PRESENTACIÓN
Por Pierre CEISSON
(Presidente A.D.J.)
La Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo es un texto muy corto aparecido en Francia en 1982, siete años antes de que la república francesa, presidida por el socialista Francois Miterand, festejara el trágico bicentenario de la revolución de 1789.
Consta la Declaración de doce artículos, precedidos de un preámbulo, incluidos solamente en dos páginas. En una primera lectura, quien conoce la famosa declaración francesa de los Derechos del hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, y que tantas declaraciones similares ha inspirado desde hace dos siglos, observa que el texto de 1982 comporta una extraña semejanza con el de 1789. Observando la Declaración más detenidamente, se detectan numerosas frases copiadas entre ambas, pero con sentido completamente distinto. Así, la voluntad de oponerse a la declaración de 1789 parece evidente, y, a lo largo de su lectura, se aprecia nítidamente las incongruencias de los revolucionarios franceses.
Entre las preguntas que se nos puede plantear a nuestro espíritu, ante la Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo, me propongo elegir solamente tres:
1.- ¿Quiénes son sus autores?
2.- ¿Cuáles son las reacciones del público?
3. ¿Qué interés tiene la difusión de este texto?
1.- ¿Quiénes son sus autores? A menudo los periodistas suelen hacerse esta pregunta. La respuesta es muy sencilla: son desconocidos. Sus promotores han elegido el anonimato. Es fácil constatar que ante la histórica sesión de la Asamblea nacional francesa que votó el 26 de agosto de 1789 el texto de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, los historiadores políticos no han retenido los nombres de ninguno de los promotores de la famosa declaración. Por tanto, no parece adecuado tener una actitud distinta hacía la Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo.
2.-¿Cuáles son las relaciones del público? Nuestra Asociación ha procedido a una difusión por medio de cartas privadas desde 1982 a 1987. Entre las respuestas que quisiera citar, desde luego, está la de Mons. Lefebvre, fundador del Seminario Internacional San Pío X en Ecóne (Suiza). Ha escrito el 20 de febrero de 1984: “Es evidente que esta Declaración debe ser la base de la Constitución de todos los Estados... Pero no ha sido precisamente ella la que ha precedido la elaboración de los nuevos concordatos y, recientemente, con el de Italia. Es la “libertad religiosa” y los “Derechos del hombre lo que inspiran al Vaticano de hoy. Y esto es lo que nos hace morir. Sin el reino de Nuestro Señor, llegamos al reino de Satán. Pero estos Derechos de Nuestro Señor, al menos, son reconocidos por el Cielo, el Purgatorio, y en los mismísimos infiernos. Ellos estarán algún día en la tierra, al menos el último día. Esto es lo único que nos consuela y nos hace vivir llenos de esperanzas. Porque nuestro papel aquí abajo, es el de trabajar para hacerle reinar. Trabajamos y rezamos”.
Otras respuestas también son interesantes. Tal es el caso de la de Jacques Chirac, Alcalde de París su director de Relaciones Internacionales nos escribía el 30 de marzo de 1984.: “El Alcalde de París me encarga que le agradezca y diga que estima de gran importancia el considerar que Francia sigue fiel a su vocación cristiana, que se remonta a la Consagración de Clovis por el obispo de Reims, San Remigio”.
De entre las reacciones provenientes de distintos países, entresacamos la del Cardenal Suquia, Arzobispo de Madrid-Alcalá, que escribía el 1 de septiembre de 1985: “He recibido su carta de 24 de julio. Voluntariamente, en la medida de mis fuerzas, combatiré por su Declaración”. Todavía escribía el 7 de noviembre del mismo año: “He recibido su carta del 2 de noviembre. Os pido piense en mi en sus oraciones durante el próximo sínodo de obispos. En cuanto a mi, os prometo hablar en su favor”.
Venida de Toronto (Canadá), resaltamos la respuesta del Cardenal George B. Flahiff, que escribía el 15 de noviembre de 1985: “Su Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo es excelente. Y yo espero sea usada”.
De Cabanatuan City (Filipinas), hay una respuesta de Mons. Cicerón tumbocon, obispo del lugar, que escribía el 19 de diciembre de 1985: “Con gran interés y deseo he leído la copia de la Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo, la cual me envió. Gracias, y espero que el Señor les ayude en su buen apostolado”.
Venida de Roma destacamos la respuesta del hermano Thomas Barrose, Superior de la Congregación de la Santa Cruz, que escribía el 4 de febrero de 1986: “Agradezco el ejemplar de la Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo y admiro el celo con el cual ustedes han hecho su distribución entre los miembros de la jerarquía y también, me parece, entre los superiores generales de las congregaciones religiosas. Pido a Dios reconforte sus esfuerzos y que los Derechos del Señor sean más respetados, convencido de que así la sociedad humana será más feliz y tendrá más paz”.
En general, las respuestas recibidas representan algo más de 300 cartas de diversos cardenales, arzobispos, obispos y superiores de congregaciones religiosas y de monasterios.
Quisiera ahora responder rápidamente a la tercera pregunta: ¿Qué interés puede tener la difusión de esta Declaración de Derechos de Nuestro señor Jesucristo y de pequeña obra “Comentarios”, que explica en detalle el sentir de los doce artículos? Para hacerlo brevemente, me parece que lo mejor es citar el intercambio de cartas habido entre el cardenal H. Thiandoum, arzobispo de Dakar (Senegal), y nuestra Asociación para la defensa de los Derechos de N.S.J. (A.D.J.) en 1985. El 19 de septiembre de ese mismo año el cardenal escribía:
“He leído atentamente los diferentes artículos de la llamada Declaración, incluyendo el comentario que le acompaña. Comprendo bien su ardiente deseo de ver que su documento sea considerado por el próximo sinodo extraordinario de obispos. Personalmente, comparto su legítima preocupación. No obstante, los diferentes artículos de la Declaración, chocan de pleno con los pasajes más importantes del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa. Me temo que, de hecho, esto constituya un impedimento para examinar su dossier en el referido sínodo”.
A esta carta del cardenal, respondí el 2 de noviembre de 1985: “Usted me escribe que:”no obstante, los diferentes artículos de la Declaración, chocan de pleno con los pasajes más importantes de la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa”. Su frase me parece aplicable particularmente el artículo 7 de la Declaración... “nadie tendrá derecho a contradecir públicamente la doctrina secular de la Iglesia católica, apostólica y romana”. Parece que tras la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II se debe legítimamente admitir para todo hombre el derecho de decir públicamente que la enseñanza tradicional de la Iglesia es falsa y que, en consecuencia, no se adhiere a ella. Me parece que en todo esto hay una grave confusión. De una parte entre la libertad interior de conciencia, que puede abocar a un juicio negativo de esta conciencia, en verdad mal iluminada, aunque inviolable, según nos enseña la doctrina secular de la Iglesia católica, pero tenido por ello como falsa; y, de otra parte, por el pretendido derecho de afirmar, públicamente que la enseñanza tradicional de la Iglesia es falsa. Que la Iglesia conozca que muchos hombres usan la libertad para poder pecar, hacer el mal y negar, cara a la verdad, su enseñanza tradicional es una cosa legítima, ya que este conocimiento es solamente, de por si y de hecho, imposible de evitar. Pero que ella reconozca que estos hombres tienen el derecho de proceder así no es una cosa legítima, sino que es una traición a la Iglesia, quizás la peor desde sus orígenes, puesto que sólo Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, tiene la vida eterna, y solo la Iglesia católica tiene el depósito de estas palabras. Una comparación aclarará esta discusión. Jesús, ha reestablecido la ley primitiva de la indisolubilidad del matrimonio monogámico querido por Dios desde el origen. Tal ley, enseñada por la Iglesia como una de las palabras de vida eterna, viene siendo violada por los hombres desde hace 20 siglos. Desgraciadamente esto es, hoy en día, muy fácil de constatar. Sin embargo, la Iglesia continúa enseñando que esta ley es una verdad y no puede, sin que haya traición, cambiar esta enseñanza y enseñar actualmente que algunos o muchos hombres tendrían el derecho de decir que esta ley es falsa. Negar la indisolubilidad del matrimonio en palabras y actos es un hecho. Es cierto. Pero reconocer que es un derecho el negarlo, sería por parte de la Iglesia un abandono de su misión. Y esto podría decirse de todas las partes de la enseñanza tradicional. La conclusión es fácil de tomar: debe abolirse toda referencia de la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa que se oponga a las enseñanzas seculares de la Iglesia. Crea. Sr. Cardenal, que he medido bien la gravedad de lo que le acabo de escribir. Una revisión desgarradora se impone, y quien lo haga antes será el mejor. No espere que el señor de un segundo golpe de amonestación, como lo hizo el pasado 19 de septiembre en México”.
Este golpe de amonestación se refiere al terrible terremoto que arrasó la ciudad de México, precisamente en la fecha del aniversario de la aparición de la Santísima Virgen en La Salette, en los Alpes franceses, el 19 de septiembre de 1846. El segundo golpe del Señor ha surgido el 14 de noviembre de 1985, con la erupción en Colombia de un volcán con 22000 muertos.
Debo testimoniar, con gran sentimiento mío, que el Cardenal Thiandoum no me ha respondido a esta segunda carta. El interés de la difusión de la Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo aparece entonces muy claro ante la lectura de este intercambio epistolar dramático. En efecto, esta Declaración restablece en algunas frases lapidarias, la doctrina tradicional de la Iglesia católica. Es, en verdad, un alma espiritual para resistir el vendaval del ecumenismo, del liberalismo, del naturalismo, y del laicismo. Sin duda, la brevedad de sus frases necesiten explicaciones. Ellas han sido incluidas en el opúsculo. “Comentarios sobre la Declaración de Derechos de N.S.J.”, siendo para nuestra Asociación francesa A.D.J., el arma principal de nuestro combate para el reconocimiento de los derechos de Nuestro Señor Jesucristo.
En conclusión a esta corta presentación de nuestra Asociación y del texto fundamental que ella como misión quiere repartir por todo el mundo, permítaseme citar al gran autor español Donoso Cortés, quien en 1851 escribía en su libro “Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo”, la frase siguiente:
“Poseer la verdad política es conocer las leyes a las cuales están sujetos los gobernantes; poseer la verdad social, es conocer las leyes a las cuales están sometidas las sociedades humanas pero para conocer estas leyes necesario conocer a Dios, y son los que conocen a Dios quienes entienden lo que Dios afirma de el mismo y creen lo que el entiende. Toda afirmación relativa a la sociedad o al gobierno, supone entonces una afirmación relativa a Dios, y la teología es la ciencia que tiene por objeto las afirmaciones divinas, toda verdad político social que se reúne en últimos análisis, es la verdad teológica (cfr. Pág. 8, Tomo III, Obras de Donoso Cortés, traducción francesa de 1870. Ed. Briday, Lyon. Precedida de una introducción por Louis Veuillot).
Nuestra Asociación agradece calurosamente al Circulo Católico “San Miguel Arcángel” de Sevilla el haberle dado la ocasión de esta presentación del texto que está en el centro de sus actividades, y de haber dado a su Presidente, Pierre Ceisson, la posibilidad de dirigirse directamente al público católico español fiel a la tradición.
Nota.- para toda información sobre la obra “Comentarios sobre la Declaración de Derechos de Nuestro Señor Jesucristo”, dirigirse a: “A.D.J.” -B.P. 12-81540 SOREZE (FRANCIA).
(1)-(N. De la R): El autor se refiere aquí a la versión original francesa.
DECLARACIÓN DE DERECHOS DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
HIJO ENCARNADO DE DIOS ETERNO, NACIDO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA, REY DE REYES, SEÑOR DE LOS QUE DOMINAN, DE AQUEL QUE ES, QUE ERA Y QUE HA DE VENIR.
Los representantes de los pueblos cristianos, bajo la autoridad del romano pontífice, vicario de Jesucristo, considerando que la ignorancia, la negligencia, o el menosprecio de los derechos de Jesucristo, son causas propias de las calamidades, públicas y de la corrupción de los gobiernos, decidieron exponer, en una declaración solemne, los derechos divinos y humanos, inalienables y sagrados de DIOS hecho hombre, el Verbo encarnado, Jesucristo Nuestro Señor, con el fin de que esta declaración, presente constantemente ante todos los miembros del cuerpo social, mantenga en su memoria, sin interrupción, los derechos de Cristo Rey sobre ellos mismos y en sus deberes para con su augusta Persona; para que las disposiciones del poder legislativo y ejecutivo puedan, en todo momento, adaptarse al propósito de toda institución política; para que los trabajos de los ciudadanos fundados en los preceptos ciertos de la santa religión católica, apostólica y romana, tiendan siempre a la conservación de la fe en Nuestro Divino Salvador, para la mayor gloria de Su Santo Nombre, y para la salvación eterna de la sociedad humana.
