Con esta carta al director, y desde mis conocimientos de andar por casa, quiero hacer justicia a una figura muy vilipendiada en sus tiempos y cuyo prestigio nunca se reparó. Con él ocurrió como con aquella anécdota de San Felipe Neri, que, para que una feligresa suya entendiera lo injusto de los juicios temerarios y lo difícil que son de reparar, le puso como penitencia que desplumara una gallina y después recogiera todas las plumas y se las llevara. Lo cual era imposible, porque las plumas ya habían volado.
La persona a la que pretendo honrar con esta carta es un joven que entra a los dieciocho años en el seminario. Ordenado sacerdote termina su doctorado en teología y comienza su trabajo pastoral.
Se une a una congregación misionera en África, donde tras unos años de duro trabajo, decide comprometerse finalmente haciendo sus votos perpetuos.
La Iglesia, segura de su buen espíritu y buen hacer, comienza a confiarle responsabilidades cada vez mayores. Lo nombran Delegado Apostólico para África y Rector del seminario. Mas adelante lo nombran Vicario Apostólico, y, un poco más tarde es ordenado obispo. El Papa honra su espléndida labor otorgándole el bien merecido título de arzobispo. A su vez, impresionados por la calidad de su labor, los Padres de su Orden lo nombran Superior de la misma.
Sus conocimientos teológicos y su experiencia en las misiones y en la docencia eran de una calidad tan excepcional que Juan XXIII lo designa miembro de la Comisión Preparatoria del Concilio Vaticano II.
Hasta aquí, un personaje histórico de gran prestigio, de gran valor en la Iglesia, admirado por todos por su extensa e intensa labor…
Ahora, me voy a permitir jugar con la imaginación. Imaginemos que uno de esos días, al salir de una audiencia con el Papa, un coche lo atropella y muere. Hubiera pasado a la historia como uno de los teólogos y personajes de más relevancia de los últimos tiempos…Hasta quizás se lo hubiera llevado a los altares…
Hubiera salido la noticia en los periódicos:“tras una vida ejemplar de servicio en la Iglesia muere hoy…”
Perono tuvo esa suerte, no lo atropelló ningún coche y, nada más que por morir años más tarde en vez de recibir un homenaje recibió todo lo contrario. Todo lo que en un momento había sido motivo de alabanza por parte de la Iglesia pasó a ser peligrosidad pública; todo lo que se había considerado meses atrás una labor encomiable pasó a ser nefasta; el hombre admirado por su gran devoción en la Santa Misa y por la buena formación que impartía en el seminario pasó a ser un enemigo de la Iglesia.
Soplaron los aires del concilio como aquel viento del norte que todos recordamos en la primera escena de la película de Mary Poppins y, como por arte de birlibirloque, lo bueno y lo santo hasta entonces se convirtió de pronto en lo malo y lo perverso de la Iglesia.
Vamos, que si Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales…hubieran sobrevivido hasta los años 60 hubieran sido también vilipendiados, desprestigiados, considerados cismáticos y un peligro para una Iglesia, que, de repente se avergüenza de su depósito doctrinal y de su culto milenario. De repente se avergüenza de los millones de paganos convertidos, a los que hubiera sido mejor respetar su religión. De repente se olvida de toda la sangre derramada por mártires y confesores de la fe a lo largo de la historia.
Porque no hay más que leer a los santos nombrados más arriba para comprobar que su línea de pensamiento, su fe y el culto que promovían eran los mismos que propugnaba nuestro arzobispo en cuestión.
Como decía aquel cómico de la tele: “A mí, que me lo expliquen”
Monseñor Lefebvre no tuvo la suerte que tuvieron aquellos santos de morir antes de esos años convulsos, y, a partir de ese momento, comenzó su carrera hacia el desprestigio y la exclusión. Y todo por defender la doctrina de la Iglesia y sus dogmas de fe, por no apoyar unas líneas de pensamiento que, con apariencia de pastorales, terminan poniendo en tela de juicio las principales verdades de fe de la Iglesia Católica.
Yo no pertenezco a su fundación, pero es hora de hacerle justicia. Yo viví ese momento histórico, y lo recuerdo perfectamente. Por una aparente desobediencia meramente material a la autoridad eclesiástica y obedecer la voz de Dios en su interior, Monseñor Lefebvre es supuestamente excomulgado. Los medios de comunicación -principalmente los más “eclesiales”- daban miedo hablando de un obispo francés soberbio, desobediente y cismático; no paraban de injuriar, criticar, vilipendiar…
Y claro, después no pudieron recoger las plumas.
Él no se asustó. No hay que temer a los hombres sino a Dios y él sabía que no se podía perder el patrimonio santo de tantos siglos de Iglesia. Que las novedades que traían los aires del concilio no eran tales, pues la única novedad real para el hombre fue y sigue siendo la que Jesús trajo al mundo con su nacimiento, muerte y resurrección. Que, desde entonces, no hay mayor novedad ni hay novedad mejorable.
Jesús fue el que instauró ese nuevo orden mundial del que tanto se habla ahora, como si se pudiera ordenar el universo sin Jesucristo, que es su centro. Y quien busque orden por otro lado no lo encontrará, solo se encontrara cosas viejas, envidias viejas, ideologías viejas, tiranías viejas…Viejas, porque les falta la única novedad que rejuvenece cualquier idea y cualquier espíritu: la novedad del evangelio.
Lógicamente la excomunión sobre los obispos ordenados por Monseñor Lefebvre fue levantada años después, pues esa excomunión no tenía recorrido, pero de eso nunca se habló. Ni los medios de comunicación ni la misma Iglesia reparó su error y le devolvió a la obra de Monseñor Lefebvre el prestigio robado. No nos enteramos nunca de lo que ocurrió de verdad. Nadie nos explicó que, en realidad, no hubo tal cisma, pues para que haya cisma hay que tener la intención de proclamar una jerarquía paralela a la Iglesia, cosa que Monseñor Lefebvre nunca deseó, sino todo lo contrario.
Ni hubo cisma, ni hubo separación de la Iglesia. Por cierto, que a Lutero, que sí se separó del Papa, sí se le levantan estatuas y se celebra en la Iglesia el aniversario de su herejía. Porque hay que vivir la unidad entre los cristianos…mientras nos olvidamos de vivirla entre los mismos católicos, mientras nos negamos a vivirla con aquellos católicos que, a costa de su prestigio y posición en la Iglesia, defienden a capa y espada el evangelio de Jesucristo y las verdades de fe de la Iglesia.
Si aquella mañana de ficción Monseñor Lefebvre hubiera muerto los periódicoshubieran publicado algo así como “tras una vida ejemplar de servicio en la Iglesia muere hoy Monseñor Lefebvre, defensor de la fe, cuya intensa labor tanto en las misiones como en su país de origen…etc…etc…”
Pero no fue así. Dios le pidió que siguiera viviendo, para bien de la Iglesia y de las almas.
Hay que ver la historia con perspectiva, y, sobre todo, con humildad. Todos nos equivocamos. La Iglesia, formada por hombres, también se puede equivocar, sobre todo cuando se aparta de la Verdad revelada por Dios. Los santos cometen errores. Todos somos pecadores.
Pues seamos humildes y reconozcamos el error cometido con Monseñor Lefebvre, la injusticia cometida contra una persona que, como Dios de todo saca cosas buenas, terminó siendo mártir de la fe y ejemplo de fortaleza ante las presiones de los poderes temporales.
Una persona cuyo error fue no morirse a tiempo.
Cristina González-Alba
Fuente: Adelante la Fe