miércoles, 4 de marzo de 2020

EL GENOCIDIO CATOLICO DE LA REPUBLICA Y EL FRENTE POPULAR (1931-1939)

(Extraído del libro EL HIMALAYA DE MENTIRAS DE LA MEMORIA HISTÓRICA, de LAUREANO BENÍTEZ GRANDE-CABALLERO)



La puerta del infierno

La primera explosión anticatólica se produjo a los pocos días del nacimiento de la Segunda República, cuando los días 11, 12 y 13 mayo se produjeron en Madrid y otras zonas del sur y del Levante actos vandálicos de quema de conventos e iglesias ―ardieron más de 100, junto con bibliotecas, iglesias, colegios religiosos, residencias, asilos, centros de beneficencia,etc.―, que ocasionaron robos, sacrilegios y víctimas entre el estamento religioso ―fallecieron 33 religiosos y empleados de centros católicos―, mientras los gobernantes miraban para otro lado, temerosos de emplear la fuerza contra el pueblo, hasta el punto de que una parte importante de ellos justificaron aquel horror argumentando que era una respuesta a una imaginaria conspiración católico-monárquica que ponía en peligro la seguridad del nuevo Estado. Según señala Gabriel Jackson, «la mayoría de los ministros no quería que el nuevo régimen comenzara su existencia disparando contra españoles, convencidos de que las masas odiarían a un Gobierno que recurriera a la Guardia Civil ante las primeras señales de un motín».

Esta inhibición también mostraba una simpatía por el vandalismo anticatólico de los milicianos descontrolados. Cuando el católico Miguel Maura ―Ministro de la Gobernación― pidió la declaración del Estado de Guerra para que interviniera la Guardia Civil, Azaña le dijo que «todos los conventos de España no valen la vida de un solo republicano».

Los socialistas hablaban de «destruir a la Iglesia y borrar de todas las conciencias su infamante influjo». Con la quema de conventos «el pueblo ya ha demostrado que con las carroñas eclesiásticas sabe encender hogueras de pasión y libertad», y, «si hizo blanco de sus furias a los inofensivos conventos, sean ahora sus moradores las víctimas de su furor».

Como decía Azaña, ¿no provenían los incendios del «hombre natural en la bárbara robustez de su instinto, puesto a demoler la historia de España, materializada en los templos?».

Esta obsesiva persecución a los católicos tuvo su plasmación legal en la Constitución de diciembre de 1931, aprobada sin consenso y sin referéndum, cuya principal característica era su acendrado laicismo, que alcanzaba su cénit en el famoso artículo 26 ―aprobado el 15 de octubre, con la ausencia de 223 diputados―que definía a las confesiones religiosas como «asociaciones sometidas a una ley especial», prohibiéndolas cualquier tipo de subvención estatal, (el presupuesto del clero se extinguiría en un plazo máximo de dos años), y sometiendo a las órdenes religiosas a una ley especial que les prohibiría, entre otras cosas, ejercer la enseñanza, y sus bienes podrían ser nacionalizados. También legalizaba la disolución de las órdenes religiosas «que constituyan un peligro para la seguridad del Estado, y sus bienes podrán ser nacionalizados». Otra desamortiazción.

En el artículo 27 se legislaba la necesidad de una autorización previa del gobierno para las manifestaciones públicas del culto, y la secularización de los cementerios. Por si esto no fuera suficiente, el artículo 48 instituyó la escuela laica y «unificada», manteniéndose la limitación de la actividad educativa de la Iglesia a «enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos», bajo la inspección del Estado.

El líder de la derecha, Gil Robles, advirtió a la mayoría parlamentaria: «Vosotros seréis los responsables de la guerra espiritual que se va a desencadenar en España».

La saga del holocausto católico continuó con la revolución de octubre de 1934, especialmente en el escenario de la insurrección asturiana, donde se incendiaron 58 edificios religiosos y se asesinó a 34 religiosos, a lo cual hay que añadir la inevitable destrucción de importantes obras del patrimonio artístico, como la Cámara Santa de la catedral de Oviedo. Por poner algunos ejemplos, el párroco de Rebolledo fue asesinado a culatazos, el de Valdecuna fue fusilado tras sufrir amputaciones, dos novicios pasionistas de Mieres fueron ahogados, y los nueve religiosos que atendían las Escuelas Cristianas fueron torturados y asesinados.


