Venerable María de Jesús de Agreda
1375. Llegó nuestro verdadero y nuevo Isaac, Hijo del
Eterno Padre, al monte del sacrificio, que fue el mismo
donde precedió el ensayo y la figura en el hijo del
Patriarca San Abrahán [Día 9 de octubre: Memoria sancti
Abrahae, Patriárchae et ómnium credéntium Patris] (Gen
22, 9), y donde se ejecutó en el inocentísimo Cordero el
rigor que se suspendió en el antiguo Isaac que le
figuraba. Era el monte Calvario lugar inmundo y
despreciado, como destinado para el castigo de los
facinerosos y condenados, de cuyos cuerpos recibía mal
olor y mayor ignominia. Llegó tan fatigado nuestro
amantisimo Jesús, que parecía todo transformado en
llagas y dolores, cruentado, herido y desfigurado. La
virtud de la divinidad, que deificaba su santísima
humanidad por la unión hipostática, le asistió, no para
aliviar sus tormentos sino para confortarle en ellos, y que
quedase su amor inmenso saciado en el modo
conveniente, conservándole la vida, hasta que se le diese
licencia a la muerte de quitársela en la cruz. Llegó
también la dolorosa y afligida Madre llena de amargura
a lo alto del Calvario, muy cerca de su Hijo
corporalmente, pero en el espíritu y dolores estaba como
fuera de sí, porque se transformaba toda en su amado y
en lo que padecía. Estaban con ella San Juan Evangelista
y las tres Marías, porque para esta sola y santa compañía había pedido y alcanzado del Altísimo este
gran favor de hallarse tan vecinos y presentes al
Salvador y su cruz.
1376. Y como la prudentísima Madre conocía que se
iban ejecutando los misterios de la Redención humana,
cuando vio que trataban los ministros de desnudar al
Señor para crucificarle, convirtió su espíritu al eterno
Padre y oró de esta manera: Señor mío y Dios eterno,
Padre sois de vuestro unigénito Hijo, que por la eterna
generación Dios verdadero nació de Dios verdadero, que
sois vos, y por la humana generación nació de mis
entrañas, donde le di la naturaleza de hombre en que
padece. Con mis pechos le di leche y sustenté, y como al
mejor hijo que jamás pudo nacer de otra criatura le amo
como Madre verdadera, y como Madre tengo derecho
natural a su humanidad santísima en la persona que
tiene, y nunca Vuestra Providencia se le niega a quien le
tiene y pertenece. Ahora, pues, ofrezco este derecho de
Madre y le pongo en Vuestras manos de nuevo, para que
vuestro Hijo y mío sea sacrificado para la Redención del
linaje humano. Recibid, Señor mío, mi aceptable ofrenda
y sacrificio, pues no ofreciera tanto si yo misma fuera
sacrificada y padeciera, no sólo porque mi Hijo es
verdadero Dios y de Vuestra sustancia misma, sino
también de parte de mi dolor y pena. Porque si yo
muriera y se trocaran las suertes, para que su vida
santísima se conservara, fuera para mí de grande alivio y
satisfacción de mis deseos.—Esta oración de la gran
Reina aceptó el Eterno Padre con inefable agrado y
complacencia. Y no se le consintió al Patriarca San
Abrahán más que la figura y ademán del sacrificio de su
Hijo (Gen 22, 12), porque la ejecución y verdad la
reservaba el Padre Eterno para su Unigénito. Ni tampoco
a su madre Sara se le dio cuenta de aquella mística
ceremonia, no sólo por la pronta obediencia de San
Abrahán, sino también porque aun esto sólo no se fiaba del amor maternal de Sara, que acaso intentaría impedir
el mandato del Señor, aunque era santa y justa. Pero no
fue así con María santísima, que sin recelo le pudo fiar el
Eterno Padre su voluntad eterna, porque con proporción
cooperase en el sacrificio del Unigénito con la misma
voluntad del Padre.
1377. Acabó esta oración la invictísima Madre y
conoció que los impíos ministros de la pasión intentaban
dar al Señor la bebida del vino mirrado con hiel, que
dicen San Mateo (Mt 27, 34) y San Marcos (Mc 15, 23).
Para añadir este nuevo tormento a nuestro Salvador,
tomaron ocasión los judíos de la costumbre que tenían de
dar a los condenados a muerte una bebida de vino fuerte
y aromático, con que se confortasen los espíritus vitales,
para tolerar con más esfuerzo los tormentos del suplicio,
derivando esta piedad de lo que Salomón dejó escrito en
los Proverbios (Prov 31, 6): Dales sidra a los que están
tristes y el vino a los que padecen amargura del corazón.
Esta bebida, que en los demás ajusticiados podía ser
algún socorro y alivio, pretendió la crueldad de los impíos
judíos conmutar en mayor pena con nuestro Salvador (Am
2, 8), dándosela amarguísima y mezclada con hiel y que
no tuviese en él otros efectos más que el tormento de la
amargura. Conoció la divina Madre esta inhumanidad y
con maternal compasión y lágrimas oró al Señor
pidiéndole no la bebiese. Y Su Majestad, condescendió
con la petición de su Madre, de manera que, sin negarse
del todo a este nuevo dolor, gustó la poción amarga y no
la bebió (Mt 37, 34).
1378. Era ya la hora de sexta, que corresponde a la de
mediodía, y los ministros de justicia, para crucificar
desnudo al Salvador, le despojaron de la túnica inconsútil
y vestiduras. Y como la túnica era cerrada y larga,
desnudáronsela, para sacarla por la cabeza, sin
quitarle la corona de espinas, y con la violencia que hicieron arrancaron la corona con la misma túnica con
desmedida crueldad, porque le rasgaron de nuevo las
heridas de su sagrada cabeza, y en algunas se quedaron
las puntas de las espinas, que con ser tan duras y
aceradas se rompieron con la fuerza que los verdugos
arrebataron la túnica, llevando tras de sí la corona; la
cual le volvieron a fijar en la cabeza con impiísima
crueldad abriendo llagas sobre llagas. Renovaron junto
con esto las de todo su cuerpo santísimo, porque en ellas
estaba ya pegada la túnica, y el despegarla fue, como
dice Santo Rey y Profeta David (Sal 68, 27), añadir de
nuevo sobre el dolor de sus heridas. Cuatro veces
desnudaron y vistieron en su pasión a nuestro bien y
Señor: la primera, para azotarle en la columna; la
segunda, para ponerle la púrpura afrentosa; la tercera,
cuando se la quitaron y le volvieron a vestir de su túnica;
la cuarta fue ésta del Calvario, para no volverle a vestir;
y en ésta fue más atormentado, porque las heridas
fueron más, y su humanidad santísima estaba debilitada,
y en el monte Calvario más desabrigado y ofendido del
viento, que también tuvo licencia este elemento para
afligirle en su muerte la destemplanza del frío.
1379. A todas estas penas se añadía el dolor de estar
desnudo en presencia de su Madre santísima y de las
devotas mujeres que la acompañaban y de la multitud de
gente que allí estaba. Sólo reservó en su poder los paños
interiores que su Madre santísima le había puesto debajo
la túnica en Egipto, porque ni cuando le azotaron se los
pudieron quitar los verdugos, como queda dicho, ni
tampoco se los desnudaron para crucificarle, y así fue
con ellos al sepulcro; y esto se me ha manifestado
muchas veces (Cf. supra n. 1338). No obstante que, para
morir Cristo nuestro bien en suma pobreza y sin llevar ni
tener consigo cosa alguna de cuantas era Criador y
verdadero Señor, por su voluntad muriera totalmente
desnudo y sin aquellos paños, si no interviniera la voluntad y petición de su Madre santísima, que fue la que
así lo pidió, y lo concedió Cristo nuestro Señor, porque
satisfacía con este género de obediencia de hijo a la
suma pobreza en que deseaba morir. Estaba la Santa
Cruz tendida en tierra, y los verdugos prevenían lo demás
necesario para crucificarle, como a los otros dos que
juntamente habían de morir. Y en el ínterin que todo esto
se disponía, nuestro Redentor y Maestro oró al Padre y
dijo:
1380. Eterno Padre y Señor Dios mío, a tu majestad
incomprensible de infinita bondad y justicia ofrezco todo
el ser humano y obras que en él por tu voluntad santísima
he obrado, bajando de tu seno en esta carne pasible y
mortal, para redimir en ella a mis hermanos los hombres.
