La humildad es el fundamento de todas las virtudes. Desde que pasé al Seminario de Vich para estudiar filosofía, empecé el examen particular de esta virtud de la humildad, que bien lo necesitaba, pues que Barcelona, con los dibujos, máquinas y demás tonterías, se me había llenado la cabeza de vanidad, y cuando oía que me alababan, mi corazón contaminado se complacía en aquellos elogios que me tributaban. ¡Ay Dios mío, perdonadme, que ya me arrepiento de veras! Al recordar mi vanidad, me hace derramar muchas y amargas lágrimas, pero Vos, Dios mío, me humillasteis, y así no puedo menos que daros gracias por ello y decir con el profeta: "Bueno será el haberme tú humillado" (Salmo 118, 71). Vos, Señor, me humillasteis, y yo también me humillaba ayudado con vuestro auxilio.
En un principio que estaba en Vich pasaba en mi lo que en un taller de cerrajero, que el director mete la barra de hierro en la fragua y cuando está bien caldeado, lo saca y le pone sobre el yunque y empieza a descargar golpes con el martillo; el ayudante hace lo mismo y los dos van alternando y como a compás van descargando martillazos y van machacando hasta que toma la forma que se ha propuesto el director. Vos, Señor mío y Maestro mío, pusisteis mi corazón en la fragua de los santos Ejercicios espirituales y frecuencia de sacramentos, y así, caldeado mi corazón en el fuego del amor a Vos y a María Santísima, empezasteis a dar golpes de humillaciones y yo también daba los míos con el examen particular que hacia de esta virtud, para mi tan necesaria.
Con mucha frecuencia repetía aquella petición de San Agustín "noverim me, noverim te" y aquella otra de San Francisco de Asís: "¿Quién sois Vos? ¿Quién soy yo? Y como si el Señor me dijese: "Yo soy el que soy" (Ex. 3, 14) y tú eres el que no eres; tu eres nada y menos que nada, pues que la nada no ha pecado y tu sí.
Conocí clarísimamente que de mi nada tengo sino el pecado. Si algo soy, si algo tengo, todo lo he recibido de Dios. El ser físico no es mío, es de Dios; Él es mi Creador, es mi Conservador, es mi motor por el concurso físico. A la manera que un molino, que por más bien que esté montado, si no tiene agua, no puede andar, así he conocido que soy yo en el ser físico y natural.
Lo mismo digo, y mucho más, en lo espiritual y sobrenatural. Conozco que no puedo invocar el nombre de Jesús ni tener un solo pensamiento bueno sin el auxilio de Dios, que sin Dios nada absolutamente puedo. ¡Cuántas distracciones a pesar mío!
Conozco que en el orden de la gracia soy como un hombre que se puede echar en un profundo pozo, pero que por sí solo no puede salir. Así soy yo. Puedo pecar, pero no puedo salir del pecado sino por los auxilios de Dios y méritos de Jesucristo. Puedo condenarme, pero no puedo salvarme sino por la bondad y misericordia de Dios. Conocí que en esto consiste la virtud de la humildad, esto es, en conocer que soy nada, que nada puedo sino que estoy pendiente de Dios en todo: ser, conservación, movimiento, gracia; y estoy contentísimo de esta dependencia de Dios y prefiero estar en Dios que en mí mismo. No me suceda lo que a Luzbel, que conocía muy bien que todo su ser natural y sobrenatural estaba totalmente dependiente de Dios, y fue soberbio, porque como el conocimiento era meramente especulativo, la voluntad estaba descontenta, y deseó llegar a la semejanza de Dios no por gracia, sino de su propia virtud.
Ya desde un principio conocí que el conocimiento es práctico cuando siento que de nada me he de gloriar ni envanecer, porque de mi nada soy, nada tengo, nada valgo, nada puedo. Soy como una sierra en manos del aserrador.