Pero lo más grave llegaría después del Alzamiento. ¿Cómo describir el horror causado en España por el humo de Satanás? Paul Claudel (1868-1955) poeta y dramaturgo francés, escribió un famoso poema dedicado a los mártires españoles de la Segunda República, como prefacio al libro La persecución religiosa en España (París, 1937). El verso más famoso de este poema ha pasado a la leyenda: «Hermana España, santa España: tú ya elegiste: once obispos, (diez) y seis mil sacerdotes asesinados, y ni una sola apostasía». Estas palabras son el mejor resumen, la esencia del apocalipsis católico que desencadenó la República luciferina.

Sí, Santa España: 11.500 mártires, y ni una sola apostasía. «Las puertas del Cielo ya no bastan para ese tropel avasallador».

A partir del 18 julio 1936, en un período de tan sólo seis meses, cerca de 7000 miembros del clero fueron martirizados por los milicianos. En su obra Historia de la persecución religiosa en España (1961), Antonio Montero habla de 4.184 sacerdotes diocesanos ―incluidos 12 obispos y muchos seminaristas―, 2.365 religiosos y 283 monjas ―muchas de ellas previamente violadas―. El horror de estas matanzas puede comprenderse con un simple dato: en agosto de 1936 se mataba una media de 70 curas al día.

Precisando más estos datos, la cifra de muertos entre los miembros de la Iglesia católica, según dicha fuente se eleva a 6.832: 282 monjas, 13 obispos, 4.172 párrocos y curas de distinto rango, 2364 monjes y frailes (entre ellos 259 claretianos, 226 franciscanos, 204 escolapios, 176 maristas, 165 Hermanos Cristianos, 155 agustinos, 132 dominicos y 114 jesuitas).

A estas cifras hay que añadir las víctimas laicas, con lo cual el resultado final se acerca a las 10.000. 3.911 seglares fueron masacrados por motivos como asistir a Misa, llevar un escapulario, o estar afiliado a la revista católica «El debate»; también fueron martirizados casi 1.000 seminaristas.

Al igual que ocurrió durante la persecución del año 1931, las autoridades republicanas dejaron hacer a milicianos y anarquistas, sin mover ni una ceja. «El pueblo ―decían― siempre tiene razón».

Las masacres llegaron a tal grado de paroxismo, que cuando el gobierno republicano afirma el 25 mayo 1937 que debe haber libertad de culto, Solidaridad Obrera se ríe de esta medida, diciendo: «¿Libertad de culto? ¿Que se puede volver a decir misa? Por lo que respecta a Madrid y Barcelona, no sabemos dónde se podrá hacer esa clase de pantomimas: no hay un templo en pie ni un altar donde colocar un cáliz».

Las precisión casi quirúrgica de esta barbarie fue tal, que Andreu Nin ―jefe del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista)― llegó decir que «el problema de la Iglesia nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto».

Hablando de Nin, en marzo del 37, José Díaz, jefe del partido que torturaría y asesinaría a Nin, se congratulaba diciendo que «En las provincias que dominamos (…) [hemos] sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia, en España, está hoy aniquilada».

En este contexto, los obispos decidieron firmar la carta colectiva redactada por el cardenal Gomá ―publicada el 1 de julio de 1937―, en la que los prelados denunciaban la persecución sufrida por la Iglesia y se manifestaban abiertamente partidarios de los «nacionales».

Sin embargo, la persecución que sufrió la Iglesia no fue una consecuencia de la carta colectiva. Según el cardenal Tarancón, «La verdad es que la gran matanza de sacerdotes se realizó cuando la Iglesia no se había definido, en ningún momento, por alguno de los dos bandos (…) Extrañamente, todos aquellos muertos suelen atribuirse a la famosa carta colectiva del episcopado español: los rojos, en definitiva, habrían tomado represalias contra la posición adquirida por la Iglesia, pero es cierto lo contrario: la carta, de hecho, detuvo prácticamente la sangría… en realidad, fue la consecuencia de aquellas muertes y no lo contrario».

Las izquierdas justificaron el holocausto con la increíble mentira de que los religiosos disparaban desde los edificios eclesiásticos, e incluso envenenaban el pan, y con el tópico manido de culpar a la Iglesia de la pasividad obrera, pues prometía un paraíso imaginario a los trabajadores a cambio de aceptar sin rebelarse su explotación por la clase burguesa.

Argumento difícil de creer, si se tiene en cuenta la impresionante cobertura de beneficencia que la Iglesia realizaba entre la población más desfavorecida, en una época en la que no había casi prestaciones sociales que cubrieran sus necesidades básicas: escuelas, orfanatos, comedores, hospitales, centros de salud, centros de formación profesional… la labor social de la Iglesia era ingente.

Pero como toda esta asistencia a los desfavorecidos le quitaba su clientela a la izquierda, como la doctrina social de la Iglesia competía directamente con la ideología subversiva que la izquierda quería inocular en las clases trabajadoras, y como la Iglesia era un rival muy peligroso, había que eliminar su influencia preponderante.

Así, se dio el caso de que las parroquias más afectadas por el vandalismo rojo fueron aquellas que más dinamizaban la acción social entre los trabajadores, y no las que estaban enclavadas en los barrios más señoriales.

Este horror genocida sucedió sin que apenas se alzaran voces de denuncia entre los republicanos. El testimonio más esclarecedor a este respecto la dio Manuel Irujo, el ministro católico sin cartera del PNV, quien en un informe interno presentado ante el Consejo de Ministros el 7 enero de 1937 afirmaba que «Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin formación de causa por miles, hechos que, si bien amenguados, continúan aún, no tan sólo en la población rural, donde se les ha dado caza y muerte de modo salvaje, sino en las poblaciones. Madrid y Barcelona y las restantes grandes ciudades suman por cientos los presos en sus cárceles sin otra causa conocida que su carácter de sacerdote o religioso».

En el territorio republicano ―excepto en el País Vasco― se prohibieron las misas, las celebraciones de la semana Santa, y otras manifestaciones religiosas, como la cabalgata de los Reyes Magos.

La increíble magnitud represora de esta persecución puede comprobarse en el siguiente bando, promulgado por el Ayuntamiento de Játiva en 1936: «El Comité Revolucionario de esta ciudad ORDENA a todos los vecinos que depositen en la plaza pública más inmediata a su domicilio y en sitio que no interrumpan el tráfico, todos cuantos objetos, imágenes, estampas, etc… de carácter religioso tengan en su poder, con excepción de las que por ser de metales preciosos o corrientes o de alguna otra materia aprovechable puedan tener valor material, los cuales se depositarán igualmente entregándolos en el Departamento de Orden Público de este Comité. Se concede para esta operación el plazo de CINCO DÍAS pasado los cuales se realizará investigación en todos los domicilios y en el que se encontrasen objetos de los indicados serán declarados facciosos sus moradores y en tal carácter serán pasados por las armas. (Játiva, 24 de octubre de 1936. El comité revolucionario».

Además del holocausto sangriento, la persecución arrasó muchos edificios religiosos: fueron quemados totalmente 800 templos en Valencia, 354 en Oviedo, 48 en Tortosa, 42 en Santander, 40 en Barcelona… En cuanto a Madrid, de los 220 edificios religiosos que había, 45 fueron totalmente destruidos, 55 seriamente dañados, y el resto fueron robados y profanados.

Fueron parcialmente destruidos: Almería: todos; Barbastro: todos; Ciudad Real: todos; Ibiza: todos; Segorbe: todos; Valencia: más de 1.500; Gerona: más de 1.000; Vic: más de 500; Cuenca: todos menos 3; Madrid: casi todos; Cartagena: casi todos; Orihuela: casi todos; Santander: casi todos; Toledo: casi todos; Jaén: el 95%; Solsona: 325.

En Cataluña, en la diócesis de Tortosa se asesinó al 69% del clero regular, y en la de Barcelona asesinaron casi 1.000 sacerdotes, religiosos y religiosas. De los 500 templos y conventos de la provincia de Barcelona, solamente 10 quedaron en pie.

