CAPÍTULO 15
De qué manera se ha de oír la Misa.
Lo que hemos dicho parece que nos obliga a tratar cómo se debe oír
Misa, y lo que hemos de hacer en ella. Y así diremos acerca de esto tres
cosas, que serán tres devociones que podemos tener en la Misa, y cada una
de ellas es muy principal, y todas tres se pueden tener juntamente. Y no
serán de nuestra cabeza, sino de nuestra madre la Iglesia, para que se
tengan y estimen en lo que es razón, Cuanto a lo primero, hemos de
presuponer que la Misa es una memoria y representación de la Pasión y
muerte de Cristo, como queda dicho. Quiso el Redentor del mundo que
este santo sacrificio fuese memoria de su Pasión y del amor que nos tuvo,
porque entendió que acordándonos de lo que por nosotros padeció, nos sería esta continua memoria un despertador grande para amarle y servirle,
y que no seríamos como el otro pueblo, que se olvidó del Señor que le
salvó y le sacó de Egipto (Sal., 105, 21). Y así, una de las buenas
devociones que podemos tener en la Misa, conforme a esto, es ir
considerando los misterios de la Pasión que en ella se nos representan,
sacando de allí actos de amor y propósitos de servir mucho al Señor.
Para eso ayudará mucho saber las significaciones de lo que se hace y
dice en la Misa, para que así vayamos entendiendo y gustando más de los
misterios tan grandes que allí se nos representan: porque no hay palabra, ni
signo, ni ceremonia que no tenga grandes significaciones y misterios; y
todas las vestiduras y ornamentos con que se viste el sacerdote para decir
Misa, nos representan también eso mismo. El amito dicen los Santos que
representa el velo con que cubrieron el rostro a Cristo nuestro Redentor,
cuando le decían, hiriéndole en el rostro: «Profetiza quién te dio.» El alba,
la vestidura blanca con que Herodes, haciendo burla y escarnio de Él con
su ejército, le envió vestido a Pilato. El cíngulo representa, o las primeras
ataduras y sogas con que fue atado, cuando le prendieron, o los azotes con
que fue azotado por mandado de Pilato. El manipulo significa las segundas
ataduras con que ataron a Cristo las manos a la columna, cuando le
azotaron. Se pone en el brazo izquierdo, que está más cercano al corazón,
para denotar el amor grande con que recibió aquellos crueles azotes por
nuestros pecados, y el amor con que es razón que nosotros
correspondamos a tan grande amor y beneficio. La estola representa las
terceras ataduras, que fue aquella soga que le echaron al cuello cuando
llevaba la cruz a cuestas para ser crucificado. La casulla representa la
vestidura de grana que le vistieron para burla y escarnio de Él; o, según
otros, representa aquella túnica inconsútil que le desnudaron para
crucificarle.
El entrar el sacerdote en la sacristía a vestirse de estas vestiduras
sacerdotales, representa la entrada de Cristo en este mundo, en el sagrario
sacratísimo del vientre virginal de la Virgen María, Madre suya, donde se
vistió las vestiduras de nuestra humanidad para ir a celebrar este sacrificio
en la cruz. Y al salir el sacerdote de la sacristía canta el coro el introito de
la Misa, el cual significa los grandes deseos y suspiros con que aquellos
Santos Padres esperaban la Encarnación del Hijo de Dios (Isai., 16, 1; 64,
1): [Envía, Señor, el Cordero enseñoreador de la tierra. ¡Oh si rasgaras
los Cielos y descendieras!] Y se torna a repetir otra vez el introito, para
significar la frecuencia de estos clamores y deseos, que tenían aquellos
Santos Padres de ver a Cristo en el mundo, vestido de nuestra carne. El decir el sacerdote la confesión, como hombre pecador, significa que Cristo
tomó sobre sí todos nuestros pecados para pagar por ellos, y quiso parecer
pecador y ser tenido por tal, como dice el Profeta Isaías (53, 4 y 11), para
que nosotros fuésemos justos y santos. Los kyries, que quiere decir
«Señor, misericordia», significan la gran miseria en que estábamos todos
antes de la venida de Cristo. Sería cosa muy larga de discurrir por todos
los misterios en particular. Basta entender que no hay cosa en la Misa que
no esté llena de misterios; y todos aquellos signos y cruces que hace el
sacerdote sobre la hostia y el cáliz, es para representarnos y traernos a la
memoria los muchos y varios tormentos y dolores que Cristo padeció por
nosotros en la cruz; y el levantar en alto la hostia y el cáliz en acabando de
consagrar (fuera de que se hace para que el pueblo lo adore), nos
representa cuando levantaron la cruz en alto para que todos le viesen
crucificado.
