para todos los afectos de las Cosas terrenas, habiendo hallado solamente en Dios todo su bien, como le había hallado San Francisco de Asís, que decía: "Dios mío y mi todo. Pero ¿qué alma hubo nunca más desprendida de las cosas del mundo y más unida a Dios como la hermosa alma de María? Estuvo desprendida de su familia, pues desde la edad de tres años en que las niñas están más unidas a sus padres y necesitan más de su auxilio, María les dejó con tanta resolución y fue a encerrarse en el templo para ocuparse exclusivamente en Dios. Estuvo desprendida de las riquezas, contentándose con vivir siempre pobre y sustentándose con el trabajo de sus manos; desprendida de los honores, amando la vida humilde y retirada, aunque le pertenecía el honor de ser Reina, por descender de los reyes de Israel. Ella misma reveló a Santa Isabel Benedictina que cuando sus padres la dejaron en el templo resolvió en su corazón no tener otro padre ni amar otro bien que a Dios".

San Juan vio figurada a María en aquella mujer vestida del sol, que tenía la luna debajo de sus pies(3). Por la luna entienden los intérpretes los bienes de este mundo que son caducos y menguan como la luna. Todos estos bienes jamás María los tuvo en su corazón, antes bien los despreció siempre y tuvo debajo de sus pies, viviendo en este mundo como tórtola solitaria en un desierto sin poner afecto en cosa alguna, de modo que de ella se dijo: "El arrullo de la tórtola se ha oído en nuestros campos"(4). Y en otro lugar: "Quién es esta que sube por el desierto?"(5). Por lo cual dice Ruperto: "Así subsiste por el desierto, teniendo el alma solitaria." Habiendo vivido, pues, María siempre desprendida de las cosas terrenas y solamente unida a Dios, no le era amarga la muerte, sino muy dulce y agradable, porque la unía más estrechamente a Dios con eterno vínculo en el cielo.

En segundo lugar, lo que hace preciosa la muerte de los justos es la paz de conciencia. Los pecados cometidos en vida son aquellos gusanos que más afligen y roen el corazón de los infelices pecadores moribundos, los cuales, debiendo entonces dentro de breve tiempo presentarse al divino tribunal, se ven rodeados en aquel momento de sus pecados que les amedrentan y gritan alrededor, como dice San Bernardo: "Somos obras tuyas, no te abandonaremos." María no pudo ciertamente ser afligida en la hora de su muerte por remordimiento alguno de conciencia, porque fue siempre santa, siempre pura y siempre exenta de toda sombra de culpa actual y original, por lo cual de Ella se dijo: "Toda tú eres hermosa, en ti no hay defecto alguno"(6). Desde que tuvo el uso de la razón, esto es, desde el primer instante de su Inmaculada Concepción en el vientre de Santa Ana, empezó a amar con todas sus fuerzas a su Dios, y prosiguió haciéndolo así, adelantando siempre en la perfección y en el amor durante su vida. Todos sus pensamientos, sus deseos y sus afectos sólo fueron de Dios; no profirió palabra, no hizo movimiento, no dirigió mirada ni respiro que no fuese por Dios y por su gloria, sin separarse ni olvidarse jamás un momento del amor divino. ¡Ah!, en la hora feliz de su muerte, su bienaventurado lecho rodeado de todas las bellas virtudes que practicó en vida, aquella fe tan constante, aquella confianza en Dios tan amorosa, aquella paciencia tan fuerte en medio de tantas penas, aquella mansedumbre, aquella piedad hacia las almas, aquel celo infatigable por la gloria divina y sobre todo aquel perfecto amor de Dios y aquella completa sumisión a su voluntad; todas estas virtudes la rodearon y consolaron diciéndole: "Somos obras tuyas, no te dejaremos." Señora y Madre nuestra, todas nosotras somos hijas de vuestro hermoso corazón; ahora que dejáis esta miserable vida, nosotras no queremos abandonaros, iremos también a formar un eterno cortejo honrándoos en el cielo, en donde Vos por nuestro medio habéis de ser Reina de todos los hombres y de todos los Angeles.

En tercer lugar, la certeza de la salvación eterna dulcifica la muerte. Esta se llama tránsito, porque se pasa de una vida breve a una vida eterna. Por lo que, así como es muy grande el miedo de aquellos que mueren inciertos de su salvación y se acercan al momento supremo con justo temor de pasar a una muerte eterna; así, al contrario, es muy grande la alegría de los Santos al terminar la vida, con la esperanza casi cierta de ir a poseer a Dios en el cielo. Una religiosa de Santa Teresa, a quien el médico anunció la proximidad de su muerte, tuvo tanta alegría que quedó admirada de que le diese tan feliz noticia, sin pedirle por ello ninguna recompensa. Hallándose San Lorenzo Justiniano en el trance de la muerte, y viendo a los de su familia que lloraban a su alrededor, les dijo: "Id a otra parte a llorar; si queréis permanecer aquí conmigo habéis de alegraros como me alegro yo de ver que va a abrírseme la puerta del cielo para unirme con mi Dios." San Pedro de Alcántara, San Luis Gonzaga y muchos otros Santos, al recibir la noticia de su muerte, dieron voces de júbilo; y, sin embargo, éstos no tenían la seguridad de alcanzar la divina gracia, ni estaban ciertos de su propia santidad, como lo estaba María. Pero ¿qué alegría debió experimentar la divina Madre al oír la noticia de su muerte, teniendo la certeza de gozar de la divina gracia, especialmente después que el arcángel San Gabriel le aseguró que estaba llena de ella y que poseía a Dios? Ella sabía muy bien que su corazón se abrasaba continuamente en el amor divino, de modo que, según San Bernardino de Bustos, María, por un privilegio especial no concedido a ningún otro Santo, amaba y estaba actualmente amando a Dios en todos los instantes de su vida, y con tanto ardor que, como dice San Bernardo, se necesitó un milagro continuo para que pudiese vivir en medio de tantas llamas.

En los sagrados Cantares ya se dijo de María: "¿Quién es esta que sube por el desierto como una columnita de humo, formada de perfumes, de mirra y de incienso y de toda clase de aromas?"(7). Su total mortificación figurada en la mirra, sus fervorosas oraciones significadas en el incienso, y todas sus santas virtudes unidas a su perfecto amor de Dios, encendían en Ella una llama tan intensa que, según escribió Ruperto, su hermosa alma, sacrificada y consumida por el amor, se elevaba continuamente a Dios como una columnita de perfumes, que por todas partes exhalaba suavísimo olor. Y Eustaquio añade con mayor expresión: "Y cual vivió la amante Virgen, tal murió. Así como el amor divino le dio la vida, así le dio la muerte, falleciendo, como comúnmente dicen los Doctores y los Santos Padres, no de ninguna enfermedad, sino por efecto del puro amor."


PUNTO II

Veamos ahora cómo sucedió su bienaventurada muerte. Después de la Ascensión de Jesucristo María quedó en la tierra para cuidar de la propagación de la fe. Por lo que los discípulos de Jesucristo acudían a Ella, que les resolvía las dudas, les confortaba en las persecuciones y les animaba a trabajar por la gloria de Dios y por la salvación de las almas redimidas. María accedió gustosa a permanecer en la tierra, conociendo que esta era la voluntad de Dios para bien de la Iglesia; sin embargo, no podía dejar de sentir la pena de verse privada de la presencia de su querido Hijo que se había subido al cielo. "En donde alguno cree que se halla su tesoro y su contento — dijo el Redentor —, allí se dirigen siempre su amor y los deseos de su corazón"(8). No teniendo, pues, María otro bien que Jesús que se hallaba en el cielo, allí dirigía todos sus deseos. "La celda de María fue el cielo", escribió Taulero(9), porque hacía de él su continua morada con el afecto: "su escuela fue la eternidad", desprendida siempre de los bienes temporales: "su ayo, la divina Verdad", obrando siempre con la luz divina: "su espejo, la Divinidad", porque solamente miraba a Dios para conformarse con su voluntad, y estaba dispuesta siempre a hacer lo que fuere de su agrado: "su adorno, la devoción", pues toda pertenecía al Señor. En una palabra, "el lugar y tesoro de su corazón únicamente era Dios". Ella procuraba consolar su corazón enamorado de tan dura ausencia recorriendo, según se refiere, los Santos Lugares de la Palestina, en donde el Hijo había estado durante su vida; visitaba con frecuencia ya el establo de Belén, en donde el Hijo había nacido; ya el taller de Nazareth, en que el Hijo había vivido muchos años en la pobreza y en el desprecio; ya el huerto de Gethsemaní, en donde comenzó su pasión; ya el pretorio de Pilatos, en donde fue azotado; ya el lugar donde fue coronado de espinas; pero más a menudo visitaba el Calvario en donde el Hijo expiró, y el Santo Sepulcro en donde depositó al fin su cuerpo. De este modo la tierna Madre procuraba aliviar la pena en su duro destierro; pero esto no bastaba para satisfacer su corazón, que no podía hallar su perfecto sosiego en este mundo, por lo que suspiraba incesantemente hacia su Señor, exclamando con David, pero con amor más ardiente: "¿Quién me diera las alas de la paloma para volar hacia mi Dios y hallar allí mi reposo?"(10). Como el ciervo herido desea la fuente, así mi alma herida de vuestro amor, oh Dios mío, os desea y suspira por Vos(11). ¡Ah! los suspiros de esta santa tortolilla no podían dejar de penetrar en el corazón de su Dios, que tanto la amaba; por lo que no queriendo El diferir por más tiempo el consuelo a su amada, oye sus deseos y la llama a su reino.

Refieren Cedreno(12), Nicéforo(13) y Metafraste(14) que el Señor, algunos días antes de la muerte, le envió el Angel San Gabriel, el mismo que le había anunciado en otro tiempo que Ella era la mujer bendita y escogida para Madre de Dios. "Señora y Reina mía —le dijo el Angel —, Dios ha oído ya vuestros santos deseos, me ha enviado a deciros que os preparéis a dejar la tierra, porque El os quiere consigo en el cielo. Venid, pues, a tomar posesión de vuestro reino, porque yo y todos sus santos ciudadanos os esperamos y deseamos." ¿Qué haría al oír tan feliz anuncio nuestra humildísima y santa Virgen sino abismarse mucho más en su humildad y repetir aquellas mismas palabras que contestó a San Gabriel cuando le anunció la divina maternidad? "He aquí la esclava del Señor; El por su mera bondad me ha elegido y hecho su Madre, ahora me llama al cielo. Yo no merecía ninguna de estas honras, mas ya que El quiere manifestar conmigo su infinita liberalidad, estoy dispuesta para ir a donde El quiera; cúmplase siempre en mí la voluntad de mi Dios y Señor."

Después de haber recibido este deseado aviso, lo participó a San Juan, quien podemos considerar con cuánto dolor y ternura lo oiría, cuando habiéndola asistido tantos años como hijo había ya disfrutado la celestial conversación de esta santísima Madre. Ella visitó después los Santos Lugares de Jerusalén despidiéndose tiernamente de ellos, en particular del Calvario en donde expiró su amado hijo, y luego se retiró a su pobre casa a prepararse para la muerte. Entre tanto no dejaban de ir con frecuencia los Angeles a saludar a su amada Reina, consolándose con saber que pronto la verían coronada en el cielo. Muchos autores refieren(15) que antes de morir se juntaron milagrosamente los Apóstoles y también parte de los discípulos, que acudieron de diversas partes donde se hallaban dispersos, y todos se reunieron en la habitación de María; por lo que viendo allí en su presencia a aquellos amados hijos les habló de este modo: "Queridos míos, mi Hijo me dejó por vuestro amor y para que os ayudase. La santa fe se halla ya ahora difundida por el mundo; el fruto de la divina semilla ya ha crecido; por lo que viendo mi Señor que mi asistencia ya no es necesaria en la tierra, y compadeciéndose de la pena que me causa su ausencia, ha oído mis deseos de salir de esta vida y de ir a verle en el cielo. Quedaos, pues, vosotros a trabajar por su gloria. Aunque yo os deje, no os deja mi corazón; llevaré y estará siempre conmigo el grande amor que os profeso. Voy al cielo a rogar por vosotros." Al oír tan dolorosa nueva, ¿quién podrá comprender jamás cuáles serían las lágrimas y los lamentos de aquellos santos discípulos, pensando que dentro de poco habían de separarse de su Madre? ¡Oh María, dirían todos ellos llorando, oh María, ya queréis dejarnos!, es verdad que este mundo no es un lugar digno y propio de Vos, y que nosotros no merecemos gozar la compañía de una Madre de Dios; pero acordaos que Vos sois nuestra Madre, que habéis sido nuestra maestra en las dudas, la consoladora en las angustias, nuestra fortaleza en las persecuciones, ¿y cómo podréis ahora abandonarnos, dejándonos solos sin vuestro consuelo en medio de tantos enemigos y de tantos combates? Perdimos en la tierra a nuestro Maestro y Padre Jesús, el cual se subió al cielo, y durante este tiempo Vos, Madre nuestra, habéis sido nuestro consuelo. ¿Cómo podéis Vos también dejarnos huérfanos de Padre y Madre? Señora nuestra, o quedaos con nosotros, o llevadnos en vuestra compañía. Así habla San Juan Damasceno(16). No, hijos míos, continuó diciendo la amorosa Reina, no es tal la voluntad de Dios: conformaos con lo que El tiene dispuesto de mí y de vosotros. Aún os queda que trabajar en la tierra para gloria de vuestro Redentor y para concluir vuestra eterna corona. Yo no os dejo abandonados, sino para ayudaros aún más con mi intercesión cerca de Dios en el cielo. Quedad contentos. Os recomiendo la santa Iglesia y las almas redimidas sea éste mi último adiós y el único recuerdo que os deje: hacedlo si me amáis: trabajad por las almas y por la gloria de mi Hijo, porque algún día nos veremos otra vez juntos en el cielo, para no separarnos en toda la eternidad.

