LA SANGRE DE JESUCRISTO EN LA EUCARISTÍA
¡Qué hermosos elogios tributan
los Santos Padres a la sangre divina de Nuestro Señor! ¡Con qué entusiasmo la
aclaman y ensalzan! ¡Cómo ponen de relieve, en conmovedoras frases, sus
inefables caracteres! Oídlos: «La sangre de Jesucristo es un rescate divino que
nos redimió del triple cautiverio del pecado, de la muerte y del infierno (1).
Es remedio soberano que cura no sólo los males pasados, sino que preserva de
todos los que pudieran amenazarnos por parte del mundo, del demonio o de
nosotros mismos (2). Es un baño saludable y delicioso que lava todas nuestras
manchas, devolviéndonos la pureza inmaculada (3). Es un alimento celestial que
nos sustenta; fortifica en nosotros la vida de la gracia y nos hace crecer para
el cielo. Es una divina y deliciosa bebida que nos sacia, y satisface nuestra
sed peligrosa de placeres, sensuales, dejando sólo en nuestra alma la sed de la
justicia (4). Es una leche de indecible suavidad que forma las delicias de los
hijos de Dios (5). Es un tesoro abundante, de precio infinito, que nos enriquece
y proporciona todo cuanto podemos legítimamente desear (6). Es un fuego
celestial que derrite el hielo de nuestros corazones y nos inflama en un amor
completamente divino (7). Es un adorno admirable que nos embellece y hace agradables
a Dios (8). Es el sello del gran Rey que imprime en nuestras almas el carácter
de predestinados (9). Es la llave irresistible que nos abre las puertas del
cielo y nos pone en posesión de sus magnificencias» (10). ¡Y una sangre de
tanto precio, nosotros la poseemos en la Eucaristía! ¡Oh, qué consuelo no
infunde esta idea! ¡En la adorable Eucaristía poseemos la verdadera sangre de
nuestro Señor Jesucristo, la sangre redentora de Jesucristo, la sangre inefablemente
santificadora de Jesucristo! Hic est sanguis meus.
Oh sublimes afirmaciones! ¡Oh
maravillosa declaración, repleta de los más dulces consuelos y de las más
fortalecedoras esperanzas!
Meditémoslas con gozo, respeto
y amor.
I
En la Eucaristía poseemos, no
ya en figura o en símbolo,, sino VERDADERA, REAL Y SUSTANCIALMENTE la sangre
divina de Jesús. ¿Quién lo afirma? El que es verdad infalible; el mismo Jesús.
Oigamos su testimonio, pues sus palabras son más claras que la luz del
mediodía. En la última, cena, y en medio de sus apóstoles que han de ser los
heraldos del Evangelio, los ecos de su palabra, los institutores de su culto y,
sobre todo, los glorificadores del dogma de la Eucaristía que a todos Ios compendia
y encierra, toma el cáliz en sus santas y venerables manos, y después de
levantar los ojos al cielo hacia su Padre santo y omnipotente, da gracias, lo
bendice y entrega a sus apóstoles, diciendo: «Tomad y bebed todos de él. Esta
es mi sangre, la sangre del nuevo Testamento, la sangre que será derramada, en
bien de muchos, para remisión de los pecados. Este cáliz es el Nuevo Testamento
en mi sangre que será derramada en bien de muchos para remisión de los pecados.
Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre, que será derramada por
vosotros». Hic est sanguis meus!
Así pues, dice un piadoso
autor (11), todos los días adoramos la preciosa sangre cuando asistimos a la
santa Misa. A la elevación del cáliz, hemos de considerar, por tanto, que allí está
la sangre de Cristo en toda su plenitud, glorificada sí, pero latiendo con las
pulsaciones propias de la vida humana. La sangre que se derramó gota a gota en
el huerto de los Olivos, la que se coaguló en los látigos y varas de la
flagelación, la que se secó sobre los cabellos del Salvador, la que empapó sus
vestidos y dejó huellas rojizas en la corona de espinas, la que roció el madero
de la cruz; la sangre que, al comulgarse a sí propio, bebió el mismo Jesús la
noche del Jueves Santo, la que se derramó con tanta prodigalidad y como al
descuido sobre el suelo de la pérfida ciudad: es la misma que vive en el cáliz
unida a la persona del Verbo eternal, para recibir adoraciones de los hombres
en medio del más profundo anonadamiento de nuestras almas y cuerpos.
Los rayos del sol levante
penetran en la iglesia a través de los policromados ventanales; se posan un
instante sobre el cáliz descubierto, y sus reflejos tímidos y sin cesar
agitados, se quiebran y fulguran deliciosamente, cual si cayesen sobre una piedra
preciosa; los ojos del sacerdote se paran a contemplar aquel espectáculo, y
parécele como que esta luz rebotara del Sanguis hasta el fondo de su corazón,
fortificando su fe y encendiendo más y más su amor. Pues bien; en esta copa y
bajo estos rayos misteriosos, está la sangre de un Dios, verdadera sangre
viviente, brotada, como de fuente original, del corazón inmaculado de María.
Cuando el Santísimo Sacramento se posa sobre nuestra lengua, en el mismo
instante — instante que los ángeles de Dios, a pesar de su grandeza, no pueden
contemplar sin estremecerse — la sangre de Jesús circula en la Hostia con toda
la abundancia de su gloriosa vida. Y para no anonadarnos, se sirve del misterio
de este Sacramento para velar el chorro inextinguible de luz que ilumina las
regiones todas del cielo, con un resplandor tal, que millares de soles reunidos
no llegarían a igualarlo. No sentimos la fuerza de las pulsaciones de su vida
inmortal, porque, de lo contrario, nos fuera imposible vivir nuestra propia vida,
que se sentiría presa de un santo terror. Sin embargo, es cierto que en esta
Hostia adorable palpita toda la plenitud de la preciosa sangre: la sangre de
Getsemaní, de Jerusalén y del Calvario; la sangre de la pasión, resurrección y
ascensión; la sangre que ha sido derramada y vuelta a incorporar al Salvador.
Dentro de nosotros la llevamos ahora, por semejante manera de como la trajo en
su seno la Virgen María. Dicha sangre está en el corazón de Jesús, en sus venas
y en el templo de su cuerpo. Esto creemos por la fe; aunque mejor diríamos, tal
vez, no que lo creemos, mas ¡que no lo ignorarnos!
Y esta sangre multiplicase con
una profusión increíble. Está en los cálices, después de la consagración; está
en todas las hostias consagradas, en todas las iglesias, en todos los
tabernáculos donde se guardan las sagradas especies; y en todas partes está tan
real y verdaderamente como en el cielo. Esta sangre es el don supremo que Jesús
nos legara al morir. Los hombres, al bajar al sepulcro, dejan a sus parientes
bienes terrenos; lo sumo a que pueden llegar es a hacer entrega de su corazón
frío e inanimado, como reliquia. Pero Jesús nos lega su sangre viva; su sangre
subsistente en la persona del Verbo: sangre de un valor indecible, e incomparablemente
más preciosa que todos los tesoros, ¡su sangre divina! (12).
Esta sangre, en fin, es un
gaje infalible de la vida eterna que nos ha sido prometida por Aquel que es
único que puede prometérnosla y darla; es la rúbrica augusta del contrato por
el cual se compromete Dios a ponernos en posesión de sí mismo, en el paraíso,
con todos los medios para alcanzarlo (13) .
¿Qué corazón habrá tan duro,
exclama Bossuet (14), que no se sienta conmovido, oyendo todos los días estas
palabras del Salvador: «Esta es mi sangre del Nuevo Testamento»; o, como dice
San Lucas: «Este cáliz es el Nuevo Testamento, por mi sangre» que contiene?
Pues tal es la naturaleza de este Testamento que debe ser escrito todo entero
con la sangre del testador. Oh cristianos, venid, venid a leer este testamento
admirable; venid a oír su lectura solemne durante la celebración de los santos
misterios. Venid a gozar de las bondades de vuestro Salvador, de vuestro Padre,
de vuestro divino Testador, el cual compra con su propia sangre la herencia que
para vosotros destina, y con esta misma sangre escribe, además, el testamento
con que os la trasmite. Venid a leer este testamento; venida poseerlo; venid a
gozarlo: la herencia del reino de los cielos es para vosotros!
¡Oh sangre verdadera de Jesús,
realmente presente en el Santísimo Sacramento por una sublime invención del más
inflamado amor; yo te adoro con todo el ardor de mi alma, completamente
anonadada en tu presencia! Te reconozco y proclamo más grande que todas las
grandezas, más excelente que todas las excelencias; pues, como sangre de Dios
que eres, encierras una grandeza y excelencia infinitas. Con respeto me
prosterno ante los ángeles y santos; humillándome en el polvo, venero y honro a
María Inmaculada, la reina del paraíso; pero a ti debo tributarle honores
inmensamente más excelsos todavía. Te adoro como debe ser adorada la divinidad;
te adoro por lo que tantas veces he dicho, porque eres la sangre de Dios.