Como señala Vicente Cárcel Ortí en su magnífico libro La persecución religiosa en España durante la Segunda República, este asalto a los edificios religiosos también incluía todo tipo de blasfemias y profanaciones: «En este contexto se explican hechos violentos y sacrílegos tan graves como la profanación directa de la Sagrada Eucaristía, realizada de mil formas: vaciando los sagrarios, destruyendo las formas consagradas, disparando contra el Santísimo Sacramento, comiendo sacrílegamente cuanto contenían los copones y bebiendo con cálices, arrojando y pisoteando por las calles las sagradas Hostias, convirtiendo las iglesias en cuadras y los altares en pesebres, destruyendo con especial ahínco las aras del altar, pues decía un cabecilla de los milicianos: “Romped aquella piedra del altar, porque sin ella no se puede decir misa”. Todo lo que tenía carácter sagrado fue destrozado. Tesoros históricos y artísticos de incalculable valor fueron pasto de las llamas: retablos, tapices, cuadros, custodias, vasos sagrados, ornamentos, libros, imágenes sagradas de grandes pintores y escultores.

Milicianos anarquistas profanaron los esqueletos de religiosos y religiosas, colocándolos en posturas obscenas en el interior de algunas iglesias, conformando un museo del horror cuya entrada cobraban a las hordas anticatólicas.

Monumentos insignes como el del Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles (Madrid), la estatua de bronce del Tibidabo de Barcelona, y otros numerosos ejemplos de la arquitectura y escultura religiosas quedaron abatidos».

Especialmente dramático fue el asalto al Cerro de los Ángeles, que estaba presidido por una gigantesca escultura del Sagrado Corazón de Jesús, al cual el rey Alfonso XIII había consagrado España en ese mismo lugar, el 30 de mayo de 1919.El primer asalto al complejo religioso del Cerro de los Ángeles se produjo el 23 de junio de 1936, cuando cinco jóvenes pertenecientes a la Acción Católica que se turnaban para defender el convento y el monumento fueron asesinados por un escuadrón de milicianos. Desde ese momento todo el complejo, situado en una zona elevada de gran importancia estratégica, quedó en manos republicanas hasta que fue recuperado por los nacionales. El Frente Popular decidió, lejos de aprovechar su uso estratégico, emplear el convento para instalar una checa en la que fueron asesinadas decenas de personas.

No contentos con ello, el 7 de agosto los milicianos —socialistas y anarquistas en su mayor parte—, realizaron el fusilamiento del monumento al Sagrado Corazón, y emprendieron las labores de demolición.

Empezaron intentando derribar la columna de sujeción de la estatua a mano, pero sus casi 900 toneladas de piedra lo hacían imposible, por lo cual optaron por dinamitar la base de la estructura.

El siguiente paso fue cambiar el nombre del entorno, que por decisión del Gobierno republicano —que no debía tener nada mejor que hacer—, pasó a ser el «Cerro Rojo», en sustitución del Cerro de los Ángeles.

Ante este apocalipsis de destrucción, Paul Claudel escribía: «¡Y a vosotras, oh piedras, también os saludo desde lo más hondo de mi alma, santas iglesias exterminadas! Y a las estatuas rotas a martillazos, y a todas esas venerables pinturas, y a ese copón en donde uno de la C.N.T, antes de pisotearlo, gruñendo de gusto, revolvió baba y hocico».

Fue tal la magnitud del desastre, que el historiador de nuestra guerra Hugh Thomas afirmaba que «En ningún momento de la historia de Europa, y quizás incluso del mundo, se ha manifestado un odio tan apasionado contra la religión y todas sus obras».

En la pastoral colectiva de 1937, los obispos afirmaban: «Casi no hallaríamos en el Martirologio Romano una forma de martirio no usada… sin exceptuar la crucifixión; y en cambio hay formas nuevas de tormento que han consentido las sustancias y máquinas modernas». Todo ello, según palabras de Pío XI, «con un odio, una barbarie y una ferocidad que no se hubiera creído posible en nuestros días». Y NI UNA SOLA APOSTASÍA.

«No existen razones políticas ni sociales en los asesinatos de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas. Los asesinatos tuvieron una causa fundamental, un móvil único; el odio a la fe y el odio a la Iglesia. ¿Qué es lo que generó ese odio? Acaso sólo la historia inmediata de incoherencias, o la estructura económica y social, o la pobreza. Quizá esta descripción responda más a argumentos legitimadores a posteriori que a causas ciertas. Detrás existía una ideología materialista, nihilista y violenta por sistema que quiso imponer una utopía social que desarraigaba al hombre de su naturaleza trascendente y de la posibilidad de la felicidad plena» (José Francisco Serrano Oceja, Libertad Digital).