Cada uno puede entretenerse en la consideración de un misterio o
dos, que más devoción le diere, sacando de ellos fruto para sí, y
procurando corresponder a tan grande amor y beneficio y eso será más
provechoso que el pasar de corrida muchos misterios por la memoria. Esta
es la primera devoción que podemos tener en la Misa.
La segunda devoción y modo de oír la Misa, es muy principal y muy
propia de ella, y le apuntamos en el capítulo pasado. Para cuya inteligencia
es menester presuponer dos cosas que allí declaramos, La primera, que la
Misa no solamente es memoria y representación de la Pasión de Cristo, y
de aquel sacrificio en que Él se ofreció en la cruz al Padre Eterno por
nuestros pecados; sino es el mismo sacrificio que entonces se ofreció, y del
mismo valor y eficacia. La segunda, que aunque sólo el sacerdote habla y
con sus manos ofrece este sacrificio, pero todos los circunstantes le
ofrecen también juntamente con él. Supuesto esto, digo que el mejor modo
de oír la Misa es ir juntamente con el sacerdote ofreciendo este sacrificio,
y haciendo en cuanto pudiéremos lo que él hace, haciendo cuenta que nos
juntamos todos allí, no sólo a oír la Misa sino a ofrecer este sacrificio
juntamente con el sacerdote, pues en realidad de verdad es así; y por eso
esta ordenado que los sacerdotes digan con voz clara y moderadamente
alta las cosas de la Misa que conviene que el pueblo oiga, para que vayan
gustando y preparándose juntamente con el sacerdote para ofrecer este
sacrificio con la preparación que la Iglesia con tan grande consejo y
acuerdo ha ordenado para eso, porque todo lo que allí se dice y hace es un
preparar y disponer, así al sacerdote como a los que asisten, para que con
más devoción y reverencia ofrezcan este altísimo sacrificio.
Para que mejor podamos poner esto en ejecución, se ha de notar que
tres partes principales tiene la Misa: la primera es desde la confesión hasta
el ofertorio, que toda ella es un preparar al pueblo para que dignamente
pueda ofrecer este sacrificio, el principio con la confesión y aquellos
versos de salmos, aun antes de llegar al altar. Luego los kyries, que fuera
de significar, como dijimos, la grande miseria en que estábamos antes de la
venida de Cristo, nos dan también a entender que el que ha de tratar
negocios con Dios no los ha de tratar por justicia, sino por misericordia.
Luego se sigue el Gloria in excelsis Deo, dando gloria a Dios por la
Encarnación, y reconociendo el bien grande de este beneficio. Luego se
sigue la oración. Y se debe notar que dice el sacerdote oremus y no oro,
porque todos oran con él, y él en persona de todos. Y para que esto se haga
con más espíritu, precede el pedir para ello la asistencia del Espiritu Santo,
volviéndose el sacerdote al pueblo con el Dominus vobiscum, y
respondiendo el pueblo Et cum spiritu tuo. La epístola significa la doctrina
del Viejo Testamento y la de San Juan Bautista, que precedió como
preparación y catecismo para la doctrina del Evangelio. El gradual, que se
dice después de la epístola, significa la penitencia que hacía el pueblo con
la predicación de San Juan Bautista. Y el Aleluya que sigue después del
gradual, significa la alegría que tiene el alma después de haber alcanzado
el perdón de los pecados por medio de la penitencia. El Evangelio significa
la doctrina que Cristo predicó en el mundo. Y hace el sacerdote la señal de
la cruz sobre el libro que ha de leer, porque nos ha de predicar a Cristo
crucificado; y después hace la señal de la cruz en la frente, boca y pecho, y
el pueblo también, en lo cual profesamos que tenemos a Cristo crucificado
en nuestro Corazón, y que le confesaremos con nuestras lenguas y con
nuestros rostros descubiertos, y que viviremos y moriremos en esta
confesión. Se encienden nuevas lumbres para decir el Evangelio, porque
esta doctrina es la que alumbra nuestras almas y la luz que trajo el Hijo de
Dios al mundo (Lc., 2, 32). Oyese el Evangelio en pie, para darnos a
entender la prontitud que hemos de tener para obedecerle y para defenderle
cuando fuere menester. Oyese descubierta la cabeza para dar a entender la
reverencia que hemos de tener a la palabra de Dios. Luego se sigue el
Credo, que es el fruto que se saca de la doctrina del Evangelio, porque en
él confesamos los artículos y principales misterios de nuestra fe. Esta es la
primera parte de la Misa, la cual llaman Misa de los catecúmenos, porque
hasta aquí se permitía estar en la Misa a los catecúmenos que no estaban
bautizados, y a los infieles, así judíos como gentiles, para que oyesen la
palabra de Dios y fuesen instruidos en ella. La segunda parte de la Misa es desde el ofertorio hasta el Pater
noster, que llaman Misa del sacrificio, a la cual solos los cristianos pueden
estar. Y así solía el diácono desde el púlpito mandar ir a los catecúmenos;
y entonces se decía antiguamente el Ite, Missa est: Idos, porque la Misa,
esto es, el sacrificio, se comienza ya al cual no es lícito a vosotros asistir.
Esta es la principal parte de la Misa, donde se hace la consagración y se
ofrece lo consagrado. Y así, el sacerdote comienza a tener silencio y a
decir las oraciones en secreto, que no sean oídas de los circunstantes, como
quien se acerca ya al sacrificio; como cuando se acercaba la Pasión, dice el
sagrado Evangelio (Jn., 11, 54), que Cristo nuestro Redentor se retiró junto
al desierto a la ciudad de Efrén, y que ya no andaba en público. Pues
acercándose ya el sacerdote a ofrecer el sacrificio, se lava las manos para
damos a entender la limpieza y puridad con que nos hemos de llegar a este
sacrificio.
Y se vuelve al pueblo diciendo que hagan oración juntamente con él,
para que aquel sacrificio sea acepto y agradable a la Majestad de Dios. Y
después de haber orado un poco secretamente, torna a interrumpir el
silencio con el Prefacio, que es un apercibimiento más particular con que
el sacerdote se dispone a sí y al pueblo para este santo sacrificio,
exhortándoles a que levanten los corazones al Cielo y a que den gracias al
Señor por haber bajado del Cielo a tomar nuestra carne y morir por
nosotros (Mt 21, 9): [Bendito el que viene en el nombre del Señor,
sálvanos en las alturas], que son aquellos loores con que le recibieron en
Jerusalén el Domingo de Ramos. [Santo, Santo, Santo, el Señor Dios de
los ejércitos], que son aquellas voces con que le están perpetuamente
alabando los cortesanos del Cielo, como dice Isaías (6, 3) y San Juan en su
Apocalipsis (4, 8). Luego comienza el Canon de la Misa, donde primero
ruega el sacerdote al Padre Eterno que por los méritos de Jesucristo su
único Hijo y Señor nuestro acepte este sacrificio por la Iglesia, por el Papa,
por el prelado, por el rey. Y luego en secreto ruega a Dios por otras
personas particulares, ofreciendo también el sacrificio por ellas, haciendo
el primer memento que llamamos de los vivos. Y particularmente ofrece
este sacrificio por los que están presentes. Y así es cosa muy provechosa
asistir a la Misa, porque los que asisten a ella participan más de los dones
de Dios, como los que asisten a la mesa del rey, y como los que le salen
a recibir cuando entra en la ciudad; y como los que estuvieron al pie de la
cruz, San Juan y nuestra Señora, la Magdalena y el buen ladrón. Ruperto
abad dice que hallarse presente a la Misa es hallarse presente a las
exequias de Cristo nuestro Redentor. Luego se sigue la consagración, en que, como dijimos en el capítulo pasado, consiste y se ofrece el sacrificio
de la Misa por todos aquellos de quien en el memento se ha hecho
mención.
Pues digo que la mejor devoción que uno puede tener en la Misa es ir
atendiendo a lo que el sacerdote dice y hace, e ir juntamente con él
ofreciendo este sacrificio. Y haciendo, en cuanto puede, lo que él hace
como bien es parte en tan grande negocio como allí se trata y celebra. Y
cuando el sacerdote hace el memento de los vivos, es bueno hacer cada
uno su memento rogando a Dios por los vivos; y después el de los difuntos
también con el sacerdote.
Nuestro Padre San Francisco de Borja hacía el memento de esta
manera: presupuesta la consideración dicha, que este sacrificio representa
y es el mismo que se ofreció en la cruz por nosotros, iba haciendo su
memento por las cinco llagas de Cristo. En la llaga de la mano derecha
encomendaba a Dios, el Papa y los cardenales, y todos los obispos y
prelados, clérigos y curas, y todo el estado eclesiástico. En la llaga de la
mano izquierda encomendaba a Dios el rey y todas las justicias y cabezas
del brazo seglar. En la llaga del pie derecho, todas las religiones, y en
particular la Compañía. En la llaga del pie izquierdo, todos sus deudos,
parientes, amigos, bienhechores, y todos los que se habían encomendado
en sus oraciones. La llaga del costado reservaba para sí, y allí se entraba y
acogía él, [en las hendiduras de la piedra, en las grietas de la cerca]
(Cant., 2, 14), pidiendo a Dios perdón de sus pecados y remedio de sus
necesidades y miserias. Y así ofrecía este sacrificio por todas estas cosas, y
por cada una de ellas, como si por sola ella le ofreciera; ofreciéndole
siempre en particular por aquella persona o personas por quien decía la
Misa por obligación o devoción, con voluntad de que se le aplicase de
aquel santo sacrificio toda la parte que se le debía, sin que fuese
defraudado en nada por los demás a quien lo aplicaba.
De la misma manera hacía el memento de los difuntos; ofreciendo
aquel sacrificio, lo primero, por la persona o personas por quien
particularmente decía la Misa; lo segundo, por las ánimas de sus padres Y
parientes; lo tercero, por los difuntos de su Religión; lo cuarto, por sus
amigos, bienhechores, encomendados, y por todos aquellos a quien tenía
alguna obligación; lo quinto, por las ánimas que están más desamparadas,
que no tienen quien haga bien por ellas, y por las que están en más graves
penas y en mayor necesidad, y por las que están más cerca de salir del
purgatorio, y por las que sería mayor caridad y servicio de Dios ofrecerle. Así hemos de hacer nosotros, de esta u otra manera, como cada uno mejor
se hallare.
