Aunque yo no tenga mérito alguno y, al contrario, sea consciente de mis muy numerosos pecados, tengo sin embargo grandísima confianza en tu pasión, Señor Jesús, y en los méritos de la gloriosa santa Virgen María, Madre tuya. A propósito de ella quisiera detenerme un poco, rogando llegar a ser digno, ya que no puedo atreverme a acercarme a su persona sin haber obtenido antes su permiso. Bien sé que mi indignidad no debería presentarse ante la excelsa dignidad de aquella a quien los mismos ángeles veneran con admiración, exclamando:
"¿Quién es esta que se eleva sobre el desierto del mundo y rebosa de las delicias del paraíso?"
Por eso, dulcísima María, es inconveniente que yo, polvo y ceniza, mejor dicho más vil que el polvo por ser pecador y muy propenso a toda perversidad, me atreva a detenerme para considerar tu belleza y tu magnificencia. Tú, en cambio, encumbrada sobre el cielo, tienes el mundo bajo los pies y eres digna de honor y reverencia por el honor de tu Hijo. Tu inefable bondad, que sobrepasa toda imaginación, con frecuencia me fascina y atrae mi afecto, porque eres el consuelo de los afligidos y estás siempre dispuesta a socorrer a los miserables pecadores.
Estoy necesitado de gran consuelo, sobre todo de la gracia de tu Hijo, pues no me encuentro en absoluto en condiciones de ayudarme a mí mismo. Pero tú, Madre misericordiosísima, si te dignaras considerar mi pequeñez, de muchas maneras podrías socorrerme y confortarme con abundantes consuelos. Por eso, apenas me sienta oprimido por las dificultades o por las tentaciones, inmediatamente recurriré a ti, puesto que donde sobreabunda la gracia es más solícita la misericordia.
Luego, si quiero realizar el intento de comprender tu gloria excelsa y saludarte dignamente desde lo íntimo del corazón, debo proceder con espíritu mucho más puro, porque los que pretenden acercarse sin respeto a tu puerta, no obtienen gloria sino justa vergüenza. Por lo tanto, quien se aproxima a ti debe comportarse con grandísima reverencia y humildad y, sin embargo, con gran esperanza de ser admitido en virtud de tu misericordiosa clemencia.
Por consiguiente, voy hacia ti con humildad y, reverencia, con devoción y confianza, llevando en los labios el saludo de Gabriel, que te dirijo suplicante: saludo que repito con alegría, con la cabeza inclinada por respeto y los brazos abiertos con gran devoción, rogando que sea repetido en mi lugar cien, mil y más veces todavía por todos los espíritus celestiales. No sé realmente qué pueda haber más dulce y más digno para ofrecerte.
Y ahora escucha también al devoto enamorado de tu nombre:
"El cielo se regocija y la tierra se asombra, cuando digo: Ave María. Satanás huye, el infierno tiembla, cuando digo: Ave María. El mundo se vuelve despreciable, la carne repugnante, cuando digo: Ave María. Desaparece la tristeza y vuelve la alegría, cuando digo: Salve María. Se disipa la tibieza y el corazón se inflama de amor, cuando digo: Salve María. Aumenta la devoción, nace la compunción, se acrecienta la esperanza, se intensifica el consuelo, cuando digo: Salve María. El ánimo se renueva y se refuerza el empeño en el bien, cuando digo: Ave María"
Imitación de María del Beato Tomás de Kempis
Fuente: Sancta Mater Dei
Quaesivi bona tibi!
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