Hay una carta sobre mi mesa que merece una respuesta útil para todos. El lector escribe: “Si lo que escribes en diferentes páginas y en los libros es verdad, estoy descubriendo un Catolicismo maravillosamente hermoso y grande. Por tanto, no es verdad que la Iglesia es oscurantista, porque es tanta la luz que desciende de su mensaje que, en la historia, parece que ha aparecido el sol.”.
¿Pero quién es oscurantista?
En el siglo XVIII, los iluministas – aquellos que pensaban que con “las luces” de la razón humana se podían resolver todos los problemas – comenzaron a acusar a la Iglesia católica de ser oscurantista, esto es, de querer esconder al hombre los verdaderos problemas y de mantenerle en la ignorancia, por tanto, de esclavizarle con la obediencia a cosas absurdas inaceptables por la razón. Los siglos más cristianos, como los del Medioevo, habrían sido solamente siglos sombríos, oscuros, mientras que “la luz” habría comenzado a resplandecer solamente con el “Renacimiento” y solamente con la revolución francesa nos habríamos abierto a la edad contemporánea con todos sus progresos.
Por tanto, el Catolicismo sería oscurantista, sería la sombra. La sola razón sería la luz y el progreso que se impone.
Pero nosotros creyentes no doblamos la espalda y no estamos de acuerdo. Antes bien, hacemos una pregunta y, si queréis, como se dice hoy, un desafío: ¿Quién es oscurantista? ¿El Catolicismo o el iluminismo? ¿El creyente, enamorado de Cristo, o quien le rechaza a El y a Su Iglesia?
El es el Maestro de la humanidad, un Maestro capaz de sorprender resolviendo con Su luz todo problema de la vida y de la sociedad. Lo había prometido: “El que Me sigue, no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Jn 8, 12).
¿Cuáles son las obras de Jesús?
Basta investigar un poco, aunque sólo sea la superficie de la historia, para descubrir lo que Jesús ha obrado por medio de Su Iglesia.
Roma y su imperio se encontraban en una horrible corrupción, no obstante su poder y organización. La esclavitud y la opresión de los más débiles y el vicio más flagrante involucraban a hombres, mujeres y niños. El Satyricon de Petronio es el espejo de esta corrupción de la sociedad del siglo primero, el siglo de Augusto y de Nerón. Y, sin embargo, a esta Roma y a su imperio llegan los apóstoles de Jesús, armados sólo de Verdad y de amor. Aquel mundo tan diferente del Evangelio se convierte: se derrumba la esclavitud, se forman hombres, mujeres y jóvenes tan nuevos interiormente, que admiran a los contemporáneos y son los modelos para todos los siglos y para todos los lugares: los mártires y los vírgenes cristianos.
Italia, Europa es arrollada por los “bárbaros”. Son pueblos provenientes del Este, llenos de vitalidad, que aplastan a los generales y a las legiones de Roma, debilitados en sus vicios. La sociedad es atacada, quemada por la violencia… Los Pontífices y los Obispos de estos siglos anuncian a los “bárbaros” de marcha arrolladora el Evangelio. Jesús los conquista, los transforma, los hace hijos de Dios y los hermana entre ellos y con la sociedad romana, en parte cristiana ya. Nace de ello una civilización que está a la base de Europa.
El milagro de la conversión a Cristo y, por tanto, de una nueva civilización a Su imagen, toma forma, se repite en toda tierra de Europa y más allá de Europa, allí donde llegan los misioneros: de Alemania a Inglaterra y a Islandia, de Asia a las Américas.
Durante siglos, Jesús es luz, sal, fermento, buena semilla que crece, se arraiga, se esparce, transforma. Y he aquí brotar aquel tiempo en el que Iglesia, familia, sociedad, poder, trabajo, alegrías y penas, la escuela y la plaza, aun entre los pecados y las miserias humanas, se convierten en “una sola cosa en Cristo”. Nacen las estupendas catedrales y, a su sombra (¡a su luz!) las universidades. A la luz de Cristo se escribieron la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino y la Divina Comedia de Dante; trabajan el pincel de Cimabue y de Giotto, florecen el arte, el trabajo, la vida social y política, el comercio y la cultura en una admirable síntesis del hombre hecho “uno en Cristo”.
¿Y todo esto sería oscurantismo? ¿Todo esto sería sombra, superstición, cosas que olvidar o de las que avergonzarse? No existiría Europa con sus grandezas, la Europa convertida en maestra en el mundo, si no estuviera Jesucristo en sus orígenes. ¿Y esto es oscurantismo?
Cuando los hombres de los siglos XV-XVI se olvidaron de Dios o comenzaron a ponerse sólo a sí mismos en el centro, volvió el paganismo con sus vicios, sus orgías, su corrupción, que había podrido Europa. Precisamente así, cuando el hombre, en vez de contemplar el Cielo con su Dios, se mira a sí mismo, comienza en seguida a revolcarse en el fango, como cierto animal… ¿Quién puede acaso negarlo?
Y he aquí la maravilla. La Iglesia, asolada por Lutero, por Calvino y por Enrique VIII, aun con sus hombres tentados por las miserias de este mundo, pero asistida siempre por Jesucristo y santa como El, rencuentra una vitalidad nueva, vibrante. Florecen los Santos, un número interminable de Santos: Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz, Teresa de Avila, Felipe Neri, Luis Gonzaga, Pío V, Carlos Borromeo, José de Calasanz, Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Juan de La Salle y la lista podría continuar sin fin. Santos que restauran el tejido de la sociedad herida con la fuerza de la Verdad y del amor. Otra maravilla de Cristo.
¿Y sería oscurantismo esto?
“El hombre se realiza sólo en Cristo”
“Aplastad al infame”, proclamó Voltaire en mitad del siglo XVIII. “El infame” que aplastar era la Iglesia católica. Apareció Marx y dijo que “la religión es el opio de los pueblos” y propuso la unidad del proletariado contra Estados, patrones e Iglesia. Vino Nietszche y dijo que “Dios ha muerto” y que el hombre – quien lo puede por la voluntad de poder – debe ser un superhombre. Ya Kant en el siglo XVIII había intentado fundar una moral para el hombre sin Dios, en la que el hombre es la ley para el hombre.
En una palabra: el hombre protagonista único de la sociedad, el hombre que construye él solo, porque “O Dios no existe o no cabe”. Es la cultura laica que domina nuestro tiempo, pero no se sostiene, no se sostiene.
Inmediatamente, al haber ellos abierto la boca, aparecen llamaradas de fuego y de muerte. ¿Illuminati o “luciferinos”?
Y es el hombre el que muere – porque su Cristo es negado – en la revolución francesa (pensad en el “Terror” y en el genocidio de la católica Vendée) y en la legislación del siglo XIX. Es el hombre el que muere en las guerras mundiales del siglo XX, en la Rusia comunista y en sus Países “satélites”, en la China de Mao, en los campos de exterminio de Stalin y de Hitler. Es el hombre el que muere en Hiroshima y en Nagasaki y es también el hombre el que muere en las pobres míseras visiones de la vida de nuestro tiempo “sin amor y sin Cristo”, como reconoció incluso el “laico” Salvatore Quasimodo.
Es el hombre el que muere, en el bienestar saciado, desesperado y suicida de estos nuestros años terribles. Es el hombre el que muere de droga, de sexo, de SIDA. Es el hombre el que muere en la “euforia” de las discotecas y en los estragos del sábado noche, de las familias disgregadas por el capricho, del “amor libre”, del divorcio, en millones de niños abortados, asesinados antes de ver la luz. Es el hombre el que muere en la nausea y en el aburrimiento que conduce a gestos temerarios, hechos “para hacer algo” como juego, para experimentar emociones diferentes.
Pero, desgraciadamente – y esto es lo más grave –, es Dios el que muere y, por consiguiente, es el hombre el que muere en una “teología sin Dios”, que es incluso enseñada desde lo alto, por quienes, sacerdotes, teólogos y mitrados, deberían ser solamente faro de luz, de la luz de Jesucristo, en el mundo entenebrecido. Es el mundo sin Cristo, convertido, por tanto, en enemigo del hombre, penetrado incluso entre hombres de Iglesia.
Entonces, señores, ¿quién es oscurantista?
Quien niega a Dios y rechaza a Jesucristo y a Su Iglesia ¿de qué puede gloriarse? ¿Quizá de ser más feliz y más grande? ¿Quizá del desastre de hoy? ¡No bromeemos! A ellos les corresponde pedir perdón: “¡Señor, ten piedad!” y volver a la Verdad de siempre, que dos mil años de sagrada Tradición católica han transmitido, a pesar de todo, hasta nosotros.
La tarea es enorme. Pero en el 2000 ha quedado sólo Jesucristo para garantizar el valor de la razón humana, la dignidad de la persona, la sacralidad de la vida, para indicar el camino de la verdadera civilización, para anunciar el destino eterno del hombre. Quien está puesto como autoridad, pero no habla según Su Autoridad, puede temblar y vacilar, pero Jesucristo no tiembla y no vacila: El es el Invencible, el Eterno.
Es necesario volver a comenzar con orgullo y valentía a partir de El, porque el hombre se realiza, se salva, solamente en Cristo, como escribió Ernest Hello: “Necesitamos el Cristianismo como es: ¡ardiente! Jesús es pasión, ardor, fuego y conquista. Convertirse significa dirigirse a Jesús, que es el fuego devorador y el ímpetu de la alegría”.
Candidus
SÍ SÍ NO NO
(Traducido por Marianus el eremita)
Fuente: Adelante la Fe