martes, 1 de julio de 2014

LA MEJOR BANDERA LA CRUZ - II


II 
«In hoc signo vinces» 

Para probar el título de este capítulo y dar la mejor razón de por qué el Gran Monarca vencerá enarbolando la Santa Cruz por bandera, nada creemos tan concluyente como referir los principales hechos que del poder de la Santa Cruz nos refiere la historia. Empecemos sin más preámbulos. 

Seis emperadores á un tiempo, con títulos de Augustos ó Césares, reinaban en el imperio romano por los años de 306, y de ellos quedaban cuatro en el 311: Constantino en las Galias, Maxencio en Roma, Maximino y Licinio en Oriente. Pero así como para el advenimiento del Mesías y establecimiento de su Iglesia convino que el imperio fuese regido por un solo soberano, así convenía para el triunfo de la Iglesia en todo el orbe, y el Señor dispuso con su sabia Providencia las cosas de suerte que quedase Constantino emperador único en Oriente y Occidente.

Maxencio traía escandalizado el Occidente con sus tiranías y su desenfrenada liviandad. Forzaba á los senadores á cederle sus mujeres, quitándoles la vida si oponían resistencia; consentía que sus soldados matasen, robasen y violasen á mansalva; cometió, en fin, tantos y tan abominables abusos, que el Senado romano pidió á, Constantino viniese á librar el imperio de aquel monstruo. 

Constantino, ya muy inclinado al Cristianismo por las exhortaciones del gran Osio, Obispo de Córdoba y confesor de Santa Elena, madre del mismo emperador, reunió un ejército que no pudo ser mayor de 40.000 hombres, para marchar sobre Roma, donde Maxencio formó el suyo de unos 180.000 soldados. 

Iba Constantino franqueando los Alpes, muy preocupado de la suerte de su empresa; porque si bien era grande el valor de los españoles y galos que componían su ejército, era temible el número de los soldados de Maxencio. 

«Estas reflexiones,—dice su contemporáneo y biógrafo Eusebio de Cesaréa, en la vida que de él escribió (c. 28 y 29) —convenciéronle de que para triunfar de Maxencio había menester fuerzas superiores á las de sus armas, y entonces levantó sus ojos á la Divinidad, acordándose de que su padre Constancio había menospreciado el culto de las impotentes divinidades del imperio y honrado toda su vida al Dios Supremo, el cual le colmó de señalados favores. Invocó, pues, al Dios de su padre, suplicándole con vivas instancias que le protegiese en aquellas circunstancias gravísimas; y mientras así oraba con humildad profunda, Dios hizo aparecer á sus ojos una señal por extremo sorprendente, de la que luego nos dio fe con solemne juramento el mismo emperador». 

La verdad de la historia no necesita acogerse á este juramento para su incontrastable firmeza, porque la aparición se verificó en medio del día, brillando el sol en todo su esplendor, y fue vista por todo el ejército lo mismo que por Constantino. Era una Cruz que se destacaba resplandeciente en los cielos encima del sol, como si éste le sirviera de peana, y había en ella una inscripción de letras de fuego que decía: IN HOC SIGNO VINCES, Con esta Enseña vencerás. 


Perplejo estaba Constantino sobre el significado de esta visión; pero el mismo Dios de la Cruz se la explicó, apareciéndose en sueños por la noche con la misma enseña que al mediodía le mostró en el cielo, y mandándole que hiciese un estandarte coronado de esta misma señal, para servirse de él en los combates como prenda segura de victoria. 

Ningún crítico ni incrédulo se atrevió jamás á negar estos hechos tan bien probados, ni siquiera Juliano el Apóstata, hasta que trece siglos después vino el infame Voltaire á fingir que los ponía en duda. No defendamos la verdad de la aparición; sería rebajarla: baste entregar á Voltaire y su escuela al más bajo desprecio. Constantino mandó poner al punto en sus estandartes la Cruz con el monograma de Cristo, y construyó uno especial en forma de Cruz, á que dio el nombre de Lábaro. No se sabe qué significado tenia esta palabra; pero desde entonces se llamó Lábaro el estandarte de los emperadores cristianos, y por extensión suele darse el mismo nombre á toda bandera de cruzados coronada por la santa Cruz. 

