Por cuanto la sentencia no
es proferida
luego contra los malos, los hijos de los
hombres cometen males sin temor alguno.
Ecl. 8, 2.
luego contra los malos, los hijos de los
hombres cometen males sin temor alguno.
Ecl. 8, 2.
PUNTO 1
Si Dios castigase
inmediatamente a quien le ofendiese, no se viera, sin duda, tan ultrajado como
se ve. Mas porque el Señor no suele castigar en seguida, sino que espera
benignamente, los pecadores cobran ánimos para ofenderle más.
Preciso es que
entendamos que Dios espera y es pacientísimo, mas no para siempre; y que es
opinión de muchos Santos Padres (de San Basilio, San Jerónimo, San Ambrosio,
San Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo, San Agustín y otros) que, así
como Dios tiene determinado para cada hombre el número de días que ha de vivir
y los dones de salud y de talento que ha de otorgarle (Sb. 11, 21), así también
tiene contado y fijo el número de pecados que le ha de perdonar. Y completo ese
número, no perdona más, dice San Agustín. Lo mismo, afirman Eusebio de Cesarea
(lib. 7, cap. 3) y los otros Padres antes nombrados.
Y no hablaron sin
fundamento estos Padres, sino basados en la divina Escritura. Dice el Señor en
uno de sus textos (Gn. 15, 16), que dilataba la ruina de los amorreos porque
aún no estaba completo el número de sus culpas. En otro lugar dice (Os. 1, 6):
“No tendré en lo sucesivo misericordia de Israel. Me han tentado ya por diez
veces. No verán la tierra” (Nm. 14, 22-23). Y en el libro de Job se lee:
“Tienes selladas como en un saquito mis culpas” (Jb. 14, 17).
Los pecadores no
llevan cuenta de sus delitos, pero Dios sabe llevarla para castigar cuando está
ya granada la mies, es decir, cuando está completo el número de pecados” (Jl.
3, 13). En otro pasaje leemos (Ecl. 5, 5): “Del pecado perdonado no quieras
estar sin miedo, ni añadas pecado sobre pecado”.
O sea: preciso
es, pecador, que tiembles aun de los pecados que ya te perdoné; porque si
añadieres otro, podrá ser que éste con aquéllos completen el número, y entonces
no habrá misericordia para ti. Y, más claramente, en otra parte, dice la
Escritura (2Mac. 6, 14): “El Señor sufre con paciencia (a las naciones) para
castigarlas en el colmo de los pecados, cuando viniere el día del juicio”. De
suerte que Dios espera el día en que se colme la medida de los pecados, y
después castiga.
De tales castigos
hallamos en la Escritura muchos ejemplos, especialmente el de Saúl, que, por
haber reincidido en desobedecer al Señor, le abandonó Dios de tal modo, que
cuando Saúl, rogando a Samuel que por él intercediese, le decía (1S, 15, 25):
“Ruégote que sobrelleves mi pecado y vuélvete conmigo para que adore al Señor”.
Samuel le respondió (1S. 15, 26): “No volveré contigo, por cuanto has desechado
la palabra del Señor, y el Señor te ha desechado a ti”.
Tenemos también
el ejemplo del rey Baltasar, que hallándose en un festín profanando los vasos
del Templo, vio una mano que escribía en la pared: Mane, Thecel, Phares.
Llegó el profeta
Daniel y explicó así tales palabras (Dn. 5, 27): “Has sido pesado en la balanza
y has sido hallado falto”, dándole a entender que el peso de sus pecados había
inclinado hacia el castigo la balanza de la divina justicia; y, en efecto,
Baltasar fue muerto aquella misma noche (Dn. 5, 30).
¡Y a cuántos
desdichados sucede lo propio! Viven largos años en pecado; mas apenas se
completa el número, los arrebata la muerte y van a los infiernos (Jb. 21, 13).
Procuran investigar algunos el número de estrellas que existen, el número de
ángeles del Cielo, y de los años de vida de los hombres; mas ¿quién puede
indagar el número de pecados que Dios querrá perdonarles?...
Tengamos, pues,
saludable temor. ¿Quién sabe, hermano mío, si después del primer ilícito
deleite, o del primer mal pensamiento consentido, o nuevo pecado en que
incurrieres, Dios te perdonará más?
PUNTO 2
Dirá tal vez el
pecador que Dios es Dios de misericordia... ¿Quién lo niega?... La misericordia
del Señor es infinita; mas a pesar de ella, ¿cuántas almas se condenan cada
día? Dios cura al que tiene buena voluntad (Is. 61, 1). Perdona los pecados,
mas no puede perdonar la voluntad de pecar... Replicará el pecador que aún es
harto joven... ¿Eres joven?... Dios no cuenta los años, cuenta las culpas.
