sábado, 2 de agosto de 2014

LA MEJOR BANDERA LA CRUZ - IX


IX 
Otros triunfos de la Santa Cruz 

Evagro y Procopio, antiguos historiadores de crítica ordinariamente severa y de una gran reputación de exactitud, narran un hecho revestido de todos los caracteres de milagro, acaecido en Apamea, ciudad del Asia menor, hacia el año 540. 

Cosroes I, llamado el grande, rey de Persia como después lo fue Cosroes II de quien arriba hemos hablado, sitió con fuerte ejército la ciudad de Apamea, después de haber incendiado la de Antioquía y otras poblaciones cercanas. Teniendo la misma suerte los habitantes de Apamea, suplicaron a Tomás, su Obispo, que expusiese a la pública veneración de los fieles la reliquia insigne de la verdadera Cruz que su iglesia poseía, con el fin de elevar sus plegarias al Cielo en presencia del instrumento de nuestra Redención, o al menos tener el consuelo de adorarle antes de morir. 

Tan unánime fue este voto, que el Obispo hizo más de lo pedido; no sólo expuso la veneranda reliquia, sino que diferentes veces la llevó en procesión por iglesia, elevándola sobre su cabeza para que todos la viesen y adorasen. La afluencia era considerable cada vez que se hacía esta ceremonia; y lo raro hubiera sido que no acudiese la ciudad en masa, pues la sagrada reliquia aparecía siempre rodeada de llamas ardientes como las de un violento incendio. 

Pero las llamas fueron preservativas, porque Cosroes desapareció de un modo inesperado, y Apamea se vio libre de las violencias de aquel tirano; en testimonio de lo cual, y del reconocimiento de la ciudad al Dios de la Cruz, se erigió en el ábside mismo de la iglesia un monumento conmemorativo, con una inscripción que perpetuase la memoria del milagro. Cedreno afirma que la milagrosa Cruz de Apamea fue trasladada a Constantinopla, corriendo el año noveno del imperio de Justino II, ó sea en 5 73. 

Acontecimientos análogos abundan en las crónicas cristianas; y si no todos son tan claramente milagrosos como el de Apamea, siempre son maravillosos y rara vez deja de descubrirse en ellos el dedo de Dios. Citemos por vía de ejemplo lo acaecido en Augsburgo. 

Hordas de ugros, que habían devastado gran parte de la Baviera, pusieron cerco a dicha ciudad el año 955 . Udalrico, Obispo de ella, poniéndose al pecho una Cruz a manera de coraza, y seguido de todo su clero y del pueblo desarmado, salió de la ciudad y penetró, con esta muchedumbre en las filas de los feroces ugros. Permanecieron éstos inmóviles, como si el brazo de Dios les contuviera, y el emperador Otón, cayendo sobre aquellas hordas audaces que prometían avasallarlo todo mientras el cielo no se desplomase o no se hundiese la tierra, las destrozó como alimañas inmundas y cobardes. 

No fue menos maravilloso ni de menores alcances sociales lo acaecido en Bayona el año 14 5 1, antes bien reúne, como el suceso de Apamea, los caracteres de un verdadero milagro. 

Duraba todavía a guerra de Carlos VII contra a invasión de los ingleses en Francia. Los Condes de Foix y de Dunois sitiaron a Bayona, defendida por una guarnición inglesa, la cual prolongaba su resistencia con gran tenacidad, aun después de haberse rendido el castillo. Un prodigio que apareció en los aires determinó, por fin, la rendición de la plaza. Era un poco después de salir el sol, en el momento en que los franceses tomaban posesión de la ciudadela, y estando el cielo sereno. Apareció en los aires, encima de la ciudad, una Cruz luminosa, de claridad deslumbradora, y a la vista de todos permaneció durante una hora entera. Este fenómeno fue considerado por todos como señal cierta de que Dios se declaraba contra Inglaterra, y en consecuencia la ciudad de Bayona se rindió in continenti a las tropas francesas. 

Un prodigio tan milagroso, que produjo tan fuerte impresión así en los ingleses para ser vencidos como en los franceses para vencer, no podía racionalmente ponerse en duda por los ausentes ni los venideros: sin embargo, el conde de Dunois juzgó conveniente dar fe de la verdad del hecho por medio de documento público, para que sirviese de monumento a las generaciones futuras; aquel documento subsiste aún y anda copiado en muchas historias. 

