CAPÍTULO 12
De otro punto muy principal que hemos de sacar de la sagrada
Comunión, que es ofrecernos y resignarnos enteramente en las
manos de Dios; y de la preparación y hacimiento de gracias que
conforme a esto hemos de hacer.
Una de las principales cosas que hemos de sacar de la sagrada
Comunión, ha de ser resignarnos y ponernos del todo en las manos de
Dios, como un poco de barro en las manos del artífice, para que haga de
nosotros lo que quisiere, y como quisiere, y cuando quisiere y de la manera
que quisiere, sin exceptuar ni reservar cosa alguna. El hijo de Dios se
ofreció a Sí mismo enteramente en sacrificio al Padre Eterno en la cruz,
dando por nosotros toda su sangre y su vida; y cada día se nos da en
manjar en este santísimo Sacramento, enteramente, su cuerpo, sangre,
alma y divinidad; razón será que nosotros también nos ofrezcamos y
entreguemos enteramente y del todo a Él. Eso dicen algunos que es
propiamente comulgar, communicare, comunicarse, hacer con Dios lo que
hace con Vos, Él os da y comunica cuanto tiene; dadle vos cuanto tenéis.
Este ha de ser también el hacimiento de gracias después de la sagrada
Comunión (Sal., 115, 121: ¿Qué ofreceré al Señor por tantas mercedes y
beneficios, y especialmente por éste que ahora he recibido? ¿Sabéis qué
quiere El que le ofrezcáis? Lo que vamos diciendo (Prov., 23, 21): Hijo,
dame tu corazón. Decláralo muy bien aquel Santo: ¿Qué otra cosa quiero
más de ti, sino que estudies de renunciarte del todo en Mi? Cualquiera cosa
que me das sin ti, no me curo de ella, porque no quiero tu don, sino a ti.
Así como no te bastarían a ti todas las cosas sin mí, así no puede agradar a mí cuanto me ofreces sin ti. Ofrécete a mí y date todo por mí, y será muy
acepto tu sacrificio. San Agustín dice que en lo que Caín desagradó a Dios
cuando le ofrecía sacrificio; y la causa por la cual no miró ni aceptó su
sacrificio como el de su hermano Abel (Genes., 4, 5), fue porque no
repartía bien con Dios, porque daba a Dios alguna cosa suya y no le daba
ni entregaba a sí mismo. Y esto mismo dice que hacen los que ofrecen a
Dios alguna cosa y no le ofrecen su voluntad. El reino del Cielo no tiene
otro precio sino a ti mismo; tanto vale cuanto eres tú. Date y ofrécete a ti y
lo alcanzarás.
Pues en este ofrecimiento y resignación entera en las manos de Dios
nos hemos de ocupar y detener después de la Sagrada Comunión. Y esto
no ha de ser solamente en general, sino desmenuzándolo y descendiendo a
casos particulares, resignándonos y conformándonos con la voluntad de
Dios, así en la enfermedad como en la salud, así en la muerte como en la
vida, así en la tentación como en la consolación, especificando aquello en
que a cada uno le pareciere que sentiría más repugnancia y dificultad,
ofreciéndoselo al Señor en hacimiento de gracias, no dejando lugar, ni
oficio, ni grado, por bajo e ínfimo que sea, hasta que no se nos ponga cosa
delante en que no sintamos nuestra voluntad muy conforme y unida con la
de Dios. Y es muy buena y muy devota para esto aquella oración que
nuestro Padre pone en el libro de los Ejercicios espirituales: «Tomad,
Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi
voluntad, todo mi haber y mi poseer, Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo
torno; todo es vuestro; disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro
amor y gracia, que ésta me basta.»