Monseñor Antonio Montero escribió que «en toda la historia de la universal Iglesia no hay un solo precedente, ni siquiera en las persecuciones romanas, del sacrificio sangriento, en poco más de un semestre de doce obispos, cuatro mil sacerdotes y más de dos mil religiosos». ¿Acaso no es suficiente este cuadro para no confundir ni confundirnos con la historia?

Como decía Paul Claudel, «La tierra española por todos sus poros ha bebido de la sangre de que estaba sedienta. Pero, de la carne que fue martirizada y estrujada, de la sangre fue derramada a espuertas, ni una sola partícula pereció, ni una sola gota se perdió, porque respetuosamente los ángeles han recogido todo cuanto fue derramado, y lo han trasportado a las mansiones celestiales».

Los ríos de color púrpura

Además de por su gran número de víctimas, la persecución destacó especialmente por su extremada brutalidad, ya que gran parte de las matanzas estuvieron precedidas por torturas psicológicas y físicas, por horribles tormentos que constituye una verdadera antología de la crueldad, título de un capítulo del libro de Vicente Cárcel, donde se exponen casos perfecta-mente documentados, referidos a Valencia en su mayoría.

Parafraseando a Claudel, «Mata, camarada, destruye, emborráchate y goza de mujer. ¡Eso, eso es la revolución proletaria, la feliz Arcadia marxista, la república de la democracia y la libertad! Desentierra los cadáveres de tus víctimas, camarada, ponles un cigarrillo entre los dientes, y después que traigan petróleo: que hay que abrasar a Dios. ¡Salve, iglesias destruidas! ¡Es hermoso para la iglesia de Dios subir entera al cielo en el incienso y en el holocausto!» Y NI UNA SOLA APOSTASÍA.

En Madrid echaron a varios sacerdotes vivos a la jaula de los leones que había en la Casa de Fieras que había en Parque del Retiro; en Camuñas, pueblo de Toledo, arrojaron vivos a tres sacerdotes a un pozo de 20 metros de profundidad, al que después se lanzaron objetos pesados para machacarlos cuando todavía estaban vivos; de las 283 religiosas asesinadas, fueron violadas 124. Y NI UNA SOLA APOSTASÍA.

Al capellán de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Valencia, Ángel Olmedo, le sacaron un ojo, le cortaron una oreja y la lengua, degollándole a continuación; el párroco de Santa María del Mar, Vicente Selfa, fue llevado al Saler, en las cercanías de Pinedo. Allí le ataron a un árbol, le rociaron con gasolina y le quemaron; el beneficiado de San Agustín, Vicente Peretó, fue llevado a la plaza de toros, en la que, además de sacarle los ojos, sufrió horribles mutilaciones, incluso la del sexo. Y NI UNA SOLA APOSTASÍA.

El anciano coadjutor de Jesús Pobre, Vicente Borrell, después de sufrir malos tratos durante la detención y conducción al lugar del suplicio, en la Garganta de Gata, en el término municipal de Teulada, fue desnudado totalmente y martirizado de mil suertes y, vivo aún, le mutila-ron, metiéndole a viva fuerza en la boca las partes viriles, para, segundos después, rematarle a descarga de fusil.

El coadjutor de Castalia, Silvino Prats, fue obligado a levantar los brazos junto a un pino, disparándole contra las manos y los pies primero, después contra distintas partes del cuerpo, salvando el corazón y la cabeza, un total de veintidós tiros de pistola; en todo este tiempo fue objeto de burlas, escarnios y crueles torturas: tuvo una agonía muy lenta; al cura de Parcent, José Llompart, antes de asesinarle le pincharon con un hierro afilado, intentaron sacarle los ojos con la cruz de su rosario y le arrancaron tiras de su piel. Y NI UNA SOLA APOSTASÍA.

El capellán del Ave-María de Benimámet, José Pelluch Escrivá, fue detenido en Albal, atado vivo a un tranvía y muerto. Cuando unos amigos preguntaron dónde estaba su cadáver, se les contestó: «Id a buscar los trozos con una espuerta».

El anciano párroco de Navarrés, Vicente Sicluna Hernández, a pesar de hallarse enfermo en cama y casi moribundo, fue asesinado en Bolbaite y después su cadáver arrastrado por las calles del pueblo entre burlas y gritos; el director espiritual del reformatorio de Godella, Pascual Tatay Sanjulián, después de haber sido torturado en una mazmorra, fue arrojado atado de pies y manos a un horno de cal, que estaba ardiendo. A los pocos minutos se había consumido totalmente, después de haber gritado: «¡Viva Cristo Rey!». Y NI UNA SOLA APOSTASÍA.

En Fuente de Cantos (Badajoz), los milicianos encerraron en la iglesia a 56 personas —incluyendo dos mujeres y dos niños—. A las 3 de la tarde cerraron las puertas, dejando abiertas dos ventanas frente al Ayuntamiento, procediendo luego a incendiar el templo con gasolina: doce personas murieron abrasadas por el fuego.

El cura de Albalat de la Ribera, Carlos Giner Martínez, fue torturado en su mismo pueblo —seguido por su anciana madre, que pedía lastimosamente compasión para él—y, después de haberle atravesado el cuerpo con agujas saqueras y cortada la lengua, fue colgado de un árbol; todo ello entre insultos soeces y burlas obscenas.

En la iglesia de San Elías de Barcelona, convertida en la checa más temible, su director arrojaba a sus perros los cadáveres de los cuerpos masacrados ―con hierros candentes, picanas eléctricas en genitales, levantamientos de uñas, palizas, ahogamientos con agua, mutilaciones― pero después de arrancarles los dientes de oro, por supuesto…

Y NI UNA SOLA APOSTASÍA.

En la inmensa mayoría de los casos, se dio elegir a las víctimas entre la apostasía o el martirio, pero todos prefirieron derramar su sangre antes que renunciar a su fe.

Por ejemplo, un miliciano de Fuenlabrada contaba: «Hemos matado a los frailes de Griñón, pero han sido más valientes que jabatos, pues les mandamos dar un viva a Rusia y nos han contestado: “¡Viva Cristo Rey!”. Eso solo bastaba para que los hubiésemos matado». Algo parecido tuvo lugar con lo que dijeron los asesinos de mercedarios de El Olivar (Teruel): «Los dos legos que hemos matado, los hemos matado porque eran estúpidos, porque no querían renegar de la fe y no querían blasfemar de Dios como nosotros les exigíamos, sino que respondieron con un ¡Viva Cristo rey! y esto repetidas veces. No hay Dios, pero si hubiese estos son dos santos».

A veces, las víctimas escribían notas de despedida a sus familiares, y a sus congregaciones religiosas. Un ejemplo es el del laico Francisco de Paula Castelló Aleu, en Lérida, que escribió a su novia: «¡Pobre Mariona mía! Me acontece una cosa extraña. No puedo sentir aflicción alguna por mi muerte. Una alegría extraña, interna, intensa, fuerte, me invade todo. Me siento envuelto en ideas alegres como un presentimiento de la Gloria. Quisiera hablarte de lo mucho que te he amado y de la ternura que te reservaba, de lo felices que hubiéramos sido. Pero para mí todo eso es secundario. He de dar un gran paso. Una sola cosa he de decirte: cásate si puedes. Yo desde el Cielo bendeciré tu unión y tus hijos. No quiero que llores, no lo quiero. Debes estar orgullosa de mí. Te amo».

El hermano Aurelio Ángel Boix Cosials, beatificado junto con otros 17 benedictinos de El Pueyo, escribió a sus padres: «Considero una gracia especialísima dar mi vida en holocausto por una causa tan sagrada, por el único delito de ser religioso».

Especialmente cruel fue el holocausto católico en Andalucía. En Málaga exterminaron a la mitad de su clero, hasta el punto de que gran parte de su patrimonio religioso, artístico, cultural e histórico se destruyó para siempre. El general Gómez García Caminero, gobernador militar de la plaza, envió a Madrid un telegrama en el que decía: «Ha comenzado incendio iglesias. Mañana continuará».

Poco más de seis meses duró el dominio rojo en Málaga, pero ese tiempo bastó pasto para que fuera perseguido la mitad de su clero diocesano, especialmente el clero secular. Durante la noche del 30 al 31 agosto, hubo más de 100 asesinatos.

Un tercio del clero diocesano de Jaén fue exterminado, mientras que en Almería, en el primer semestre de 1936, fueron asesinados 65 sacerdotes de un total de 190. En la noche del 29 al 30 agosto fueron asesinados los obispos de Almería y de Guadix, junto con otros y sacerdotes y seglares.

