CAPITULO 16
Algunos ejemplos acerca de la devoción de oír Misa y decirla cada
día,
y la reverencia con que hemos de estar en ella.
y la reverencia con que hemos de estar en ella.
El Papa Pío II y Sabélico cuentan que en la provincia de Istria, que
confina con Panonia y Austria, vivía un devoto caballero, el cual era
molestado de una grave tentación de ahorcarse, y algunas veces estuvo a
punto de hacerlo. Andando con esta penosa tentación, se descubrió a un
religioso letrado y temeroso de Dios pidiéndole consejo, el cual, después
de haberle confortado y consolado mucho, le dijo que tuviese en su
compañía un capellán que cada día le dijese Misa. Le pareció bien este
remedio, y así se concertó con un sacerdote, y los dos se fueron a vivir a
una fortaleza que tenía en el campo, donde habiendo un año que por medio
de esta santísima devoción vivía en sosiego, acaeció que un día le pidió
licencia su capellán para ir a celebrar una fiesta a un pueblo allí vecino con
un clérigo amigo suyo; el caballero dio la licencia con intención de ir allá a
oír Misa y hallarse en la fiesta; pero por cierta ocasión se detuvo, de modo
que ya era mediodía cuando vino a salir de su fortaleza, muy acongojado
pensando no hallar Misa, y molestado de su antigua tentación; yendo así
fatigado, se encontró con un labrador que venía del lugar, el cual le
certificó que eran ya acabados los oficios divinos. Recibió de esto el
caballero tanta pena, que comenzó a maldecir su ventura, y a decir que
pues aquel día no había oído Misa, se tenía ya por perdido. El labrador le
dijo que no se fatigase, que él le vendería la Misa y lo que delante de Dios
había merecido con ella, al caballero le agradó esto, y así se concertaron en
que le diese una ropa que traía vestida, la cual él le dio de buena voluntad,
y con esto se partió el uno del otro. Con todo eso, quiso el caballero llegar
al pueblo a hacer oración en la iglesia; lo hizo así, y poco después,
volviéndose a su casa, llegando al lugar de la simonía, vio que el labrador
se había ahorcado de un árbol, permitiéndolo así Dios en castigo de su
pecado. Quedó atónito y dio gracias al Señor porque le había a él librado, y
se confirmó más en su devoción, y desde entonces quedó libre de la
tentación, aunque vivió muchos años.
Se lee en las Crónicas de San Francisco de Santa Isabel, reina de
Portugal, y sobrina de Santa Isabel, reina de Hungría, que entre otras
grandes virtudes que tenía, una era ser piadosa y compasiva de los pobres
enfermos, y amiga de socorrerlos; y así se dice que ningún pobre le pidió
que no le socorriese; y fuera de esto, tenía mandado a su limosnero que a ninguno le negase limosna. Teniendo, pues, esta santa un paje o criado de
cámara, de quien se servía en la distribución de estas limosnas y obras de
piedad, por ser virtuoso y de buenas costumbres, aconteció que otro paje
de la cámara del rey don Dionis, su marido, y muy privado suyo, viendo la
privanza que el paje tenía con la reina, por envidia que tuvo de él y por
caer en gracia del rey, le quiso poner mal con él, afirmándole que la reina
le tenía mala afición. Y como el rey vivía no muy honestamente, inducido
por el demonio traía consigo algunos descontentos, y tenía alguna desconfianza
de la reina su mujer. Por lo cual, espantado de lo que su paje le había
dicho, aunque es verdad que no lo acabó de creer, sino que quedó dudoso,
con todo eso se determinó de hacer matar a aquel paje secretamente. Y
saliendo aquel día a pasearse a caballo, pasó por donde había un horno de
cal, que se estaba cociendo, y llamando aparte a los hombres que le daban
fuego, les mandó que a un criado que él les enviaría allí con un recaudo,
diciendo si tenían hecho lo que el rey les había mandado, le arrebatasen
luego y le echasen dentro del horno, de modo que allí luego muriese,
porque así convenía a su servicio. Venida, pues, la mañana siguiente
mandó el rey al paje de la reina que fuese con este recaudo al horno, para
que aquellos hombres pusiesen en ejecución lo que él les había mandado, y
así muriese; mas nuestro Señor, que nunca falta a los suyos, y vuelve por
los que están inocentes y sin culpa, ordenó pasando este mozo por una
iglesia, tañesen la campanilla de alzar en una Misa que entonces estaban
diciendo; y entrando dentro, estuvo hasta que se acabó la Misa, y otras dos
que comenzaron luego una en pos de otra. En este tiempo, deseando el rey
saber si era ya muerto, acertó a ver al otro paje de cámara, que era el que le
había acusado y levantado el falso testimonio delante del rey, al cual envió
muy de priesa al horno a saber si se había hecho lo que él había mandado,
y llegado que fue con el recaudo, como éste, conforme a las señas, era el
que el rey les había dicho, le arrebataron luego los hombres y, atándole, lo
echaron vivo en el horno. En este interin, acabando el otro mozo inocente
y sin culpa de oír sus Misas, fue a dar el recaudo del rey a los que cocían el
horno, diciendo si habían cumplido lo que su señor les había mandado, y
respondiendo ellos que sí, él se volvió con la respuesta al rey; el cual, así
como lo vio, quedó como fuera de sí, viendo y considerando que había
acontecido este negocio muy al contrario de como él había ordenado
mandado. Y volviéndose al paje le comenzó a reprender, preguntándole
dónde se había entretenido tanto. Entonces el criado, dando cuenta de sí, le
respondió: «Señor, yendo yo a cumplir el mandato de vuestra alteza, acerté
a pasar junto a una iglesia, donde estaban tañendo la campanilla de alzar, y entrando dentro oí aquella Misa hasta el cabo; y antes que aquella se
acabase, comenzaron otra y otra, y así aguardé hasta que se acabaron
todas, porque mi padre me dejó por bendición, antes que muriese, que a
todas las Misas que viese comenzar estuviese hasta el fin.» Entonces vino
el rey a caer, por este juicio de Dios, en la cuenta de la verdad, y en la
inocencia de la buena reina, y en la fidelidad y virtud del buen criado, y así
echó de sí la imaginación mala que contra ella tenía.
En el Prontuario de Ejemplos se cuenta que en un pueblo vivían dos
oficiales de un mismo oficio, y el uno tenía mujer, hijos y familia, y con
todo eso era tan devoto de oír Misa cada día, que por ninguna cosa la
dejaba, y así le ayudaba nuestro Señor, y le iba bien en su oficio, y le
multiplicaba su hacienda. El otro, por el contrario, no teniendo hijo
ninguno, ni criado, sino sola su mujer, siempre trabajaba de día y de
noche, y aun en los mismos días de fiesta, y oía Misa muy pocas veces, y
nunca salía de laceria sino que padecía mucha necesidad y pobreza.
Viendo, pues, éste que al otro le iba tan bien, haciéndose un día
encontradizo con él, le preguntó que de dónde le venían tantos bienes y le
sucedía tanta ganancia, que con él tener tanta familia de hijos y mujer,
nunca le faltaba lo necesario, sino que siempre tenía bastantemente lo que
había menester; y él, siendo solo con su mujer y trabajando más, siempre
vivía en necesidad y pobreza. A esto respondió el que tenía devoción de
oír cada día Misa, diciendo que él le mostraría al día siguiente el lugar
dónde hallaba aquella ganancia. Y venida la mañana, se fue por casa del
otro y le llevó consigo a la Iglesia; y acabada de oír la Misa le dijo que se
volviese a su casa a trabajar. Lo mismo hizo el segundo día, y las mismas
palabras le dijo. Pero el tercero día, viniendo otra vez a su casa para
llevarle a la iglesia, le dijo el otro: «Hermano, si yo quisiese ir a la iglesia,
no he menester que vos me llevéis allá, que bien sé el camino: lo que yo
deseaba saber de vos era el lugar donde habéis hallado tan buena
comodidad para enriquecer, y que me llevaseis allá para que yo también
me pueda hacer rico.» Entonces respondió él diciendo: «Yo no sé, ni tengo
otro lugar donde busque el tesoro del cuerpo y el premio de la vida eterna,
si no es en la iglesia.» Y para confirmar esto, dijo (Mt., 6. 30): «¿Por
ventura no habéis oído lo que el Señor dice en el Evangelio: Buscad
primero el reino de los Cielos y su justicia, y todas las demás cosas que se
os darán por añadidura?» Oyendo esto el buen hombre, entendió el
misterio y cayó en la cuenta y compungido de su pecado enmendó su vida,
haciéndose desde luego muy devoto y oyendo de allí adelante su Misa cada día, y así le comenzó a ir bien y suceder prósperamente en todos sus
negocios.
Cuenta San Antonino de Florencia que saliendo un día de fiesta de
una ciudad dos amigos mancebos para irse a holgar al campo a cierta caza,
el uno de ellos tuvo cuidado de oír primero Misa y cumplir con el
precepto, y el otro no. Yendo, pues, juntos su camino, comenzó a
revolverse el tiempo y turbarse el aire, de modo que parecía que el cielo se
quería venir abajo, y hundir el mundo con los grandes truenos que
comenzaron, y muchos relámpagos que venían a toda prisa con grandes
señales de mucho agua; y entre éstas se oyó en el aire una voz, la cual
oyeron los mismos mozos, que decía: «Dale, hiérele.» Quedaron con esta
voz atemorizados; pero prosiguiendo su camino, al mejor tiempo, cuando
no se cataron, cayó un rayo y mató al desdichado mozo que aquel día no
había oído Misa. Fue tan grande el espanto y asombro que le dio al otro,
que quedó como fuera de juicio, sin saber lo que había de hacer,
mayormente que estaba ya cerca del puesto donde iban a cazar.
Finalmente, pasó adelante y prosiguió su camino, y oyó otra voz que dijo:
«Hiérele, hiérele a ése» Quedó el pobre muy atemorizado con esta voz,
acordándose de lo que había pasado por su compañero; mas se oyó otra
voz en el aire, que dijo: «No puedo, porque ha oído hoy el Verbum caro
factum est» Entendiendo por esto que había oído Misa; porque al fin de
ella se suele decir el Evangelio de San Juan, donde están estas palabras. Y
de esta manera se escapó aquel mozo de aquella tan terrible y repentina
muerte.
De San Buenaventura se lee que considerando la soberana Majestad
de Dios, que está en el santísimo Sacramento del altar, y su gran vileza, y
temiendo que no recibía al Señor con la disposición que convenía, estuvo
muchos días sin llegarse al alta, y un día, oyendo Misa, al tiempo que el
sacerdote partía la hostia, una parte de ella se vino a él y se le puso en la
boca. Y haciendo gracias al Señor por este tan incomparable beneficio,
entendió que con él le quería enseñar, que gusta más Dios de los que con
amor y entrañable afecto se llegan a él y le reciben, que no de los que por
temor se apartan y dejan de recibirle; como después el mismo Santo lo
escribió. Y lo mismo escribió Santo Tomás.
Del Santo fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada,
se cuenta que estando en la corte ocupado en muchos y muy graves
negocios del reino, como sus émulos, que eran muchos, no hallasen otra
cosa en que le poder acusar, murmuraban algunos porque decía cada día Misa, maravillándose de él, que, teniendo tantos y tan arduos negocios
sobre sí, se hallaba tan dispuesto y con ánimo reposado y quieto para
celebrar cada día, como si estuviera en el monasterio. Y como el cardenal
de España y arzobispo de Toledo don Pedro González de Mendoza un día
familiarmente le dijese lo que se decía, respondió el siervo de Dios: Así es,
señor, que porque sus altezas me han puesto en cosas tan arduas, y
encomendado carga que es sobre todas mis fuerzas, no tengo otro refugio,
para no dar con la carga en el suelo, sino llegarme cada día al santo
Sacramento, para que con eso pueda tener fuerzas para salir al cabo, y dar
buena cuenta de lo que sus altezas me han encomendado.»
De San Pedro Celestino, que después fue Papa, cuenta Surio que
poniéndose él una vez a considerar, por una parte, la Majestad grande del
Señor que está en el santísimo Sacramento, y por otra, su vileza e indignidad, y acordándose de San Pablo, primer ermitaño, San Antonio,
San Francisco y otros Santos, que no se habían atrevido a ejercitar el santo
misterio de la Misa y Comunión cotidiana, estuvo muy dudoso y perplejo
sobre la frecuencia en esto, y se abstuvo algunos días con el temor,
temblor y reverencia de tan grande Señor, con determinación de ir a Roma
a consultar al Papa sobre esto, si le sería mejor abstenerse de celebrar del
todo o algún tiempo, y yendo con este intento, en el camino se le apareció
un santo abad, ya difunto, el cual le había dado el hábito de monje, y le
dijo: «¿Quién, oh hijo, aunque sea ángel, es digno de este misterio? Pero
con todo eso te aconsejo que con temor y reverencia celebres
frecuentemente»; y luego desapareció.
Cuenta San Gregorio que poco antes de su tiempo acaeció que un
hombre fue preso y llevado cautivo de los enemigos a muy lejanas tierras,
donde estuvo mucho tiempo aprisionado, sin saber ni tener nuevas algunas
de él; y como su mujer, después de tan largo tiempo no supiese de él,
creyó ser ya muerto, y así como a tal hacía cada semana decir Misas y
sacrificios por su ánima. Y era nuestro Señor servido que todas las veces
que las Misas se decían por él, se hallaba el pobre cautivo libre de sus
prisiones. Aconteció, pues, que no mucho después de esto salió el hombre
del cautiverio y volvió a su casa libre; y como entre otras cosas contase a
su mujer esta maravilla, espantado y admirado de que en ciertos días y
horas de cada semana se le quitaban las prisiones, como está dicho;
haciendo la mujer la cuenta, halló que era en los mismos días y horas que
ella hacía ofrecer el sacrificio y decir las Misas por él. Y añade San
Gregorio: «De aquí podéis, hermanos, colegir cuánta fuerza tendrá para deshacer las prisiones y ataduras del ánima este sacrificio ofrecido por
nosotros.» El venerable Beda cuenta otro ejemplo semejante.
San Crisóstomo dice que por el tiempo que el sacerdote celebra,
asisten allí los ángeles, y que en honra del que allí es ofrecido, el altar está
rodeado de ángeles. Y dice que oyó contar a una persona fidedigna, que un
viejo, gran siervo de Dios, había visto de repente descender gran multitud
de ángeles, y estar el altar rodeado de ellos, vestidos de tan
resplandecientes ropas, que su claridad no se podía mirar, tan humillados
como están los soldados delante de su rey. Y así lo creo yo, dice el
glorioso Santo: porque al fin donde está el rey está la corte. Y San
Gregorio dice: «¿Quién duda sino que en aquella hora en que se ofrece
este santo sacrificio, a la voz del sacerdote se abren los Cielos y bajan
juntamente con Cristo aquellos cortesanos del Cielo, y está todo aquello
cercado de coros de ángeles, que como buenos cortesanos están
acompañando a su Rey?» Y así declaran muchos Santos aquello de San
Pablo, que mandando que las mujeres estuviesen en la iglesia cubiertas las
cabezas, da la razón (1 Cor., 11, 10): Por amor de los ángeles. Porque por
estar allí el santísimo Sacramento, dicen que hay allí ángeles que le
reverencian y respetan.
San Nilo escribe del mismo San Juan Crisóstomo (que fue su
maestro) que cuando entraba en la iglesia veía gran multitud de ángeles
vestidos de blanco, los pies descalzos, y encorvados sus cuerpos por la
gran reverencia, con sumo silencio y como asombrados de la presencia de
Cristo nuestro Dios y Señor en este Sacramento. Conforme a esto, dice el
glorioso Crisóstomo: «Cuando te hallas delante de este divino Sacramento,
no has de pensar que estás entre hombres en la tierra; ¿por ventura no
sientes la vecindad de aquellos escuadrones celestiales de querubines,
serafines, etc., que asisten ante aquel gran Señor de Cielos y Tierra?» Y así
dice: «Estad, hermanos, en la iglesia con gran silencio, con temor y
temblor: mirad de la manera que están los criados de un rey delante de él,
qué modestos y serenos, con cuánta reverencia: no hay quien allí se atreva
a hablar una palabra, ni a volver los ojos de una parte a otra; y aprended de
aquí de la manera que habéis de estar delante de Dios.»
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS
Padre Alonso Rodríguez