¿Qué es vuestra vida?
Vapor es que aparece por un poco de tiempo.
Santiago 4, 15
PUNTO 1
¿Qué es nuestra
vida?... Es como un tenue vapor que el aire dispersa y al punto acaba. Todos
sabemos que hemos de morir. Pero muchos se engañan, figurándose la muerte tan
lejana como si jamás hubiese de llegar. Mas, como nos advierte Job, la vida
humana es brevísima: El hombre, viviendo
breve tiempo, brota como flor, y se marchita.
Manda el Señor a
Isaías que anuncie esa misma verdad: Clama
–le dice– que toda carne es heno...;
verdaderamente, heno es el pueblo: secóse el heno y cayó la flor (Is. 40,
6-7). Es, pues, la vida del hombre como la de esa planta. Viene la muerte,
sécase el heno, acábase la vida, y cae marchita la flor de las grandezas y
bienes terrenos.
Corre hacia
nosotros velocísima la muerte, y nosotros en cada instante hacia ella corremos
(Jb. 9, 25). Todo este tiempo en que
escribo –dice San Jerónimo– se quita
de mi vida. Todos morimos, y nos deslizamos como sobre la tierra el agua, que
no se vuelve atrás (2 Reg. 14, 14). Ved cómo corre a la mar aquel arroyuelo;
sus corrientes aguas no retrocederán.
Así, hermano mío,
pasan tus días y te acercas a la muerte. Placeres, recreos, faustos, elogios,
alabanzas, todo va pasando... ¿Y qué nos queda?... Sólo me resta el sepulcro (Jb. 17, 1). Seremos sepultados en la
fosa, y allí habremos de estar pudriéndonos, despojados de todo.
En el trance de
la muerte, el recuerdo de los deleites que en la vida disfrutamos y de las
honras adquiridas sólo servirá para acrecentar nuestra pena y nuestra
desconfianza de obtener la eterna salvación... ¡Dentro de poco, dirá entonces
el infeliz mundano, mi casa, mis jardines, esos muebles preciosos, esos
cuadros, aquellos trajes, no serán ya para mí! Sólo me resta el sepulcro.
¡Ah! ¡Con dolor
profundo mira entonces los bienes de la tierra quien los amó apasionadamente!
Pero ese dolor no vale más que para aumentar el peligro en que está la
salvación. Porque la experiencia nos prueba que tales personas apegadas al
mundo no quieren ni aun en el lecho de la muerte que se les hable sino de su
enfermedad, de los médicos a que pueden consultar, de los remedios que pudieran
aliviarlos.
Y apenas se les
dice algo de su alma, se entristecen de improviso y ruega que se les deje
descansar, porque les duele la cabeza y no pueden resistir la conversación. Si
por acaso quieren contestar, se confunden y no saben qué decir. Y a menudo, si
el confesor les da la absolución, no es porque los vea bien dispuestos, sino
porque no hay tiempo que perder. Así suelen morir los que poco piensan en la
muerte.
PUNTO 2
Exclamaba el rey
Exequias: Mi vida ha sido cortada como
por tejedor. Mientras se estaba aún formando, me cortó (Is. 38, 12).
¡Oh, cuántos que
están tramando la tela de su vida, ordenando y persiguiendo previsoramente sus
mundanos designios, los sorprende la muerte y lo rompe todo! Al pálido
resplandor de la última luz se oscurecen y roban todas las cosas de la tierra:
aplausos, placeres, grandezas y galas...
¡Gran secreto de
la muerte! Ella sabe mostrarnos lo que no ven los amantes del mundo. Las más
envidiadas fortunas, las mayores dignidades, los magníficos triunfos, pierden
todo su esplendor cuando se les contempla desde el lecho de muerte. La idea de
cierta falsa felicidad que nos habíamos forjado se trueca entonces en desdén
contra nuestra propia locura. La negra sombra de la muerte cubre y oscurece
hasta las regias dignidades.
Ahora las
pasiones nos presentan los bienes del mundo muy diferentes de lo que son. Mas
la muerte los descubre y muestran como son en sí: humo, fango, vanidad y
miseria...
¡Oh Dios! ¿De qué
sirven después de la muerte las riquezas, dominios y reinos, cuando no hemos de
tener más que un ataúd de madera y una mortaja que apenas baste para cubrir el
cuerpo?
¿De qué sirven
los honores, si sólo nos darán un fúnebre cortejo o pomposos funerales, que si
el alma está perdida, de nada le aprovecharán?
¿De qué sirve la
hermosura del cuerpo, si no quedan más que gusanos, podredumbre espantosa y
luego un poco de infecto polvo?
Me ha puesto como por refrán del vulgo, y soy delante
de ellos un escarmiento (Jb. 17, 6). Muere aquel
rico, aquel gobernante, aquel capitán, y se habla de él en dondequiera. Pero si
ha vivido mal, vendrá a ser murmurado del pueblo, ejemplo de la vanidad del
mundo y de la divina justicia, y escarmiento de muchos. Y en la tumba
confundido estará con otros cadáveres de pobres. Grandes y pequeños allí están (Jb. 3, 18).
¿Para qué le
sirvió la gallardía de su cuerpo, si luego no es más que un montón de gusanos?
¿Para qué la autoridad que tuvo, si los restos mortales se pudrirán en el
sepulcro, y si el alma está arrojada a las llamas del infierno? ¡Oh, qué
desdicha ser para los demás objeto de estas reflexiones, y no haberlas uno
hecho en beneficio propio!
