martes, 8 de julio de 2014

LA MEJOR BANDERA LA CRUZ - IV


IV 
Apariciones de la Cruz en Jerusalén 

Remontémonos otra vez al siglo IV. El 7 de Mayo del año 351 apareció en los aires de Jerusalén, encima del monte Calvario, una Cruz luminosa, de que fue testigo toda la ciudad. Su Obispo San Cirilo juzgó oportuno enterar del prodigio al emperador Constancio, y al efecto le dirigió la siguiente carta: 

«El día de Pentecostés (7 de Mayo) hacia las nueve de la mañana, apareció en el cielo una Cruz luminosa que se extendía desde el monte Calvario hasta el monte Olivete (unos cuatro kilómetros). No la vieron una ó dos personas solas, sino toda la ciudad; ni fue, como pudiera creerse, uno de esos fenómenos fugaces que se disipan al momento, sino que brilló por espacio de muchas horas seguidas á vista de los expectadores, y con tal resplandor, que los rayos del sol no podían aminorarlo; es decir, que brillaba más que el sol, puesto que la luz de éste no pudo desvanecerla. 

«Todos los habitantes de Jerusalén, penetrados de un santo temor y alegría espiritual, corrieron en tropel á la iglesia. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, y hasta las vírgenes alejadas del mundo, ciudadanos y extranjeros, cristianos é infieles, pues aquí hay gentes de todas las naciones y creencias, á una voz publicaban las alabanzas de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, verdadero autor de los milagros; y reconocían que la fe de los cristianos no se funda en los discursos persuasivos de la sabiduría humana, sino en pruebas claras de la intervención divina; y confesaban que no son los hombres solamente los que propagan esta fe, sino también el testimonio de Dios que con tales milagros la confirma. 

«Nos, que habitamos en Jerusalén y con nuestros propios ojos vimos el milagro, hemos dirigido á Dios, Soberano Señor del universo, nuestros homenajes de adoración y acción de gracias, y seguiremos tributándolos á su Hijo Unigénito, al mismo tiempo que desde estos santos lugares le dirigimos nuestros votos y se los dirigiremos siempre, por la prosperidad de vuestro feliz reinado. Nos hemos creído que no nos era licito guardar silencio acerca de tan patente milagro; por eso desde el día en que apareció resolvimos comunicar la maravillosa noticia á un príncipe de tan excelente piedad, a fin que, edificando sobre el sólido fundamento de su fe, la noticia de este prodigio divino le confirme y dé mayor confianza en Nuestro Señor Jesucristo». 

Las últimas palabras parecen aludir á las opiniones heterodoxas de Constancio, enemigo declarado de la Iglesia Católica y ardiente fautor del arrianismo; pero ocurría un hecho que San Cirilo ignoraba, y es que en el instante mismo de la aparición de la Cruz, aquel emperador se hallaba en Panonia con su ejército, presenciando desde allí la aparición de Jerusalén, y próximo á librar batalla contra el tirano Magnencio, que, al frente de un formidable ejército de paganos, quería hacer un supremo esfuerzo para restablecer la religión de los dioses del Olimpo y del Capitolio. Entrambos ejércitos vieron la Cruz aparecida, según la Crónica de Alejandría, que da detalles de que San Cirilo no hace mención, tales como el de estar la Cruz rodeada de una corona semejante á un arco iris. 

Sócrates el Escolástico habla asimismo de esta Cruz en su Historia Eclesiástica; y el arriano Filostorgo se ocupa del suceso en los mismos términos que Sócrates, bien que añade algunas particularidades como la siguiente: «Esta aparición fue vista claramente por los dos ejércitos, poniendo un espanto indecible en el corazón de Magnencio y de sus soldados, sectarios todos del culto de los ídolos, al paso que á Constancio y sus gentes infundio un valor indomable». Es de presumir cuál sería el efecto del espanto de unos y ánimo de otros: Magnencio fué horriblemente derrotado; la santa Cruz dio á las armas cristianas una nueva victoria de recuerdo imperecedero. 

El calendario de la Iglesia de Oriente, que refiere este milagro y parece haber copiado la carta de San Cirilo, fija su conmemoración á 7 de Mayo y usa de expresiones tan bellas como esta: 

«La tierra fue un día santificada por la erección de la Cruz, y después lo fueron los aires por la aparición de ella». 

La sana crítica ha puesto constantemente estos sucesos entre los más auténticos é indiscutibles; de ellos nadie hasta hoy ha podido dudar racionalmente. Cierto que Constancio era hereje, y por tanto, indigno de tan gran favor; pero es menester advertir que el imperial hereje capitaneaba un ejército de soldados cristianos y casi todos católicos, que iban á luchar con el ejército de los abominables dioses del paganismo. Quizá contra la intención de Constancio, era aquella una guerra de la Cruz contra el demonio, de la Iglesia contra el error, y la Cruz triunfó con sólo aparecer en el aire. 

Pasemos ahora al tiempo de Juliano el Apóstata. Todo el mundo sabe que este enemigo mortal de Jesucristo quiso dar un mentís á las maldiciones lanzadas contra el templo de Jerusalén por el Hijo de Dios, que había declarado no quedaría allí piedra sobre piedra. Juliano osó emprender su reedificación; más he aquí lo que en su oración IV nos refiere entre otros San Gregorio Nacianceno, condiscípulo del furioso César: 

«Un torbellino de viento que se levantó de repente y un violento terremoto hicieron dejar la obra, cuando aún se hallaba en los cimientos.—Una circunstancia referida por todos, y en la que todo el mundo conviene unánimemente, es que cuando los trabajadores apelaron á la fuga para evitar el peligro que les amenazaba, salió un fuego de los fundamentos del templo, bien pronto llegó á ellos, consumió unos, mutiló á otros, dejándoles á todos las más visibles marcas de la cólera del cielo. Tal fue el acontecimiento: que nadie sea tan incrédulo que ponga en duda este prodigio, á menos que igualmente no quiera dudar de otras obras milagrosas de Dios. 

«Pero lo que hubo aquí de más notable y pasmoso fue una luz que apareció en el cielo en forma de Cruz encerrada en un circulo; este signo augusto que habían mirado los impíos como un oprobio en la tierra, estaba á la sazón elevado en los cielos, y patente á la vista de todos los hombres, como un trofeo de la victoria del Omnipotente sobre sus enemigos; trofeo el más ilustre y el más brillante que jamás hubo. 

«Hay más; los que estaban presentes y miraban el prodigio hacen ver aún en el día las cruces que se imprimieron en sus vestidos. Cuando aquellos que se encontraban entonces allí, fueran fieles ó infieles, consideraban aquellas marcas en los otros, bien pronto vieron con sorpresa la misma señal en ellos mismos y en sus vecinos. Estas señales eran una luz brillante impresa en el cuerpo ó las vestiduras, que sobrepujaba por su lustre y su belleza á todo cuanto el arte y la habilidad pueden dar de fino en un dibujo á bordado». 

He ahí lo que refiere el ilustre Doctor de la Iglesia con el candor de los hijos de Dios. Esto no impide al demasiado famoso Doelidger rebuscar una explicación natural de la aparición y aplicación de aquellas cruces, en sus Orígenes del Cristianismo. En lo cual le imita considerable número de cristianos reputados católicos, que creen en Jesucristo Dios, pero tienen suficiente despreocupación y desvergüenza para poner en duda ó negar estas intervenciones del Dios de la Cruz en favor de la Iglesia y de la Patria, y de los ejércitos que santamente las defienden. 

APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Biblioteca Españolista
Valencia-Año 1904