Hijo, guarda el tiempo.
Ecl. 4, 23
PUNTO 1
Procura, hijo mío
–nos dice el Espíritu Santo–, emplear bien el tiempo, que es la más preciada
cosa, riquísimo don que Dios concede al hombre mortal. Hasta los gentiles
conocieron cuánto es su valor. Séneca decía que nada puede equivaler al precio
del tiempo. Y con mayor estimación le apreciaron los Santos.
San Bernardino de
Siena afirma que un instante de tiempo vale tanto como Dios, porque en ese
momento, con un acto de contrición o de amor perfecto, puede el hombre adquirir
la divina gracia y la gloria eterna.
Tesoro es el
tiempo que sólo en esta vida se halla, mas no en la otra, ni en el Cielo, ni en el
infierno. Así es el grito de los condenados: “¡Oh, si tuviésemos una hora!...”
A toda costa querrían una hora para remediar su ruina; pero esta hora jamás les
será dada.
En el Cielo no
hay llanto; mas si los bienaventurados pudieran sufrir, llorarían el tiempo
perdido en la vida mortal, que podría haberles servido para alcanzar más alto
grado de gloria; pero ya pasó la época de merecer.
Una religiosa
benedictina, difunta, se apareció radiante en gloria a una persona y le reveló
que gozaba plena felicidad; pero que si algo hubiera podido desear, sería
solamente volver al mundo y padecer más en él para alcanzar mayores méritos; y
añadió que con gusto hubiera sufrido hasta el día del juicio la dolorosa enfermedad
que la llevó a la muerte, con tal de conseguir la gloria que corresponde al
mérito de una sola Avemaría.
¿Y tú, hermano
mío, en qué gastas el tiempo?... ¿Por qué lo que puedes hacer hoy lo difieres
siempre hasta mañana? Piensa que el tiempo pasado desapareció y no es ya tuyo;
que el futuro no depende de ti. Sólo el tiempo presente tienes para obrar...
“¡Oh infeliz!
–advierte San Bernardo–, ¿por qué presumes de lo venidero, como si el Padre
hubiese puesto el tiempo en tu poder?” Y San Agustín dice: “¿Cómo puedes
prometerte el día de mañana, si no sabes si tendrás una hora de vida?” Así, con
razón, decía Santa Teresa: “Si no te hallas preparado para morir, teme tener
una mala muerte...”.
PUNTO 2
Nada hay más
precioso que el tiempo, ni hay cosa menos estimada ni más despreciada por los
mundanos. De ello se lamentaba San Bernardo, y añadía: “Pasan los días de salud,
y nadie piensa que esos días desaparecen y no vuelven jamás”. Ved aquel jugador
que pierde días y noches en el juego. Preguntadle qué hace, y os responderá:
“Pasando el tiempo”. Ved aquel desocupado que se entretiene en la calle, quizá
muchas horas, mirando a los que pasan, o hablando obscenamente o de cosas
inútiles. Si le preguntan qué está haciendo, os dirá que no hace más que pasar
el tiempo. ¡Pobres ciegos, que pierden tantos días, días que nunca volverán!
¡Oh tiempo
despreciado!, tú serás lo que más deseen los mundanos en el trance de la
muerte... Querrán otro año, otro mes, otro día más; pero no les será dado, y
oirán decir que ya no habrá más tiempo
(Ap. 10, 6). ¡Cuánto no daría cualquiera de ellos para alcanzar una semana, un
día de vida, y poder mejor ajustar las cuentas del alma!... “Sólo por una hora
más –dice San Lorenzo Justiniano– darían todos sus bienes”. Pero no obtendrán
esa hora de tregua... Pronto dirá el sacerdote que los asista: “Apresúrate a
salir de este mundo; ya no hay más tiempo para ti”.
