No comprende el hombre su
precio.
Job. 28, 13.
PUNTO 1
Dice el Señor que
quien sabe apartar lo precioso de lo vil es semejante a Dios, que sabe desechar
el mal y escoger el bien (Jer. 15, 19). Veamos cuán grande bien es la gracia
divina, y qué mal inmenso la enemistad con Dios. No conocen los hombres el
valor de la divina gracia (Jb. 28, 13). De aquí que la cambien por naderías,
por humo sutil, por un poco de tierra, por un irracional deleite. Y, sin
embargo, es un tesoro de infinito valor que nos hace dignos de la amistad de
Dios (Sb. 7, 14): de suerte que el alma que está en gracia es regalada amiga
del Señor.
Los gentiles,
privados de la luz de la fe, creían cosa imposible que la criatura pudiera
tener amistad con Dios; y hablando según el dictamen de su corazón, no se
equivocaban, porque la amistad –como dice San Jerónimo– hace iguales a los
amigos. Pero Dios ha declarado en varios lugares que por medio de su gracia
podemos hacernos amigos suyos si observamos y cumplimos su ley (Jn. 15, 14).
Por lo que exclama San Gregorio: “¡Oh bondad de Dios! No merecíamos ni aun ser
llamados siervos suyos, y Él se digna llamarnos sus amigos”.
¡Cuán afortunado
se estimaría el que tuviese la dicha de ser amigo de su rey! Mas si en un
vasallo fuera temeridad pretender la amistad de su príncipe, no lo es que un
alma sea amiga de su Dios. Refiere San Agustín que hallándose dos cortesanos en
un monasterio, uno de ellos comenzó a leer la vida de San Antonio Abad, y conforme
leía se le iba desasiendo el corazón de los afectos mundanos de tal modo, que
hablaba así a su compañero: “Amigo, ¿qué es lo que buscamos?... Sirviendo al
emperador, lo más que podremos pretender es el conseguir su amistad. Y aunque a
tanto llegásemos, expondríamos a grave peligro la eterna salvación. Con harta
dificultad lograríamos ser amigos del César. Mas si quiero ser amigo de Dios,
ahora mismo puedo serlo”.
El que está,
pues, en gracia, amigo del Señor es. Y aun mucho más porque se hace hijo de
Dios (Sal. 81, 6). Tal es la inefable dicha que nos alcanzó el divino amor por
medio de Jesucristo. Considerad cuál
caridad nos ha dado el Padre queriendo que tengamos nombre de hijos de Dios y
lo seamos (1 Jn. 3, 1).
Es también el
alma que está en gracia esposa del Señor. Por eso el padre del hijo pródigo, al
acogerle y recibirle de nuevo, le dio el anillo en señal de desposorio (Lc. 15,
22). Esa alma venturosa es, además, templo del Espíritu Santo. Sor María de
Ognes vio salir a un demonio del cuerpo de un niño que recibía el bautismo, y
notó que entraba en el nuevo cristiano el Espíritu Santo rodeado de ángeles.
PUNTO 2
Dice Santo Tomás
de Aquino que el don de la gracia excede a todos los dones que una criatura
puede recibir, puesto que la gracia es participación de la misma naturaleza
divina. Y antes había dicho San Pedro: “Para que por ella seáis participantes
de la divina naturaleza”. ¡Tanto es lo que por su Pasión mereció nuestro Señor
Jesucristo Él nos comunicó en cierto modo el esplendor que de Dios había
recibido (Jn. 17, 22); de manera que el alma que está en gracia se une con Dios
íntimamente (1 Co, 6, 17), y como dijo el redentor (Jn. 14, 33), en ella viene
a habitar la Trinidad Santísima.
Tan hermosa es un
alma en estado de gracia, que el Señor se complace en ella y la elogia
amorosamente (Cant. 4, 1): “¡Qué hermosa eres, amiga mía; qué hermosa!”.
Diríase que el Señor no sabe apartar sus ojos de un alma que le ama ni dejar de
oír cuanto le pida (Sal. 33, 16). Decía Santa Brígida que nadie podría ver la
hermosura de un alma en gracia sin que muriese de gozo. Y Santa Catalina de
Siena, al contemplar un alma en tal feliz estado, dijo que preferiría dar su
vida a que aquella alma hubiese de perder tanta belleza. Por eso la Santa
besaba la tierra por donde pasaban los sacerdotes, considerando que por medio
de ellos recuperaban las almas la gracia de Dios.
¡Y qué tesoro de
merecimientos puede adquirir un alma en estado de gracia! En cada instante le
es dado merecer la gloria; pues, como dice Santo Tomás, cada acto de amor hecho
por tales almas merece la vida eterna. ¿Por qué envidiar, pues, a los poderosos
de la tierra? Si estamos en gracia de Dios podemos continuamente conquistar
harto mayores grandezas celestiales.