Convenzámonos,
por tanto, de que para poner remedio a los desórdenes de la conciencia no es
tiempo hábil el tiempo de la muerte, sino el de la vida. Apresurémonos, pues, a
poner por obra en seguida lo que entonces no podremos hacer. Todo pasa y fenece
pronto (1Co. 7, 29). Procuremos que todo nos sirva para conquistar la vida
eterna.
PUNTO 3
¡Qué gran locura
es, por los breves y míseros deleites de esta cortísima vida, exponerse al
peligro de una infeliz muerte y comenzar con ella una desdichada eternidad!
¡Oh, cuánto vale aquel supremo instante, aquel postrer suspiro, aquella última
escena! Vale una eternidad de dicha o de tormento. Vale una vida siempre feliz
o siempre desgraciada.
Consideremos que
Jesucristo quiso morir con tanta amargura e ignominia para que tuviéramos
muerte venturosa. Con este fin nos dirige tan a menudo sus llamamientos, sus
luces, sus reprensiones y amenazas, para que procuremos concluir la hora
postrera en gracia y amistad de Dios.
Hasta un gentil,
Antistenes, a quien preguntaban cuál era la mayor fortuna de este mundo,
respondió que era una buena muerte.
¿Qué dirá, pues,
un cristiano, a quien la luz de la fe enseña que en aquel trance se emprende
uno de los dos caminos, el de un eterno padecer o el de un eterno gozar?
Si en una bolsa
hubiese dos papeletas, una con el rótulo del infierno, otra con el de la gloria,
y tuviese que sacar por suerte una de ellas para ir sin remedio a donde
designase, ¿qué de cuidado no pondrías en acertar a escoger la que te llevase
al Cielo?
Los infelices que
estuvieran condenados a jugarse la vida, ¡cómo temblarían al tirar los dados
que fueran a decidir de la vida o la muerte! ¡Con qué espanto te verás próximo
a aquel punto solemne en que podrás a ti mismo decirte: “De este instante
depende mi vida o muerte perdurables! ¡Ahora se ha de resolver si he de ser
siempre bienaventurado o infeliz para siempre!...”
Refiere San
Bernardino de Siena que cierto príncipe, estando a punto de morir, atemorizado,
decía: Yo, que tantas tierras y palacios
poseo en este mundo, ¡no sé, si en esta noche muero, qué mansión iré a habitar!
Si crees, hermano
mío, que has de morir, que hay una eternidad, que una vez sola se muere, y que,
engañándote entonces, el yerro es irreparable para siempre y sin esperanza de
remedio, ¿cómo no te decides, desde el instante que esto lees, a practicar
cuanto puedas para asegurarte buena muerte?...
Temblaba un San
Andrés Avelino, diciendo: “¿Quién sabe la suerte que me estará reservada en la
otra vida, si me salvaré o me condenaré?...” Temblaba un San Luis Beltrán de
tal manera, que en muchas noches no lograba conciliar el sueño, abrumado por el
pensamiento que le decía: ¿Quién sabe si
te condenarás?...
¿Y tú, hermano mío,
que de tantos pecados eres culpable, no tienes temor?... Sin tardanza, pon
oportuno remedio; forma la resolución de entregarte a Dios completamente, y
comienza, siquiera desde ahora, una vida que no te cause aflicción, sino
consuelo en la hora de la muerte.
Dedícate a la
oración; frecuenta los sacramentos; apártate de las ocasiones peligrosas, y aun
abandona el mundo, si necesario fuere, para asegurar tu salvación; entendiendo
que cuando de esto se trata no hay jamás confianza que baste.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Cuánta gratitud
os debo, amado Salvador mío!... ¿Y cómo habéis podido prodigar tantas gracias a
un traidor ingrato para con Vos? Me creasteis, y al crearme veíais ya cuántas
ofensas os había de hacer. Me redimisteis, muriendo por mí, y ya entonces percibíais
toda la ingratitud con que había de colmaros.
Luego, en mi vida
del mundo, me alejé de Vos, fui como muerto, como animal inmundo, y Vos, con
vuestra gracia, me habéis vuelto a la vida. Estaba ciego, y habéis dado luz a
mis ojos. Os había perdido, y Vos hicisteis que os volviera a hallar. Era
enemigo vuestro, y Vos me habéis dado vuestra amistad...
¡Oh Dios de
misericordia!, haced que conozca lo mucho que os debo y que llore las ofensas
que os hice. Vengaos de mí dándome dolor profundo de mis pecados; mas no me
castiguéis privándome de vuestra gracia y amor...
¡Oh, eterno
Padre, abomino y detesto sobre todos los males cuantos pecados cometí! ¡Tened
piedad de mí, por amor de Jesucristo! Mirad a vuestro Hijo muerto en la cruz, y
descienda sobre mí su Sangre divina para lavar mi alma.
¡Oh Rey de mi
corazón, adveniat regnum tuum!
Resuelto estoy a desechar de mí todo afecto que no sea por Vos. Os amo sobre
todas las cosas; venid a reinar en mi alma. Haced que os ame como único objeto
de mi amor. Deseo complaceros cuanto me fuere posible en el tiempo de vida que
me reste. Bendecid, Padre mío, este mi deseo, y otorgadme la gracia de que
siempre esté unido a Vos.
Os consagro todos
mis afectos, y de hoy en adelante quiero ser sólo vuestro, ¡oh tesoro mío, mi
paz, mi esperanza, mi amor y mi todo! ¡De Vos lo espero todo por los
merecimientos de vuestro Hijo!
¡Oh María, mi
reina y mi Madre!, ayudadme con vuestra intercesión. Madre de Dios, rogad por
mí.
PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso Mª de Ligorio