Se hallaba un día San Alfonso Mª de Ligorio estudiando en su
celda, cuando se acercó al santo el Procurador de la casa y le dijo que estaba
próxima la hora de la comida, y no había en la despensa sino tres panes.
—No, os apuréis, Padre: Dios que sustenta las aves del
cielo, nos sustentará también a sus siervos.
Admiró el Procurador la confianza de su Superior en la
divina Providencia, y no se atrevió a insistir.
Poco después de este diálogo, llamaron a la puerta. A la portería
acudió con toda presteza el Procurador, esperando el socorro que iba a sacarle
de apuros: más al llegar, se encontró con un mendigo que le pedía una limosna
por amor de Dios.
Quedó el Padre perplejo sin saber qué hacer. Más San Alfonso
que había oído la petición del mendigo, le sacó pronto de la perplejidad:
—Dele, Padre, —le dijo—, dos panes de los tres que le quedan
en la despensa.
Una vez que dio esta orden, se dirigió a la sacristía, se
puso la sobrepelliz y la estola, se acercó al Tabernáculo, se postró ante el
Santísimo Sacramento y oró un rato. Se puso de pie; y con la confianza de santo
y candor de niño, dijo al Señor mientras daba unos golpecitos en el Sagrario:
«Jesús mío, la Comunidad no tiene hoy cosa alguna qué comer,
y acude a Vos. No dejéis de socorrerla». Oró de nuevo, y confiado se volvió a
su aposento seguro de que el Señor les proveería y no tardaría en mandarles el
sustento.
Nuevos golpes a la puerta del convento.
«Si es otro mendigo, se dijo el Procurador, le daré el pan
que nos queda».
Con el pan en la mano, se fue a la portería.
—¡Dios con nosotros, Padre!,—le dijo un caballero de porte
distinguido, que era quien llamaba.—Aquí tiene usted está limosna, que si no es
tal cual sería mi deseo, espero que de algo podrá serviros.
Durante muchas semanas, pudo el Procurador alimentar a la
Comunidad.
P. Manuel Traval y Roset