Así, pues, los jefes de las familias cristianas, congregados en las comunidades políticas Independientes “sui iuris”, reconocen y declaran ante la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, los siguientes derechos de Nuestro Señor Jesucristo:
Artículo primero
Todos los hombres nacen súbditos y hermanos entre sí, según la carne del Primogénito Nuestro Señor Jesucristo, en orden a la vida eterna.
Articulo segundo
El objetivo de toda sociedad política es la guarda de los derechos naturales y sobrenaturales de las familias, células vivas de todo el cuerpo social; en especial, el derecho a la educación de los hijos en la fe cristiana, la sola verdadera. Estos derechos son especialmente la libertad de enseñar la ciencia de DIOS, bajo autoridad del Romano Pontífice y de los Obispos en comunión con el; así como la propiedad, la seguridad personal y la lucha contra todo lo que se opone a la integridad de la Fe cristiana.
Artículo tercero
El principio de todo régimen está en Cristo Rey, Jesús de Nazaret; ningún cuerpo social, ningún hombre tiene el poder de ejercer cualquier autoridad, si no procede de El. Y allí donde Cristo es Rey, la Bienaventurada Virgen María es Reina.
Artículo cuarto
La libertad cristiana consiste en el derecho a hacer todo aquello que no se oponga a los mandamientos de Cristo Rey, tal como constan en los Santos Evangelios y en la enseñanza tradicional de la Iglesia católica y romana.
Artículo quinto
Lay ley positiva de los estados, en toda la tierra, no puede imponer o aprobar disposiciones contrarias a la doctrina de los Romanos Pontífices, intérpretes supremos que tienen la autoridad del Magisterio de Cristo.
Artículo sexto
La ley es expresión de la voluntad de Cristo Rey. El primer deber del ciudadano es la obediencia a todas las autoridades legitimas, subordinadas a Cristo Rey.
Artículo séptimo
A nadie se le puede obligar a adherirse a la fe verdadera en Cristo Señor Nuestro, tal cual es enseñada por el romano pontífice; y, por el contrario, nadie tendrá derecho a contradecir públicamente la doctrina secular de la Iglesia católica, apostólica y romana.
Artículo octavo
Se impondrá respeto a la doctrina de Cristo Rey, tal cual es enseñada por la Iglesia católica y romana, a todo ciudadano que, de palabra, por escrito, o por medio de imágenes, manifieste su opinión. A nuestra madre la Santa Iglesia romana pertenece el derecho y el deber de establecer una justa censura de los escritos religiosos. La censura de los demás escritos pertenece al magisterio del estado, sociedad política independiente “sui iuris”.
Artículo noveno
La autoridad política, en cada nación, ejerce su legitima función respecto de los ciudadanos, de acuerdo únicamente con la delegación de poder de Cristo Jesús, Rey de todas las naciones. Esta autoridad política debe fomentar el respeto de todos los deberes que a todo hombre impone Cristo Rey en el Decálogo, promulgado por la boca del profeta Moisés, sobre la montaña del Sinaí al pueblo hebreo, que fue su legitimo interprete hasta la venida del Hijo de DIOS, Nuestro Rey, Jesucristo de Nazaret.
Artículo décimo
El respeto que todo hombre debe mostrar a los demás, se funda en la sumisión de todos bajo el magisterio y la dominación plena y total de Cristo Rey. Este respeto prohíbe el homicidio de todo inocente desde el momento de su concepción. La vida de todo inocente pertenece a solo Dios y a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Es sagrada.
Artículo undécimo
La Magistratura universal de Jesucristo, Rey de todos los hombres, se pone de manifiesto, de manera especial, en la institución del matrimonio, que, de acuerdo con la voluntad de Nuestro Señor, debe ser monogámico e indisoluble, por el hecho de darle la gracia de ser un sacramento. Por tanto, el divorcio es un crimen contra la autoridad de Cristo Rey.
Artículo duodécimo
Jesucristo, Salvador de todos los hombres, ratificó su filiación divina ante el Sanedrín, y, además, ante Poncio Pilato, corroboró la naturaleza imprescriptible de su reino y la sacralidad de la Ley divina promulgada por DIOS en el Decálogo entregado a Moisés en el monte Sinaí. Este Decálogo es, por tanto. La expresión adecuada e incorrupta de toda verdadera legislación humana. Debe ser tenido en cuenta por todo gobierno temporal, así como por toda la sociedad y hombre.
Traducción del texto original latino por Tomás Tello.
Publicado en LUZ DE TRADICIÓN revista del Circulo Católico "San Miguel Arcángel", Enero de 1990.