Comprendí que de ningún desprecio me he de resentir porque, siendo nada, nada merezco, y puesto en ejercicio, lo ejecuto, pues ninguna prenda ni honra basta para engreírme, ni vituperio o deshonra para contristarme. Yo conocía que el verdadero humilde debe ser como la piedra que, aunque se vea levantada a lo más alto del edificio, siempre gravita hacia abajo. He leído muchos autores ascéticos que tratan de esta virtud de la humildad a fin de entender bien en qué consiste y los medios que señalan para conseguirla. Leía las vida de los santos que más se han distinguido en esta virtud para ver cómo la practicaban, pues yo deseaba alcanzarla
Al efecto, me propuse el examen particular, escribí los propósitos sobre el particular y los ordené tal cual se hallan en aquel opúsculo o librito llamado "La Paloma" (obra del mismo). Todos los días lo hice por el mediodía y por la noche y lo continué por quince años y aún no soy humilde. A lo mejor observaba en mí algún retoño de vanidad, y al instante tenía que acudir a cortarlo ya sintiendo alguna complacencia cuando alguna cosa me salía bien, ya diciendo alguna palabra vana, que después tenía que llorar, arrepentirme y confesarme de ella, haciendo de ella penitencia
Muy claramente conocía que Dios me quería humilde y me ayudaba mucho para ello, pues me daba motivos de humillarme. En aquellos primeros años de misiones me veía muy perseguido por todas partes en común y esto, a la verdad, es muy humillante. Me levantaban las más feas calumnias, decían que había robado un burro, qué se yo qué farsas contaban. Al empezar la misión o función en las poblaciones, hasta la mitad de los días eran farsas, mentiras, calumnias de todas especie lo que decían de mi, por manera que me daban mucho que sentir y ofrecer a Dios, y al propio tiempo materia para ejercitar la humildad, la paciencia, la mansedumbre, la caridad y demás virtudes.
Esto duraba hasta media misión y en todas las poblaciones pasaba lo mismo, pero de medía misión hasta concluir, cambiaba completamente. Entonces el diablo se valía del medio opuesto. Todos decían que era un santo, a fin de hacerme engreír y envanecer, pero Dios tenía buen cuidado de mí, y así en aquellos últimos días de la misión, en que acudía tanta gente a los sermones, a confesarse, a la comunión y a todo lo demás, en aquellos últimos días, en que se veía el fruto copiosísimo que se había reportado y se oían los elogios que de mí hacían todos, buenos y malos; en aquellos días, pues, el Señor me permitía una tristeza tan grande, que yo no puedo explicar sino diciendo que era la especial providencia de Dios, que me la permitía como un lastre, a fin de que el viento de la vanidad no me diera un vuelvo.
¡Bendito seáis, Dios mío, que tanto cuidado habéis tenido de mi! ¡Ay cuántas veces habría perdido el fruto de mis trabajos si Vos no me hubieseis guardado! Yo, Señor, habría hecho como la gallina, que después que ha puesto el huevo, cacarea, y van y se: lo quitan y se queda sin él, y aunque en un año ponga muchos, no tiene ninguno, porque ha cacareado y se los han llevado.
Si vos no me hubieseis impuesto silencio, con ganas que a veces sentía de hablar en los sermones, habría cacareado como la gallina y habría perdido todo el fruto y habría merecido el castigo, porque Vos habéis dicho, Señor: "No daré mi gloria a otro" (Is. 42, g.) y yo con el hablarlo habría perdido el fruto y me habríais castigado y con justicia, Señor, por no haberlo referido todo a Vos, sino al diablo, vuestro capital enemigo. Con todo, Vos sabéis si alguna vez el diablo ha pellizcado algo, no obstante los poderosísimos auxilios que me dabais.
A fin de no dejarme llevar de la vanidad, procuraba tener presentes los doce grados de la virtud de la humildad que dice San Benito y sigue y prueba Santo Tomás y son los siguientes: el primero es manifestar humildad en lo interior y en lo exterior, que es en el corazón y en el cuerpo, llevando los ojos sobre la tierra; por eso se llama humi-litas ("humi" de "humus", tierra). El segundo es hablar pocas palabras, y éstas conforme a la razón y en voz baja. El tercero es no tener facilidad ni prontitud para la risa. El cuarto es callar hasta ser preguntado. El quinto es no apartarse en sus obras regulares de lo que hacen los demás. El sexto es tenerse y reputarse por el más vil de todos y sinceramente decirlo así. El séptimo es considerarse indigno e inútil para todo. El octavo es conocer sus propios defectos y confesarlos ingenuamente. El nono es tener pronta obediencia en las cosas duras y mucha paciencia en las ásperas. El décimo es obedecer y sujetarse a los superiores, El undécimo es el no hacer cosa alguna por su propia voluntad. El duodécimo es temer a Dios y tener siempre en la memoria su santa Ley.
Además de la doctrina que han en estos doce grados, procuraba imitar a Jesús, que a mí y a todos nos dice: "Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas". Y así contemplaba continuamente a Jesús en el pesebre, en el taller, en el Calvario. Meditaba sus palabras, sus sermones, sus acciones, su manera de comer, de vestir y andar de una a otra población... Con ese ejemplo me animaba y siempre me decía: "Cómo se portaba Jesús en casos como éste?" Y procuraba imitarle y así lo hacía con mucho gusto y alegría, pensando que imitaba a mi Padre, a mi Maestro, a mi Señor, y que con esto le daba gusto.
¡Oh Dios mío, qué bueno sois! Estas inspiraciones santas me dabais para que os imitara y fuera humilde. ¡Bendito seáis, Dios mío! ¡Oh, si a otro le hubierais dado las gracias y auxilios que a mí, qué otro sería de lo que soy yo!
San Antonio María Claret (Escritos Autobiográficos)
Tomado de stat veritas
Con mucha frecuencia repetía aquella petición de San Agustín "noverim me, noverim te" y aquella otra de San Francisco de Asís: "¿Quién sois Vos? ¿Quién soy yo? Y como si el Señor me dijese: "Yo soy el que soy" (Ex. 3, 14) y tú eres el que no eres; tu eres nada y menos que nada, pues que la nada no ha pecado y tu sí.
Conocí clarísimamente que de mi nada tengo sino el pecado. Si algo soy, si algo tengo, todo lo he recibido de Dios. El ser físico no es mío, es de Dios; Él es mi Creador, es mi Conservador, es mi motor por el concurso físico. A la manera que un molino, que por más bien que esté montado, si no tiene agua, no puede andar, así he conocido que soy yo en el ser físico y natural.
Lo mismo digo, y mucho más, en lo espiritual y sobrenatural. Conozco que no puedo invocar el nombre de Jesús ni tener un solo pensamiento bueno sin el auxilio de Dios, que sin Dios nada absolutamente puedo. ¡Cuántas distracciones a pesar mío!
Conozco que en el orden de la gracia soy como un hombre que se puede echar en un profundo pozo, pero que por sí solo no puede salir. Así soy yo. Puedo pecar, pero no puedo salir del pecado sino por los auxilios de Dios y méritos de Jesucristo. Puedo condenarme, pero no puedo salvarme sino por la bondad y misericordia de Dios. Conocí que en esto consiste la virtud de la humildad, esto es, en conocer que soy nada, que nada puedo sino que estoy pendiente de Dios en todo: ser, conservación, movimiento, gracia; y estoy contentísimo de esta dependencia de Dios y prefiero estar en Dios que en mí mismo. No me suceda lo que a Luzbel, que conocía muy bien que todo su ser natural y sobrenatural estaba totalmente dependiente de Dios, y fue soberbio, porque como el conocimiento era meramente especulativo, la voluntad estaba descontenta, y deseó llegar a la semejanza de Dios no por gracia, sino de su propia virtud.
Ya desde un principio conocí que el conocimiento es práctico cuando siento que de nada me he de gloriar ni envanecer, porque de mi nada soy, nada tengo, nada valgo, nada puedo. Soy como una sierra en manos del aserrador.
Comprendí que de ningún desprecio me he de resentir porque, siendo nada, nada merezco, y puesto en ejercicio, lo ejecuto, pues ninguna prenda ni honra basta para engreírme, ni vituperio o deshonra para contristarme. Yo conocía que el verdadero humilde debe ser como la piedra que, aunque se vea levantada a lo más alto del edificio, siempre gravita hacia abajo. He leído muchos autores ascéticos que tratan de esta virtud de la humildad a fin de entender bien en qué consiste y los medios que señalan para conseguirla. Leía las vida de los santos que más se han distinguido en esta virtud para ver cómo la practicaban, pues yo deseaba alcanzarla
Al efecto, me propuse el examen particular, escribí los propósitos sobre el particular y los ordené tal cual se hallan en aquel opúsculo o librito llamado "La Paloma" (obra del mismo). Todos los días lo hice por el mediodía y por la noche y lo continué por quince años y aún no soy humilde. A lo mejor observaba en mí algún retoño de vanidad, y al instante tenía que acudir a cortarlo ya sintiendo alguna complacencia cuando alguna cosa me salía bien, ya diciendo alguna palabra vana, que después tenía que llorar, arrepentirme y confesarme de ella, haciendo de ella penitencia
Muy claramente conocía que Dios me quería humilde y me ayudaba mucho para ello, pues me daba motivos de humillarme. En aquellos primeros años de misiones me veía muy perseguido por todas partes en común y esto, a la verdad, es muy humillante. Me levantaban las más feas calumnias, decían que había robado un burro, qué se yo qué farsas contaban. Al empezar la misión o función en las poblaciones, hasta la mitad de los días eran farsas, mentiras, calumnias de todas especie lo que decían de mi, por manera que me daban mucho que sentir y ofrecer a Dios, y al propio tiempo materia para ejercitar la humildad, la paciencia, la mansedumbre, la caridad y demás virtudes.
