La espiritualidad del Vaticano II es una desviación de la cristiana. En efecto está orientada completamente hacia el hombre y no ya, como la espiritualidad tradicional, hacia Dios.
El del Vaticano II es un “pentecostés” al revés: mientras en el primero el Cielo y el Espíritu Santo se han derramado sobre la tierra y sobre los Apóstoles, durante el Vaticano II el Cielo se ha retirado de la tierra, la ha abandonado, porque el hombre moderno y el clérigo modernista ya habían abandonado el Dios Trascendente por el hombre “omnipotente”. En efecto, “Dios no abandona si antes no es abandonado” (S, Agustín, retomado por el Concilio de Trento).
Asistimos en el post-concilio a una desviación o inversión del cristianismo, que de teocéntrico se convierte en antropocéntrico. El fin último del neo-cristianismo conciliar es la paz entre las naciones, la unión entre las religiones, el diálogo entre los hombres, el bienestar, la armonía ecológica, no ya la paz entre el hombre y Dios, el culto de Dios, la predicación del Evangelio a todas las gentes.
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Las promesas del Vaticano II se han revelado falsas e ilusorias, como las que hace satanás o el mundo. En efecto, desde 1962 en adelante 1º) en el mundo reina la guerra; 2º) el hombre es explotado, no tiene trabajo ni pensión, ha perdido todo ideal, está perdido, desorientado, desesperado; 3º) el Evangelio es ignorado y rechazado, los Pastores se avergüenzan de él y lo camuflan filantrópicamente.
Hoy los Obispos no saben y no quieren hablar en nombre de Dios, indiferentes ante las opiniones y los falsos dogmas de la modernidad. Hoy también quien predica la verdad corre el riesgo del martirio mediático, del linchamiento cultural y clerical.
Cuando los cristianos se dejan atraer por la moda del mundo y se pliegan a ella y a las fábulas (“ad fabulas autem convertentur” 2ª Tim., IV, 4) para no ser perseguidos, han abandonado el camino real de la Santa Cruz, que es el único que conduce al cielo. Y sin embargo, la mayor parte de los tradicionalistas lo ha hecho. La nuestra es verdaderamente una época apocalíptica y anticrística, pero se nos quiere hacer creer en la ilusión de que todo va bien y de que los compromisos volverán a poner a la Iglesia en su lugar… el ambiente eclesial no comprende ya cuál es el camino que se debe tomar para ir al cielo: el ancho o el estrecho. Y sin embargo Jesús nos lo ha enseñado (Mt., XVI, 14) y nos ha dado el ejemplo.
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Pablo VI proclamó el 7 de diciembre de 1965 (Discurso de clausura del Concilio Vaticano II): “La Iglesia del Concilio se ha ocupado mucho del hombre como se presenta en nuestra época. El hombre ocupado totalmente de sí mismo, que se hace el centro de todo y que osa ser el principio y el fin último de todas las realidades”. Sin embargo todo el discurso es un himno a este hombre que querría ocupar el lugar de Dios, señala el primado de la antropología sobre la teología, es blasfemo y luciferino. El Vaticano II no se explica sin el influjo en él de la acción preternatural de satanás y de sus acólitos (Judaísmo talmúdico, Masonería, Marxismo, Freudismo, Panteísmo…). ¿Cómo pensar poder conciliar Dios y Lucifer? Es imposible.
Parece que a la tercera tentación de satanás a Cristo: “Te daré todo el mundo si inclinándote por tierra me adoras” (Lc., IV, 6), el Vaticano II no haya respondido ya como Cristo: “Apártate, satanás. Está escrito: A Dios solo adorarás” (Lc., IV, 8), sino “Heme aquí a tus pies y a los del hombre que desconoce a Dios, para ser admirado, aceptado por ti”.
La enseñanza del Vaticano II no es ya el Evangelio de Dios al hombre, sino “el mensaje del hombre al hombre” (así dijo Pablo VI, Discurso en Belén, 6 de enero de 1964).
¿Pero qué es el hombre? Para San Bernardo de Claraval el hombre reducido a su dimensión terrena “es una semilla maloliente, un saco de estiércol y será alimento para los gusanos”, mientras que para Pablo VI el hombre es todo, es la nueva divinidad del mundo moderno que -con Descartes, Kant y Hegel- pone al Yo en el lugar de Dios. Dice Pablo VI todavía: “Honor al hombre, honor al pensamiento, honor a la ciencia […] honor al hombre rey de la tierra y hoy, príncipe del cielo” (Discurso en el Angelus del 7 de febrero de 1971). El Evangelio, por el contrario, nos dice que el “Príncipe [no del cielo sino] de este mundo es satanás” (Jn., XII, 31; XIV, 30; XVI, 11).
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Este es el resultado ruinoso del diálogo del Vaticano II con el mundo moderno, como el resultado del diálogo de Eva y Adán con la serpiente infernal fue el pecado original. El viejo axioma sobre el cual se basa toda la espiritualidad cristiana (patrística, escolástica y neo-escolástica) “¡no se discute con satanás!” está pasado de moda: es necesario, sin embargo, “aggiornarsi” [ponerse al día, ndt] y convertirse al mundo que “está totalmente bajo el poder del Maligno” (1ª Jn., IV, 4).
Para el cristianismo la última esperanza no muere jamás porque está fundada en Dios omnipotente y próvido, mientras que para Pablo VI “los Pueblos miran hacia las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de la concordia y de la paz” (Discurso en el Angelus del 7 de febrero de 1971) y es por esto que en todo el mundo reina la discordia y la guerra que corre el riesgo de convertirse en atómica y mundial (cfr. Siria 2016). Don Dosseti, que participó en el Vaticano II como teólogo del cardenal Giacomo Lercaro, dijo: “¡Si falla el Evangelio, está la Constitución!” (Ritorno a Monte Sole. Attualità e autenticità di don Giuseppe Dossetti, en Conquiste del lavoro, 27 de octubre de 2012, a cargo de F. Lauria). De esta manera la esperanza de teologal y sobrenaturalmente cristiana se convierte natural y materialmente demo-cristiana.
¿Por qué se ha encarnado Dios? No para poner paz entre las Naciones, que es una utopía. No para eliminar la pobreza y la enfermedad del mundo, otra utopía. No para dar la salud, el bienestar al hombre en este mundo, sino en el más allá.
La crisis del ambiente eclesial es hoy gravísima, pero Jesús la vencerá también como ha vencido siempre. Nosotros debemos hacer nuestra pequeña parte: oración y penitencia.
Teophilus
SÍ SÍ NO NO
[Traducido por Marianus el Eremita]
Fuente: Adelante la Fe