miércoles, 26 de diciembre de 2012

LA HISTORIA DEL DOCTOR RAIMOND DIOCRES Y LAS NEFASTAS CONSECUENCIAS DE RENEGAR DE DIOS


SUCESO NARRADO EN LA VIDA DE SAN BRUNO, FUNDADOR DE LOS CARTUJOS

En la vida de San Bruno, fundador de los Cartujos, se encuentra un hecho estudiado muy a fondo por los doctísimos Bolandistas, y que presenta a la crítica más formal todos los caracteres históricos de la autenticidad; un hecho acaecido en París en pleno día, en presencia de muchos millares de testigos, cuyos detalles han sido recogidos por sus contemporáneos, y que ha dado origen a una gran Orden religiosa.

Acababa de fallecer un célebre doctor de la Universidad de París llamado Raymond Diocrés, dejando universal admiración entre todos sus alumnos. Era el año 1082. Uno de los más sabios doctores de aquel tiempo, conocido en toda Europa por su ciencia, su talento y sus virtudes, llamado Bruno, hallábase entonces en París con cuatro compañeros, y se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre difunto.
Se había depositado el cuerpo en la catedral de Nuestra Señora. El cuerpo estaba expuesto en el centro de la nave central y una inmensa multitud de fieles, alumnos y profesores rodeaba respetuosamente la cama, en la que, según costumbre de aquella época, estaba expuesto el difunto cubierto con un simple velo.
En el momento en que se leía una de las lecciones del Oficio de difuntos, que empieza así:
“Respóndeme. ¡Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades!” (Cuarta lectura de Maitines del Oficio de difuntos: Job, 13, 22-28). Entonces sale de debajo del fúnebre velo mortuorio una voz sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras:
“Por justo juicio de Dios he sido acusado”.
Acuden precipitadamente, levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado, completamente muerto. Continuóse luego la ceremonia por un momento interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los concurrentes.
Se vuelve a empezar el Oficio, se llega a la referida lección: “Respóndeme”, y esta vez a la vista de todo el mundo levántase el muerto, y con robusta y acentuada voz dice:
“Por justo juicio de Dios he sido juzgado”.
Y vuelve a caer. El terror del auditorio llega a su colmo: dos médicos certifican de nuevo la muerte; el cadáver estaba frío, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se aplazó el Oficio para el día siguiente.
Las autoridades eclesiásticas no sabían qué resolver. Unos decían:
“Es un condenado; es indigno de las oraciones de la Iglesia”.

Decían otros:


“No, todo esto es sin duda espantoso; pero al fin, ¿no seremos todos acusados primero y después juzgados por justo juicio de Dios?”
El Obispo fue de este parecer, y al siguiente día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose presentes, como en la víspera, Bruno y sus compañeros. Toda la Universidad, todo París había acudido a la iglesia de Nuestra Señora. Vuelve, pues, a empezar el Oficio. A la misma lección: “Respóndeme”, el cuerpo del doctor Raymond se levanta de su asiento, y con un acento indescriptible que hiela de espanto a todos los concurrentes, exclama:
“Por justo juicio de Dios he sido condenado para siempre”,
y volvió a caer inmóvil.
Esta vez no quedaba duda alguna: el terrible prodigio, justificado hasta la evidencia, no admitía réplica. Por orden del Obispo y del Cabildo, previa sesión, se despojó al cadáver de las insignias de sus dignidades, y fue llevado al muladar del Montfaucon. (Muladar: sitio donde se vacía el estiércol o basura).
Al salir de la Iglesia, Bruno, que contaría entonces cerca de cuarenta y cinco años de edad, se decidió irrevocablemente a dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades de la Gran Cartuja, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese asegurar su salvación, y prepararse así despacio para los justos juicios de Dios.
Verdaderamente, he aquí un condenado que “volvía del infierno” no para salir de él, sino para dar un irrecusable testimonio.