Aquí nos hemos también de ejercitar y actuar en los actos de algunas
virtudes, especialmente en aquellas de que cada uno tiene más necesidad,
porque a todo lo que uno quisiere y hubiere menester le sabrá este divino
maná [que tiene la suavidad de todos los sabores] (Sab., 16, 20). Todos los
sabores de las virtudes tiene, y así, una vez os habéis de actuar y ejercitar
en una virtud, otra en otra, teniendo siempre la mira en vuestra mayor
necesidad. Si os sentís necesitado de humildad, procurad que os sepa a
humildad, que buen dechado y sabor hallaréis aquí de ella, pues esta
vestido el Hijo de Dios de unos accidentes de pan, que por ser accidentes,
son más pobres y bajos que los pañales y fajas con que le envolvió su
sacratísima Madre en Belén. ¿Y qué mayor humildad ni qué cosa más baja
se puede imaginar, que ponerse Dios como manjar común para que le
comamos? Que extendamos allí en aquella Mesa del altar los manteles, y
como servilleta los corporales, como un plato la patena, como vaso el cáliz; que le tratemos con nuestras manos, y le recibamos en nuestra boca
y en nuestro estómago: ¿qué mayor bajada de Dios, y qué mayor subida
del hombre? En cierta manera resplandece aquí más la humildad que en la
obra de la Encarnación. Pues ejercitaos y actuaos en ella hasta tanto que
sintáis que se os va embebiendo y entrañando en vuestra ánima. Ofreced al
Señor el desprecio de toda la honra y estimación del mundo en hacimiento
de gracias, abrazando el ser menospreciado y tenido en poco por su amor.
También es muy bueno descender a algunas cosas más particulares; y
menudas, y ofrecerlas aquí al Señor en hacimiento de gracias. Ya entiende
cada uno, poco más o menos, sus faltas, y sabe lo que le impide su
aprovechamiento y en lo que suele tropezar ordinariamente; pues procurad
en cada Comunión sacrificar y ofrecer a Dios alguna cosa de ésas en
hacimiento de gracias. Sois amigo del regalo o de vuestras comodidades y
de que no os falte nada; ofrecer al Señor el mortificaros en eso, hoy en una
cosa y otro día en otra. Sois amigo de parlar y de perder tiempo;
mortificaos en eso, y ofrecedlo al Señor en otra Comunión. Sois amigo de
vuestra voluntad, que por no recibir vos un poco de mortificación y
trabajo, no sabéis dar gusto ni contento a vuestros hermanos, y algunas
veces los habláis sacudida y desabridamente; procurad venceros en eso y
ofrecerlo al Señor en otra Comunión. Y como decíamos tratando de la
oración, que es muy bueno proponer allí algo que hacer aquel mismo día,
así también en la Comunión será muy bueno sacar propósito de venceros y
mortificaros en algo aquel mismo día, y ofrecer esa mortificación al Señor
en hacimiento de gracias.
Haced cuenta que eso es lo que os está pidiendo el Señor por la
merced y beneficios que habéis recibido; que no quiere Dios de nosotros
otra cosa, ni otra recompensa, sino que nos mejoremos en la vida, y nos
vayamos enmendando en aquello que sabemos que desagrada a su Divina
Majestad; y así ése es el mejor hacimiento de gracias que podemos ofrecer
después de la Comunión, y el servicio más agradable que le podemos
ofrecer. De tres maneras decíamos arriba, que puede ser el hacimiento de
gracia: la primera, reconociendo los beneficios interiormente con el
corazón; la segunda, alabando y dando gracias con palabras al bienhechor;
la tercera, con obras; y éste es el mejor hacimiento de gracias. Pues eso es
lo que ahora decimos: no se nos vaya todo en consideraciones, que, aunque
buenas, mejores son las obras, y para eso han de ser las consideraciones,
para que vengamos a las obras.
De la misma manera digo de la preparación para comulgar; aunque es
muy buena aquella particular preparación que se acostumbra a hacer antes
de la sagrada Comunión con algunas consideraciones, y ninguno la debe
dejar, porque la reverencia de tal alto Sacramento pide que cada uno haga
también en eso lo más que pudiere; pero la mejor y más principal
disposición ha de ser la buena y santa vida, y el cada día mejorando y
perfeccionando en las cosas que hacemos, para llegar así con mayor
limpieza y caridad a este divino Sacramento, conforme a aquello de los
gloriosos Padres y Doctores de la Iglesia Ambrosio y Agustino: «Vivid de
tal manera, que merezcáis recibir cada día este santísimo Sacramento» Y
así, el B. Padre Maestro Ávila, en una carta que este escribe a un devoto,
le dice: «La preparación para la sagrada Comunión ha de ser el buen orden
que tenga en toda su vida y en toda la semana.» Y trae para esto el ejemplo
de un siervo de Dios que decía que él nunca hacia particular preparación
para comulgar, porque cada día, dice, hago todo lo que puedo. Esa es muy
buena preparación, harto mejor que recogerse uno solamente un cuarto de
hora antes y otro después, y quedarse tan tibio y tan inmortificado e
imperfecto como antes.
De manera, que ésta es la principal disposición y éste es el principal
hacimiento de gracias, y éste ha de ser también el principal fruto que
hemos de sacar de la sagrada Comunión; y así como decimos de la oración
que la disposición principal para ella ha de ser la mortificación de nuestras
pasiones, el recogimiento de los sentidos y la guarda del corazón, y
decimos que ese ha de ser también el fruto que hemos de sacar de ella, y
que lo uno ha de ayudar a lo otro, así también aquí la buena y santa vida, el
hacer uno todas las cosas lo mejor que puede para agradar a Dios, ha de ser
la principal disposición para recibir la sagrada Comunión; y eso mismo ha
de ser el principal fruto que ha de sacar de ella; y lo uno ha de ayudar a lo
otro, y una Comunión ha de ser disposición para otra. Y así como decimos
que el tener buena oración y el ir aprovechando en ella no está en tener
consuelos y sentimientos, ni en tener muchas consideraciones ni grandes
contemplaciones, sino en que salga uno de allí muy humilde, paciente,
indiferente y mortificado; así también la buena Comunión y el fruto de ella
no está ni se ha de medir por las muchas consideraciones que uno tiene,
por muy buenas y santas que sean, ni por los gustos y consolaciones, sino
por la mortificación de las pasiones, y por la mayor resignación y
conformidad con la voluntad de Dios que de allí saca.
De aquí se sigue una cosa de grandísimo consuelo, y es que siempre
está en nuestra mano comulgar bien y sacar mucho fruto de la Comunión, porque el ofrecernos y resignarnos en las manos de Dios, el mortificarnos
y enmendarnos en aquello que sabemos desagrada a su Divina Majestad,
siempre está en nuestra mano con la gracia del Señor. Pues haced vos eso,
y sacaréis mucho fruto de la Comunión; idos cada día venciendo y
mortificando y enmendando en alguna cosa: caiga el ídolo de Dagón en
presencia del Arca del Testamento (1 Sam., 5, 3); ese ídolo de la honra, ese
ídolo del regalo y de buscar vuestras comodidades, ese ídolo de la propia
voluntad, quede todo por tierra en reverencia de este Señor. ¡Oh! Si
comulgásemos de esta manera, mortificándonos y enmendándonos cada
vez en alguna cosa, por pequeña que fuese, ¡cómo medraría nuestra alma!
San Jerónimo declara a este propósito aquello que dice el Sabio
(Prov., 31, 27) de la mujer fuerte: Consideró los rincones y escondrijos de
su casa, que es el examen y preparación que se requiere para llegar a esta
mesa divina, y no comió ociosa su pan, no comió el pan de balde. Dice San
Jerónimo: «Cuando uno saca fruto de la sagrada Comunión de la manera
que hemos dicho, no come el Pan de balde, pues le aprovecha bien lo que
come. Pero, ¡ay de aquel que ha comido este Pan de balde muchos años,
sin haberse vencido, ni mortificado en una pasión, ni en un siniestro malo!
¡Grave enfermedad debe de tener, pues no le aprovecha nada lo que
come!» Pues entre cada uno dentro de sí, y considere los rincones de su
alma, mire la pasión o siniestro e inclinación que más daño y estorbo le
hace, y procure irla quitando y mortificando, hasta que pueda decir con el
Apóstol (Galat., 2, 20): Vivo yo, ya no yo, sino Cristo es el que vive en Mí.
Dice San Jerónimo sobre estas palabras: «Vivo yo, ya no yo; ya no vive
aquel que vivía antiguamente en la ley, aquel que perseguía la Iglesia, sino
vive en él la sabiduría y fortaleza, la paz, el gozo y las demás virtudes, las
cuales el que no las tiene no puede decir vive en mi Cristo».
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS
Padre Alonso Rodríguez