Esto duraba hasta media misión y en todas las poblaciones pasaba lo mismo, pero de medía misión hasta concluir, cambiaba completamente. Entonces el diablo se valía del medio opuesto. Todos decían que era un santo, a fin de hacerme engreír y envanecer, pero Dios tenía buen cuidado de mí, y así en aquellos últimos días de la misión, en que acudía tanta gente a los sermones, a confesarse, a la comunión y a todo lo demás, en aquellos últimos días, en que se veía el fruto copiosísimo que se había reportado y se oían los elogios que de mí hacían todos, buenos y malos; en aquellos días, pues, el Señor me permitía una tristeza tan grande, que yo no puedo explicar sino diciendo que era la especial providencia de Dios, que me la permitía como un lastre, a fin de que el viento de la vanidad no me diera un vuelvo.
¡Bendito seáis, Dios mío, que tanto cuidado habéis tenido de mi! ¡Ay cuántas veces habría perdido el fruto de mis trabajos si Vos no me hubieseis guardado! Yo, Señor, habría hecho como la gallina, que después que ha puesto el huevo, cacarea, y van y se: lo quitan y se queda sin él, y aunque en un año ponga muchos, no tiene ninguno, porque ha cacareado y se los han llevado.
Si vos no me hubieseis impuesto silencio, con ganas que a veces sentía de hablar en los sermones, habría cacareado como la gallina y habría perdido todo el fruto y habría merecido el castigo, porque Vos habéis dicho, Señor: "No daré mi gloria a otro" (Is. 42, g.) y yo con el hablarlo habría perdido el fruto y me habríais castigado y con justicia, Señor, por no haberlo referido todo a Vos, sino al diablo, vuestro capital enemigo. Con todo, Vos sabéis si alguna vez el diablo ha pellizcado algo, no obstante los poderosísimos auxilios que me dabais.
A fin de no dejarme llevar de la vanidad, procuraba tener presentes los doce grados de la virtud de la humildad que dice San Benito y sigue y prueba Santo Tomás y son los siguientes: el primero es manifestar humildad en lo interior y en lo exterior, que es en el corazón y en el cuerpo, llevando los ojos sobre la tierra; por eso se llama humi-litas ("humi" de "humus", tierra). El segundo es hablar pocas palabras, y éstas conforme a la razón y en voz baja. El tercero es no tener facilidad ni prontitud para la risa. El cuarto es callar hasta ser preguntado. El quinto es no apartarse en sus obras regulares de lo que hacen los demás. El sexto es tenerse y reputarse por el más vil de todos y sinceramente decirlo así. El séptimo es considerarse indigno e inútil para todo. El octavo es conocer sus propios defectos y confesarlos ingenuamente. El nono es tener pronta obediencia en las cosas duras y mucha paciencia en las ásperas. El décimo es obedecer y sujetarse a los superiores, El undécimo es el no hacer cosa alguna por su propia voluntad. El duodécimo es temer a Dios y tener siempre en la memoria su santa Ley.
Además de la doctrina que han en estos doce grados, procuraba imitar a Jesús, que a mí y a todos nos dice: "Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas". Y así contemplaba continuamente a Jesús en el pesebre, en el taller, en el Calvario. Meditaba sus palabras, sus sermones, sus acciones, su manera de comer, de vestir y andar de una a otra población... Con ese ejemplo me animaba y siempre me decía: "Cómo se portaba Jesús en casos como éste?" Y procuraba imitarle y así lo hacía con mucho gusto y alegría, pensando que imitaba a mi Padre, a mi Maestro, a mi Señor, y que con esto le daba gusto.
¡Oh Dios mío, qué bueno sois! Estas inspiraciones santas me dabais para que os imitara y fuera humilde. ¡Bendito seáis, Dios mío! ¡Oh, si a otro le hubierais dado las gracias y auxilios que a mí, qué otro sería de lo que soy yo!
San Antonio María Claret (Escritos Autobiográficos)
Tomado de stat veritas