La Pasión de Jesucristo y la Santa Humildad
I
La santa humildad es el fundamento de todas las virtudes. El que se humillare será ensalzado, mas aquel que se levantare será humillado. Dios no revela sus sublimes secretos, sino a los pequeños y humildes de corazón.
II
Un pequeño grano de orgullo basta para echar a tierra la más alta y encumbrada santidad; penetraos bien del conocimiento de vuestras miserias y pecados y permaneced en vuestra nada…
Cuanto más nos humilláremos, tanto más Dios nos levantará y nos absorberá en la inmensidad de su Ser infinito.
III
Permaneced siempre en el anonadamiento y el desprecio de vos mismo, y que vuestro más grande deseo sea que todos os miren como a objeto digno de desprecio y de ninguna consideración.
Cuando Dios os concede sus favores, tenedlos muy ocultos, según el consejo del Apóstol: Secretum meum mihi, y buscad todas las ocasiones de humillaros.
IV
Haced siempre una buena y justa partición de cuanto veis en vosotros o pensáis tener; guardad lo que es vuestro, la profunda y horrorosa nada, capaz de hacer todo el mal posible; dad a Dios lo que es suyo y le pertenece, es decir, todo el bien que poseéis y que podéis hacer.
La humildad y el desprecio de sí mismo hacen evitar muchos males y ponen en precipitada fuga a los demonios.
V
Es absolutamente necesario temer mucho y arrojar de sí la horrible e infernal bestia del amor propio; es una serpiente de siete cabezas que se insinúa por todas partes. ¡Oh, cuántos males ha causado a una infinidad de almas! ¡Oh, a cuántas encumbradas santidades ha echado a tierra y ha precipitado en el abismo de la eterna perdición!
No hay cosa en el mundo que más me espante y que más me ponga en guardia, como ese infernal vicio, es decir, el orgullo: temo mucho que se insinúe en mi corazón y se apodere de mi pobre alma.
VI
¡Ah! ¿Cuándo imitaremos perfectamente al divino Redentor que se anonadó a sí mismo hasta tomar la forma de esclavo y pecador, hasta morir crucificado, como el más criminal de los criminales? ¿Cuándo seremos tan humildes que nos gloriemos de ser el oprobio de los hombres y la abyección de la plebe? ¿Cuándo seremos tan sencillos y tan pequeños que miremos como un gran tesoro el ser los últimos de todos y los más olvidados? ¿Cuándo será nuestra más grande pena el ser estimados y alabados? ¡Oh santa humildad, qué preciosa eres!
VII
Cuanto más el hombre se abate a sí mismo y desciende hasta el fondo del abismo bajo los pies de los demonios, más Dios lo eleva y sublima.
Así como el demonio, queriendo elevarse a lo más alto del Empíreo por su orgullo, fue precipitado a lo más profundo del infierno, así el alma que se humilla, abate y anonada hasta el abismo, hace temblar a Satanás, le confunde, le ahuyenta, y Dios la exalta y eleva hasta lo más alto del Paraíso.
VIII
Convencidos y penetrados de vuestra nada, no os asustéis, arrojaos con toda confianza en el abismo sin límites de todo bien, y dejad a la bondad infinita de Dios el cuidado de obrar divinamente en vuestra alma; El la traspasará con los rayos de su Soberana luz, la trasformará en su amor y la hará vivir una vida toda de amor, vida santa, vida divina.
IX
Dejad a vuestra alma revolotear en derredor de la luz divina con afectos y sentimientos de profunda humildad, de fe viva y de ardiente caridad, hasta que abrasada en las llamas del amor divino, quede reducida a pavesas.
Estos son los sublimes afectos que la Divina Majestad obra en las almas que se hacen pequeñas y se anonadan, que, sin atribuirse nada, dan a Dios toda la gloria de sus dones y los presentan delante de su trono cual una ofrenda humilde y amorosa, como incienso de agradable olor.