Y particularmente hemos de ofrecer este sacrificio por tres cosas, que
entre otras muchas nos tienen muy obligados y cercados por todas partes:
la primera, en hacimiento de gracias por los beneficios grandes que hemos
recibido de la mano de Dios, así generales como particulares; la segunda,
en satisfacción y recompensa de nuestros pecados; la tercera, para pedir
remedio de nuestras necesidades y flaquezas, y alcanzar nuevas mercedes
del Señor. Y es muy bueno ofrecer cada uno a Dios este sacrificio por
estas tres cosas, no sólo por sí mismo, sino también por los prójimos,
ofreciéndole, no sólo por los beneficios que él ha recibido, sino también
por las mercedes tan grandes que ha hecho y que cada día hace a todos los
hombres. Y no sólo en satisfacción y recompensa de sus pecados, sino de
todos los pecados del mundo, pues basta y sobra para satisfacer y aplacar
por todos ellos al Padre Eterno. Y no sólo para pedir remedio de las
miserias y necesidades propias y particulares, sino de todas las de la
Iglesia. Y en esto se conforma uno más con el sacerdote que lo hace así;
fuera de que la caridad y celo de las almas pide que no sólo tenga uno
cuenta con su caso particular, sino con el bien común de la Iglesia. Y
generalmente es bueno ofrecer este sacrificio por todo aquello que Cristo
le ofreció estando en la cruz, y por lo que él quiso que se ofreciese cuando
le instituyó. Y será bueno ofrecernos también a nosotros mismos,
juntamente con Cristo, en sacrificio al Padre Eterno cada día en la Misa
por estas mismas cosas, sin quedar nada en nosotros que no se lo
ofrezcamos. Porque aunque es verdad que son de muy poco valor nuestras
obras de suyo, pero teñidas en la sangre de Cristo y en unión de sus
méritos y Pasión, serán de mucho valor y agradarán mucho a Dios.
San Crisóstomo dice que la hora en que se ofrece este divino
sacrificio es el tiempo más oportuno que hay para negociar con Dios, y que
los ángeles tienen ésta por suavísima coyuntura para pedirle mercedes en
favor del género humano, y que claman allí con grande ahínco por
nosotros a Dios, por ser el tiempo tan acomodado. Y así dice que están allí
escuadrones celestiales de ángeles, de querubines y serafines, arrodillados
con grande reverencia ante la Majestad de Dios; y que luego en
ofreciéndose este sacrificio, van volando estos correos celestiales para que
las cárceles del purgatorio se abran, y se ejecute lo que allí se ha
despachado. Y así es razón que nosotros sepamos estimar esta coyuntura, y
aprovecharnos de tan buena ocasión, y que vayamos a la Misa a ofrecer
este divino sacrificio con grande confianza, que por medio de él aplacaremos la ira del Padre Eterno, y pagaremos las deudas de nuestras
pecados, y alcanzaremos los dones y mercedes que le pidiéremos.
La tercera devoción pertenece particularmente a la tercera parte de la
Misa, que es desde el Pater noster hasta el fin, donde el sacerdote
consume; y las oraciones que se dicen después de la Comunión todas son
un hacimiento de gracias por el beneficio recibido. Pues lo que han de
hacer entonces los que oyen la Misa, es ir también en esto con el sacerdote
en cuanto pudieren. No podemos comulgar en cada Misa
sacramentalmente, pero espiritualmente sí. Pues ésta sea la tercera
devoción de la Misa, que es muy buena y muy provechosa, que cuando
comulga el sacerdote Sacramentalmente, comulguen también
espiritualmente los que se hallan presentes. Comulgar espiritualmente es
tener un deseo muy grande de recibir este santísimo Sacramento, conforme
a aquellas palabras de Job (31, 31): [¿Quién nos diera que pudiésemos
hartarnos de su carne?] Así como al goloso se le van los ojos tras la
golosina, así al siervo de Dios se le han de ir los ojos y el corazón tras este
divino manjar, y cuando el sacerdote abre la boca para consumir ha de
abrir él la boca de su ánima con un deseo grande de recibir aquel divino
manjar y estarse saboreando en aquello. De esta manera Dios satisfará el
deseo del corazón con aumento de gracia y de caridad, conforme a aquello
que Él promete por el Profeta (Sal., 80, 11): [Abre tu boca y te la llenaré].