Ofrézcote, Señor, conmigo a mi amantísima Madre, su
amor, sus obras perfectísimas, sus dolores, sus penas, sus
cuidados y prudentísima solicitud en servirme, imitarme y
acompañarme hasta la muerte. Ofrézcote la pequeña
grey de mis Apóstoles, la Santa Iglesia y congregación de
fieles, que ahora es y será hasta el fin del mundo, y con
ella a todos los mortales hijos de Adán. Todo lo pongo en
tus manos, como de su verdadero Dios y Señor
Omnipotente; y cuanto es de mi parte por todos padezco
y muero de voluntad, y con ella quiero que todos sean
salvos, si todos me quisieren seguir y aprovecharse de mi
Redención, para que de esclavos del demonio pasen a
ser hijos tuyos y mis hermanos y coherederos por la
gracia que les dejo merecida. Especialmente, Señor
mío, te ofrezco los pobres, despreciados y afligidos, que
son mis amigos y me siguieron por el camino de la cruz. Y
quiero que los justos y predestinados estén escritos en tu
memoria eterna. Suplícote, Padre mío, que detengas el
castigo y levantes el azote de tu justicia con los hombres,
no sean castigados como lo merecen sus culpas, y desde
esta hora seas su Padre como lo eres mío. Suplicóte
asimismo por los que con pío afecto asisten a mi muerte, para que sean ilustrados con tu divina luz, y por todos los
que me persiguen, para que se conviertan a la verdad, y
sobre todo te pido por la exaltación de tu inefable y
santo nombre.
1381. Esta oración y peticiones de nuestro Salvador
Jesús conoció su santísima Madre, y la imitó y oró al
Padre respectivamente como a ella le tocaba. Nunca
olvidó ni omitió la prudentísima Virgen el cumplimiento
de aquella palabra primera que oyó de la boca de su
Hijo y Maestro recién nacido: Asimílate a mí, amiga
mía (Cf. supra n.480). Y siempre se cumplió la promesa,
que le hizo el mismo Señor, de que, en retorno del nuevo
ser humano que dio al Verbo eterno en su virginal vientre,
la daría su omnipotencia otro nuevo ser de gracia divina
y eminente sobre todas las criaturas. Y a este beneficio
pertenecía la ciencia y luz altísima con que conocía la
gran Señora todas las operaciones de la humanidad
santísima de su Hijo, sin que ninguna se le ocúltase ni la
perdiese de vista. Y como las conoció, las imitó; de
manera que siempre fue cuidadosa en atenderlas,
profunda en penetrarlas, pronta en la ejecución y fuerte y
muy intensa en las operaciones. Ni para esto la turbó el
dolor, ni la impidió la congoja, ni la embarazó la
persecución, ni la entibió la amargura de la pasión. Y si
bien fue admirable en la gran Reina esta constancia,
pero fuéralo menos si a la pasión y tormentos de su Hijo
asistiera con los sentidos y dolor interior, al modo que los
demás justos. Mas no sucedió así, porque fue única y
singular en todo, que, como se ha dicho arriba (Cf. supra
n. 1341), sintió en su virginal cuerpo los dolores que
padecía Cristo nuestro bien en su persona interiores y
exteriores. Y en cuanto a esta correspondencia, podemos
decir que también la divina Madre fue azotada,
coronada, escupida y abofeteada, y llevó la cruz a
cuestas y fue clavada en ella, porque sintió todos estos
tormentos y los demás en su purísimo cuerpo, aunque por diferente modo pero con suma similitud, para que en todo
fuese la Madre retrato vivo de su Hijo. Y a más de la
grandeza que debía corresponder en María santísima y
su dignidad a la de Cristo, con toda la proporción posible
que tuvo, encerró esta maravilla otro misterio, que fue
satisfacer en algún modo al amor de Cristo y a la
excelencia de su pasión y beneplácito quedando para
todo esto copiada en alguna pura criatura, y ninguna
tenía tanto derecho a este beneficio como su misma
Madre.
1382. Para señalar los barrenos de los clavos en la cruz,
mandaron los verdugos con imperiosa soberbia al Criador
del universo —¡oh temeridad formidable!— que se
tendiese en ella, y el Maestro de la humildad obedeció
sin resistencia. Pero ellos con inhumano y cruel instinto
señalaron los agujeros, no iguales al sagrado cuerpo,
sino más largos, para lo que después hicieron. Esta nueva
impiedad conoció la Madre de la luz, y fue una de las
mayores aflicciones que padeció su corazón castísimo en
toda la Pasión, porque penetró los intentos depravados
de aquellos ministros del pecado y previno el tormento
que su Hijo santísimo había de padecer para clavarle en
la cruz; pero no lo pudo remediar, porque el mismo Señor
quería padecer también aquel trabajo por los hombres. Y
cuando se levantó Su Majestad para que barrenasen la
cruz, acudió la gran Señora y le tuvo de un brazo y le
adoró y besó la mano con suma reverencia. Dieron lugar
a esto los verdugos, porque juzgaron que a la vista de su
Madre se afligiría más el Señor, y ningún dolor que le
pudieran dar le perdonaron. Pero no entendieron el
misterio, porque no tuvo Su Majestad en su pasión otra
causa de mayor consuelo y gozo interior como ver a su
Madre santísima y la hermosura de su alma y en ella el
retrato de sí mismo y el entero logro del fruto de su
pasión y muerte; y este gozo en algún modo confortó a
Cristo nuestro bien en aquella hora.
1383. Formados en la Santa Cruz los tres barrenos,
mandaron los verdugos a Cristo Señor nuestro segunda
vez que se tendiese sobre ella para clavarle. Y el sumo y
poderoso Rey, como artífice de la paciencia, obedeció y
se puso en la cruz, extendiendo los brazos sobre el feliz
madero a la voluntad de los ministros de su muerte.
Estaba Su Majestad tan desfallecido, desfigurado y
exangüe, que, si en la impiedad ferocísima de aquellos
hombres tuvieran algún lugar la natural razón y
humanidad, no era posible que la crueldad hallara objeto
en que obrar entre la mansedumbre, humildad, llagas y
dolores del inocente Cordero. Pero no fue así, porque ya
los judíos y ministros —¡oh juicios terribles y ocultísimos
del Señor!— estaban transformados en el odio mortal y
mala voluntad sugerida por los demonios y desnudos de
los afectos de hombres sensibles y terrenos, y así
obraban con indignación y furor diabólico.
1384. Luego cogió la mano de Jesús nuestro Salvador
uno de los verdugos, y asentándola sobre el agujero de la
cruz, otro verdugo la clavó en él, penetrando a
martilladas la palma del Señor con un clavo esquinado y
grueso. Rompiéronse con él las venas y los nervios, y se
quebraron y desconcertaron los huesos de aquella mano
sagrada que fabricó los cielos y cuanto tiene ser. Para
clavarle la otra mano no alcanzaba el brazo al agujero,
porque los nervios se le habían encogido y de malicia le
habían alargado el barreno, como arriba se dijo (Cf.
supra n. 1382); y para remediar esta falta tomaron la
misma cadena con que el mansísimo Señor había estado
preso desde el huerto y, argollándole la muñeca con el un
extremo donde tenía una argolla como esposas, tiraron
con inaudita crueldad del otro extremo y ajustaron la
mano con el barreno y la clavaron con otro clavo. Pasaron
a los pies y, puesto el uno sobre el otro, amarrándolos
con la misma cadena y tirando de ella con gran fuerza y crueldad, los clavaron juntos con el tercer clavo, algo más
fuerte que los otros. Quedó aquel sagrado cuerpo, en
quien estaba unida la divinidad, clavado y fijo en la
Santa Cruz, y aquella fábrica de sus miembros, deificados
y formados por el Espíritu Santo, tan disuelta y
desencuadernada, que se le pudieron contar los huesos
(Sal 21, 18), porque todos quedaron dislocados y
señalados, fuera de su lugar natural; desencajáronse los
del pecho y de los hombros y espaldas, y todos se
movieron de su lugar, cediendo a la violenta crueldad de
los verdugos.
1385. No cabe en lengua ni discurso nuestro la
ponderación de los dolores de nuestro Salvador Jesús en
este tormento y lo mucho que padeció; sólo el día del
juicio se conocerá más, para justificar su causa contra los
réprobos y para que los Santos le alaben y glorifiquen
dignamente. Pero ahora que la fe de esta verdad nos da
licencia y nos obliga a extender el juicio —si es que le
tenemos— pido, suplico y ruego a los hijos de la Santa
Iglesia consideremos a solas cada uno tan venerable
misterio; ponderémosle y pesémosle con todas sus
circunstancias y hallaremos motivos eficaces para
aborrecer al pecado y no volverle a cometer, como causa
de tanto padecer el autor de la vida; ponderemos y
miremos tan oprimido el espíritu de su Madre Virgen y
rodeado de dolores su purísimo cuerpo, que por esta
puerta de la luz entraremos a conocer el sol que nos
alumbra el corazón. ¡Oh Reina y Señora de las virtudes!
¡Oh Madre verdadera del inmortal Rey de los siglos
humanado! Verdad es, Señora mía, que la dureza de
nuestros ingratos corazones nos hace ineptos y muy
indignos de sentir Vuestros dolores, y de Vuestro Hijo
santísimo nuestro Salvador, pero vénganos por Vuestra
clemencia este bien que desmerecemos; purificad y
apartad de nosotros tan pesada torpeza y grosería. Si
nosotros somos la causa de tales penas, ¿qué razón hay y qué justicia es que se queden en Vos y en Vuestro
amado? Pase el cáliz de los inocentes a que le beban los
reos que le merecieron. Mas ¡ay de mí!, ¿dónde está el
seso?, ¿dónde la sabiduría y la ciencia?, ¿dónde la
lumbre de nuestros ojos?, ¿quién nos ha privado del
sentido?, ¿quién nos ha robado el corazón sensible y
humano? Cuando no hubiera recibido, Señor mío, el ser
que tengo a Vuestra imagen y semejanza, cuando Vos no
me dierais la vida y movimiento, cuando todos los
elementos y criaturas, formadas por Vuestra mano para
mi servicio, no me dieran noticia tan segura de Vuestro
amor inmenso, el infinito exceso de haberos clavado en la
cruz con tan inauditos dolores y tormentos me dejara
satisfecha y presa con cadenas de compasión y
agradecimiento, de amor y de confianza en vuestra
inefable clemencia. Pero si no me despiertan tantas
voces, si vuestro amor no me enciende, si vuestra pasión
y tormentos no me mueven, si tales beneficios no me
obligan, ¿qué fin esperaré de mi estulticia?
1386. Fijado el Señor en la cruz, para que los clavos no
soltasen al divino cuerpo, arbitraron los ministros de la
justicia redoblarlos por la parte que traspasaban el
sagrado madero, y para ejecutarlo comenzaron a
levantar la cruz para volverla, cogiendo debajo contra la
tierra al mismo Señor crucificado. Esta nueva crueldad
alteró a todos los circunstantes y se levantó grande
gritería en aquella turba movida de compasión, pero la
dolorosa y compasiva Madre ocurrió a tan desmesurada
impiedad y pidió al Eterno Padre no la permitiese como
los verdugos la intentaban, y luego mandó a los Santos
Ángeles acudiesen y sirviesen a su Criador con aquel
obsequio, y todo se ejecutó como la gran Reina lo ordenó;
porque volviendo los verdugos la cruz, para que el cuerpo
clavado cayera el rostro contra la tierra, los Ángeles le
sustentaron cerca del suelo, que estaba lleno de piedras
e inmundicia, y con esto no tocó el Señor con su divino rostro en él ni en los guijarros. Y los ministros redoblaron
las puntas de los clavos, sin haber conocido el misterio y
maravilla, porque se les ocultó, y el cuerpo estuvo tan
cerca de la tierra y la cruz tan fija sustentada de los
Ángeles, que los judíos creyeron estaba en el duro suelo.
1387. Luego arrimaron la cruz con el Crucificado divino
al agujero donde se había de enarbolar. Y llegándose
unos con los hombros y otros con alabardas y lanzas,
levantaron al Señor en la cruz, fijándola en el hoyo que
para esto habían abierto en el suelo. Y quedó nuestra
verdadera salud y vida en el aire pendiente del
sagrado madero, a vista de innumerable pueblo de
diversas gentes y naciones. Y no quiero omitir otra
crueldad, que he conocido usaron con Su Majestad
cuando le levantaron, que con las lanzas e instrumentos
de armas le hirieron, haciéndole debajo los brazos
profundas heridas, porque le fijaron los hierros en la
carne, para ayudar a levantarle en la cruz. Renovóse al
espectáculo la vocería del pueblo con mayores gritos y
confusión: los enemigos de Cristo blasfemaban, los
compasivos se lamentaban, los extranjeros se admiraban;
unos a otros se convidaban al espectáculo, otros no le
podían mirar con el dolor; unos ponderaban el
escarmiento en cabeza ajena, otros le llamaban justo; y
toda esta variedad de juicios y palabras eran flechas
para el corazón de la afligida Madre. Y el sagrado
cuerpo derramaba mucha sangre de las heridas de los
clavos, que con el peso y el golpe de la cruz se
estremeció, y se rompieron de nuevo las llagas,
quedando más patentes las fuentes a que nos convidó
por Isaías (Is 12, 3), para que fuésemos a coger de ellas
con alegría las aguas con que apagar la sed y lavar las
manchas de nuestras culpas. Y nadie tiene excusa, si no
se diere prisa llegando a beber en ellas, pues se venden
sin conmutación de plata ni oro y se dan de balde sólo
por la voluntad de recibirlas.
1388. Crucificaron luego a los dos ladrones y fijaron sus
cruces, la una a la mano derecha y la otra a la siniestra
de nuestro Redentor, dándole el lugar de medio como a
quien reputaban por principal malhechor. Y olvidándose
los pontífices y fariseos de los dos facinerosos,
convirtieron todo su furor contra el Impecable y Santo
por naturaleza. Y moviendo las cabezas con escarnio y
mofa, arrojaron piedras y polvo contra la cruz del Señor y
contra su real persona, y decían: Ah, tú que destruyes el
templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate ahora
a ti mismo; a otros hizo salvos y a sí mismo no se puede
salvar.—Otros decían: Si éste es Hijo de Dios, descienda
ahora de la cruz y le creeremos.—Los dos ladrones
también entrambos se burlaban de Su Divina Majestad
al principio, y decían: Si eres Hijo de Dios, sálvate a ti
mismo y a nosotros (Mt 27, 42-44).— Y estas blasfemias
de los ladrones fueron para el Señor de tanto mayor
sentimiento, cuanto a ellos estaba más próxima la muerte
y perdían aquellos dolores con que morían y podían
satisfacer en parte por sus delitos castigados por la
justicia; como luego lo hizo el uno de ellos, aprovechando
la ocasión más oportuna que tuvo pecador ninguno del
mundo.
1389. Cuando la gran Reina de los Ángeles María
santísima conoció que los judíos, los que eran sus
enemigos, con su obstinada envidia intentaban deshonrar
más a Cristo crucificado, y que todos le blasfemaban
y juzgaban por el pésimo de los hombres, y deseaban se
borrase y olvidase su nombre de la tierra de los vivientes,
como San Jeremías (Jer 11, 19) lo dejó profetizado, fue de
nuevo enardecido su corazón fidelísimo en el celo de la
honra de su Hijo y Dios verdadero. Y postrada ante su
real persona crucificada, donde le estaba adorando,
pidió al Eterno Padre volviese por la honra de su
Unigénito con señales tan manifiestas que la perfidia quedase confusa y frustrada su maliciosa intención.
Presentada esta petición al Padre, con el mismo celo y
potestad de Reina del universo se convirtió a todas las
criaturas irracionales de él y dijo: Insensibles criaturas,
criadas por la mano del Todopoderoso, manifestad
vosotras el sentimiento que por su muerte le niegan
estultamente los hombres capaces de razón. Cielos, sol,
luna, estrellas y planetas, detened vuestro curso,
suspended vuestras influencias con los mortales.
Elementos, alterad vuestra condición, y pierda la tierra su
quietud, rómpanse las piedras y peñascos duros.
Sepulcros y monumentos de los muertos, abrid vuestros
ocultos senos para confusión de los vivos. Velo del templo
místico y figurativo, divídete en dos partes y con tu
rompimiento intima su castigo a los incrédulos y testifica
la verdad, que ellos pretenden oscurecer, de la gloria de
su Criador y Redentor.
1390. En virtud de esta oración e imperio de María
Madre de Jesús crucificado, tenía dispuesto la
omnipotencia del Altísimo todo lo que sucedió en la
muerte de su Unigénito. Ilustró Su Majestad y movió los
corazones de muchos circunstantes al tiempo de las
señales de la tierra, y a otros antes, para que confesaran
al crucificado Jesús por santo, justo y verdadero Hijo de
Dios, como lo hizo el centurión, y otros muchos que dicen
los Evangelistas (Mt 27, 54; Lc 23, 48) se volvían del
Calvario hiriendo sus pechos de dolor. Y no sólo le
confesaron los que antes le habían oído y creído su
doctrina, pero también otros muchos que ni le habían
conocido, ni visto sus milagros. Por la misma oración fue
inspirado Pilatos para que no mudase el título de la
cruz, que ya le habían puesto sobre la cabeza del Señor
en las tres lenguas, hebrea, griega y latina. Y aunque los
judíos reclamaron al juez y le pidieron que no escribiese,
Jesús Nazareno Rey de los judíos, sino que antes
escribiese: Este dijo era Rey de los judíos, respondió Pilatos: Lo que está escrito será escrito, y no quiso
mudarlo (Jn 19, 21-22). Todas las otras criaturas
insensibles por voluntad divina obedecieron al imperio de
María santísima, y de la hora de mediodía hasta las tres
de la tarde, que era la de nona, cuando expiró el
Salvador, hicieron el sentimiento y novedad que dicen los
sagrados evangelistas (Lc 23, 45; Mt 27, 51-52): el sol
escondió su luz, los planetas mudaron el influjo, los cielos
y la luna sus movimientos, los elementos se turbaron,
tembló la tierra y muchos montes se rompieron,
quebrantáronse las piedras unas con otras, abrieron su
seno los sepulcros, para que después salieran de ellos
algunos difuntos vivos, y fue tan insólita y nueva la
alteración de todo lo visible y elementar, que se sintió en
todo el orbe.
1391. Los soldados que crucificaron a Jesús nuestro
Salvador, como ministros a quien tocaban los despojos
del justiciado, trataron de dividir los vestidos del
inocente Cordero. Y la capa o manto superior, que por
divina dispensación la llevaron al Calvario, la hicieron
partes —ésta era la que se desnudó en la cena para lavar
los pies a los apóstoles— dividiéronla entre sí mismos (Jn
19, 23-24), que eran cuatro. Pero la túnica inconsútil no
quisieron dividirla, ordenándolo así la Providencia del
Señor con gran misterio, y echaron suertes sobre ella y la
llevó a quien le tocó, cumpliéndose a la letra la profecía
del Santo Rey David en el salmo 21 (Sal 21, 19). Los
misterios de no romper esta túnica declaran los Santos y
doctores; y uno de ellos fue significar cómo este hecho de
los judíos, aunque rompieron con tormentos y heridas la
humanidad santísima de Cristo nuestro bien, con que
estaba cubierta la divinidad, pero a ésta no pudieron
ofenderla con la pasión ni tocar en ella; y a quien tocare
la suerte de justificarse por su participación, éste la
poseerá y gozará por entero.
1392. Y como el madero de la Santa Cruz era el trono de
la majestad real de Cristo y la cátedra de donde quería
enseñar la ciencia de la vida, estando ya Su Majestad
levantado en ella y confirmando la doctrina con el
ejemplo, dijo aquella palabra en que comprendió la
suma de la caridad y perfección: Padre, perdónalos, que
no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Este principio de la
caridad y amor fraternal se vinculó el divino Maestro,
llamándole suyo propio (Jn 15, 12). Y en prueba de esta
verdad que nos había enseñado, le practicó y ejecutó en
la cruz, no sólo amando y perdonando a sus enemigos,
pero disculpándolos con su misma ignorancia, cuando su
malicia había llegado a lo supremo que pudo subir en los
hombres, persiguiendo, crucificando y blasfemando de su
mismo Dios y Redentor. Esto hizo la ingratitud humana
después de tanta luz, doctrina y beneficios, y esto hizo
nuestro Salvador Jesús con su ardentísima caridad, en
retorno de los tormentos, de las espinas, clavos, cruz y
blasfemias. ¡Oh amor incomprensible!, ¡oh suavidad
inefable!, ¡oh paciencia nunca imaginada de los hombres,
admirable a los Ángeles y temida de los demonios!
Conoció algo de este sacramento el uno de los ladrones
llamado Dimas y, obrando al mismo tiempo la intercesión
y oración de Mana santísima, fue ilustrado interiormente
para conocer a su Reparador y Maestro en esta primera
palabra que habló en la cruz. Y movido con verdadero
dolor y contrición de sus culpas, se convirtió a su
compañero y le dijo: ¿Ni tú tampoco temes a Dios, que
con estos blasfemos perseveras en la misma condición?
Nosotros pagamos nuestro merecido, pero éste, que
padece con nosotros, no ha cometido culpa alguna.—Y
hablando luego a nuestro Salvador, le dijo: Señor,
acuérdate de mí cuando llegares a tu reino (Lc 23, 40-42).
1393. En este felicísimo ladrón y en el centurión, y en los
demás que confesaron a Cristo en la cruz, se comenzaron
a estrenar los efectos de la Redención. Pero el mejor afortunado fue Dimas, que mereció oír la segunda
palabra que dijo el Señor: De verdad te digo, que hoy
serás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). ¡Oh
bienaventurado ladrón, que tú solo alcanzaste para ti tal
palabra deseada de todos los justos y santos de la tierra!
No la pudieron oír los antiguos Patriarcas y Profetas,
juzgándose por muy dichosos en bajar al limbo y esperar
largos siglos el paraíso, que tú ganaste en un punto, en
que mudaste felizmente el oficio. Acabas ahora de robar
la hacienda ajena y terrena, y luego arrebatas el cielo de
las manos de su dueño. Pero tú le robas de justicia, y él te
le da de gracia, porque fuiste el último discípulo de su
doctrina en su vida y el primero en practicarla después
de haberla oído. Amaste y corregiste a tu hermano,
confesaste a tu Criador, reprendiste a los que le
blasfemaban, imitástele en padecer con paciencia,
rogástele con humildad como a Redentor, para que en lo
futuro no se acordase de tus miserias, y Él como
glorificador premió de contado tus deseos, sin dilatar el
galardón que te mereció a ti y a todos los mortales.
1394. Justificado el buen ladrón volvió Jesús la amorosa
vista a su afligida Madre, que con San Juan Evangelista
estaba al pie de la cruz, y hablando con entrambos, dijo
primero a su Madre: Mujer, ves ahí a tu hijo; y al Apóstol
dijo también: Hijo, veis ahí a tu madre (Jn 19, 26-27)
Llamóla Su Majestad mujer y no madre, porque este
nombre era de regalo y dulzura y que sensiblemente le
podía recrear el pronunciarle, y en su pasión no quiso
admitir esta consolación exterior, conforme a lo que
arriba se dijo (Cf. supra n. 960), por haber renunciado en
ella todo consuelo y alivio. Y en aquella palabra mujer,
tácitamente y en su aceptación dijo: Mujer bendita entre
todas las mujeres, la más prudente entre los hijos de
Adán, mujer fuerte y constante, nunca vencida de la
culpa, fidelísima en amarme, indefectible en servirme y a
quien las muchas aguas de mi pasión no pudieron extinguir ni contrastar. Yo me voy a mi Padre y no puedo
desde hoy acompañarte; mi discípulo amado te asistirá
y servirá como a madre y será tu hijo. Todo esto entendió
la divina Reina. Y el Santo Apóstol en aquella hora la
recibió por suya, siendo de nuevo ilustrado su
entendimiento para conocer y apreciar la prenda mayor
que la divinidad había criado después de la
humanidad de Cristo nuestro Señor. Y con esta luz
la veneró y sirvió en lo restante de la vida de nuestra
gran Reina, como diré adelante (Cf. infra n. 1455; p.III n.
175, 369, etc.). Admitióle también Su Majestad por Hijo
con humilde rendimiento y obediencia. Y desde entonces
se la prometió, sin que los inmensos dolores de la pasión
embarazasen su magnánimo y prudentísimo corazón,
que siempre obraba lo sumo de la perfección y santidad,
sin omitir acción alguna.
1395. Llegábase ya la hora de nona del día, aunque por
la obscuridad y turbación más parecía confusa noche, y
nuestro Salvador Jesús habló la cuarta palabra desde la
cruz en voz grande y clamorosa, que los circunstantes
pudieron oír, y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado? (Mt 27, 46) Estas palabras, aunque las
dijo el Señor en su lengua hebrea, no todos las
entendieron. Y porque la primera dicción dice: Eli, Eli,
pensaron algunos que llamaba a Elías; y otros burlando
de su clamor decían: Veamos si vendrá Elías a librarlo
ahora de nuestras manos.—Pero el misterio de estas
palabras de Cristo nuestro bien fue tan profundo como
escondido de los judíos y gentiles, y en ellas caben
muchos sentidos que los doctores sagrados les han dado.
Lo que a mí se me ha manifestado es que el desamparo
de Cristo no fue que la divinidad se apartase de la
humanidad santísima, disolviéndose la unión sustancial
hipostática, ni cesando la visión beatífica de su alma, que
entrambas uniones tuvo la humanidad con la divinidad
desde el instante que por obra del Espíritu Santo fue concebido en el tálamo virginal y nunca dejó a lo que una
vez se unió. Esta doctrina es la católica y verdadera, y
también es cierto que la humanidad santísima fue
desamparada de la divinidad en cuanto a no defenderla
de la muerte y de los dolores de la pasión acerbísima.
Pero no le desamparó del todo el Padre eterno en cuanto
a volver por su honra, pues la testificó con el movimiento
de todas las criaturas, que mostraron sentimiento en su
muerte. Otro desamparo manifestó Cristo Salvador
nuestro con esta querella, originada de su inmensa
caridad con los hombres, y éste fue el de los réprobos y
prescitos, y de éstos se dolió en la última hora, como en
la oración del huerto, donde se entristeció su alma
santísima hasta la muerte, como allí se dijo (Cf. supra n.
1210); porque ofreciéndose por todo el linaje humano tan
copiosa y superabundante Redención, no sería eficaz en
los condenados y se hallaría desamparado de ellos en la
eterna felicidad para donde los crió y redimió, y como
éste era decreto de la voluntad eterna del Padre,
amorosa y dolorosamente se querelló y dijo: Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me desamparaste?, entendiendo de la
compañía de los réprobos.
1396. En mayor testificación de esto añadió luego el
Señor la quinta palabra y dijo: Sed tengo (Jn 19, 28). Los
dolores de la pasión y congojas pudieron causar en Cristo
nuestro bien natural sed, pero no era tiempo entonces de
manifestarla ni apagarla, ni Su Majestad hablara para
esto sin más alto sacramento, sabiendo estaba tan
inmediato a expirar. Sediento estaba de que los cautivos
hijos de Adán no malograsen la libertad que les merecía
y ofrecía, sediento, ansioso y deseoso de que le
correspondieran todos con la fe y con el amor que le
debían, de que admitiesen sus méritos y dolores, su
gracia y amistad, que por ellos podían adquirir, y que no
perdiesen su eterna felicidad que les dejaba por
herencia, si la quisieran admitir y merecer; ésta era la sed de nuestro Salvador y Maestro. Y sola María
santísima la conoció perfectamente entonces, y con
íntimo afecto y caridad convidó y llamó en su interior a
los pobres, a los afligidos, a los humildes, despreciados y
abatidos, para que llegasen al Señor y mitigasen aquella
sed en parte, pues no era posible en todo. Pero los
verdugos, en testimonio de su infeliz dureza, ofrecieron al
Señor con irrisión una esponja de vinagre y hiel sobre una
caña y se la llegaron a la boca para que bebiese,
cumpliendo la profecía del Santo Rey David, que dijo (Sal
68, 22): En mi sed me dieron a beber vinagre. Gustólo
nuestro pacientísimo Jesús y tomó algún trago en misterio
de lo que toleraba la condenación de los réprobos; pero
a petición de su Madre santísima lo rehusó luego y lo
dejó, porque la Madre de la gracia había de ser la
puerta y medianera para los que se aprovechasen de la
pasión y redención humana.
1397. Luego con el mismo misterio pronunció el
Salvador la sexta palabra: Consummatum est (Jn 19,
30). Ya está consumada esta obra de mi legacía del cielo
y redención de los hombres y la obediencia con que me
envió el Eterno Padre a padecer y morir por la salvación
de los hombres; ya están cumplidas las Escrituras,
profecías y figuras del Viejo Testamento, y el curso de la
vida pasible y mortal que admití en el vientre virginal de
mi Madre; ya queda en el mundo mi ejemplo, doctrina,
sacramentos y remedios para la dolencia del pecado; ya
queda satisfecha la justicia de mi Eterno Padre para la
deuda de la posteridad de Adán; ya queda enriquecida
mi Iglesia para el remedio de los pecados que los
hombres cometieren; y toda la obra de mi venida al
mundo queda en suma perfección, por la parte que me
tocaba como su Reparador, y para la fábrica de la Iglesia
triunfante queda puesto el seguro fundamento en la
militante, sin que nadie le pueda alterar ni mudar. Todos
estos misterios contienen aquellas palabras breves: Consummatum est.
1398. Acabada y puesta la obra de la Redención
humana en su última perfección, era consiguiente que,
como el Verbo humanado por la vida mortal salió del
Padre y vino al mundo, por la muerte de esta vida
volviese al Padre con la inmortalidad. Para esto dijo
Cristo nuestro Salvador la última y séptima palabra:
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).
Exclamó y pronunció el Señor estas palabras en voz alta
y sonora, que la oyeron los presentes, y para decirlas
levantó los ojos al cielo, como quien hablaba con su
Eterno Padre, y en el último acento le entregó su espíritu,
volviendo a inclinar la cabeza. Con la virtud divina de
estas últimas palabras fue arruinado y arrojado Lucifer
con todos sus demonios en las profundas cavernas del
infierno, donde quedaron todos apegados, como diré en
el capítulo siguiente. La invencible Reina y Señora de las
virtudes penetró altamente todos estos misterios sobre
todas las criaturas, como Madre del Salvador y
coadjutora de su pasión. Y para que en todo la
participase, así como había sentido los dolores
correspondientes a los tormentos de su Hijo santísimo,
padeció y sintió, quedando viva, los dolores y tormentos
que tuvo el Señor en el instante de la muerte. Y aunque
ella no murió con efecto, pero fue porque
milagrosamente, cuando se había de seguir la muerte, le
conservó Dios la vida, siendo este milagro mayor que los
demás con que fue confortada en todo el discurso de la
pasión. Porque este último dolor fue más intenso y vivo, y
todos cuantos han padecido los mártires y los hombres
justiciados desde el principio del mundo no llegan a los
que María santísima padeció y sufrió en la pasión.
Perseveró la gran Señora al pie de la cruz hasta la tarde,
que fue enterrado el sagrado cuerpo, como adelante
diré, y en retorno de este último dolor en especial quedó
la purísima Madre más espiritualizada en lo poco que su virginal cuerpo sentía del ser terreno.
1399. Los Sagrados Evangelistas no escribieron otros
sacramentos y misterios ocultos que obró Cristo nuestro
Salvador en la cruz, ni los católicos tenemos de ellos más
que las prudentes conjeturas que deducen de la infalible
certeza de la fe. Pero entre los que se me han
manifestado en esta Historia y en este lugar de la pasión,
es una oración que hizo al Eterno Padre antes de hablar
las siete palabras referidas por los Evangelistas. Y
llamóla oración, porque fue hablando con el Eterno
Padre, aunque es como última disposición y testamento
que hizo como verdadero y sapientísimo Padre de la
familia que le entregó el suyo, que fue todo el linaje
humano. Y como la misma razón natural enseña que
quien es cabeza de alguna familia y señor de muchos o
pocos bienes, no sería prudente despensero, ni atento a
su oficio o dignidad, si no declarase a la hora de la
muerte la voluntad con que dispone de sus bienes y
familia, para que los herederos y sucesores conozcan lo
que a cada uno le toca sin litigio y después lo adquiera
de justicia en herencia y posesión pacífica; por esta
razón y para morir desocupados de lo terreno hacen
los hombres del siglo sus testamentos. Y hasta los
religiosos se desapropian porque en aquella hora pesa
mucho lo terreno y sus cuidados, para que no se levante
el espíritu a su Criador. Y aunque a nuestro Salvador no
le pudieran embarazar éstas, porque ni las tenía, ni
cuando las tuviera estorbaran su poder infinito, pero
convenía que dispusiese en aquella hora de los tesoros
espirituales y dones que había merecido para los
hombres en el discurso de su peregrinación.
1400. De estos bienes eternos hizo el Señor en la cruz
su testamento, determinando a quién tocaba y quiénes
habían de ser legítimos herederos y cuáles desheredados
y las causas de lo uno y de lo otro, y todo lo hizo confiriéndolo con su Eterno Padre, como Señor supremo y
justísimo Juez de todas las criaturas. Y porque en este
testamento y disposición estaban resumidos los secretos
de la predestinación de los santos y de la reprobación de
los prescitos, fue testamento cerrado y oculto para los
hombres, y sola María santísima lo entendió, porque a
más de serle patentes todas las operaciones del alma
santísima de Cristo, era su universal heredera,
constituida por Señora de todo lo criado, y como
coadjutora de la Redención, había de ser también como
testamentaria, por cuyas manos, en que su Hijo puso
todas las cosas, como el Padre en las del Hijo (Jn 13, 3),
se ejecutase su voluntad y esta gran Señora distribuyese
los tesoros adquiridos y debidos a su Hijo por ser quien es
y por sus infinitos merecimientos. Esta inteligencia se me
ha dado como parte de esta Historia, para que se
declare más la dignidad de nuestra Reina y acudan los
pecadores a ella como a depositaría de las riquezas que
su Hijo y nuestro Redentor se hace cargo con su Eterno
Padre; porque todos nuestros socorros se han de librar en
María santísima y ella los ha de distribuir por sus
piadosas y liberales manos.
Testamento que hizo Cristo nuestro Salvador, orando
a su Eterno Padre en la cruz.
1401. Enarbolado el madero de la Cruz Santa en el
monte Calvario con el Verbo humanado que estaba
crucificado en ella, antes de hablar ninguna de las siete
palabras, habló con su Eterno Padre interiormente y dijo:
Padre mío y Dios eterno, yo te confieso y te engrandezco
desde este árbol de mi cruz y te alabo con el sacrificio de
mis dolores, pasión y muerte, porque con la unión
hipostática de la naturaleza divina levantaste mi
humanidad a la suprema dignidad de ser Cristo, Dios-hombre,
ungido con tu misma divinidad. Confiésote por la
plenitud de dones posibles de gracia y gloria que desde el instante de mi Encarnación comunicaste a mi
humanidad, y porque para la eternidad desde aquel
punto me diste el pleno dominio universal de todas las
criaturas en el orden de gracia y de naturaleza, me
hiciste Señor de los cielos y de los elementos, del sol,
luna y estrellas, del fuego, del aire, de la tierra y de los
mares y de todas las criaturas sensibles e insensibles que
en ellos viven, de la disposición de los tiempos, de los
días y las noches, dándome señorío y potestad sobre
todo, a mi voluntad y disposición; y porque me hiciste
Cabeza y Rey, Señor de todos los Ángeles y de los
hombres, para que los gobierne y mande, para que
premie a los buenos y castigue a los malos; y para todo
me diste la potestad y llaves del abismo, desde el
supremo cielo hasta el profundo de las cavernas
infernales; y porque pusiste en mis manos la justificación
eterna de los hombres, sus imperios, reinos y principados,
a los grandes y pequeños, a los pobres y a los ricos; y de
todos los que son capaces de tu gracia y gloria me hiciste
Justificador, Redentor y Glorificador universal de todo el
linaje humano, Señor de la muerte y de la vida, de todos
los nacidos, de la Iglesia Santa y sus tesoros, de las
Escrituras, misterios y sacramentos, auxilios, leyes y
dones de la gracia; todo lo pusiste, Padre mío, en mis
manos y lo subordinaste a mi voluntad y disposición, y por
esto te alabo y engrandezco, te confieso y magnifico.
1402. Ahora, Señor y Padre Eterno, cuando vuelvo de
este mundo a tu diestra por medio de mi muerte de cruz,
y con ella y mi pasión dejo cumplida la Redención de los
hombres que me encomendaste, quiero, Dios mío, que
la misma cruz sea el tribunal de nuestra justicia y
misericordia; y estando clavado en ella quiero juzgar a
los mismos por quien doy la vida, y justificando mi causa
quiero dispensar y disponer de los tesoros de mi venida
al mundo y de mi pasión y muerte, para que desde ahora
quede establecido el galardón que a cada uno de los justos o réprobos le pertenece, conforme a sus obras con
que me hubieren amado o aborrecido. A todos los
mortales he buscado y llamado a mi amistad y gracia, y
desde el instante que tomé carne humana, sin cesar he
trabajado por ellos: he padecido molestias, fatigas,
afrentas, ignominias, oprobios, azotes, corona de espinas,
y padezco muerte acerbísima de cruz; he rogado por
todos a tu inmensa piedad, he orado con vigilias,
ayunado y peregrinado, enseñándoles el camino de la
eterna vida; y cuanto es de mi parte y de mi voluntad,
para todos la quiero, como para todos la he merecido, sin
exceptuar ni excluir alguno, y para todos he puesto y
fabricado la ley de gracia, y siempre la Iglesia, donde
fueren salvos, será estable y permanente.
1403. Pero con nuestra ciencia y previsión conocemos,
Dios y Padre mío, que por la malicia y rebeldía de los
hombres no todos quieren nuestra salvación eterna, ni
valerse de nuestra misericordia y del camino que yo les
he abierto con mi vida, obras y muerte, sino que quieren
seguir sus pecados hasta la perdición. Justo eres, Señor y
Padre mío, y rectísimos son tus juicios, y justo es que,
pues me hiciste juez de los vivos y muertos, entre los
buenos y malos, dé a los justos el premio de haberme
servido y seguido y a los pecadores el castigo de su
perversa obstinación, y aquéllos tengan parte conmigo
de mis bienes y estos otros sean privados de mi
herencia, pues ellos no la quisieron admitir. Ahora, pues,
Eterno Padre mío, en tu nombre y mío, engrandeciéndote,
dispongo por mi última voluntad humana, que es
conforme a la tuya eterna y divina, y quiero que en
primer lugar sea nombrada mi purísima Madre, que me
dio el ser humano, porque la constituyo por mi heredera
única y universal de todos los bienes de naturaleza,
gracia y gloria, que son míos, para que ella sea Señora
con dominio pleno de todos; y los que ella en sí puede
recibir de la gracia, siendo pura criatura, todos se los concedo con efecto, y los de gloria se los prometo para su
tiempo; y quiero que los Ángeles y los hombres sean
suyos, y que en ellos tenga entero dominio y señorío, que
todos la obedezcan y sirvan; y los demonios la teman y le
estén sujetos, y lo mismo hagan todas las criaturas
irracionales, los cielos, astros y planetas, los elementos, y
todos los vivientes, aves, peces y animales que en ellos se
contienen; de todo la hago Señora, para que todos la
glorifiquen conmigo; y quiero asimismo que ella sea
depositaría y dispensadora de todos los bienes que se
encierran en los cielos y en la tierra; lo que ella ordenare
y dispusiere en la Iglesia con mis hijos los hombres, será
confirmado en el cielo por las tres divinas personas, y
todo lo que pidiere para los mortales ahora, después y
siempre, lo concederemos a su voluntad y disposición.
1404. A los Ángeles que obedecieron tu voluntad santa
y justa, declaro que les pertenece el supremo cielo por
habitación propia y eterna, y en ella el gozo de la visión
clara y fruición de nuestra divinidad; y quiero que la
gocen en posesión interminable y en nuestra amistad y
compañía; y les mando que reconozcan por su legítima
Reina y Señora a mi Madre y la sirvan, acompañen y
asistan, la lleven en sus manos en todo lugar y tiempo,
obedeciendo a su imperio y a todo lo que les quisiere
mandar y ordenar. A los demonios, como rebeldes a
nuestra voluntad perfecta y santa, los arrojo y aparto de
nuestra vista y compañía, de nuevo los condeno a nuestro
aborrecimiento y privación eterna de nuestra amistad y
gloria y de la vista de mi Madre y de los santos y justos
mis amigos; y les determino y señalo por habitación
sempiterna el lugar más distante de nuestro real trono,
que serán para ellos las cavernas infernales, el centro de
la tierra, con privación de luz y horror de sensibles
tinieblas; y declaro que ésta es su parte y herencia
elegida por su soberbia y obstinación, con que se
levantaron contra el ser divino y sus órdenes; y en aquellos calabozos de oscuridad sean atormentados con
eterno fuego inextinguible.
1405. De toda la humana naturaleza con la plenitud de
toda mi voluntad llamo y elijo y entresaco a todos los
justos y predestinados que por mi gracia e imitación han
de ser salvos, cumpliendo mi voluntad y obedeciendo a
mi santa ley. A éstos en primer lugar, después de mi
Madre purísima, los nombro por herederos de todas mis
promesas y misterios, bendiciones y tesoros de mis
sacramentos y secretos de mis Escrituras, como en ellas
están encerrados; de mi humildad y mansedumbre de
corazón; de las virtudes, fe, esperanza y caridad; de la
prudencia, justicia, fortaleza y templanza; de mis divinos
dones y favores; de mi cruz, trabajos, oprobios y
desprecios, pobreza y desnudez. Esta sea su parte y su
herencia en la vida presente y mortal, y porque ellos con
el bien obrar la han de elegir, para que lo hagan y con
alegría, se la señalo por prenda de mi amistad, porque
yo la elegí para mí mismo. Y les ofrezco mi protección y
defensa, mis inspiraciones santas, mis favores y
auxilios poderosos, mis dones y justificación, según su
disposición y amor; que para ellos seré padre, hermano y
amigo, y ellos serán mis hijos, mis electos y carísimos, y
como a tales hijos los nombro por herederos de todos mis
merecimientos y tesoros, sin limitación alguna de mi
parte. Y quiero que de mi Santa Iglesia y Sacramentos
participen y reciban cuanto de ellos se dispusieren a
recibir, y que puedan recuperar la gracia y bienes, si la
perdieren, y volver a mi amistad, renovados y lavados
ampliamente con mi sangre; y que para todo les valga la
intercesión de mi Madre y de mis Santos, y que ella los
reconozca por hijos y los ampare y tenga por suyos; que
mis Ángeles los defiendan, los guíen, patrocinen y los
traigan en las palmas para que no tropiecen, y si cayeren
les den favor para levantarse.
1406. Y quiero asimismo que estos mis justos y
escogidos sean superiores en excelencia a los réprobos y
a los demonios, y que los teman y se les sujeten mis
enemigos, y que todas las criaturas racionales e
irracionales los sirvan; que los cielos y planetas, los
astros y sus influencias los conserven y den vida con
sus influjos; la tierra y elementos y todos sus animales
los sustenten; todas las criaturas que son mías y me
sirven, sean suyas y les sirvan como a mis hijos y amigos;
y sea su bendición en el rocío del cielo y grosura de la
tierra. Quiero también tener con ellos mis delicias,
comunicarles mis secretos, conversar íntimamente y vivir
con ellos en la Iglesia militante debajo de las especies
de pan y vino, en arras y prendas infalibles de la eterna
felicidad y gloria que les prometo, y de ella les hago
participantes y herederos, para que conmigo la gocen en
el cielo en posesión perpetua y gozo inadmisible.
1407. A los prescitos y reprobados, por su propia culpa,
de nuestra voluntad [Dios quiere sinceramente que todos
se salven y a todos da gracia suficiente], aunque fueron
criados para otro más alto fin, les permito que su parte
y herencia en esta vida mortal sea la concupiscencia de
la carne y de los ojos y la soberbia con todos sus efectos,
y que coman y sean saciados de la arena de la tierra,
que son sus riquezas, y del humo y corrupción de la carne
y sus deleites, de la vanidad y presunción mundana. Por
adquirir esta posesión han trabajado y en esta diligencia
emplearon su voluntad y sus sentidos, a ella convirtieron
sus potencias y los dones y beneficios que les dimos, y
ellos mismos han hecho voluntaria elección del engaño,
aborreciendo la verdad que yo les enseñé en mi ley
santa. Renunciaron la que yo escribí en sus mismos
corazones y la que les inspiró mi gracia, despreciaron mi
doctrina y beneficios, oyeron a mis enemigos y suyos
propios, admitieron sus engaños, amaron la vanidad,
obraron las injusticias, siguieron la ambición,
deleitáronse en la venganza, persiguieron a los pobres,
humillaron a los justos, baldonaron de los sencillos e
inocentes, apetecieron su propia exaltación y desearon
levantarse sobre los cedros del Líbano en la ley de la
injusticia que guardaron.
1408. Y porque todo esto lo hicieron contra la bondad
de nuestra divinidad y permanecieron obstinados en su
malicia, renunciando el derecho de hijos que yo les he
adquirido, los desheredo de mi amistad y gloria; y como
San Abrahán apartó de sí a los hijos de las esclavas con
algunos dones y reservó su principal hacienda para
Isaac, el hijo de la libre Sara, así yo desvío a los prescitos
de mi herencia con los bienes transitorios y terrenos que
ellos mismos escogieron y, apartándolos de nuestra
compañía y de mi Madre y la de los Ángeles y Santos, los
condeno a las eternas cárceles y fuego del infierno en
compañía de Lucifer y sus demonios, a quien de voluntad
sirvieron, y los privo por nuestra eternidad de la
esperanza del remedio. Esta es, Padre mío, la sentencia
que pronuncio como juez y cabeza de los hombres y los
ángeles y el testamento que dispongo para mi muerte y
efecto de la Redención humana, remunerando a cada uno
lo que de justicia le pertenece, conforme a sus obras y al
decreto de tu incomprensible sabiduría, con la equidad
de tu rectísima justicia.—Hasta aquí habló Cristo
Salvador nuestro en la Cruz con su Eterno Padre, y quedó
este misterio y sacramento sellado y guardado en el
corazón de María santísima, como testamento oculto y
cerrado, para que por su intercesión y disposición a su
tiempo y desde luego se ejecutase en la Iglesia, como
hasta entonces se había comenzado a ejecutar por la
ciencia y previsión divina, donde todo lo pasado y lo
futuro está junto y presente.
Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
1409. Hija mía, procura con todo tu afecto no olvidar en
tu vida la noticia de los misterios que en este capítulo te
he manifestado. Yo, como tu Madre y Maestra, pediré al
Señor que con su virtud divina imprima en tu corazón las
especies que te he dado, para que permanezcan fijas y
presentes en él, mientras vivieres. Con este beneficio
quiero que perpetuamente tengas en tu memoria a Cristo
crucificado, mi Hijo santísimo y Esposo tuyo, y nunca
olvides los dolores de la Cruz y la doctrina que enseñó y
practicó Su Majestad en ella. En este espejo has de
componer tu hermosura, y en ella tendrás tu gloria
interior, como la hija del príncipe (Sal 44, 14), para que
atiendas, procedas y reines como esposa del supremo
Rey. Y porque este honroso título te obliga a procurar con
todo esfuerzo su imitación y proporción igual, en cuanto
te es posible con su gracia, y éste ha de ser el fruto de mi
doctrina, así quiero que desde hoy vivas crucificada con
Cristo y te asimiles a tu ejemplar y dechado, quedando
muerta a la vida terrena. Quiero que se consuman en ti
los efectos de la primera culpa y sólo vivas a las
operaciones y efectos de la virtud divina y renuncies todo
lo que tienes heredado como hija del primer Adán, para
que en ti se logre la herencia del segundo, que es Cristo
Jesús, tu Redentor y Maestro.
1410. Para ti ha de ser tu estado muy estrecha cruz
donde estés clavada, y no ancha senda, con
dispensaciones y explicaciones que la hagan espaciosa,
dilatada y acomodada, y no segura ni perfecta. Este es el
engaño de los hijos de Babilonia y de Adán, que procuran
en sus obras buscar ensanches en la ley de Dios, cada
uno en su estado, y recatean la salvación de sus almas,
para comprar el cielo muy barato, o aventurarse a
perderle, si les ha de costar el estrecharse y ajustarse al
rigor de la divina ley y sus preceptos. De aquí nace el
buscar doctrinas y opiniones que dilaten las sendas y
caminos de la vida eterna, sin advertir que mi Hijo
santísimo les enseñó que eran muy angostos (Mt 7, 14) y
que Su Majestad fue por ellos, para que nadie imagine
que puede ir por otros más espaciosos a la carne y a las
inclinaciones viciadas por el pecado. Este peligro es
mayor en los eclesiásticos y religiosos, que por su estado
deben seguir a su divino Maestro y ajustarse a su vida y
pobreza, y para esto eligieron el camino de la cruz, y
quieren que la dignidad o la religión sea para comodidad
temporal y aumento de mayores honras de su estimación
y aplauso, que tuvieran en otro estado. Y para
conseguirlo ensanchan la cruz que prometieron llevar, de
manera que vivan en ella muy holgados y ajustados a la
vida carnal, con opiniones y explicaciones engañosas. Y
a su tiempo conocerán la verdad de aquella sentencia
del Espíritu Santo, que dice: A cada uno le parece seguro
su camino, pero el Señor tiene en su mano el peso de los
corazones humanos (Prov 21, 2).
1411. Tan lejos te quiero, hija mía, de este engaño, que
has de vivir ajustada al rigor de tu profesión en lo más
estrecho de ella, de manera que en esta cruz no te
puedas extender ni ensanchar a una ni otra parte, como
quien está clavada en ella con Cristo; y por el menor
punto de tu profesión y perfección has de posponer todo
lo temporal de tu comodidad. La mano derecha has de
tener clavada con la obediencia, sin reservar movimiento,
ni obra, ni palabra y pensamiento que no se gobierne en
ti con esta virtud. No has de tener ademán que sea obra
de tu propia voluntad, sino de la ajena, ni has de ser
sabia contigo misma en cosa alguna (Prov 3, 7), sino
ignorante y ciega, para que te guíen los superiores. El
que promete —dice el Sabio (Prov 6, 1)— clavó su mano, y
con sus palabras queda atado y preso. Tu mano clavaste
con el voto de la obediencia, y con este acto quedaste sin
libertad ni propiedad de querer o no querer. La mano
siniestra tendrás clavada con el voto de la pobreza, sin
reservar inclinación ni afecto a cosa alguna que suelen
codiciar los ojos, porque en el uso y en el deseo has de
seguir ajustadamente a Cristo pobre y desnudo en la
cruz. Con el tercer voto, de la castidad, han de estar
clavados tus pies, para que tus pasos y movimientos sean
puros, castos y hermosos. Y para esto no has de consentir
en tu presencia palabra que disuene de la pureza, ni
admitir especie ni imagen en tus sentidos, mirar, ni tocar
a criatura humana; tus ojos y todos tus sentidos han de
estar consagrados a la castidad, sin dispensar de ellos
más de para ponerlos en Jesús crucificado. El cuarto voto,
de la clausura, guardarás segura en el costado y pecho
de mi Hijo santísimo, donde yo te la señalo. Y para que
esta doctrina te parezca suave y este camino menos
estrecho, atiende y considera en tu pecho la imagen que
has conocido de mi Hijo y Señor lleno de llagas,
tormentos y dolores, y al fin clavado en la cruz, sin dejar
en su sagrado cuerpo alguna parte que no estuviese
herida y atormentada. Y Su Majestad y yo éramos más
delicados y sensibles que todos los hijos de los hombres,
y por ellos padecimos y sufrimos tan acerbos dolores,
para que ellos se animasen a no recusar otros menores
por su bien propio y eterno y por el amor que tanto les
obligó; a que debían los mortales ser agradecidos,
entregándose al camino de las espinas y abrojos y a
llevar la cruz por imitar y seguir a Cristo y alcanzar la
eterna felicidad, pues es el camino derecho para ella.
MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VI, Cap. 22