X
A ejemplo de la madre perla que, recibido el rocío del cielo, cierra sus conchas, se hunde y se abisma en el fondo del mar, y allí engendra la perla preciosa; humillaos siempre más y más, regocijaos en medio de los desprecios y afrentas, y abismaos con completa confianza en el abismo del Todo divino, permaneciendo siempre en vuestra nada, y tened por cierto que engendraréis las perlas preciosas de las más sublimes y heroicas virtudes.
XI
La oración que humilla al alma, la inflama de amor, la excita a la virtud y a la paciencia, no está sujeta a ilusiones. Sed humildes, y entrad de lleno en el conocimiento de vosotros mismos… Cuanto más se ahonda, más se descubre la espantosa Nada que se hace enseguida desaparecer en el Todo infinito. Una N y una T, estas dos letras encierran una muy sublime perfección.
XII
Me alegro de los sufrimientos interiores y exteriores que experimentáis. Comenzáis a ser discípulo de Jesucristo. Es verdad que son muy ligeros… debéis, pues, humillaros y confundiros, pensando que son como nada comparados con los que sufren los verdaderos siervos del Señor, y mucho menos, si los pesáis en la balanza de la Cruz del Salvador. Permaneced muy humilde, muy anonadado.
XIII
Huid como de la peste las satisfacciones que hinchan, causan vanidad e inspiran estimación de sí mismo, porque vienen del demonio. Dad gracias a Dios, cuando os hace la gracia de reconocerla y desecharlas. El medio más seguro para preservarse del veneno mortífero de la vanidad, es la santa humildad de corazón, el anonadamiento y desprecio de sí mismo. Acudid al Sagrado Corazón de Jesús, fuente de toda humildad y fortaleza inexpugnable; allí debemos refugiarnos, y hallaremos remedio para todos nuestros males.
XIV
Cuando el demonio os asaltare para perderos, humillaos profundamente a la consideración de vuestros pecados y miserias; fijad vuestras miradas en vuestra nada, y veréis como Satanás, espantado por vuestra humildad, huirá precipitadamente, y con él se desvanecerán todas sus astucias. Es necesario ser fiel a esta práctica y manera de luchar contra el infierno.
XV
Las luces que a veces alumbran la inteligencia e inflaman la voluntad, deben ser tenidas por muy sospechosas, si engendran sentimientos de vanidad. Convine mucho, pues, alejar toda imaginación, todo sentimiento que no sea sola y exclusivamente de Dios, y ponerse en la divina presencia con fe viva y atención respetuosa, tratando de concebir una alta idea de la divina Majestad, anonadándose delante de ella.
XVI
Permanezcamos contentos en nuestra nada y no busquemos elevarnos, ni dominar, a no ser que Dios mismo nos eleve. Cuanto más nos humilláremos delante de Dios y de los hombres, más el Señor nos levantará y enriquecerá de sus dones y gracias celestiales. Así es como el Señor obra siempre.
XVII
San Francisco de Borja, antes de elevarse a sus altas contemplaciones, gastaba dos horas meditando sobre su nada; por eso subió a tan alto grado de santidad y se hizo tan acepto a Dios. Será más grande delante del Señor el que fuere más pequeño a sus propios ojos
XVIII
Los verdaderos consuelos y los dones del cielo van acompañados siempre de tan profunda humildad y de tan claro conocimiento de si mismo y de Dios, que el que los recibe se abatiría y anonadaría bajo los pies de todos y de los mimos demonios… Ellos engendran, aunque no siempre, una inteligencia celestial con la paz del corazón, el amor de Dios, la alegría del alma, y la práctica de la virtud.
XIX
¡Oh! Cuando Dios quiere elevar a un alma ¡Oh, qué dulce violencia! Digo dulce, pero tan fuerte que el alma no puede resistir. Permanezcamos siempre en la presencia de Dios con los ojos fijos en nuestra nada, en nuestros pecados y miserias, y dejemos a nuestra alma toda libertad para que siga los impulsos de la gracia y los dulces y poderosos atractivos del Espíritu Santo. Añado que, aunque os parezca que os regocijáis en las penas y en los desprecios, no debéis hacer mucho caso de esa disposición, porque el demonio podría valerse de ella para inspiraros soberbia y vanidad.