Y esta medida de
pecados no es igual para todos. A uno perdona Dios cien pecados; a otro mil;
otro, al segundo pecado se verá en el infierno. ¡Y a cuántos condenó en el
primer pecado!
Refiere San
Gregorio que un niño de cinco años, por haber dicho una blasfemia, fue enviado
al infierno. Y según la Virgen Santísima reveló a la bienaventurada Benedicta
de Florencia, una niña de doce años por su primer pecado fue condenada. Otro
niño de ocho años de edad también en el primer pecado murió y se condenó.
En el Evangelio
de San Mateo (21, 19) leemos que el Señor, la vez primera que halló a la
higuera sin fruto, la maldijo, y el árbol quedó seco. En otro lugar dijo el
Señor (Am. 1, 3): “Por tres maldades de Damasco, y por la cuarta no la
convertiré” (no revocaré los castigos que le tengo decretados).
Algún temerario querrá
quizá pedir cuenta de por qué Dios perdona a tal pecador tres culpas y no
cuatro. Aquí es preciso adorar a los inefables juicios de Dios y decir con el
Apóstol (Ro. 11, 33): “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y
ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus
caminos!” Y con San Agustín: “Él sabe a quién ha de perdonar y a quién no. A
los que se concede misericordia, gratuitamente se les concede, y a los que se
les niega, con justicia les es negada”.
Replicará el alma
obstinada que, como tantas veces ha ofendido a Dios y Dios la ha perdonado,
espera que aún le perdonara un nuevo pecado... Mas porque Dios no la ha
castigado hasta ahora, ¿ha de proceder siempre así? Se llenará la medida y
vendrá el castigo.
Cuando Sansón
continuaba enamorado de Dalila, esperaba librarse de los filisteos, como ya le
había una vez acaecido (Judc. 16); pero en aquella última ocasión fue preso y
perdió la vida. “No digas –exclamaba el Señor (Ecl. 5, 4)– pequé, ¿y qué
adversidad me ha sobrevenido?... Porque el Altísimo, aunque sufrido, da lo que
merecemos”; o lo que es lo mismo: que llegará un día en que todo lo pagaremos,
y cuanto mayor hubiera sido la misericordia, tanto más grave será la pena.
Dice San Juan
Crisóstomo que más de temer es el que Dios sufra obstinado, que el pronto e
inmediato castigo. Porque, como escribe San Gregorio, todos aquellos a quienes
Dios espera con más paciencia, son después, si perseveran en su ingratitud más
rigurosamente castigados; y a menudo acontece, añade el Santo, que los que
fueron mucho tiempo tolerados por Dios, mueren de repente sin tiempo de
convertirse.
Especialmente,
cuanto mayores sean las luces que Dios te haya dado, tanto mayores serán tu
ceguera y obstinación en el pecado, si no hicieres a tiempo penitencia. “Porque
mejor les era –dice San Pedro (II, P. 2, 21)– no haber conocido el camino de la
justicia, que después del conocimiento volver las espaldas”. Y San Pablo dice
(He. 6, 4) que es (moralmente) imposible que un alma ilustrada con celestes
luces si reincide en pecar, se convierta de nuevo.
Terribles son las
palabras del Señor contra los que no quieren oír su llamamiento: “Porque os
llamé y dijisteis que no... Yo también me reiré en vuestra muerte y os
escarneceré” (Pr. 1, 24-26).
Nótese que las
palabras yo también significan que,
así como el pecador se ha burlado de Dios confesándose, formando propósitos y
no cumpliéndolos nunca, así el Señor se burlará de él en la hora de la muerte.
El Sabio dice
además (Pr. 26, 11): “Como perro que vuelve a su vómito, así el imprudente que
repite su necedad”. Dionisio el Cartujo
desenvuelve este pensamiento, y dice que tan abominable y asqueroso como el
perro que devora lo que arrojó de sí, se hace odioso a Dios el pecador que
vuelve a cometer los pecados de que se arrepintió en el sacramento de la
Penitencia.
PUNTO 3
“Hijo, ¿pecaste? No vuelvas a pecar otra vez; mas
ruega por las culpas antiguas, que te sean perdonadas” (Ecl. 21, 1). Ve lo que te advierte, ¡oh cristiano!, Nuestro Señor,
porque desea salvarte. “No me ofendas, hijo, nuevamente, y pide en adelante
perdón de tus pecados”.
Y cuando más
hubieres ofendido a Dios, hermano mío, tanto más debes temer la reincidencia en
ofenderle; porque tal vez otro nuevo pecado que cometieres hará caer la balanza
de la divina justicia, y serás condenado. No digo absolutamente, porque no lo
sé, que no haya perdón para ti si cometes otro pecado; pero afirmo que eso puede
muy bien acaecer.