Repito esta palabra para que se grabe más profundamente en mi ser y me penetre
de los sentimientos que deben animarme al pie de los altares: sentimientos de
adoración y sobre todo de amor.
II
Porque, en efecto, en la
Eucaristía poseemos no sólo la verdadera sangre de Jesucristo, sino la sangre
que nos rescató del pecado, que nos arrancó de la esclavitud del demonio, que
nos ha, abierto las puertas del cielo y merecido a todos las gracias de la
salud: en una palabra, la SANGRE DEL REDENTOR.
Es una ley fundada sobre la
naturaleza de las cosas y sobre la voluntad de Dios, una ley confirmada por la
tradición de todos los pueblos, aun los más antiguos; que la expiación del
pecado no puede hacerse sino con derramamiento de sangre; y la razón está en
que, así como la sangre es el principio de la vida, y el pecado un abuso de
esta misma vida que se levanta contra el soberano Legislador; la reparación
exige que se derrame sangre, sea la del culpable o la de una víctima que le
sustituya, a fin de aplacar la cólera divina. Por otra parte, las leyes
establecen también que los testamentos son valederos sólo a la muerte del
testador: es decir, cuando la sangre, privada del influjo del alma que la
abandona, cesa de vivificar el cuerpo que antes animara.
Ahora bien, como Jesús se
constituyó en víctima del género humano, en reparación de todas las
iniquidades, y quiso dar en testamento a todos los hombres los dones infinitos
de la gracia y de la gloria, menester fue, bajo este doble título, que muriera
y derramara su sangre.
Por tanto, no sin causa la
sagrada Escritura atribuye la redención y los beneficios múltiples que de ella
dimanan, a la efusión de la sangre de Jesucristo. Oíd, sobre materia de tanta
importancia, algunos textos admirables de los escritores sagrados, entre los
cuales ocupa el primer lugar San Pablo, que de verdad puede apellidarse el
cantor inspirado de la preciosa sangre. «Plúgole al Padre celestial, dice, que
en El residiera toda plenitud, y que todas las cosas se reconciliaran por El,
pacificando, por medio de su sangre derramada en la cruz, todo cuanto hay sobre
la tierra y en el cielo.
Mas, sobreviniendo Cristo,
pontífice que nos había de alcanzar los bienes venideros, por medio de un
tabernáculo más excelente y más perfecto, no hecho a mano, esto es, no de
fábrica o formación semejante a la nuestra; presentándose no con sangre de
machos de cabrío, ni de becerros, sino con la sangre propia, entró una sola vez
para siempre en el santuario del cielo, habiendo obtenido la eterna redención
del género humano. Porque si la sangre de los machos de cabrío y de los toros,
y la ceniza de la ternera sacrificada, esparcida sobre los inmundos, los
santifica en orden a la purificación legal de la carne, ¿cuánto más la sangre
de Cristo, el cual por impulso del Espíritu Santo se ofreció a sí mismo
inmaculado a Dios, limpiará nuestras conciencias de las obras muertas de los
pecados, para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo? El primer
testamento no fue confirmado sino con sangre ; según la ley todo se purifica
con sangre, y en fin, los pecados sólo con efusión de sangre se perdonan. Era,
pues, necesario que lo que sólo es figura de las cosas celestiales fuese
purificado por la sangre de los animales; pero las cosas del cielo, lo deben
ser con víctimas mejores que éstas». Oigamos ahora el testimonio de San Pedro:
«Sabemos, dice, que hemos sido rescatados por la preciosa sangre de Jesucristo,
cordero sin mácula y sin tacha, predestinado antes de la creación del mundo;
pero que fue manifestado en los últimos tiempos. Nosotros hemos sido elegidos,
según la promesa de Dios Padre, para recibir la santificación del Espíritu
Santo, obedecer a la fe y ser rociados con la sangre de Jesucristo». Y San Juan
añade: «Jesucristo es el testimonio fiel, el primer nacido de entre los muertos
y el príncipe entre todos los reyes de la tierra; Él nos amó y con su propia
sangre nos lavó de todos nuestros pecados». El mismo apóstol nos representa a los
ancianos del Apocalipsis entonando un cantar nuevo y diciendo: «Digno sois,
Señor, de tomar el libro y de romper sus sellos, porque habéis sido condenado a
muerte, y con vuestra sangre nos habéis rescatado para Dios, de toda tribu, de
todo pueblo, de toda lengua y de toda nación; Vos nos habéis hecho reyes y
sacerdotes para nuestro Dios, y reinaremos sobre la tierra». Y oyó una gran voz
en el cielo que decía: «Ahora ha sido de verdad establecida la salud, la
fuerza, el reino de nuestro Dios y el poder de su Cristo, porque el acusador de
nuestros hermanos, que día y noche les acusaba ante nuestro Dios, ha sido
arrojado del cielo y vencido por la sangre del Cordero».
Ciertamente podía Jesús, con
la más insignificante de sus acciones (a causa del valor infinito que la unión
hipostática prestaba a todas sus obras), operar nuestra salvación ; pero
conforme a los eternos decretos de la Trinidad, manifestados en la sagrada
Escritura, sólo debía servir de precio para nuestra redención la sangre divina
que en su muerte derramó.
¡Oh Dios mío! ¡Con qué
sobreabundancia tan llena de amor fue derramada! ¡Cayó sobre el polvo y las
rocas del huerto de los Olivos; inundó la sala del pretorio; salpicó manos y
vestidos de los verdugos; corrió por las sendas de Jerusalén, a lo largo de la
calle de la amargura; enrojeció la cumbre del Gólgota y el madero de la Cruz! ¡Chorreó
de todo el cuerpo del Salvador en la agonía de Getsemaní; de su frente en la
coronación de espinas; de sus espaldas en la flagelación; de sus manos y pies
en la crucifixión; de su pecho, hasta la última gota, cuando el soldado lo
atravesó con la lanza!
Pero ¡cuán grande no fue la
eficacia de aquella sangre derramada! Se Apaciguó la cólera divina; su justicia
se dio por satisfecha; se perdonaron por su virtud todos los pecados, y los
hombres pudieron hacerse dignos de merecer todas las gracias ya generales ya
particulares; se redujeron a realidad todas las gracias inherentes a la
institución de la Iglesia, con su jerarquía y sus divinos poderes de enseñar,
gobernar y santificar; las gracias de los sacramentos y, sobre todo, la del
adorable sacramento de nuestros altares; y, en fin, como consecuencia de todas
ellas, el infierno fue cerrado, el cielo abierto, el demonio vencido y la
innumerable muchedumbre de predestinados conquistada.
¡Esta sangre divina, esta
sangre tan poderosa y tan eficaz, esta sangre redentora, nosotros la poseemos
en la Eucaristía! Hic est sanguis meus.
¡Ah! Si un bienhechor insigne,
para librarnos del deshonor o la esclavitud, hubiese sacrificado una fortuna
considerable, ¡qué gratitud tan profunda y rendida no le profesaríamos! Y si,
llevando hasta el límite su nobleza y heroísmo, hubiese dado la vida para
rescatarnos de la muerte; so pena de ser unos monstruos de ingratitud, repetiríamos
a diario y mil veces su nombre; y la vista de su retrato no podría menos de
excitar en nuestros corazones una emoción profunda, hija de la más tierna y
sincera gratitud. ¡Oh alma mía! Acuérdate, pues, que Jesús se ha entregado por
ti, y que para arrancarte de la muerte eterna y abrirte las puertas del paraíso
ha derramado hasta la última gota de su sangre. Y esta sangre no se la ha bebido,
no, la tierra; sino que fue recogida con celoso cuidado por los ángeles. Vive
todavía; está bajo las especies sacramentales; está en el cáliz, después de
consagrado. ¡Oh sangre divina, precio de mi salvación, rescate de mis pecados,
tesoro de los tesoros; yo me postro ante ti penetrado de la más profunda
adoración! ¡Oh sangre de Jesús, te amo con todo el ardor de mi alma; te amo en
mi nombre y en el de mis hermanos y en nombre, sobre todo, de los que te
olvidan, desdeñan y profanan!
¡Oh sangre de Jesús, yo quiero
recoger ávidamente tus preciosas bendiciones, porque no sólo eres verdadera
sangre divina y sangre redentora, sino también, para todos y cada uno de
nosotros, la SANGRE POR ESENCIA SANTIFICADORA!
III
Lengua de ángel, o tal vez
mejor, la misma ciencia divina sería menester para expresar dignamente los
maravillosos efectos de esta sangre preciosa. Nosotros sólo podemos rastrear
imperfectamente su influencia en el mundo, haciendo notar las transformaciones
que realiza y las victorias que sin cesar obtiene. La obra de la santificación
del mundo es, en un todo, fruto de su fecunda omnipotencia.
En el cielo, constituye la
felicidad de los elegidos y llena su corazón de inefables alegrías. En el
purgatorio, refresca, ilumina, consuela y purifica. En la tierra, provoca el
arrepentimiento, obtiene el perdón, suscita toda clase de sacrificios, ánima,
presta ayuda a toda buena voluntad, da vida a una incomparable florescencia de
buenos deseos, santas resoluciones y actos de salvación.
Obra por el intermedio de los
ángeles, de los sacerdotes, de celestiales inspiraciones, de santas palabras,
de buenos ejemplos; por medio de la oración y de los sacramentos. Pero además,
y sobre todo, obra inmediatamente por sí misma.
Porque — y bueno es que lo
repitamos una y mil veces con todo el reconocimiento de que somos capaces — la
tierra tiene siempre y dondequiera esta preciosa sangre en la Eucaristía. ¡Hic
est sanguis meus!
En la Eucaristía, la sangre de
Cristo es nuestra protección. ¿Queréis, exclama San Juan Crisóstomo con acento
de triunfo, queréis conocer la virtud de la sangre de Cristo? Consideremos el
símbolo, recorramos a la figura tal cual nos la proporciona el Antiguo
Testamento. A media noche, iba Dios a descargar sobre Egipto aquella décima
plaga, que debía acabar con los primogénitos de dicha nación, en castigo de
haber retenido prisionero a su pueblo escogido. Más para librar a los israelitas
de semejante pena, ya que se hallaban mezclados con los egipcios, les dio un
medio a fin de que pudieran distinguirse: ¡medio admirable, prenuncio de lo que
después tenía que suceder! El látigo de la cólera divina se cernía ya sobre
aquella región, y el ángel exterminador emprendía el vuelo para recorrer las
casas y sembrar por doquiera el exterminio y la muerte... Pero he aquí que Dios
da orden a Moisés de matar un cordero de un año y rociar con su sangre las
puertas de los israelitas. ¿Cómo es posible, oh Moisés, que la sangre de un
cordero pueda proteger a hombres dotados de razón? No lo fuera, contesta el hombre
que fue brazo del Omnipotente, si no fuese a la vez figura y símbolo de la
sangre del Salvador. ¿No veis, con frecuencia, cómo las estatuas de los reyes,
inanimadas y sin voz, protegen a los que solicitan su amparo, no porque son de
bronce, sino por causa del príncipe que representan? Pues del mismo modo la sangre
del cordero, que es un animal sin inteligencia, protegía a los israelitas, no
en cuanto era sangre, sino en cuanto representaba la sangre del Cordero divino.
En efecto, el ángel encargado de dar cumplimiento a las venganzas del Altísimo,
viendo las puertas rociadas con esta sangre libertadora, pasaba de largo sin
descargar el golpe. En nuestros tiempos, cuando el demonio ve, no ya la sangre
figurativa, sino la sangre profetizada, es decir, la sangre de Cristo; y no
sobre las puertas de nuestras casas, sino reverberando en los vasos sagrados de
nuestros templos, o enrojeciendo los labios de los fieles, se aterroriza,
siéntese cautivo e imposibilitado de hacer daño a los amigos del Salvador.
En la Eucaristía, y durante la
celebración de los santos misterios, gracias a la efusión mística de su sangre
redentora y de su inmolación sacramental, consumada en la consagración de las
dos especies de pan y de vino por separado, el Salvador nos aplica con infinita
sobreabundancia los frutos de su muerte real en el Calvario, y de su inmolación
sangrienta en la cruz. ¡Qué adoración tan humilde y abnegada no le debemos por
ello! ¡Qué acción de gracias no hemos de tributarle por todos los beneficios
que sin cesar recibimos de la liberal mano de Dios! ¡Qué expiación tan eficaz
la suya! Como la sangre de Abel, grita también la de Jesús desde el altar; pero
es para implorar perdón; es para atraer sobre el mundo toda suerte de gracias y
bendiciones.
En la Eucaristía, la sangre de
Jesucristo nos santifica, sobre todo cuando por medio de la sagrada comunión
viene hacia nosotros, se une con nosotros, se hace nuestra divina bebida, y
cuando, por decirlo así, llegamos a tener una misma sangre con el Hijo de Dios
hecho hombre, concorporei... consanguinei! (15). Durante la pasión, la sangre
adorable del Redentor sólo se derramó por tierra y entre sus enemigos y
verdugos; pero en la comunión se derrama sobre nuestros pechos. En la cruz
obraba de lejos, sea por la distancia de lugar, sea por la de tiempo; pero aquí
mana a nuestra vista, cae inmediatamente sobre nuestras almas para enriquecernos
con el tesoro incalculable de sus dones celestiales.
Hónranos de un modo tal, que
jamás lengua humana lo podrá encarecer bastante, y nos infunde una vida de inclinaciones
y sentimientos totalmente divinos. Revístenos de indomable energía para pelear
las batallas de la virtud: ille sanguis valde nos facit audaces (16). Mitiga
nuestras penas, nos consuela en las tribulaciones y alienta, en nuestros
desmayos: Dedil et tristibus sanguinis poculum (17). Es una fuente de júbilo
universal. Cubre de verdores los áridos desiertos de la vida. Hace florecer el
yermo, corona de flores las rocas áridas, y embellece y hace grata la soledad
más sombría. El gozo humano es una cosa magnífica, un verdadero homenaje de
adoración al Criador. Fuera de Dios, no hay belleza que pueda comparársele, si
no es el eterno júbilo de los ángeles. Y la sangre divina tiene el don de
alegrar: laetificat (18). Es luz que ilumina, voz que alienta, vino que
conforta y da brío, leche rebosante de inefables dulzuras, tesoro de méritos
incalculables, rocío que admirablemente fecunda la tierra de nuestra alma,
remedio eficaz para todas nuestras enfermedades, fuente de gracias con que
alcanzar la vida eterna: ¡Sanguis Domini nostri Jesu Christi custodiat animan
meam in vitam aeternam! (19).
¡Oh sangre adorable del
Salvador, produce en mí tan saludables efectos! Lávame, purifícame, aliméntame,
apaga mi sed, ennobléceme, fortifícame, santifícame! ¡Oh sangre verdadera del
Hijo de Dios humanado, inspírame una viva y profunda devoción hacia ti!
Concédeme que saque de este culto divino un odio mortal al pecado, una grande
estima de los sacramentos y, sobre todo, del sacrificio del altar; dame
inteligencia del espíritu de abnegación y sacrificio, ardiente reconocimiento
por los augustos misterios de la Redención y de la Eucaristía, una devoción
cada vez más tierna hacia la Santísima Virgen, un amor siempre más ardiente y abnegado
por todo lo que mira a Dios y a su santa causa. Oh sangre de infinita dignidad!
Oh sangre redentora, sangre vivificadora y santificadora: ante ti me postro con
el más humilde respeto y el más profundo anonadamiento! A ti mis homenajes de
adoración; a ti el reconocimiento de mi alma; en ti mi más absoluta confianza.
Sé mi protección durante mi vida, mi consuelo y sostén en la hora de mi muerte.
Sé, en fin, mi santificación en la tierra y mi gloria en el paraíso!
Por dichoso me hubiera tenido
de poder recoger y guardar una sola gota de la sangre que brotó de vuestro
Corazón; y he aquí que, mediante este Sacramento de amor, recibo en mi baca, en
mi Corazón y en mi alma vuestra preciosa sangre, que adoran los ángeles del
cielo. ¡Oh Sacramento de amor! ¡Oh cáliz de inefable ternura!
B. ENRIQUE SUSO.
(1) San Bernardo.
(2) San Anselmo.
(3) Paseado.
(4) Santo Tomás
(5) San Isidoro
(6) San Agustín
(7) San Jerónimo
(8) Actas de Santa Inés
(9) San Gregorio
(10) Tertuliano
(11) Faber, La preciosa sangre.
(12)
Hic est calix novum testamentum in sanguine meo (Luc., XXII, 20).
(13) Hio est enim sanguis meus novi Testamenti
(Matth., XXVI, 28).
(14) Meditaciones sobre el Evangelio, meditación LXI
(15) San Círilo de Jerusalén, Catech. Myst. 4.
(16) San Juan Crisóstomo.
(17) Himno de la Misa del Santísimo Sacramento.
(18) Faber, La preciosa sangre.
(19) Orat. Missae ante Commun.
O EL MISTERIO EUCARISTICO
Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII
y con la aprobación de numerosos Prelados