Los apartados y lejanos pozos almerienses de Tabernas fueron desde finales de agosto de 1936 el sitio preferido para deshacerse de los presos, que en algunas ocasiones, después de ser fusilados, todavía estaban vivos cuando caían a la cima, por lo cual se les arrojaban encima piedras y cal viva. Por ejemplo, en el pozo de Cantaviejas aparecieron 80 cadáveres.

La Virgen del Carmen, de la parroquia de San Sebastián, fue profa-nada, al igual que otras muchas, antes de ser destruida. Los mozalbetes iban por las calles en grupos, vestidos con ornamentos y parodiando el rito sagrado. En la iglesia de Santa Clara se abrieron las fosas del cementerio y se arrastraron las momias de las monjas fallecidas recientemente. También en la parroquia de San Pedro se expusieron esqueletos en la calle.

En Motril, el párroco don Manuel Martín Sierra se negó a huir, prefiriendo quedarse para no abandonar a sus ovejas, y fue muerto a tiros en el atrio de su propia Iglesia, teniendo el crucifijo en las manos, por haberse negado a preferir los gritos blasfemos que exigían los asaltantes.

Un franciscano describía así el horror ocurrido en las cámaras de la cárcel de Azuaga: «De ordinario, las palizas y las propuestas de blasfemia precedían a los fusilamientos. La práctica del tribunal rojo que juzgaba era, antes de condenar, obligar a los reos a que blasfemasen. Como no lo lograban, seguían luego los martirios más monstruosos». Entre ellos, el vaciamiento de ojos, fractura de espinas dorsales, extracción de órganos delicados del cuerpo, etc.

En cuanto a Sevilla, 19 establecimientos religiosos fueron destruidos total o parcialmente en los años 1931, 1932 y 1936. Fueron incendiados y saqueados templos parroquiales, iglesias, sedes de hermandades y cofradías, archivos, conventos… Un total de 596 objetos de arte religiosos pudieron ser catalogados como perdidos, y casi un centenar más quedó sin identificar por carecer de documentación o cualquier clase de referencia. Los retablos desaparecidos sumaron cien.

La iglesia de San Román sufrió una completa destrucción en la fatídica noche del 18 julio 1936, otro episodio nefasto del apocalipsis sevillano, noche en la que se produjeron incendios devastadores en muchos templos de la ciudad, como San Marcos, Ómnium Sanctórum, San Gil, Santa Marina, San Juan de la Palma, las Salesas, San José, Monte-Sión, Nuestra Señora de la O….

En esta última parroquia, un grupo de satánicos consiguieron entrar en el templo utilizando las llaves que le habían arrebatado al párroco después de una brutal agresión. Durante el asalto, sacaron las imágenes de la Virgen de la O y de Nuestro Padre Jesús Nazareno a la calle Castilla, y allí les sacaron los ojos, y fueron salvajemente mutiladas.

En la parroquia de San Bernardo, las hordas quemaron el exterior del templo, y sacaron a la calle las imágenes del Santísimo Cristo de la Salud, María Santísima del Refugio, San Juan y la Magdalena, que fueron quemadas. El horror provocado por estos iconoclastas luciferinos afectó de manera especial al Crucificado de la Salud, que fue arrancado de la cruz y después seccionado en pedazos para que pudiera salir por la puerta de la iglesia.

Más «artística» fue la destrucción de la parroquia de San Roque, que fue totalmente destruida mientras un trío musical amenizaba la velada.

La destrucción se cebó también en las cofradías sevillanas, y alcanzó su paroxismo en las violencias contra el clero regular y secular, y contra las religiosas, que sufrieron numerosos fusilamientos, humillaciones y violaciones.

Pero entre todos los mártires andaluces brilla con luz propia el martirio del joven de 20 años Antonio Molle Lazo, requeté perteneciente al Tercio de Nuestra Señora de la Merced, hecho prisionero el 10 agosto de 1936 mientras defendía la villa de Peñaflor. Los milicianos les torturaron salvajemente, masacrándole la nariz, cortándole lentamente las orejas, clavándole gruesos clavos en los ojos, rompiéndole huesos, con el fin de obligarle a gritar «¡Viva Rusia!». Sin embargo, Antonio no cesaba de repetir «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!», grito con el que entregó su vida en martirio. Fue el primer mártir beatificado de la Guerra Civil, y su cuerpo incorrupto se encuentra en la iglesia del Carmen de Jerez, con fama de haber realizado muchos milagros a través de su intercesión.