Un hermano
coadjutor de la Compañía de Jesús, según refiere el P. Patrignani en su Menologio, aparecióse después de su
muerte y reveló que se había salvado, así como Felipe II rey de España y que
ambos gozaban ya de la gloria eterna; pero que cuanto menor había él sido en el
mundo comparado con el rey, tanto más alto era su lugar en el Cielo.
Sólo el que la
disfruta puede entender cuán suave es la paz de que goza, aún en este mundo, un
alma que está en gracia (Sal. 33, 9). Así lo confirman las palabras del Señor
(Sal. 118, 165): “Mucha paz para los que aman tu ley”. La paz que nace de esa
unión con Dios excede a cuantos placeres pueden dar los sentidos en el mundo
(Fil. 4, 7).
PUNTO 3
Consideremos
ahora el infeliz estado de un alma que se halla en desgracia de Dios. Está
apartada de su Bien Sumo, que es Dios (Is. 59, 2): de suerte que ella ya no es
de Dios, ni Dios es ya suyo (Os. 1, 9). Y no solamente no la mira como suya,
sino que la aborrece y condena al infierno.
No detesta el
Señor a ninguna de sus criaturas, ni a las fieras, ni a los reptiles, ni al más
vil insecto (Sb. 11, 25). Mas no puede dejar de aborrecer al pecador (Sal. 5,
7); porque siendo imposible que no odie al pecado, enemigo en absoluto
contrario a la divina voluntad, debe necesariamente aborrecer al pecador unido
con la voluntad al pecado (Sb. 14, 9).
¡Oh Dios mío! Si
alguno tiene por enemigo a un príncipe del mundo, apenas puede reposar
tranquilo, temiendo a cada instante la muerte. Y el que sea enemigo de Dios,
¿cómo puede tener paz? De la ira de un rey se puede huir ocultándose o emigrando
a algún otro lejano reino; pero ¿quién puede sustraerse de las manos de Dios?
“Señor –decía David (Sal. 138, 8-10)–, si subiere al Cielo, allí estás; si
descendiere al infierno, estás allí presente... Dondequiera que vaya, tu mano
llegará hasta mí”.
¡Desventurados
pecadores! Malditos son de Dios, malditos de los ángeles, malditos de los
Santos, aun en la tierra malditos cada día por los sacerdotes y religiosos que,
al recitar el Oficio divino, publican la maldición (Sal. 118, 21). Además,
estar en desgracia de Dios lleva consigo la pérdida de todos los méritos.
Aunque hubiese
merecido un hombre tanto como un San Pablo Eremita, que vivió noventa y ocho
años en una cueva; tanto como un San Francisco Javier, que conquistó para Dios
diez millones de almas; tanto como san Pablo, que alcanzó por sí solo, como
dice San Jerónimo, más merecimientos que todos los demás Apóstoles, si aquél
cometiera un solo pecado mortal, lo perdería todo (Ez. 18, 24); ¡tan grande es
la ruina que produce el incurrir en desgracia del Señor!
De hijo de Dios,
conviértese el pecador en esclavo de Satanás; de amigo predilecto se trueca en
odioso enemigo; de heredero de la gloria, en condenado al infierno. Decía San
Francisco de Sales que si los ángeles pudieran llorar, al ver la desdicha de un
alma que cometiendo un pecado mortal pierde la divina gracia, los ángeles
llorarían, compadecidos.
Pero la mayor
desventura consiste en que, aunque los ángeles llorarían, si pudieran llorar,
el pecador no llora. El que pierde un corcel, una oveja –dice San Agustín–, no
come, no descansa, gime y se lamenta. ¡Perderá acaso la gracia de Dios, y come
y duerme y no se queja!
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ved. Redentor
mío, el lamentable estado a que yo me reduje! Vos, para hacerme digno de
vuestra gracia, pasasteis treinta y tres años de trabajos y dolores, y yo, en
un instante, por un momento de envenenado placer, la he despreciado y perdido
sin reparo. Gracias mil os doy por vuestra misericordia, porque me da tiempo de
recuperar la gracia si de veras lo deseo.
Sí, Señor mío;
quiero hacer cuanto pueda para reconquistarla. Decidme qué debo poner por obra
para alcanzar el perdón. ¿Queréis que me arrepienta? Pues sí, Jesús mío, me
arrepiento de todo corazón de haber ofendido a vuestra infinita bondad...
¿Queréis que os ame? Os amo sobre todas las cosas. Mal empleé en la vida pasada
mi corazón, amando las criaturas, la vanidad del mundo.
De ahora en
adelante viviré sólo para Vos, y a Vos no más amaré Dios mío, mi tesoro, mi
esperanza y mi fortaleza (Sal. 17, 2). Vuestros méritos, vuestras sacratísimas
llagas, serán mi esperanza. De Vos espero la fuerza necesaria para seros fiel.
Acogedme, pues, en vuestra gracia, ¡oh Salvador mío!, y no permitáis que os
abandone más otra vez. Desasidme de los afectos mundanos e inflamad mi corazón
en vuestro santo amor.
María, Madre
nuestra, haced que mi alma arda en amor de Dios, como arde la vuestra
eternamente.
PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio