¿Qué es lo que constituye la bienaventuranza de los elegidos en el cielo? El alma viendo a Dios cara a cara, contemplando su belleza infinita, percibiendo todas sus perfecciones dignas de un inmenso amor, no puede dejar de amarle. Ama a Dios más que a sí misma, se olvida de sí propia para no desear más que la felicidad de su muy amado, de su Dios y viendo que Dios, único objeto de su ternura, goza de una felicidad infinita, esta felicidad es su paraíso. Si ella fuese capaz de lo infinito, viendo a su muy amado gozar de una dicha infinita, su dicha propia vendría a ser también infinita; pero como la criatura no es capaz de infinita felicidad, queda de tal modo saciada de gozo, que nada más desea. Es la beatitud que ambicionaba David cuando exclamaba: Seré saciado cuando apareciere tu gloria .
Así se verifica lo que Dios dice al alma, cuando la admite en el paraíso: Entra en el gozo de tu Señor. No manda a la alegría que entre dentro del alma, porque siendo esta alegría infinita, el alma no podría contenerla; lo que ordena, es que el alma entre en la alegría, eterna, para tomar parte en ella, para alimentarse de ella hasta la saciedad.
Yo, pues, soy de parecer que no hay acto de amor más perfecto en la oración, que gozarse en la alegría infinita del Señor. Esta es la continua preocupación de los bienaventurados en el cielo, de modo que el que a menudo se goza en la alegría del Señor, empieza ya desde ahora, a experimentar parte de las delicias de que se verá colmado en el paraíso.
Este contento que es el que constituye el paraíso, será aumentado por el esplendor de aquella ciudad de Dios, por la hermosura de sus habitantes y sobre todo por la presencia de la Reina de los Cielos, más bella que el paraíso entero, y por la de Jesucristo, cuya belleza sobrepujará infinitamente la belleza de María.
El júbilo de los elegidos aumentará aún con el recuerdo de los peligros que cada uno habrá corrido de perder tan inmensa bienaventuranza. Cuáles serán las gracias que dirigirán al Señor aquéllos que habiendo merecido el infierno por sus pecados, se encontrarán en aquel lugar de delicias, desde donde contemplarán a sus plantas tantos otros que por pecados menores que los suyos, arderán en el fuego del infierno. Se encontrarán salvos, seguros de que jamás perderán a Dios, llamados a gozar eternamente de aquellas supremas delicias, de aquellos placeres que no cansarán, jamás. Por vehementes y grandes que sean los placeres de la tierra acaban por cansarnos; pero los gozos del paraíso, cuanto más se gustarán, más serán apetecidos, de modo que los elegidos se verán saciados con tantos placeres, sin dejar de desearlos siempre; y cuantos más recibirán,más les quedarán por recibir, deseando siempre y quedando siempre satisfechos.
Los cánticos melodiosos que entonan los santos en el cielo para dar gracias a Dios por su felicidad se llaman cánticos nuevos, porque las delicias del cielo parecerán siempre tan nuevas, como la primera vez. Se gozarán siempre, se pedirán sin cesar y se obtendrán sin interrupción.
Con razón decía San Agustín que para conseguir tan eterna beatitud, sería necesario que trabajásemos eternamente. ¿Qué son, pues las penitencias y las oraciones de los anacoretas? ¿Qué han hecho los Santos con abandonar las riquezas, las posesiones y hasta las coronas y los cetros: y los mártires en arrostrar los potros, los hierros ardientes y la muerte cruel para obtener el paraíso? Poco, o casi nada. Pero este poco ha bastado.
Procuremos llevar sin queja la cruz que nos envía el Señor porque todos nuestros padecimientos se trocarán un día en eternos gozos. Cuando las enfermedades, las penas, los reveses nos agobien, levantemos los ojos al cielo y digamos: Todas estas penas acabarán algún día y después de este día, gozaré para siempre de la presencia de Dios. No desfallezcamos; suframos con paciencia; despreciemos el mundo y cuanto él puede darnos. Dichoso el que en la hora de la muerte podrá decir con santa Agueda: Recibid, Señor, mi alma a la que habéis apartado del amor a lo terreno otorgándole en cambio el vuestro. Sufrámoslo todo, despreciemos las criaturas; Jesús nos aguarda con la corona en las manos para consagrarnos reyes del cielo si le somos fieles.
Pero ¿cómo podré yo, Jesús mío, aspirar a tan grande felicidad, yo que por las cosas terrenas he renunciado tantas veces al paraíso y con soberbia planta he ultrajado vuestra santa gracia? Pero vuestra preciosa sangre me infunde valor para esperar el paraíso después de haber merecido tantas veces el infierno, porque quisisteis morir en una cruz para dar el paraíso a los que sin esto jamás hubieran sido dignos de él. Redentor mío, Dios mío, no quiero volver a perderos. Dadme fuerza para seros fiel: Venga a nos él tu reino. Por los méritos de vuestra sangre, permitid que algún día pueda yo también introducirme en vuestro reino: mientras llega la hora de mi muerte, haced que cumpla en todo vuestra santa voluntad. Hágase tu voluntad. Este es el mayor bien, el verdadero paraíso de los que os aman en este mundo. ¡Almas afortunadas que sabéis amar a Dios,mientras vivamos en este valle de lágrimas, suspiremos siempre por el paraíso!
Consideraciones Piadosas
San Alfonso Mª de Ligorio