De suerte que,
cuando sintieres la tentación, debes decirte: ¿Quién sabe si Dios no me
perdonará más y me condenaré? Dime, por tu vida: ¿tomarías un manjar si
creyeras ser probable que estuviera envenenado? Si presumieras fundadamente que
en un camino estaban apostados tus enemigos para matarte, ¿pasarías por allí
pudiendo utilizar otra más segura vía? Pues, ¿qué certidumbre ni qué
probabilidad puedes tener de que volviendo a pecar sentirás luego verdadera
contrición y no volverás a la culpa aborrecible? O que si nuevamente pecares,
¿no te hará Dios morir en el acto mismo del pecado, o te abandonará después?
¡Oh Dios, qué
ceguedad! Al comprar una casa, tomas prudentemente las necesarias precauciones
para no perder tu dinero. Si vas a usar de alguna medicina, procurarás estar
seguro de que no te puede dañar. Al cruzar un río, cuidas de no caer en él.
Y luego, por un
vil placer, por un deleite brutal, arriesgas tu eterna salvación, diciendo: ya
me confesaré de eso. Mas yo pregunto: ¿Y cuándo te confesarás? –El domingo– –¿Y
quién te asegura que vivirás el domingo? –Mañana mismo. –¿Y cómo con tal
certeza tratas de confesarte mañana, cuando no sabes siquiera si tendrás una
hora más de vida?
“¿Tienes un día
–dice San Agustín– cuando no tienes una hora?” Dios –sigue diciendo el Santo–
promete perdonar al que se arrepiente, mas no promete el día de mañana al que
le ha ofendido. Si ahora pecas, tal vez Dios te dará tiempo de hacer
penitencia, o tal vez no. Y si no te lo da, ¿qué será de ti eternamente? Y, sin
embargo, por un mísero placer pierdes tu alma y la pones en peligro de quedar
perdida por toda la eternidad. ¿Arriesgarías mil ducados por esa vil
satisfacción? Digo más: ¿lo darías todo, hacienda, casa, poder, libertad y
vida, por un breve gusto ilícito? Seguramente, no. Y con todo, por ese mismo
deleznable placer quieres en un punto dar por perdidos para ti a Dios, el alma
y la gloria.
Dime, pues: estas
cosas que señala la fe, ¿son altísimas verdades o no es más que pura fábula el
que haya gloria, infierno y eternidad? ¿Crees que si la muerte te sorprende en
pecado estarás para siempre perdido?... ¡Qué temeridad, qué locura condenarte
tú mismo a perdurables penas con la vana esperanza de remediarlo luego! “Nadie
quiere enfermar con la esperanza de curarse, dice San Agustín. ¿No tendríamos
por loco a quien bebiese veneno, diciendo: quizá con un remedio me salvaré? ¿Y
tú quieres la condenación a eterna muerte, fiado en que tal vez luego puedas
librarte de ella?...
¡Oh locura
terrible, que tantas almas ha llevado y lleva al infierno, según la amenaza del
Señor! “Pecaste confiando temerariamente en la divina misericordia; de
improviso, vendrá el castigo sobre ti, sin que sepas de dónde viene” (Is. 47,
10-11).
AFECTOS Y SÚPLICAS
Ved, Señor, a uno
de esos locos que tantas veces ha perdido el alma y vuestra gracia con la
esperanza de recuperarla después. Y si me hubieseis enviado la muerte en aquel
instante en que pequé, ¿qué hubiera sido de mí?... Agradezco con todo mi
corazón vuestra clemencia en esperarme y en darme a conocer mi locura. Conozco
que deseáis salvarme, y yo me quiero salvar.
Duélome, ¡oh
Bondad infinita!, de haberme tantas veces apartado de Vos. Os amo
fervorosamente, y espero, ¡oh Jesús!, que, por los merecimientos de vuestra
preciosa Sangre, no recaeré en tal demencia. Perdonadme, Señor, y acogedme en
vuestra gracia, que no quiero separarme de Vos. In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum.
Así espero,
Redentor mío, no sufrir ya la desdicha y confusión de verme otra vez privado de
vuestro amor y gracia. Concededme la santa perseverancia, y haced que siempre
os la pida, especialmente en las tentaciones, invocando vuestro sagrado nombre,
o el de vuestra Santísima Madre; “¡Jesús mío, ayudadme!... ¡María, Madre
nuestra, amparadme!...”
Sí, Reina y
Señora mía; acudiendo a Vos nunca seré vencido. Y si persiste la tentación,
haced, Madre mía, que persista yo en invocaros.
PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio