miércoles, 23 de julio de 2014

LA MEJOR BANDERA LA CRUZ - VII


VII 
La Cruz y las Españas 

El divino poder de la Cruz no dio la victoria á nuestros antepasados únicamente en la memorable jornada de las Navas, sino en todas cuantas victorias alcanzaron de musulmanes, infieles y herejes. Al hecho de las Navas hemos consagrado un articulo especial, dándole la preferencia, porque la Iglesia lo preparó con sus oraciones y sus indulgencias de Cruzada y luego lo aceptó en su liturgia, para que en lo sucesivo glorificasen al Rey de Reyes los españoles con la fiesta del Triunfo de la Santa Cruz. 

La Cruz ha sido siempre la Bandera de las Españas. Pelayo se levantó en Covadonga enarbolando la Cruz, una sencilla Cruz de roble que sirvió de guión y enseña a sus heroicos soldados. Tenia la seguridad de vencer con ella, porque según autorizada tradición, junto a Cangas de Onis se le apareció en los aires La Cruz de las Victorias, como al emperador Constantino, antes de replegarse con sus bravos en Covadonga. 

La restauración de Pelayo fue obra de la Santa Cruz; tan convencidos de ello estaban los héroes de Asturias, que a la enseña de su caudillo pusieron por nombre La Cruz de las Victorias, y para ensalzar su memoria le consagró D. Favila el templo de la Santa Cruz en las inmediaciones de Cangas, en el mismo sitio donde su padre la vio en los aires. 

Un siglo después, llevóla D. Alonso III al castillo de Gauzón, atalaya de Asturias, guarneciéndola con planchas de oro y rica pedrería y poniendo en ella una inscripción en forma de cruz, donde se lee: «Con esta señal es protegido el pío; con esta señal es vencido el enemigo». 

Siguió la Santa Cruz decidiendo con la victoria nuestras batallas durante dos siglos. Pensando entonces Alfonso el Casto demostrar la gratitud de la renaciente España al divino Rey de la Cruz con una joya mejor que la Cruz de las Victorias, ideó construirla del oro y pedrería cogidos a los moros, cuando, según la tradición, dos ángeles disfrazados de peregrinos se le aparecieron y ofrecieron a construirla; consintiólo él, y en un instante la halló hecha tal corno hoy se ve, habiendo desaparecido los dos ángeles: por este hecho se la llama Cruz Angélica. 

Discute este origen la crítica; pero lo indudable es que debemos la Cruz Angélica a la devoción del Rey Casto y que por su mérito artístico e histórico es una de las primeras joyas de la arqueología patria. Entre los versos de su inscripción se leen los mismos que en la Cruz de las Victorias: Hoc signo tuetur pius; hoc signo vincitur inimicus. 

La restauración pirenaica no fue menos obra de la Cruz que la cantábrica. He aquí lo que a este propósito copiamos del grave autor últimamente citado: 

«Entre todos estos hechos descuella una tradición que los habitantes de aquellos países han mirado siempre con una veneración singular. El primer caudillo de aquella insurrección, a quien apellidan Garci-Jiménez, deseando acreditar el acierto de la elección que en él había recaído, avanzó con unos seiscientos hombres hasta la villa de Ainsa, de que se apoderó por sorpresa. Noticiosos los Sarracenos de aquel golpe de mano, acudieron contra los insurgentes con poderosa hueste: al entrar en acción vieron los Cristianos una Cruz roja sobre una encina; alentados con tal portento, dieron sobre los contrarios, derrotándolos a pesar de su número excesivamente superior»

»Desde entonces, tomaron por divisa la Cruz sobre un árbol; y a creer a los antiguos, la naciente monarquía se llamó, por tanto, de Sobrarbe.— El hecho es que la Cruz de Sobrarbe ha sido siempre la principal divisa de la restauración pirenaica, y que el reino de Aragón jamás dejó de usar la Cruz por enseña, aunque de distintas formas, según las épocas y los triunfos que en ellas debió a la divina Providencia. Aquellos pobres cristianos, con este piadoso símbolo manifestaban esperar tan sólo su independencia del que, muriendo en la Cruz, dio al mundo salud, libertad y vida. 

«A la Cruz primera de Sobrarbe sobre una encina, siguió otra Cruz griega antigua, con una espiga en la parte inferior, como para llevarla clavada en un asta. Sucedió a ésta la Cruz roja de San Jorge, flanqueada por cuatro cabezas de reyes moros, como recuerdo de la batalla de Alcoraz, ganada por aragoneses y navarros. Finalmente, las cuatro sangrientas barras en campo dorado, que usó el reino desde su unión a Cataluña, significaban, según San Bernardo, los cuatro palos de la Cruz; pero estas ya no son propiamente las armas de Aragón, sino de los Condes de Barcelona». 

Sin la Cruz no se hubiera salvado España, aun hoy sería una especie de Turquía meridional. Propósito firme de todos aquellos antiguos españoles era el que siglos después formuló el gran Aparisi Guijarro de esta manera: «A la sombra de la Cruz nacimos; a la sombra de la Cruz moriremos». Apenas hay una de nuestras gloriosas tradiciones de la Reconquista en que no brille esplendoroso el poder de la Santa Cruz, lo mismo que la protección de la Inmaculada Patrona y Generalísima de las Españas. 

Palmo á palmo las reconquistaron nuestros padres al amparo de la Cruz, hasta abatir para siempre en Granada el inmundo pendón de la Media Luna. En memoria de aquella Cruzada, bendecida é indulgen- ciada por la Iglesia, y de la Última victoria de nuestra reconquista, los Reyes Católicos erigieron en Granada la iglesia y el convento de Santa Cruz. 

Aquí nos ocurren los siguientes párrafos de un reciente sermón predicado en Madrid por el ilustre y sabio D. Ramiro Fernández Valbuena, Penitenciario de la Primacial de Toledo: 

«La publicación de la Santa Bula de Cruzada, que se hace hoy en la capital de la monarquía española, nos recuerda aquella gran epopeya de la lucha de la fe contra la herejía y superstición; la predilección del Cabeza de la iglesia con España, por haber mantenido enhiesta la bandera de la Cruz durante ocho siglos contra la media luna; y el valor heroico de los cruzados que derramaron su sangre en favor de Dios y de su patria.

En ninguna nación cristiana fuera de la nuestra, se conserva la Bula de la Cruzada, no obstante haberse concedido cuantas tomaron parte en las guerras contra los infieles, que fueron todas las de Europa. Y es que solamente en nuestra España se conservaba la profunda fe en las gracias de la Bula, y se pedía ésta con instancia a la Santa Sede, cuando en los demás reinos había pasado a la historia. 

Con esto (la toma de Granada) parecía que debieran haberse terminado las cruzadas en nuestra patria; pero no habían de pasar muchos años sin que los españoles, fieles siempre a las tradiciones de su fe y a las energías de su raza, pidieran otra vez a la Iglesia santa el auxilio de las armas espirituales para vencer a los enemigos de una y de otra; y la Iglesia concede esos auxilios a sus hijos predilectos, para que puedan derrotar a la reforma protestante en la guerra movida por los príncipes alemanes adictos a las doctrinas de Lutero contra el emperador Carlos V; y por no insistir más en este punto, todavía en el último tercio del siglo XVI se concedieron por San Pío V las gracias de la Cruzada a la armada que combatió en Lepanto bajo la dirección y mando de D. Juan de Austria. 

Desde aquella época la Cruzada española ha continuado sin interrupción, aunque en otra distinta forma, ya que nuestros católicos monarcas no han cesado de pedir a los Romanos Pontífices las gracias de Cruzada para sí y para sus vasallos, ni los Papas han dejado de concederlas periódicamente. 

Cuanto somos y cuanto valemos lo debemos a la Cruz, y el día en que la Cruz desapareciera de nuestro suelo, éste, tan feraz como el primero del mundo, se convertiría en un Sahara; y nosotros sus habitantes volveríamos al estado de salvajismo de los primeros moradores de la Hesperia. 

Pero a la Cruz se la ha declarado guerra sin cuartel en nuestra patria por algunos, por muchos de sus hijos extraviados hace mas de un siglo, y así ha ido desapareciendo de los sitios públicos de nuestras ciudades y villas el símbolo de la redención humana y de la libertad de los hijos de Dios, símbolo que no podían mirar sin rabia los hijos de las tinieblas, que consiguieron retirarle de la vista pública, como si fuera un baldón de ignominia para los pueblos. 

Ha llegado la hora de una nueva cruzada, no ya contra enemigos exteriores, sino contra nuestros mismos hermanos según la carne. Moisés mandó degollar en un solo día por orden de Dios 23.00Ó israelitas adoradores del becerro de oro; Matatías y su hijo Judas recorrieron las ciudades de Israel, antes de luchar contra los ejércitos de Siria, y dieron muerte a los impíos y a los perversos, con lo cual se aplacó la ira de Dios sobre aquel pueblo; San Agustín, que en el terreno científico había derrotado a los donatistas, viendo que éstos se valían de hombres perdidos y desalmados, llamados circunceliones, para acometer y dar muerte a los católicos que no querían pasar al partido de Donato, pidió contra ellos el auxilio del ejército imperial. Por más esfuerzos que hizo santo Domingo de Guzmán para convencer y convertir a los albigenses, no fue posible reducirlos a la razón sino por medio de las armas de los Cruzados. Ni tampoco hoy, amados fieles, cesarán los. enemigos de la fe en sus tropelías, mientras no sean convencidos con el argumento de las armas. 

Nos encontramos en circunstancias análogas a las en que se hallaban los católicos del mediodía de Francia en la época de Santo Domingo de Guzmán, o en las que se encontraron los católicos alemanes cuando la confederación protestante que tenia por jefe al elector de Sajonia. 

Ahora como entonces se persigue a los religiosos y sacerdotes, se incendian los templos, se impiden los actos de culto externo, y por todos los medios se procura hacer guerra, no ya de ideas por medio de la palabra y de la prensa, que a éstas ya respondemos los católicos en igual forma, aunque no con la valentía que debiéramos, sino guerra externa con actos de fuerza; a los cuales es necesario oponer también la fuerza. ¿No lo veis? ¿no escucháis los gritos salvajes y ensordecedores del ejército enemigo, que se apresta a dar la última batalla y aniquilar la Iglesia de Dios? Asomaos a las cavernas de los trogloditas de nuestro siglo, y oiréis rugidos como de fieras, y conoceréis planes de exterminio que os harán helar la sangre en las venas. 

Y nosotros, hijos de los Cruzados, que conmemoramos hoy y celebramos la publicación de la Cruzada, ¿estaremos tranquilos sin aprestarnos a defender nuestros imprescriptibles derechos de hombres y de cristianos? ¿Veremos con indiferencia pecaminosa el avanzar de nuestros enemigos destruyendo sucesivamente, pero sin dar tregua a la mano, las fortificaciones católicas? 

No, no ha de ser así. Una nueva Cruzada se impone; y como lo que ha de ser, será, no faltará un Godofredo que, puesto al frente de las huestes de la Cruz, reconquiste la ciudad santa de la fe; no dejará de presentarse en la hora oportuna mi Raimundo de Fitero que sepa unir amigablemente LA CORAZA DEL GUERRERO CON LA COGULLA DEL MONJE, y que guiando sus mesnadas de decididos campeones, haga morder el polvo a los más audaces de la nueva morisma; pues AUN CUANDO ALGUIEN LE CONDENA, LA IGLESIA LE BENDECIRÁ y colocará en los altares, para escarmiento de cobardes y enseñanza de presuntuosos». 

APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA 
P. José Domingo María Corbató
Biblioteca Españolista 
Valencia-Año 1904