Después les suplicó que sepultasen su cuerpo seguida su muerte, y les bendijo; ordenó a San Juan, como refiere el Damasceno, que diese dos vestidos a dos doncellas que la habían servido durante algún tiempo(17). Y después se arregló decentemente sobre su pobre camilla, en la que aguardó ansiosa la muerte, y con ella el ir al encuentro del divino Esposo, que luego debía ir a llevársela para conducirla al cielo. Mas he aquí que siente ya en el corazón un júbilo extraordinario por la llegada del Esposo, que la llena toda de una inmensa y nueva dulzura. Viendo los santos Apóstoles que María se hallaba próxima a partir de este mundo, renovando las lágrimas, se postraron todos en torno de su cama: unos le besaban sus santos pies, otros le pedían su especial bendición, otros le encomendaban alguna necesidad particular, y llorando todos amargamente sentíanse traspasados de dolor al haberse de separar para siempre en esta vida de su amada Señora. Y la amantísima Madre se compadecía de todos y consolaba a unos prometiéndoles su patrocinio, a otros bendiciéndoles con particular afecto, y a otros animándoles a la conversión del mundo, y llamando especialmente a San Pedro, como a cabeza de la Iglesia y vicario de su Hijo, le encargó principalmente la propagación de la fe, prometiéndole desde el cielo una particular protección. Pero especialmente llamó después a San Juan, el cual más que todos los otros experimentaba un dolor cruel al tener que separarse de aquella santa Madre, y acordándose la agradecidísima Señora del afecto y atención con que este santo discípulo la había servido durante el tiempo que Ella había estado en la tierra después de la muerte del Hijo: "Juan mío —le dijo con gran ternura—, Juan mío, te doy gracias por lo mucho que me has asistido: hijo mío, puedes estar seguro de que no te seré ingrata. Aunque ahora te deje, voy a rogar por ti. Quédate en paz en esta vida hasta que nos volvamos a ver en el cielo, donde te espero. No te olvides de mí; en todas tus necesidades llámame en tu ayuda, que jamás me olvidaré de ti, hijo mío querido. Hijo, te bendigo, te dejo mi bendición, queda en paz. Adios."

Mas ya se aproxima la muerte de María. Habiendo el amor divino consumido con sus dichosas e intensas llamas los espíritus vitales, ya la celestial fénix en medio de tan voraz incendio va perdiendo la vida. Llegaban entonces legiones de Angeles a recibirla, como en acto de hallarse dispuestos para el gran triunfo con que debían acompañarla al cielo. Aunque María se consolaba a la vista de aquellos santos espíritus, sin embargo su consuelo no era cumplido, no viendo comparecer aún a su amado Jesús, que era todo el amor de su corazón; por lo que con frecuencia repetía a los Angeles que iban a saludarla: "Os conjuro, oh hijas de Jerusalén, que si hallareis a mi amado, le participéis que desfallezco de amor"(18). "Angeles santos, hermosos ciudadanos de la celestial Jerusalén, vosotros a escuadrones venís corteses a consolarme, y todos me consoláis con vuestra amable presencia; yo os doy gracias, pero todos vosotros apenas me contentáis, porque aún no veo a mi Hijo para consolarme. Si me amáis, volved al cielo, y decid de mi parte a mi amado que desfallezco de amor por El; decidle que venga, y que venga presto, porque yo muero con el vivo deseo que tengo de verle."

Mas he aquí que ya viene Jesús a recibir a su Madre para conducirla al cielo. Fue revelado a Santa Isabel que el Hijo se apareció a María antes de expirar, con la cruz en la mano, para manifestar la gloria especial que había alcanzado por medio de la redención y que por eternos siglos debía honrarle más que todos los hombres y que todos los Angeles. San Juan Damasceno refiere que el mismo Jesucristo la comulgó después por viático, diciéndole con amor: "Recibid, oh Madre mía, de mis manos aquel mismo cuerpo que Vos me disteis." Y habiendo recibido la Madre con sumo amor aquella última comunión, en sus postrimeros alientos le dijo: "Hijo, en vuestras manos encomiendo mi espíritu: os encomiendo esta alma que Vos criasteis por vuestra bondad, rica desde el principio de tantas gracias, y con especial privilegio conservada de toda mancha de culpa: os encomiendo mi cuerpo, del cual os dignasteis tomar carne y sangre: os encomiendo también estos mis hijos; ellos quedan afligidos con mi partida, consoladles Vos que les amáis más que yo; bendecidles y dadles fuerza para hacer cosas grandes para vuestra gloria" (19).

Habiendo llegado el fin de la vida de María se oyó en el aposento en que descansaba una grande armonía, como refiere San Jerónimo. Y a más de esto, según fue revelado a Santa Brígida, se vio aparecer un grande resplandor, y conocieron luego los Apóstoles que la partida de María estaba próxima, por lo que renovaron las lágrimas y las súplicas, y levantando las manos exclamaron todos a una voz: "¡Oh última bendición, no os olvidéis de nosotros miserables." Y volviendo María los ojos alrededor de todos, como despidiéndose por última vez: Adiós, hijos, les dijo "os bendigo, no dudéis, que no me olvidaré de vosotros." Vino entonces la muerte, no vestida de luto y de tristeza, como viene para los otros hombres, sino adornada de luz y de alegría. Pero ¡qué muerte!, ¡qué muerte!, mejor diremos que el divino amor vino a cortar el hilo de aquella noble vida. Y así como una lámpara que estando para extinguirse, entre los últimos resplandores de su vida arroja una luz más brillante y después expira, así la bella mariposa invitándola su Hijo a que le siga, sumergida en la llama de su caridad, y en medio de sus tiernos suspiros, da un suspiro más grande de amor, expira y muere; y quedando así libre de los lazos de esta vida, aquella alma sublime, aquella paloma del Señor, se elevó a la gloria bienaventurada, donde está sentada y lo estará como Reina del cielo por toda la eternidad.

María, pues, ha dejado ya la tierra, ya se halla en el cielo. Desde allá la piadosa Madre nos está mirando mientras estamos desterrados aún en este valle de lágrimas, se compadece de nuestras desgracias y nos promete su ayuda si la deseamos. Supliquémosle siempre que por los méritos de su dichosa muerte nos alcance una muerte feliz; y si fuese del agrado de Dios, que nos consiga la gracia de morir en un día de sábado, que es dedicado a su honor, o en algún día de la novena u octava de alguna de sus fiestas, como lo ha logrado a muchos de sus siervos, y particularmente a San Estanislao de Kostka, a quien alcanzó morir el día de su gloriosa Asunción, según refiere el padre Bartoli en su vida(20).


EJEMPLO

Viviendo este santo joven enteramente dedicado al amor de María, sucedió que el primer día de agosto oyó un sermón del padre Pedro Canisio, en el cual predicando a los novicios de la Compañía, lleno de fervor dio a todos el gran consejo de vivir cada día como si fuese el último de su vida, después del cual debiésemos presentarnos al tribunal de Dios. Concluido el sermón, San Estanislao dijo a los compañeros que aquel consejo había sido especialmente para él una voz divina, pues debía morir en aquel mismo mes.

Habló así, o porque Dios expresamente se lo reveló, o a lo menos porque tuvo de ello cierto presentimiento secreto, como se ve por lo que aconteció después. Al cabo de cuatro días, yendo el santo joven con el padre Manuel a Santa María la Mayor, y conversando con él sobre la próxima fiesta de la Asunción, dijo: "Padre mío, yo creo que aquel día se vio en el cielo un nuevo cielo, pues se vio la gloria de la Madre de Dios coronada por Reina del cielo, y colocada muy cerca del Señor, sobre todos los coros de los Angeles. Y si es verdad, como yo lo tengo por cierto, que cada año se renueva la fiesta en el cielo, espero que veré la primera." Luego, habiendo tocado por suerte a San Estanislao para protector del mes, según la costumbre de su religión, el glorioso mártir San Lorenzo, se dice que él escribió a su Madre María una carta, en la cual le rogaba que le alcanzase que pudiera hallarse en el paraíso para ver aquella fiesta. En el día de San Lorenzo comulgó, y suplicó después al Santo que presentase aquella carta a la divina Madre, interponiendo con Ella su intercesión para que María santísima le oyese. Y he aquí que al anochecer de aquel mismo día le acometió la calentura, y aunque muy ligera, sin embargo desde entonces obtuvo por cierta la gracia que había pedido de su cercana muerte. En efecto, al acostarse dijo transportado de júbilo y sonriéndose: "No me levantaré ya más de este lecho"; y añadió al padre Claudio Aquaviva: "Padre mío, creo que San Lorenzo me ha alcanzado ya de María la gracia de encontrarme en el cielo por la fiesta de su Asunción"; pero nadie hizo caso de tales palabras. Llegada la vigilia de la fiesta, el mal continuaba presentándose leve, pero el Santo dijo a un hermano que a la noche siguiente moriría; a lo que éste contestó: "¡Oh hermano!, mayor milagro sería morir de un mal tan leve que el curar de él". Mas he aquí que después de mediodía cayó en un abatimiento moral, un sudor frío bañaba su cuerpo, y perdió enteramente las fuerzas. Acudió el Superior, al cual Estanislao suplicó que le mandara poner sobre la tierra desnuda a fin de morir como penitente, lo que se le concedió para complacerle, y fue puesto en tierra sobre un colchoncito. Luego se confesó, recibió el Viático, no sin arrancar lágrimas a todos los que le asistían, porque al entrar en su celda el santísimo Sacramento vieron brillar en sus ojos una celestial alegría, y su rostro inflamado de santo amor, que parecía un Serafín. Recibió también la Extremaunción, y entre tanto no hacía más que levantar los ojos al cielo, o mirar, besar y estrechar amorosamente contra su corazón una imagen de María. Un padre le preguntó: "¿De qué os sirve este rosario en la mano si no podéis rezarlo?" "Me sirve, contestó, para consolarme, porque es cosa de mi Madre." "¿Cuánto más, —replicó el padre —, os consolaréis viéndola y besándole la mano en el cielo?" Entonces el Santo, con el rostro inflamado, levantó las manos, manifestando así el deseo de hallarse luego en su presencia. En aquel momento se le apareció su amada Madre, como él mismo indicó a los circunstantes, y poco después del amanecer del día 15 de agosto expiró con un semblante de predestinado, con los ojos fijos en el cielo sin hacer el menor movimiento, de manera que presentándole después la imagen de la santísima Virgen, y viendo que ya no hacía ningún acto de amor hacia Ella, advirtieron que había pasado ya al cielo a besar los pies de su amada Reina.


ORACIÓN

¡Oh dulcísima Señora y Madre nuestra! Vos ya habéis dejado la tierra y habéis entrado en vuestro reino, en donde os halláis sentada como Reina sobre todos los coros de los Angeles, como canta la Iglesia. Ya sabemos que nosotros pecadores no éramos dignos de teneros en nuestra compañía en este valle de tinieblas; pero sabemos también que en medio de vuestra grandeza no os habéis olvidado de nosotros miserables, y que a pesar de hallaros elevada a tan grande gloria, lejos de haberse perdido, se ha aumentado en Vos la misericordia hacia los pobres hijos de Adán. Desde el excelso trono, pues, en que reináis, volved, oh María, también sobre nosotros vuestros ojos misericordiosos, y compadeceos de nosotros vuestros hijos. Acordaos que al partir de este mundo prometisteis no olvidarnos. Miradnos y socorrednos. Ved en qué tempestades y en cuántos peligros cada día nos hallamos y hallaremos expuestos, hasta que llegue el fin de nuestra vida. Por los méritos de vuestra bienaventurada muerte alcanzadnos la perseverancia en la divina amistad, para salir de esta vida en gracia de Dios, y llegar también un día a besaros los pies en el cielo, uniéndonos con aquellos bienaventurados espíritus, para alabaros y celebrar vuestras glorias como Vos merecéis. Amén.



1 Eccli. XLI, 1
2 Apoc. XIV, 13
3 Apoc. XII, 1
4Cant. II, 12
5 Id. III
6 Cant. IV, 7
7 Cant. III, 6
8 Luc. XII, 34
9 Serm. de Nat. Virg. Mar.
10 Ps. LIV, 7
11 Ps. XLI, 2
12 Comp. hist
13 L. 2, c. 12
14 Ord. de Dormit. Mar.
15 S. Andr. Cret. Or. de Dorm. Deip. Damascen. de Dorm. Deip. Euthim. I. 3 Hist. c. 40
16 Orat. de Ass. Virg
17 Nicéforo y Metafraste ap. l'Ist. di Mar. del P. F. Gius. di G. e M. 1. 5
18 Cant. V, 9
19 Ap. S. Joan. Damase. Pred. de Ass. V.
20 Lib. I, e. 12



OTRO DISCURSO SOBRE LA ASUNCIÓN DE MARIA


1.º Cuán glorioso fue el triunfo de María cuando subió al cielo. 2.º Cuán excelso es el trono en que fue colocada.

Parecería justo que en este día de la Asunción de María al cielo la santa Iglesia nos invitase más bien a llorar que no a regocijarnos, según dice San Bernardo(1), porque nuestra dulce Madre se va de este mundo, y nos deja privados de su amada presencia. Pero no; la Iglesia nos invita a alegrarnos, y con razón; pues si amamos a esta nuestra Madre, debemos alegrarnos más de su gloria que de nuestro propio consuelo. ¿Qué hijo no experimenta una satisfacción, aunque haya de separarse de su madre, si ésta va a tomar posesión de un reino? María va hoy a ser coronada Reina del cielo, y ¿no nos hallaremos transportados de júbilo, si verdaderamente la amamos? Para consolarnos más de su exaltación consideremos: Primero, cuán glorioso fue el triunfo de María cuando subió al cielo. Segundo, cuán excelso es el trono en que fue colocada.


PUNTO I

Después que Jesucristo nuestro Salvador cumplió la obra de nuestra redención con su muerte, los Angeles anhelaban tenerle en su patria celestial, por lo que en sus oraciones le repetían incesantemente estas palabras de David: "Levántate, oh Señor, y ven al lugar de tu reposo, tú y el arca de tu santidad"(2). Así puntualmente hace hablar a los Angeles San Bernardino de Sena. "Levantaos, Señor, ahora que ya habéis redimido a los hombres, venid a vuestro reino con nosotros, y conducid también con Vos el arca viva de vuestra santificación, esto es, vuestra Madre, que fue el arca santificada por Vos que habitasteis en su seno"(3). Por esto se dignó al fin el Señor condescender a los deseos de la corte celestial, llanando a María al cielo. Mas si quiso que el arca del Testamento fuese introducida con gran pompa en la ciudad de David; dispuso que su Madre entrase en el cielo con otra pompa más noble y gloriosa. El profeta Elías fue transportado al cielo en un carro de fuego, que según los intérpretes no fue otra cosa más que un grupo de Angeles que le levantaron de la tierra; "mas para conduciros al cielo, oh Madre de Dios — dice el abad Ruperto —, no bastó un solo grupo de Angeles, sino que vino a acompañaros el mismo Rey del cielo con toda su corte".

Del mismo modo de pensar es San Bernardino de Sena, siendo de opinión que Jesucristo para honrar el triunfo de María vino El mismo del cielo a encontrarla y acompañarla; "para cuyo objeto —dice San Anselmo — , quiso el Redentor subir al cielo antes que llegase allá su Madre, no sólo para prepararle el trono en aquel palacio, sino también para hacer más gloriosa su entrada en el paraíso, acompañándola El mismo junto con todos los espíritus bienaventurados"(4). De aquí es que meditando San Pedro Damiano sobre el esplendor de la Asunción de María al cielo dice que la hallaremos más gloriosa que la Ascensión de Jesucristo, porque tan sólo los Angeles salieron al encuentro del Redentor, pero la bienaventurada Virgen subió a la gloria con la compañía del mismo Señor de la gloria, que había ido a recibirla, y la de los santos Angeles(5). Por lo que el abad Guérrico hace hablar así sobre esto al Verbo Divino: "Para glorificar a mi Padre bajé del cielo a la tierra; pero después para honrar a mi Madre subí otra vez al cielo a fin de poder salirle al encuentro y acompañarla con mi presencia al paraíso".

Consideremos, pues, cómo vino ya el Salvador del cielo al encuentro de su Madre, y luego que la vio le dijo para consolarla: "Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, pues ya pasó el invierno"(6). "Levántate, querida Madre, hermosa y pura paloma, deja este valle de lágrimas en donde tanto has padecido por mi amor. Ven del Líbano, Esposa mía, ven del Líbano, ven y serás coronada"(7). Ven en cuerpo y alma a gozar la recompensa de tu santa vida. Si has padecido mucho en la tierra, la gloria que yo te he preparado en el cielo es mucho mayor. Ven allí a sentarte junto a mí, ven a recibir la corona que te daré de Reina del universo. He aquí que María deja ya la tierra, y acordándose de tantas gracias como allí recibió de su Señor, la mira con afecto y compasión a la vez, por dejar en ella tantos pobres hijos expuestos a tantas miserias y peligros. He aquí cómo Jesús le tiende la mano, y la bienaventurada Madre ya se levanta en el aire y atraviesa las nubes y las esferas. He aquí que llega ya a las puertas del cielo. Cuando los monarcas hacen su entrada para tomar posesión del reino, no pasan por las puertas de la ciudad, sino que o se quitan éstas, o pasan por encima de ellas. Por esto los Angeles, cuando Jesucristo entró en el cielo, decían: "Levantad, oh príncipes, vuestras puertas, y elevaos, oh puertas de la eternidad, y entrará el Rey de la gloria"(8). Del mismo modo ahora que María va a tomar posesión del reino de los cielos, los Angeles que la acompañan gritan a los de dentro: "Presto, oh príncipes del cielo, levantad, quitad las puertas, porque ha de entrar la Reina de la gloria." Pero he aquí que entra ya María en la patria bienaventurada; y al entrar y al verla tan hermosa y rodeada de gloria aquellos espíritus celestiales preguntan a los Angeles que vienen de fuera, como contempla Orígenes: "¿Quién es esta criatura tan bella que viene del desierto de la tierra, lugar lleno de espinas y abrojos, pero que viene tan pura, tan rica de virtudes, reclinada sobre su querido Señor que se digna con tanto honor acompañarla? "¿Quién es? — contestan los Angeles que la acompañan —. Esta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres; la llena de gracia, la santa de las santas, la querida de Dios, la Inmaculada, la paloma, las más hermosa de todas las criaturas", y entonces todos aquellos bienaventurados espíritus empiezan a bendecirla y alabarla cantando con más motivo que los hebreos de Judith: "¡Ah Señora y Reina nuestra!, Vos sois la gloria del paraíso, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros"(9). "Seáis, pues, siempre bien venida, seáis siempre bendita, he aquí vuestro reino; todos nosotros somos vuestros vasallos dispuestos a obedeceros".

En seguida acudieron a darle la bienvenida y a saludarla como a su Reina todos los Santos que entonces se hallaban en el cielo. Vinieron las santas Virgenes; viéronla las doncellas, y la aclamaron felicísima y colmaron de alabanzas (10). Nosotras, — dijeron — , oh bienaventurada Virgen, somos también reinas de este reino, pero Vos sois nuestra Reina, porque fuisteis la primera en darnos el gran ejemplo de consagrar nuestra virginidad a Dios; todas nosotras os bendecimos y damos gracias." Vinieron luego los santos Confesores a saludar, como a su maestra, a la que con su santa vida les había enseñado tan hermosas virtudes. Vinieron también los santos Mártires a saludarla como a su Reina, porque con su gran constancia en medio de los dolores de la pasión de su Hijo les había enseñado y aun alcanzado con sus méritos la fortaleza para dar la vida por la fe. Vino también Santiago, que era el único de los Apóstoles que se hallaba entonces en el cielo, a darle gracias de parte de los otros por los consuelos y auxilios que de Ella habían recibido estando en la tierra. Vinieron después a saludarla los profetas, los cuales le decían: "¡Ah Señora!, Vos fuisteis la figurada en nuestras profecías." Vinieron los santos patriarcas y le decían: "¡Oh María!, Vos fuisteis nuestra esperanza tanto y por tan largo tiempo de nosotros suspirada." Mas los que entre éstos le tributaron gracias con mayor afecto fueron nuestros primeros padres Adán y Eva. "¡Ah, Hija querida! — le decían —. Vos habéis reparado el daño que nosotros causamos al género humano; Vos habéis alcanzado para el mundo aquella bendición que nosotros perdimos por nuestra culpa, por Vos nos hemos salvado; seáis eternamente bendita".

En seguida vino San Simeón a besarle los pies, recordándole con grán alegría aquel día en que él recibió de sus manos al niño Jesús. Vinieron San Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias por la amorosa visita que Ella con tanta humildad y caridad les hizo en su casa, y por medio de la cual recibieron tan grandes tesoros de gracias. Vino San Juan Bautista a darle con mayor afecto las gracias de haberle santificado con sus palabras. Mas ¿qué le dirían San Joaquín y Santa Ana, sus queridos padres, cuando vinieron a saludarla? ¡Oh Dios mío!, con qué ternura debieron bendecirla diciendo: "¡Ah, Hija querida! ¿qué fortuna ha sido la nuestra de tener tal Hija? ¡Ah!, ahora eres nuestra Reina, en calidad de Madre de nuestro Dios: como a tal te saludamos y adoramos." Pero ¿quién puede comprender el afecto con que vino a saludarla su querido esposo San José? ¿Quién podrá explicar jamás la alegría que tuvo el santo patriarca al ver llegar a su Esposa al cielo con tanto triunfo, y que había sido hecha Reina de todo el paraíso? Con qué ternura debió decirle: "¡Ah Señora y Esposa mía! Y ¿cuándo podré yo llegar a tributar debidamente gracias a nuestro Dios por haberme hecho esposo de su verdadera Madre, que sois Vos? Por Vos merecí en la tierra asistir en su niñez al Verbo encarnado, llevarle tantas veces en mis brazos, y recibir de El tantas gracias especiales. Benditos sean los momentos que pasé en mi vida sirviendo a Jesús y a Vos mi santa Esposa. He aquí a nuestro Jesús, consolémonos, que ahora no se halla acostado en un establo sobre el heno, como le vimos nacido en Belén; ya no vive pobre y despreciado en una tienda, como vivió algún tiempo con nosotros en Nazareth; no está clavado en un infame patíbulo, como en Jerusalén, en donde murió por la salvación del mundo; sino que está sentado a la derecha del Padre, como Rey y Señor del cielo y de la tierra. Y ahora nosotros, Reina mía, no nos apartaremos de sus santos pies para bendecirle y amarle por una eternidad".

Finalmente, vinieron todos los Angeles a saludarla, y la gran Reina dio a todos las gracias por su asistencia en la tierra, tributándolas especialmente al arcángel San Gabriel, que fue el embajador feliz por medio del cual Ella supo su dicha cuando vino a darle la noticia de ser hecha Madre de Dios. Arrodillada después la humilde y santa Virgen adora la divina Majestad, y abismada enteramente en el conocimiento de su nada, le da gracias de todos los favores que por su bondad había recibido, y especialmente de haberla hecho Madre del Verbo eterno. Figúrese cualquiera, si le es posible, con qué amor la santísima Trinidad la bendijo; qué acogida hizo el eterno Padre a su Hija, el Hijo a su Madre, el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la corona participándole su poder, el Hijo la sabiduría, el Espíritu Santo el amor. Y colocando las tres Personas divinas el trono de María a la derecha de Jesús, la declaran Reina universal del cielo y de la tierra, y mandan a los Angeles y a todas las criaturas que la reconozcan por su Reina, y como a tal la sirvan y obedezcan. Pasemos ahora a considerar cuán excelso fue este trono en el cual María fue colocada en el cielo.


PUNTO II

"Si el entendimiento humano, — dice San Bernardo—, no puede llegar a comprender la inmensa gloria que Dios ha preparado en el cielo a los que en la tierra le han amado, como dijo el Apóstol, ¿quién llegará a comprender jamás qué gloria tuvo preparada a su querida Madre, que en la tierra le amó más que todos los hombres, y que aun desde el primer momento en que fue criada le amó más que todos los hombres y todos los Angeles juntos? Con razón, pues, la Iglesia canta que María ha sido exaltada sobre todos los coros de los espíritus celestiales, habiendo amado a Dios más que todos los Angeles-"(11). "Si — dice Guillermo abad — . Ella fue exaltada sobre los Angeles, de modo que no ve sobre de sí sino a su Hijo, que es el unigénito de Dios (12).