XX
Es preciso no hacer caso del propio juicio e impresiones, sino temer y desconfiar, no teniendo otro deseo que hacer en todo la santísima voluntad de Dios.
El mundo está lleno de lazos, sólo los humildes pueden escapar. No os fiéis de vosotros mismos… No seáis jueces en vuestra propia causa, sino desconfiad de vosotros mismos. Escrito está: Dichoso el hombre que vive en una continúa desconfianza.
XXI
Hacer mucho bien y creer que no se hace nada, es señal evidente de una muy grande y profunda humildad. Es verdaderamente humilde de corazón aquel que se conoce a fondo y conoce a Dios. Que el Señor nos conceda a nosotros y a todos esta gracia.
XXII
El que se anonadare más profundamente, será más elevado, más favorecido, y tendrá más fácil entrada en la real sala de donde se pasa al santuario secreto del amor divino en el cual el alma trata a solas y muy familiarmente con el celestial Esposo.
XXIII
Si algún polvo de imperfección se pega por veces a vuestro corazón, no os turbéis, sino consumidle al punto en el fuego del amor de Dios, humillándoos y arrepintiéndoos dulcemente, pero con un arrepentimiento fuerte y de todo corazón, y continuad en vuestra paz interior.
XXIV
Sabed, y no olvidéis, que de la humildad de corazón nacen y proceden la serenidad del espíritu, y la paz del alma, la tranquilidad de la conciencia, la dulzura del carácter, en fin todos los bienes. Nuestro Señor Jesucristo dice: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el descanso para vuestras almas.
XXV
Cuando nos hallamos áridos, desolados, abandonados y olvidados de todos, debemos humillarnos más y más delante de Dios, reconociendo nuestros defectos, nuestra indignidad, y reclamando al propio tiempo el socorro de su gracia, esperando con humilde resignación lo que le agrade enviarnos y disponer de nosotros.
XXVI
El medio más seguro y a la vez más sencillo para recibir nuevos dones y nuevas gracias, y para amar más y más al Soberano bien, consiste en considerar a la luz de la fe el abismo sin fondo de nuestra nada; y en el espanto y confusión que esta vista ha de causarnos necesariamente, arrojarnos en el océano sin límites de la Divinidad, dejando desaparecer nuestra horrible nada, y recibir de una manera pasiva las divinas inspiraciones.
XXVII
Abandonaos totalmente en los brazos amorosos de Dios; deja a la divina Majestad obrar y trabajar en lo más íntimo de vuestra alma sin ninguna resistencia de vuestra parte; allí se obrará una generación divina. En esta escuela de la divina Sabiduría, el más sabio es aquel que se hace el más ignorante: allí se entiende, sin entender, por decirlo así.
XXVIII
Es menester morir a todo lo que no es Dios y permanecer en un total despojo de todo lo criado, en una completa pobreza y desnudez de espíritu, y en una perfecta soledad interior. Todo esto se nos hará muy fácil, si sentimos bajamente de nosotros mismos.
XXIX
Dios ama a las almas infantiles y les enseña aquella sublime sabiduría que oculta a los sabios y prudentes del mundo.
¡Oh santa ignorancia, que hace desaparecer toda la sabiduría y toda la grandeza del siglo, y nos hace aprender en la escuela del Espíritu Santo la ciencia y la sabiduría de los Santos!
XXX
Guardaos cuidadosamente de desear los mundanos honores y las vanas alabanzas de los hombres, por el contrario, buscad con verdadero empeño la preciosa joya de la santa humildad, y tenedla en mucha estima y aprecio.
XXXI
Estimad a todos más que a vos mismo, consideradlos como a vuestros superiores y dignos de todo vuestro aprecio y respeto, y persuadíos que nada sois, nada tenéis y nada podéis sin el auxilio de la divina gracia.
I
La santa humildad es el fundamento de todas las virtudes. El que se humillare será ensalzado, mas aquel que se levantare será humillado. Dios no revela sus sublimes secretos, sino a los pequeños y humildes de corazón.
II
Un pequeño grano de orgullo basta para echar a tierra la más alta y encumbrada santidad; penetraos bien del conocimiento de vuestras miserias y pecados y permaneced en vuestra nada…
Cuanto más nos humilláremos, tanto más Dios nos levantará y nos absorberá en la inmensidad de su Ser infinito.
III
Permaneced siempre en el anonadamiento y el desprecio de vos mismo, y que vuestro más grande deseo sea que todos os miren como a objeto digno de desprecio y de ninguna consideración.
Cuando Dios os concede sus favores, tenedlos muy ocultos, según el consejo del Apóstol: Secretum meum mihi, y buscad todas las ocasiones de humillaros.
IV
Haced siempre una buena y justa partición de cuanto veis en vosotros o pensáis tener; guardad lo que es vuestro, la profunda y horrorosa nada, capaz de hacer todo el mal posible; dad a Dios lo que es suyo y le pertenece, es decir, todo el bien que poseéis y que podéis hacer.
La humildad y el desprecio de sí mismo hacen evitar muchos males y ponen en precipitada fuga a los demonios.
V
Es absolutamente necesario temer mucho y arrojar de sí la horrible e infernal bestia del amor propio; es una serpiente de siete cabezas que se insinúa por todas partes. ¡Oh, cuántos males ha causado a una infinidad de almas! ¡Oh, a cuántas encumbradas santidades ha echado a tierra y ha precipitado en el abismo de la eterna perdición!
No hay cosa en el mundo que más me espante y que más me ponga en guardia, como ese infernal vicio, es decir, el orgullo: temo mucho que se insinúe en mi corazón y se apodere de mi pobre alma.
VI
¡Ah! ¿Cuándo imitaremos perfectamente al divino Redentor que se anonadó a sí mismo hasta tomar la forma de esclavo y pecador, hasta morir crucificado, como el más criminal de los criminales? ¿Cuándo seremos tan humildes que nos gloriemos de ser el oprobio de los hombres y la abyección de la plebe? ¿Cuándo seremos tan sencillos y tan pequeños que miremos como un gran tesoro el ser los últimos de todos y los más olvidados? ¿Cuándo será nuestra más grande pena el ser estimados y alabados? ¡Oh santa humildad, qué preciosa eres!
VII
Cuanto más el hombre se abate a sí mismo y desciende hasta el fondo del abismo bajo los pies de los demonios, más Dios lo eleva y sublima.
Así como el demonio, queriendo elevarse a lo más alto del Empíreo por su orgullo, fue precipitado a lo más profundo del infierno, así el alma que se humilla, abate y anonada hasta el abismo, hace temblar a Satanás, le confunde, le ahuyenta, y Dios la exalta y eleva hasta lo más alto del Paraíso.
VIII
Convencidos y penetrados de vuestra nada, no os asustéis, arrojaos con toda confianza en el abismo sin límites de todo bien, y dejad a la bondad infinita de Dios el cuidado de obrar divinamente en vuestra alma; El la traspasará con los rayos de su Soberana luz, la trasformará en su amor y la hará vivir una vida toda de amor, vida santa, vida divina.
IX
Dejad a vuestra alma revolotear en derredor de la luz divina con afectos y sentimientos de profunda humildad, de fe viva y de ardiente caridad, hasta que abrasada en las llamas del amor divino, quede reducida a pavesas.
Estos son los sublimes afectos que la Divina Majestad obra en las almas que se hacen pequeñas y se anonadan, que, sin atribuirse nada, dan a Dios toda la gloria de sus dones y los presentan delante de su trono cual una ofrenda humilde y amorosa, como incienso de agradable olor.
X
A ejemplo de la madre perla que, recibido el rocío del cielo, cierra sus conchas, se hunde y se abisma en el fondo del mar, y allí engendra la perla preciosa; humillaos siempre más y más, regocijaos en medio de los desprecios y afrentas, y abismaos con completa confianza en el abismo del Todo divino, permaneciendo siempre en vuestra nada, y tened por cierto que engendraréis las perlas preciosas de las más sublimes y heroicas virtudes.
XI
La oración que humilla al alma, la inflama de amor, la excita a la virtud y a la paciencia, no está sujeta a ilusiones. Sed humildes, y entrad de lleno en el conocimiento de vosotros mismos… Cuanto más se ahonda, más se descubre la espantosa Nada que se hace enseguida desaparecer en el Todo infinito. Una N y una T, estas dos letras encierran una muy sublime perfección.
XII
Me alegro de los sufrimientos interiores y exteriores que experimentáis. Comenzáis a ser discípulo de Jesucristo. Es verdad que son muy ligeros… debéis, pues, humillaros y confundiros, pensando que son como nada comparados con los que sufren los verdaderos siervos del Señor, y mucho menos, si los pesáis en la balanza de la Cruz del Salvador. Permaneced muy humilde, muy anonadado.
XIII
Huid como de la peste las satisfacciones que hinchan, causan vanidad e inspiran estimación de sí mismo, porque vienen del demonio. Dad gracias a Dios, cuando os hace la gracia de reconocerla y desecharlas. El medio más seguro para preservarse del veneno mortífero de la vanidad, es la santa humildad de corazón, el anonadamiento y desprecio de sí mismo. Acudid al Sagrado Corazón de Jesús, fuente de toda humildad y fortaleza inexpugnable; allí debemos refugiarnos, y hallaremos remedio para todos nuestros males.
XIV
Cuando el demonio os asaltare para perderos, humillaos profundamente a la consideración de vuestros pecados y miserias; fijad vuestras miradas en vuestra nada, y veréis como Satanás, espantado por vuestra humildad, huirá precipitadamente, y con él se desvanecerán todas sus astucias. Es necesario ser fiel a esta práctica y manera de luchar contra el infierno.
XV
Las luces que a veces alumbran la inteligencia e inflaman la voluntad, deben ser tenidas por muy sospechosas, si engendran sentimientos de vanidad. Convine mucho, pues, alejar toda imaginación, todo sentimiento que no sea sola y exclusivamente de Dios, y ponerse en la divina presencia con fe viva y atención respetuosa, tratando de concebir una alta idea de la divina Majestad, anonadándose delante de ella.
XVI
Permanezcamos contentos en nuestra nada y no busquemos elevarnos, ni dominar, a no ser que Dios mismo nos eleve. Cuanto más nos humilláremos delante de Dios y de los hombres, más el Señor nos levantará y enriquecerá de sus dones y gracias celestiales. Así es como el Señor obra siempre.
XVII
San Francisco de Borja, antes de elevarse a sus altas contemplaciones, gastaba dos horas meditando sobre su nada; por eso subió a tan alto grado de santidad y se hizo tan acepto a Dios. Será más grande delante del Señor el que fuere más pequeño a sus propios ojos
XVIII
Los verdaderos consuelos y los dones del cielo van acompañados siempre de tan profunda humildad y de tan claro conocimiento de si mismo y de Dios, que el que los recibe se abatiría y anonadaría bajo los pies de todos y de los mimos demonios… Ellos engendran, aunque no siempre, una inteligencia celestial con la paz del corazón, el amor de Dios, la alegría del alma, y la práctica de la virtud.
XIX
¡Oh! Cuando Dios quiere elevar a un alma ¡Oh, qué dulce violencia! Digo dulce, pero tan fuerte que el alma no puede resistir. Permanezcamos siempre en la presencia de Dios con los ojos fijos en nuestra nada, en nuestros pecados y miserias, y dejemos a nuestra alma toda libertad para que siga los impulsos de la gracia y los dulces y poderosos atractivos del Espíritu Santo. Añado que, aunque os parezca que os regocijáis en las penas y en los desprecios, no debéis hacer mucho caso de esa disposición, porque el demonio podría valerse de ella para inspiraros soberbia y vanidad.
XX
Es preciso no hacer caso del propio juicio e impresiones, sino temer y desconfiar, no teniendo otro deseo que hacer en todo la santísima voluntad de Dios.
El mundo está lleno de lazos, sólo los humildes pueden escapar. No os fiéis de vosotros mismos… No seáis jueces en vuestra propia causa, sino desconfiad de vosotros mismos. Escrito está: Dichoso el hombre que vive en una continúa desconfianza.
XXI
Hacer mucho bien y creer que no se hace nada, es señal evidente de una muy grande y profunda humildad. Es verdaderamente humilde de corazón aquel que se conoce a fondo y conoce a Dios. Que el Señor nos conceda a nosotros y a todos esta gracia.
XXII
El que se anonadare más profundamente, será más elevado, más favorecido, y tendrá más fácil entrada en la real sala de donde se pasa al santuario secreto del amor divino en el cual el alma trata a solas y muy familiarmente con el celestial Esposo.
XXIII
Si algún polvo de imperfección se pega por veces a vuestro corazón, no os turbéis, sino consumidle al punto en el fuego del amor de Dios, humillándoos y arrepintiéndoos dulcemente, pero con un arrepentimiento fuerte y de todo corazón, y continuad en vuestra paz interior.
XXIV
Sabed, y no olvidéis, que de la humildad de corazón nacen y proceden la serenidad del espíritu, y la paz del alma, la tranquilidad de la conciencia, la dulzura del carácter, en fin todos los bienes. Nuestro Señor Jesucristo dice: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el descanso para vuestras almas.
XXV
Cuando nos hallamos áridos, desolados, abandonados y olvidados de todos, debemos humillarnos más y más delante de Dios, reconociendo nuestros defectos, nuestra indignidad, y reclamando al propio tiempo el socorro de su gracia, esperando con humilde resignación lo que le agrade enviarnos y disponer de nosotros.
XXVI
El medio más seguro y a la vez más sencillo para recibir nuevos dones y nuevas gracias, y para amar más y más al Soberano bien, consiste en considerar a la luz de la fe el abismo sin fondo de nuestra nada; y en el espanto y confusión que esta vista ha de causarnos necesariamente, arrojarnos en el océano sin límites de la Divinidad, dejando desaparecer nuestra horrible nada, y recibir de una manera pasiva las divinas inspiraciones.
XXVII
Abandonaos totalmente en los brazos amorosos de Dios; deja a la divina Majestad obrar y trabajar en lo más íntimo de vuestra alma sin ninguna resistencia de vuestra parte; allí se obrará una generación divina. En esta escuela de la divina Sabiduría, el más sabio es aquel que se hace el más ignorante: allí se entiende, sin entender, por decirlo así.
XXVIII
Es menester morir a todo lo que no es Dios y permanecer en un total despojo de todo lo criado, en una completa pobreza y desnudez de espíritu, y en una perfecta soledad interior. Todo esto se nos hará muy fácil, si sentimos bajamente de nosotros mismos.
XXIX
Dios ama a las almas infantiles y les enseña aquella sublime sabiduría que oculta a los sabios y prudentes del mundo.
¡Oh santa ignorancia, que hace desaparecer toda la sabiduría y toda la grandeza del siglo, y nos hace aprender en la escuela del Espíritu Santo la ciencia y la sabiduría de los Santos!
XXX
Guardaos cuidadosamente de desear los mundanos honores y las vanas alabanzas de los hombres, por el contrario, buscad con verdadero empeño la preciosa joya de la santa humildad, y tenedla en mucha estima y aprecio.
XXXI
Estimad a todos más que a vos mismo, consideradlos como a vuestros superiores y dignos de todo vuestro aprecio y respeto, y persuadíos que nada sois, nada tenéis y nada podéis sin el auxilio de la divina gracia.
San Pablo de la Cruz