Pero nota aquí el Concilio Tridentino que para que el deseo de recibir este
santísimo Sacramento sea comunión espiritual, es menester que nazca de
fe viva, informada de la caridad. Quiere decir, que es menester que el que
tiene este deseo esté en caridad y gracia de Dios, porque entonces consigue
ese fruto espiritual, uniéndose más con Cristo; pero en el que estuviese en
pecado mortal, este deseo no sería comunión espiritual; antes, si desease
comulgar estando en pecado, pecaría mortalmente; y si lo desease,
saliendo primero de él, aunque sería buen deseo, no sería comunión
espiritual; porque como no está en gracia, no puede recibir el fruto de ella.
De manera que es menester estar en gracia de Dios, y tener entonces este
deseo es comulgar espiritualmente, porque por ese deseo de recibir este
santísimo Sacramento participa de los bienes y gracias espirituales que
suelen participar los que le reciben sacramentalmente.
Y aun puede ser que el que comulga espiritualmente reciba mayor
gracia que de que comulga sacramentalmente, aunque comulgue en estado
de gracia: porque aunque es verdad que la Comunión sacramental de suyo es de mayor provecho y de mayor gracia que la espiritual, porque, al fin, es
Sacramento y tiene privilegio de dar gracia ex opere operato, lo cual no
tiene la comunión espiritual; pero con tanta devoción, reverencia y
humildad puede uno desear recibir este santísimo Sacramento, que reciba
con eso mayor gracia que el que le recibe sacramentalmente, no con tanta
disposición.
Y más: hay otra cosa en esta comunión espiritual, que como es
secreta y no la ven los demás, no hay ningún peligro de vanagloria de los
circunstantes, como la hay en la Comunión sacramental, que es pública. Y
más: tiene otro privilegio particular que no tiene la sacramental, y es que
se puede hacer más veces. Porque la sacramental se hace una vez en la
semana, o cuando mucho, una vez cada día; pero la espiritual puede
hacerse, no solamente cada día, sino muchas veces al día. Y así tienen
muchos esta loable devoción de comulgar espiritualmente, no sólo cuando
oyen Misa, sino cada vez que visitan el santísimo Sacramento, y otras
veces.
Y es bueno el modo de comulgar espiritualmente que usan algunos
siervos de Dios; el cual pondremos aquí para que se pueda aprovechar de
él el que quisiere. Cuando oís Misa o cuando visitáis el santísimo
Sacramento, o cada y cuando que quisiereis comulgar espiritualmente,
despertad vuestro corazón con afectos y deseos de recibir este santísimo
Sacramento, y decid: ¡Oh Señor, quién tuviera la limpieza y puridad que es
menester para recibir dignamente tan gran Huésped! ¡Oh, quién fuera
digno de recibiros cada día y teneros siempre en sus entrañas! ¡Oh Señor,
qué rico estuviera yo si os mereciera recibir y traer a mi casa! ¡Qué
dichosa fuera mi suerte! Pero no es necesario Señor, venir Vos a mí
sacramentalmente para enriquecerme; queredlo, Dios mío que eso bastará;
mandadlo Vos, Señor, y quedaré justificado. Y en testimonio de esto decid
aquellas palabras que usa la Iglesia (Mt, 8, 8): Señor mío Jesucristo, yo no
soy digno que Vos entréis en mi morada; mas decidlo Vos, que con
vuestra sola palabra mi ánima será sana y salva. Si mirar la serpiente de
metal bastaba para sanar los heridos (Num., 21, 9), también bastará el
miraros a Vos con fe viva y con ardiente deseo de recibiros. Y será bueno
añadir la antífona: O Sacrum convivium, etc., y el verso: Panen de Caelo,
etc. con la oración del santísimo Sacramento.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS
Padre Alonso Rodríguez