Esto es lo que considera el docto Gerson cuando afirma que "independientemente de las tres jerarquías en las cuales se hallan distribuidos todos los órdenes de los Angeles y de los Santos, como enseñan Santo Tomás y San Dionisio, María formó en el cielo una jerarquía separada, la más sublime de todas, y la segunda después de Dios"(13). "Y así como — añade San Antonino — , la señora se diferencia sin comparación de los esclavos, así la gloria de María es incomparablemente mayor que la de los Angeles"(14). Para entender esto, basta saber lo que nos dijo David, que esta Señora fue colocada a la derecha del Hijo(15), esto es, de Dios, como dice San Atanasio(16).

Es cierto, como dice San Ildefonso, que las obras de María aventajaron incomparablemente en mérito a las de todos los Santos, y por esto no puede comprenderse la recompensa y la gloria que Ella mereció(17). Y si es cierto, como escribió el Apóstol, que Dios premia según el mérito(18), lo es también, dice Santo Tomás, que la Virgen, cuyo mérito excedió al de todos los hombres y Angeles, debió ser exaltada sobre todos los órdenes celestiales(19). "En una palabra, —añade San Bernardo —, mídase la gracia singular que María recibió en la tierra y luego mídase por ello la gloria singular que obtuvo en el cielo.

La gloria de María, dice un sabio autor(20), fue una gloria llena, una gloria completa, a diferencia de la que gozan los otros Santos en el cielo. Esta reflexión es muy hermosa; pues si bien es cierto que en el cielo todos los bienaventurados gozan una paz perfecta y completo contento, sin embargo siempre será verdad que ninguno de ellos disfruta de aquella gloria que hubiera podido merecer, si hubiese servido y amado a Dios con mayor fidelidad. De aquí es que si bien los Santos en el cielo no desean más de lo que poseen, sin embargo tendrían aún que desear. Es verdad igualmente que allí no se sufre pena alguna por los pecados cometidos y el tiempo perdido, pero es innegable que causa sumo contento el mayor bien que se hizo en vida, el haber conservado la inocencia y empleado mejor el tiempo. María en el cielo nada desea y nada tiene que desear. "¿Cuál de los Santos —dice San Agustín —, a excepción de María, puede decir que no ha cometido ningún pecado(21)? Ella no cometió jamás culpa alguna ni cayó en defecto alguno; y esto es cierto, porque así lo ha definido el santo concilio de Trento(22). No sólo no perdió jamás ni oscureció la divina gracia, sino que nunca la tuvo ociosa: no hizo acción que no fuese meritoria, no profirió ninguna palabra, no tuvo pensamiento, no respiró jamás sin que tuviese por objeto la mayor gloria de Dios. En suma, jamás se entibió su afecto, ni paró un solo momento de correr hacia Dios, nunca perdió nada por su descuido, de manera que siempre correspondió a la gracia con todas sus fuerzas, y amó a Dios tanto como pudo amarle. Señor, le dice ahora en el cielo, si no os he amado tanto como Vos merecéis, a lo menos os he amado cuanto he podido.

En los Santos, como dice San Pablo, las gracias han sido varias. Por lo cual cada uno de ellos, correspondiendo después a la gracia recibida, ha sobresalido en alguna virtud, uno en salvar almas, otro en hacer vida penitente, éste en sufrir los tormentos, aquél en la vida contemplativa, lo que justifica las palabras que usa la Iglesia cuando celebra sus fiestas: Que no se halló semejante a El. Y su gloria en el cielo es diferente según sus méritos. Los Apóstoles se distinguen de los Mártires, los Confesores de las Vírgenes, los Inocentes de los Penitentes. Habiendo estado la santísima Virgen llena de todas las gracias, aventajó a cada uno de los Santos en toda clase de virtud. Ella fue Apóstol de los Apóstoles, y la Reina de los Mártires, porque padeció más que todos ellos; fue la portaestandarte de las Vírgenes y el dechado de las esposas. A la inocencia más perfecta supo unir la más austera mortificación; en una palabra, hizo de su corazón el santuario de todas las heroicas virtudes que jamás supo algún santo practicar. De María escribe el salmista estas palabras: A tu diestra está la Reina con vestido bordado de oro y engalanada con variados adornos (Ps. 44, 10) ; y esto lo dice, precisamente, porque todas las gracias y prerrogativas y méritos de los demás santos se hallan reunidos en María, como dice el abad de Celles: "¡Oh afortunada Virgen María!, todos los privilegios de los demás habéis logrado atesorarlos en vuestro corazón".

Por manera que, como dice San Basilio, la gloria de María supera a la de los demás bienaventurados, bien así como el resplandor del sol vence en claridad a la claridad de todas las demás estrellas. Y San Pedro Damiano añade: "Que así como la luz del sol eclipsa el resplandor de la luna y de las estrellas, y las deja como si no existieran, así también delante de la gloria de María queda velado el esplendor y la gloria de los hombres y de los Angeles, como si no estuviesen en el Cielo." San Bernardino de Sena afirma con San Bernardo "que los bienaventurados participan de la gloria de Dios como con tasa y con medida, al paso que la Virgen María está tan abismada en el seno de la divinidad que parece imposible que una pura criatura pueda estar más unida con Dios que lo está María Santísima". Añádase a esto lo que dice San Alberto Magno: "Colocada María más cerca de la divinidad que todos los espíritus bienaventurados, contempla a Dios y goza de Dios incomparablemente más que todos ellos." Y va más adelante San Bernardino de Sena, ya citado, y dice que "así como el sol ilumina a los demás planetas, así también toda la corte celestial recibe gozo y alegría muy cumplidos con la presencia de María". Y San Bernardo asegura también que "al entrar en el Cielo la gloriosa Virgen María se aumentó el gozo de todos sus dichosos moradores"(23). Por eso está en contemplar a esta bellísima Reina. "Veros a Vos — dice el Santo dirigiéndose a María — es, después de la visión de Dios, el colmo de la felicidad"(24). Y San Buenaventura pone en boca de los bienaventurados estas palabras: "Después de Dios, nuestro mayor gozo y nuestra mayor gloria tienen su fuente en María".