No podemos menos de consagrar aquí dos palabras a la visión de Alfonso I de Portugal, hijo de Enrique de Borgoña, de la casa de Francia, y de Teresa de Castilla. Era Alfonso conde de Portugal desde 1112, y en 1139, con ocasión de la batalla que iba a librar en Urique con un ejército de moros inmensamente más numeroso que el suyo, fue advertido por un venerable anciano, cuya santidad hasta los musulmanes respetaban, que al día siguiente se le aparecería en los aires Jesús Crucificado prometiéndole la victoria. La visión predicha se verificó; prometióle el Señor que alcanzaría victoria y sería aclamado rey, y así sucedió puntualmente. 

Este suceso era demasiado notable para que Camoens lo olvidase en su poema épico, y demasiado importante para que los historiadores de España o Portugal no le consagrasen alguna página; mas quizá resistiría difícilmente un examen crítico, no teniendo otro fundamento que la palabra de un hombre, gran capitán, sí, y príncipe respetabilísimo, valiente y religioso, pero quizá víctima de una ilusión que tan fácilmente podían infundirle la excesiva tensión de su temperamento y las justas inquietudes sobre el éxito de la batalla. Como quiera que sea, la promesa real o ideal que se le hizo, no fue vana: ganó aquella batalla, y después otra y otras, hasta engrandecer sus estados con el Beira y la Extremadura. Aunque la aparición no fuera real, sus triunfos se debieron al poder de la Santa Cruz, que él invocaba en todos sus apuros. 

Nos alargaríamos demasiado si hubiéramos de conceder algún espacio a la mención de otros acontecimientos semejantes. Nuestro intento principal, al referir los más señalados triunfos de la Santa Cruz, es confirmar la fe de nuestros lectores en el poder divino que por medio del Lábaro salvador desplega el Rey de Reyes en favor de sus ejércitos, y avivar su esperanza en el triunfo que los profetas, señaladamente San Francisco de Paula, anuncian al ejército español de los Crucíferos; triunfo que será incomparablemente mayor que el de los primitivos Crucíferos españoles organizados por Constantino Magno, pues aquéllos eran simples abanderados y éstos han de ser guerreros valerosisimos para dominar el mundo y rendirlo al pie de la Cruz. 

Donde menos cabe o más irracional es la incredulidad o la duda acerca del divino poder de la Cruz en las batallas y conquistas de Religión y Patria, es en España, cuya incomparable epopeya es un continuo canto épico al Signo de nuestra Redención, que nuestros padres pasearon victoriosos de mundo en mundo y lo hicieron adorar de paganos y herejes, de bárbaros y cultos, de rudos y de sabios. Y cuando menos puede ponerse en duda la autenticidad de las indicadas profecías y la seguridad de la futura cruzada, es hoy, pues basta elevar los ojos a los montes como David, para comprender de dónde nos ha de venir el auxilio. ¿No dicen nada a los que saben filosofar, nada a los hombres de corazón, esas Cruces que por todas partes se levantan hoy en las cimas de los montes? Estamos en el siglo de la Cruz. Viene la hecatombe en castigo de nuestros pecados, y en seguida vienen las victorias de la Cruz y la paz de Dios. 

¿No me creéis a mi? Creed a los hombres pensadores y previsores que lo afirman. Tampoco a estos creéis? Pues creed a los profetas enviados por Dios para avisar al mundo. Tampoco dais fe a los profetas? Dadla a la filosofía de la historia, dadla á la lógica de la Providencia; mirad lo que pasa y juzgad a dónde nos conduce. ¿Tampoco esto os merece un poco de atención? ¡¡In peccato vestro moriemini!! Seguid, seguid avivando la cólera de Dios: no por eso dejaremos nosotros de esperar en Él, repitiendo las palabras davidicas que se leen en el Tracto del Domingo de Ramos, día en que seguimos emborronando estos desaliñados artículos: 

«En ti esperaron nuestros padres, Señor, esperaron, y tú los libraste. A ti clamaron, y fueron puestos en salvo. Confiaron en ti, y no tuvieron por qué avergonzarse. Mas yo soy un gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección de la plebe. Todos los que me miraban hacían mofa de mi, y meneaban burlescamente la cabeza diciendo: «A ver si Dios le libra, ya que en Dios espera: sálvele, ya que tanto le ama»! ¡Señor, salva de las astas de los unicornios mi pobre alma. ¡Oh vosotros, los que teméis al Señor! alabadle, glorificadle. Será contada como del Señor la generación venidera, y los cielos anunciaran su justicia al pueblo que ha de nacer, formado por el Señor». 

APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA 
P. José Domingo María Corbató 
Biblioteca Españolista 
Valencia-Año 1904