No hay que insultar a nadie. No me ha gustado nunca, y lo desaconsejo fervientemente a mis novicios exaltados. Se puede discutir, precisar o criticar. Pero nunca con el insulto como emblema. Por supuesto que no es cristiano, pero ni siquiera se comporta con nobleza quien quiera imponer la verdad por ese medio.
Sin embargo, estamos asistiendo a situaciones de insulto que se propagan como la pólvora. El insulto se ha apoderado de las redes sociales, o mejor: éstas se han apropiado el insulto como arma facilona que a la vez que destruye, permanece oculta tras la pantalla del twiter de turno o del facebook impaciente. Una respuesta inadecuada o un enfado en twiter, suscita ipso facto una cascada de afrentas y exabruptos difíciles de tener solución, después de darle al botoncito de enviar. Con la capacidad de generar nuevas misivas cada cual más acalorada y tempestuosa.
Este domingo era el propio Francisco quien alertaba de que el insulto es contrario a los mandamientos de Dios, advirtiendo que se ha convertido ya en algo habitual.
…nosotros estamos acostumbrados a insultar, es como decir “buenos días”. Y esto está en la misma línea del matar. Quien insulta al hermano, mata en su propio corazón al hermano. Por favor, ¡no insultar! No ganamos nada…
Claro que algunos medios se han lanzado a comentar que el propio Bergoglio ha pavimentado de insultos estos cuatro años de Pontificado. Desde el primer día llamó la atención este nuevo comportamiento de alguien que dice ser Sucesor de Pedro. No parece adecuado a la Institución. Es cierto que los suyos han sido insultos dirigidos siempre a las mismas bancadas. Esto lo sabe todo el mundo. Insultos a los de acá, mientras se piropeaba a los de allá. Descalificar y poner como un trapo a los de dentro, mientras se elogia y se canoniza a los de fuera. Parece imposible, pero así es. Nadie podrá desmentir esta actitud pontificia, porque se encuentra fácilmente en las hemerotecas. Ya en 2014 apareció un libro sobre los insultos de Francisco. Casi nada.
Mis novicios estaban preocupados por esta llamada de atención de Bergoglio. Se han percatado que esto lo ha dicho justamente después de unos días, en los que su figura ha sido objeto de pasquines y sátiras en las mismísimas calles de Roma. O sea, ante sus pontificales narices, si se me permite la expresión. No es ya lo que puede aparecer en internet o en publicaciones inconformistas. Es en la calle, a pocas manzanas de su casa.
Hay que reconocer que cuando las cosas se ponen así, y se siente la rabia interna de ver que se ha escapado de las manos el pasquinero de turno o el impresor de un periódico burlón, no está bien acudir el domingo siguiente a condenar a los que insultan, lanzando la indirecta de lo pecaminoso de estas acciones de los insultadores anónimos. Qué curiosa actitud, pero qué humana. Nos gusta insultar a los demás, pero nos duele que alguien nos insulte. Y Francisco, tan vulgarmente humano y tan quisquillosamente volcado a poner como chupa de dómine a los que no piensan como él, tan conocido en estos años por sus referencias a los pepinillos en vinagre, o a los rígidos, o a los que llevan las manos pegadas, o a los periodistas amantes de la caprofagia, o a los que les encantan las puntillas… se ha visto a sí mismo como objeto de las sátiras romanas. Hay un refrán castellano que viene a decir que donde las dan las toman. O sea, que lo sembrado, se recoge. Por eso no han faltado nuevos recopilatorios y nuevas críticas a estas palabras del pasado domingo, para quejarse larvadamente, condenando a los que le han insultado a él.
De todos modos, creo que Francisco debería aplicar al pecado del insulto los mismos criterios misericordiosos y comprensivos que él mismo ha llamado a aplicar con los adúlteros vueltos a casar: Hay que analizar caso por caso, hay que acompañar, hay que discernir. Y si ellos están en una situación de tranquilidad de conciencia y se sienten en paz con Dios, pues entonces no hay problema. Si esto lo hace tan ricamente con el adulterio, imagínense con el insulto, que es mucho menos grave en sí.
Decía el cardenal Martínez Sistach en la presentación de un nuevo libro que interpreta la Amoris Laetitia (nunca he visto tantos libros dedicados a interpretar algo que dicen que está tan claro…), que el genial papa Francisco, se fija más en las personas que en las categorías. Pues eso mismo, que lo haga con los insultadores, digo yo. Dejemos las categorías de insulto en general y vayamos al porqué del insulto en concreto. Ese insultador debe encontrar acompañamiento y comprensión. Seguro que él no quería insultar, pero está en camino y en proyecto de abandonar el insulto. Por tanto, aunque haya insultado a Bergoglio o haya despotricado un tanto, hay que analizar caso por caso. A lo mejor hay descontentos que ven que Francisco ha pisoteado la doctrina de la Iglesia, tradicionalistas periféricos que se sienten en paz con Dios, al mismo tiempo que han puesto los pasquines romanos. Por lo tanto, a ésos hay que escucharlos, comprenderlos y acompañarlos en un proceso catequético, que les conduzca a quitar ellos mismos los cartelones y hacer penitencia.
Parece que no ha optado Bergoglio por esta vía misericordiosa. Dicen las malas lenguas, que la policía vaticana está buscando culpables por doquier. Entre los tradicionalistas, claro está. Ya sabemos que el cardenal Osoro no fue el organizador. Me apuesto la cogulla. Dentro de poco nos dirán que eran unos sobrinos del cardenal Burke y los pasquines los pagó alguna organización financiada por Trump.
Mucho me temo que no será así. Si no contesta a cuatro cardenales que humildemente plantean unas dudas razonables y doctrinales para ser aclaradas, ¿se tendrá misericordia con los pasquineros nocturnos? Y es que en situaciones de máximo descontento en una dictadura, se acrecienta el humor satírico en el pueblo. Conscientes de que es ya lo único que se puede hacer. Veremos hasta dónde llega el buen humor y la risa sana, cuando se consumen los cambios y defenestraciones que están a punto de llegar.