Alegrémonos por ser la exaltada nuestra Madre. Pongamos en ella toda nuestra esperanza. Alegrémonos y regocijémonos con nuestra Madre, al verla en el Paraíso sublimada por Dios a tan excelso trono. Alegrémonos también, porque si hemos perdido la presencia corporal de nuestra augusta Señora por haber subido al cielo, esto no obstante, su afecto maternal no nos desampara; pues estando más cerca de Dios, conoce mejor nuestras miserias y se compadece de ellas y las socorre con más facilidad y prontitud. "¡Por ventura será posible — exclama San Pedro Damiano— que Vos, oh bienaventurada Virgen María, después de haber sido glorificada en el Cielo, os hayáis olvidado de nosotros, pobres pecadores! No; líbrenos Dios de pensar tal cosa, que no es propio de un corazón tan misericordioso como el vuestro olvidarse de miserias tan grandes como las nuestras." "Si grande fue la misericordia de María —dice San Buenaventura—mientras peregrinó por este nuestro destierro, mucho mayor es ahora, que reina en los Cielos".

Entremos, por tanto, al servicio de esta Reina, honrémosla y amémosla con todas nuestras fuerzas. "Porque esta nuestra augusta Soberana —dice Ricardo de San Lorenzo — no es como los otros reyes, que agobian a sus vasallos con alcabalas y tributos, antes por el contrario, distribuye con larga mano entre sus servidores dones de gracias, tesoros de méritos, riquezas celestiales y otras magníficas recompensas." Acabemos diciéndole con el abad Guerrico: "¡Oh Madre de misericordia! Ya que estáis tan cerca de Dios, sentada como Reina del mundo en trono de majestad, saciaos y embriagaos de la gloria de vuestro Hijo, pero repartid las sobras entre vuestros siervos. Sentada a la mesa del Señor, gustáis de los más exquisitos manjares; nosotros, como hambrientos cachorrillos, estamos aquí en la tierra, como debajo de la mesa; compadeceos de nosotros."


EJEMPLO

María se aparece a un devoto suyo.

Refiere el padre Silvano Razzi que, habiendo oído un piadoso clérigo, muy devoto de la Virgen María, alabar su incomparable hermosura, entró en deseos de ver a lo menos una vez a su augusta Señora, y con humildes plegarias le pedía este insigne favor. La bondadosísima Madre le mandó decir, por medio de un ángel, que pronta estaba a complacerle, pero con la condición de que después de verla quedaría ciego. Luego que aceptó la condición, la Virgen no se hizo rogar, y se le apareció. El devoto clérigo, para no quedar totalmente ciego, al principio la miró con un solo ojo. Mas, fascinado por tanta hermosura, para contemplarla mejor, se apresuró a abrir el otro ojo; mas de repente la Madre de Dios desapareció. Perdido que hubo la presencia de su amada Reina, no se cansaba de lamentarse y llorar, no por haber quedado ciego de un ojo, sino por no haber perdido entrambos mirando tan arrebatadora belleza.

Después entonces volvió a suplicar a María que se le apareciese otra vez, aunque tuviera que perder el otro ojo y quedar ciego. "Por muy feliz y dichoso me tendré — decía — si llego a perder del todo la vista por tan buena causa, porque así quedaré más prendado de Vos y de vuestra belleza." Quiso María proporcionarle este consuelo, y de nuevo se le apareció. Mas como esta amorosa Reina no sabe hacer mal a nadie, al aparecérsele por segunda vez no sólo no le cegó del otro ojo, sino que devolvió la vista al ojo que la había perdido.


ORACIÓN

(en que el alma pide a María toda suerte de grácias)

¡Oh grande, oh excelsa y gloriosísima Señora!, postrados a los pies de vuestro trono os adoramos desde este valle de lágrimas y nos complacemos de la gloria inmensa con que el Señor os ha enriquecido. Ahora que gozáis de la dignidad de Reina del Cielo y de la tierra, no os olvidéis de nosotros, pobres siervos vuestros. Desde ese excelso solio en que os sentáis como Reina, no os desdeñéis de inclinar los ojos de vuestra misericordia hacia nosotros, miserables pecadores. Y puesto que os halláis tan próxima a la fuente de la gracia, con mucha facilidad nos la podéis proporcionar; ya que en el Cielo conocéis mejor nuestras necesidades, mas debéis compadeceros de ellas y otorgarnos vuestro favor. Haced que en la tierra seamos fieles siervos vuestros, a fin de que podamos ir un día a alabaros en el Cielo. En este día, en que habéis sido coronada por Reina del universo, nos consagramos a vuestro servicio. Comunicad parte de las inefables alegrías que hoy gozáis a los que habéis aceptado por vasallos vuestros.

Vos sois, pues, nuestra Madre. ¡Ah Madre dulcísima y amabilísima! Veo vuestros altares cercados de gentes que os piden, unos verse libres de sus dolencias, otros ser remediados en sus necesidades; éstos, buena cosecha; aquéllos, feliz éxito en un pleito. Nosotros os pedimos gracias más conformes con los deseos de vuestro corazón: concedednos la humildad, desprendednos de las cosas de la tierra, haced que vivamos resignados a la voluntad de Dios; alcanzadnos el santo amor de Dios, una buena muerte y el Paraíso. Trocadnos, Señora, de pecadores en santos; obrad este milagro, que os dará más honra y gloria que si devolvieseis la vista a mil ciegos y resucitaseis a mil muertos. Sois poderosísima para con Dios; baste decir que sois su Madre, la más amada de su corazón, la llena de su gracia. Por tanto, ¿qué os podrá rehusar? ¡Oh hermosísima Reina!, no pretendemos veros en la tierra, mas esperamos ir a gozar de vuestra presencia en el Cielo; Vos nos habéis de alcanzar esta dicha. Así lo esperamos. Amén, así sea.


1 sean. 1 de Ass.
2 Ps. CXXXI, 8.
3 Serm. de Ass.
4 Vid. de Exc. V. c. 8.
5 Serm. de Ass.
6 Cant. II, 10, 11.
7 Cant. IV, 8.
8 Ps. XXIII, 7
9 Judith XV, 10.
10 Cant. VI, 8.
11 In Fest. Asumpt.
12 Serm. 4 de Ass.
13 Super Magn. tract. 4.
14 4 p. tit. 15, c. 10.
15 Ps. XLIV.
16 De Ass. B. V.
17 Serm. 2 de Ass.
18 Rom. II, 6.
19 Lib. de Sol. Sanct.
20 El P. la Colombiére. Pred. 18.
21 De Nat. et Grat. 1. 7, c. 36.
22 Sess. 6. can. 13.
23 Ps. XLIV, 10.
24 Or. de Ann.

LAS GLORIAS DE MARÍA
San Alfonso María de Ligorio