«Mandó Constantino, dice el P. Mariana, que el estandarte real, que llamaban lábaro y los soldados le adoraban cada día, se hiciese en forma de Cruz. De esta ocasión y principio, como algunos sospechan, vino la costumbre de los españoles, que escriben el santo Nombre de Cristo con X y con P griega, que era la misma forma del lábaro. Compruébase esto por una piedra que en Oreto, cerca de Almagro, se halló de tiempo de Valentiniano el Segundo, donde se ve manifiestamente cómo el Nombre de Cristo se escribía con aquellos nombres y abreviatura». 

Fortalecido Constantino por estas visiones y promesas del Dios de los cristianos, baja los Alpes, marcha impertérrito sobre Roma, y á nueve millas de ella, en Saxa rubra, encuéntranse los dos ejércitos. La religión antigua y la nueva se miran frente á frente en las orillas del Tiber, á vista del Capitolio; los sol- dados de Júpiter Capitolino y de Cristo Crucificado van á decidir cuál de los dos cultos debe dominar en el mundo; el Lábaro se levanta por encima de todas las banderas; ha empezado apenas la batalla, y el ejército de Maxencio es hecho pedazos por las tropas de Constantino; triunfan los cuarenta mil de los ciento ochenta mil, y el mismo tirano, huyendo, cae del puente Milvio y perece ahogado en el Tíber. La Cruz ha vencido, la Cruz va á dominar al mundo, la Cruz será en adelante garantía de victoria para los ejércitos cristianos In hoc signo vinces. 

Constantino entra triunfante en Roma con universal regocijo del Senado y del pueblo, que le saludan Libertador de la patria, y su primer cuidado es rendir público y solemne tributo de acción de gracias al Autor de su victoria; coloca la Cruz sobre el Capitolio; erige en la plaza pública un monumento en honor de la Santa Cruz, y al pie hace grabar esta inscripción: 

«Por este Signo de salud, fortaleza de mi fortaleza, he salvado la ciudad, librándola del yugo de la tiranía; he devuelto la libertad al Senado y al pueblo de Roma; he restablecido el imperio en su antiguo estado de nobleza y de gloria». 

Constantino se había convertido á Jesucristo y proclamado el imperio de la Cruz; no tardaría en convertirse todo el imperio; mas quedaba todavía en Oriente el emperador Licinio, triunfador de Maximino, que murió en la derrota, y era menester que Constantino convirtiese sus armas contra el victorioso tirano oriental. Tomó, pues, cincuenta hombres bravos y amantes de la Cruz, y les confió el Lábaro para que lo custodiasen y enarbolasen en los campos de batalla. Llamáronse CRUCIFEROS estos abanderados, casi todos españoles; y según testifica el citado Eusebio, donde quiera que ellos levantaban la gloriosa Enseña, al punto el enemigo emprendía precipitada fuga. 

Una sola vez parece que el enemigo no huyó, y fue para que se obrase un milagro estupendo. El mismo Eusebio lo cuenta con palabras del propio emperador Constantino. El que llevaba el Estandarte, olvidando que ninguno de los abanderados fue jamás herido mientras lo sostenía, y espantado al ver la horrible mortandad que las flechas enemigas hacían en derredor suyo, entrególo á otro abanderado y apeló á la fuga; pero al mismo punto una flecha enemiga le atravesó el corazón. El que tomó la Enseña ó Lábaro permaneció firme; el asta de aquel divino estandarte quedó erizada de flechas; y siendo tantas las que había en un palo, ninguna tocó al Lábaro ni al abanderado. Por fin el enemigo fue despedazado, y el ejército vencedor adoró la Cruz con todo el fervor que tan patente milagro le infundía. Con tan manifiesta protección del Dios de la Cruz, Constantino había de triunfar necesariamente de Licinio. 

«Con diversos pretextos, dice D. Modesto Lafuente, se encienden varias guerras entre estos dos emperadores: en todas va venciendo Constantino, hasta obligar á su rival á deponer la púrpura, humillado á las plantas del vencedor. Poco después murió ahogado Licinio, viniendo á quedar así Constantino dueño y señor único del imperio. Ya la religión de Cristo cuenta con la protección de la púrpura imperial, antes enemiga y perseguidora. El principio civilizador de la humanidad ha subido desde la cabaña de Galilea hasta el trono de los Casares; se anunció bajo Augusto, y se entronizó con Constantino. Un santo alborozo se difunde por toda la cristiandad; las persecuciones han cesado; ya pueden los sacerdotes y los fieles salir de las sombras de las catacumbas á celebrar sus ritos á la luz del día en templos erigidos y dotados por el mismo emperador; la Cruz se ostenta sobre los edificios públicos, y el Lábaro ondea en los campamentos de los soldados».  

APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Editado el año 1904