CAPÍTULO 13
Del segundo grado de humildad: declarase
en que consiste este
grado.
El segundo grado de humildad, dice San Buenaventura, es desear uno
ser tenido de los otros en poco; desear que no os conozcan ni os estimen y
que no haga nadie caso de vos.
Si estuviésemos bien fundados en el primer grado de humildad,
tendríamos andado mucho camino para llegar a este segundo; si
verdaderamente nosotros mismos nos tuviésemos en poco, no se nos haría
muy dificultoso que los otros también nos tuviesen en poco, antes nos
holgaríamos de ello. ¿Lo queréis ver? Dice San Buenaventura: «Todos,
naturalmente, nos holgamos que los demás se conformen con nuestro
parecer y sientan lo mismo que nosotros sentimos.» Pues si esto es así,
¿por qué no nos holgamos que los otros nos tengan en poco? ¿Sabéis por
qué? Porque no nos tenemos nosotros en poco; no somos de ese parecer.
San Gregorio, sobre aquellas palabras de Job (33, 27): [Pequé, y
verdaderamente delinquí, y no he recibido el castigo que merecía], dice:
Muchos con la boca dicen mal de sí, y que son unos tales y unos cuales, y
no lo creen ello así, porque cuando otro les dice aquellas mismas cosas,
aun menores, no lo pueden sufrir. Y esos tales, cuando dicen mal de sí, no
lo dicen con verdad, porque no lo sienten ellos así en su corazón, como lo
sentía Job cuando decía: Pequé, y verdaderamente he delinquido y
ofendido a Dios, y no me ha castigado tanto como yo merecía. Job decía
esto con verdad y de corazón; pero éstos, dice San Gregorio, solamente se humillan con la boca y exteriormente; mas en el corazón no tienen humildad;
quieren parecer humildes, pero no lo quieren ser; porque si de veras lo
deseasen, no se sentirían tanto cuando otro les reprende y les avisa de
alguna falta, si no se excusarían ni volverían tanto por sí, ni se turbarían
como se turban.
Cuenta Casiano que vino un monje al abad Serapión, que en el
hábito, meneos y palabras mostraba grande humildad y menosprecio de sí
mismo, y nunca acababa de decir mal de sí, que era tan pecador y malo,
que no era digno de gozar de este aire común ni de la tierra que pisaba; no
quería sentarse sino en el suelo, y mucho menos consentir que le lavasen
los pies. El abad Serapión, después de haber comido, comenzó a tratar
algunas cosas espirituales, como tenía de costumbre, y le cupo su ración al
huésped; le dio un buen consejo con mucho amor y blandura que pues era
mancebo y robusto, procurase residir en su celda y trabajar con sus manos
para comer, conforme a la regla de los monjes, y no anduviese ocioso
discurriendo por las celdas de los demás. Sintió tanto aquel monje esta
amonestación y aviso, que no lo pudo disimular, sino que lo mostró
exteriormente en el semblante del rostro. Entonces le dijo el abad
Serapión: «¿Qué es esto, hijo, que ahora nos decías de ti tantos males, y
tantas cosas de mucha afrenta y deshonra, y ahora con una amonestación
tan llana como ésta, que no contiene en sí injuria ni afrenta alguna, sino
mucho amor y caridad, te has indignado y alterado tanto, que no lo has
podido disimular? ¿Esperabas, por ventura, con aquellos males que decías
de ti, oír de nuestra boca aquella sentencia del Sabio (Prov. 18, 17): [El
justo es el primero que se acusa y confiesa sus faltas]: éste es justo y
humilde, pues dice mal de sí? ¿Pretendías que te alabásemos tuviésemos
por justo y por bueno?
¡Ay!, dice San Gregorio, que muchas veces eso es lo que
pretendemos con nuestras hipocresías y humildades fingidas, y lo que
parece humildad es soberbia grande. Porque muchas veces nos humillamos
por ser alabados de los hombres y por ser tenidos por buenos y por
humildes. Si no, pregunto yo: ¿Para qué decís de vos lo que no queréis que
crean los otros? Si lo decís de corazón y andáis con verdad, habéis de
querer que los otros os crean y os tengan por tal; y esto no queréis,
manifiestamente mostráis que en eso no pretendéis ser humillado, sino ser
tenido y estimado.
Eso es lo que dice el Sabio (Eccli 19, 23): Hay algunos que se
humillan fingidamente, y allá en lo interior su corazón está lleno de soberbia y engaño. Porque ¿qué mayor engaño que buscar por medio de la
humildad ser honrado y estimado de los hombres? ¿Y qué mayor soberbia
que pretender ser tenido por humilde? Pretender alabanzas de la humildad,
dice San Bernardo, no es virtud de humildad, sino perversión y destrucción
de ella. ¿Qué mayor perversión puede ser que ésa? ¿Qué cosa puede ser
más fuera de razón, que querer parecer mejor de donde parecéis peor? Del
mal que decís de vos queréis parecer bueno y ser tenido por tal, ¿qué cosa
más indigna y más fuera de razón? San Ambrosio, reprendiendo esto, dice:
«Muchos tienen apariencia de humildad, pero no tienen la virtud de la
humildad; muchos que parece que exteriormente la buscan, interiormente
la contradicen.»
Es tanta nuestra soberbia y la inclinación que tenemos a ser tenidos y
estimados, que buscamos mil modos e inventamos mil trazas para eso.
Unas veces por indirectas, otras por directas, siempre podríamos llevar el
agua a nuestro molino. Dice San Gregorio que es propio de los soberbios,
cuando les parece que han hablado o hecho alguna cosa bien, preguntar a
los que lo vieron u oyeron que les digan las faltas, para que les digan bien
de ello. Parece que se humillan exteriormente, pidiendo que les digan las
faltas; pero no es humildad aquella, sino soberbia, porque pretenden con
aquello sacar alabanzas. Otras veces comienza uno a decir mal de lo que
ha hecho, y dice que ha quedado muy descontento de ello, para con
aquello sacar lo que el otro tiene en su pecho, y querría que se lo excusase
y le dijese: no fue por cierto sino muy bien dicho, o muy bien hecho, y no
tenéis razón de estar descontento. Eso es lo que el otro buscaba. Llamaba a
ésta un Padre muy grave muy espiritual humildad de garabato, porque con
ese garabato queréis sacar del otro que os alabe. Acaba uno de predicar, y
queda él muy contento y muy pagado de su sermón, y pregunta al otro que
le diga las faltas. ¿Para qué son esas ficciones e hipocresías? Que no
pensáis vos que ha habido faltas, ni pretendéis sino que os digan bien del
sermón, y que concuerden con vuestro parecer, y eso oís de buena
gana; y si acaso el otro con llaneza os dice alguna falta, ni gustáis de ello,
antes la defendéis, y aun algunas veces acontece que juzgáis al que os notó
la falta de no tan buen entendimiento, y que no tiene buen voto en aquella
materia, porque tuvo por falta lo que vos tuvisteis por acertado, Todo es
soberbia y estimación, y eso pretendéis sacar con humildades fingidas.
Otras veces, cuando no podemos encubrir nuestra falta, la
confesamos llanamente, para que ya que perdimos honra con la falta, la
ganemos con aquella confesión humilde. Otras veces, dice San Bernardo,
exageramos nosotros nuestras faltas y decimos aún más de lo que es, para que viendo los otros que no es posible ni creíble ser tanto como aquello,
piensen que no debió haber falta ninguna en ello, y lo echen todo a
humildad nuestra; y así, exagerando y diciendo más de lo que es, queremos
encubrir lo que es. Con mil mañas y marañas procuramos disfrazar y
encubrir nuestra soberbia so capa de humildad.
Y en esto veréis de camino, dice San Bernardo cuan excelente y
preciosa sea la humildad y cuán baja y afrentosa la soberbia. Mirad cuán
alta y gloriosa cosa es la humildad, pues la misma soberbia se quiere valer
de ella y cubrirse con ella. Y mirad cuán baja y vergonzosa cosa es la
soberbia, pues no se atreve a parecer descubierta la cara, sino disfrazada y
cubierta con velo de humildad; que quedarais vos corrido y afrentado si el
otro entendiese que pretendéis y deseáis ser estimado y alabado; porque os
tendrían por soberbio, que es el más bajo puesto en que podéis ser tenido,
y por eso procuráis encubrir vuestra soberbia con muestras de humildad.
Pues ¿por qué queréis ser lo que tenéis vergüenza de parecer? Si quedaríais
avergonzado y corrido de que los otros entendiesen que vos queréis ser
alabado y estimado, ¿por qué no os avergonzáis de quererlo? Que el mal
en eso está, en quererlo vos, no en que los otros entiendan que lo queréis.
Y si tenéis vergüenza que los hombres entiendan eso, ¿por qué no la tenéis
de Dios, que lo entiende y ve? (Sal 138, 16): [Tus ojos, Señor, vieron mi
imperfección].
Todo esto nos viene de no estar bien fundados en el primer grado de
humildad, y así estamos tan lejos del segundo. Es menester que tomemos
este negocio de sus principios; primero conviene que conozcamos nuestra
miseria, y nuestra nada, y del profundo conocimiento propio ha de nacer
en nosotros un sentir muy bajamente de nosotros mismos, y despreciarnos
y tenernos en poco, que es el primer grado de humildad, y de ahí hemos de
subir a este segundo. De manera que no basta que vos os tengáis en poco,
ni basta que vos digáis mal de vos, aunque lo digáis de verdad y de
corazón, y lo sintáis así, sino habéis de procurar llegar a holgaros que los
otros también sientan de vos eso mismo que vos sentís y decís, y os
desprecien y tengan en poco. Dice San Juan Climaco: no es humilde el que
se abate y dice mal de sí; porque, ¿quién hay que no se sufra a sí mismo?,
sino aquél es humilde, que con paz huelga ser despreciado y maltratado de
otros. Bueno es que uno diga siempre mal de sí, que es un soberbio,
perezoso, impaciente, negligente y descuidado; pero mejor sería que
guardase eso para cuando otro se lo dice. Si vos deseáis que los otros
sientan eso mismo, y os tengan en esa posesión y figura, y os holgáis de
oír esas cosas cuando se ofrece la ocasión, ésa es verdadera humildad.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.