Por eso nos
exhorta el profeta (Ecl. 12, 1-2) a que nos acordemos de Dios y procuremos su
gracia antes que se nos acabe la luz... ¡Qué angustia no sentirá un viajero al
advertir que perdió su camino cuando, por ser ya de noche, no sea posible poner
remedio!... Pues tal será la pena, al morir, de quien haya vivido largos años
sin emplearlos en servir a Dios. Vendrá
la noche cuando nadie podrá ya operar (Jn. 9, 4). Entonces la muerte será
para él tiempo de noche, en que nada podrá hacer. “Clamó contra mí el tiempo”
(Lm. 1, 15).
La conciencia le
recordará cuánto tiempo tuvo, y cómo le gastó en daño del alma; cuántas gracias
recibió de Dios para santificarse, y no quiso aprovecharse de ellas; y además
verá cerrada la senda para hacer el bien.
Por eso dirá
gimiendo: “¡Oh, cuán loco fui!... ¡Oh tiempo perdido en que pude
santificarme!... Mas no lo hice, y ahora ya no es tiempo...” ¿Y de qué servirán
tales suspiros y lamentos cuando el vivir se acaba y la lámpara se va
extinguiendo, y el moribundo se ve próximo al solemne instante de que depende
la eternidad?
PUNTO 3
Preciso es que
caminemos por la vía del Señor mientras tenemos
vida y luz (Jn. 12, 35), porque ésta luego se pierde en la muerte. Entonces
no será ya tiempo de prepararse, sino de estar
preparado (Lc. 12, 40). En la muerte nada se puede hacer: lo hecho, hecho
está...
¡Oh Dios! ¡Si
alguno supiese que en breve se había de fallar la causa de su vida o muerte, o
de su hacienda toda, con cuanta diligencia buscaría un buen abogado, procuraría
que los jueces conociesen bien las razones que le asistieran, y trataría de
allegar medios de obtener sentencia favorable!... Y nosotros, ¿qué hacemos? Nos
consta con incertidumbre que muy en breve, en el momento menos pensado, se ha
de fallar la causa del mayor negocio que tenemos, es, a saber, del negocio de
nuestra salvación eterna..., ¿y aún perdemos tiempo?
Quizá diga alguno: “Yo soy joven ahora; más tarde me convertiré a Dios”. Pues sabed –respondo– que el Señor maldijo aquella higuera que halló sin frutos, aunque no era tiempo de tenerlos, como lo hace notar el Evangelio (Mc. 11, 13).
Con lo cual
Jesucristo quiso darnos a entender que el hombre en todo tiempo, hasta en el de
la juventud, debe producir frutos de buenas obras; de otro modo será maldito y
no dará frutos en lo porvenir. Nunca
jamás coma ya nadie de ti (Mc. 11, 14). Así dijo a aquél árbol el Redentor,
y así maldice a quien Él llama y le resiste...
¡Cosa digna de
admiración! Al demonio le parece breve el tiempo de nuestra vida, y no pierde
ocasión de tentarnos. Descendió el diablo
a vosotros con grande ira, sabiendo que tiene poco tiempo (Ap. 12, 12). ¡De
suerte que el enemigo no desaprovecha ni un instante para perdernos, y nosotros
no aprovechamos el tiempo para salvarnos!
Otro preguntará:
“¿Qué mal hago yo?...” ¡Oh Dios mío! ¿Y no es ya un mal perder el tiempo en
juegos o conversaciones inútiles, que de nada sirven a nuestra alma? ¿Acaso nos
da Dios ese tiempo para que así le perdamos? No, dice el Espíritu Santo; la partecita de un buen don no se te pase
(Ecl. 14, 14). Aquellos operarios de que habla San Mateo no hacían cosa alguna
mala; solamente perdían el tiempo, y por ello les reprendió el dueño de la
viña: ¿Qué hacéis aquí todo el día
ociosos? (Mt. 20, 6).
En el día del
juicio, Jesucristo nos pedirá cuenta de toda palabra ociosa. Todo tiempo que no
se emplea por Dios es tiempo perdido. Y el Señor nos dice (Ecl. 9, 10): Cualquier cosa que pueda hacer tu mano,
óbrala con instancia; porque ni obra, ni razón de sabiduría, ni ciencia, habrá
en el sepulcro, adonde caminas aprisa...
La venerable
Madre Sor Juana de la Santísima Trinidad, hija de Santa Teresa, decía que en la
vida de los Santos no hay día de mañana; que solamente lo hay en la vida de los
pecadores, pues siempre dicen: “Luego, luego”, y así llegan a la muerte. He aquí ahora el tiempo favorable (2
Cor. 6, 2). Si hoy oyereis su voz, no
queráis endurecer vuestros corazones (Sal. 94, 8). Hoy Dios te llama para
el bien; hazle hoy mismo, pues mañana quizá no sea ya tiempo, o Dios no te
llamará.
Y si, por
desgracia, en la vida pasada has empleado el tiempo en ofender a Dios, procura
llorarlo en el resto de tu vida mortal, como se propuso el rey Ezequías: Repasaré delante de ti todos mis años con
amargura de mi alma (Is. 38. 15).
Dios te prolonga
la vida para que repares el tiempo perdido: Redimiendo
el tiempo, porque los días son malos (Ef. 5, 10); o bien, según comenta San
Anselmo: “Recuperarás el tiempo si haces lo que descuidaste hacer”.
San Jerónimo dice
de San Pablo, que, aunque era el último de los Apóstoles, fue el primero en
méritos por lo que hizo después de su vocación.
Consideremos
siquiera que en cada instante podemos granjear mayor acopio de bienes eternos.
Si nos concediesen tanto terreno como caminando en un día pudiéramos rodead, o
tanto dinero como alcanzásemos a contar en un día, ¡con cuánta prisa
procederíamos! Pues si podemos en un momento adquirir eternos tesoros, ¿por qué
hemos de malgastar el tiempo? Lo que hoy puedas hacer, no digas que lo harás
mañana, porque el día de hoy le habrás perdido y no volverá más.
Cuando San
Francisco de Borja oía hablar de cosas mundanas, elevaba a Dios el corazón con
santos afectos, de suerte que si le preguntaban luego su sentir acerca de lo
que se había dicho, no sabía qué responder. Reprendiéronle por ello, y contestó
que antes prefería parecer hombre de rudo ingenio que perder el tiempo
vanamente.
AFECTOS Y SÚPLICAS
No, Dios mío; no
quiero perder el tiempo que me habéis concedido por vuestra misericordia... He
merecido verme en el infierno, gimiendo sin esperanza. Os doy, pues, fervorosas
gracias por haberme conservado la vida. Deseo, en los días que me restan, vivir
sólo para Vos.
Si estuviese en
el infierno, lloraría desesperado y sin fruto. Ahora lloraré las ofensas que os
hice, y llorándolas, sé de cierto que me perdonaréis, como lo asegura el
Profeta (Is. 30, 19). En el infierno me sería imposible amaros; ahora os amo y
espero que siempre os amaré. En el infierno jamás podría pedir vuestra gracia;
ahora oigo que decís: Pedid y recibiréis
(Jn. 16, 24).
Y puesto que aún
me hallo en tiempo útil para pediros gracias, dos voy a demandaros: ¡oh Dios
mío!, concededme la perseverancia en vuestro santo servicio, dadme vuestro
amor, y luego haced de mí lo que quisierais. Haced que en todos los instantes
de mi vida me encomiende siempre a Vos, diciendo: “Ayudadme, Señor... Señor,
tened piedad de mí; haced que no os ofenda; haced que os ame...”
¡Virgen Santísima
y Madre mía, alcanzadme la gracia de que siempre me encomiende a Dios y le pida
su santo amor y la perseverancia!
PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio