CAPÍTULO 39
Cuánto nos importa acogernos a la humildad, para
suplir con ella lo que nos falta de virtud y perfección,
y para que no nos humille y castigue Dios.
El bienaventurado San Bernardo dice : «Muy necio es el que confía
sino en la humildad; porque, hermanos míos, todos hemos pecado y
ofendido a Dios en muchas cosas, y así no tenemos derecho sino a ser
castigados.» «Si quisiere el hombre entrar en juicio con Dios, dice Job (9,
3), no podrá responder ni uno por mil; a mil cargos no podrá dar un buen
descargo. ¿Pues qué resta y qué otro remedio nos queda, dice, sino
acogernos a la humildad, y suplir con ella lo que falta en todo lo demás?»
Y por ser este remedio de mucha importancia lo repite el Santo muchas
veces, por éstas y otras semejantes palabras: «Lo que os falta de buena
conciencia suplidlo de vergüenza; y lo que os falta de fervor y de
perfección, suplidlo de confusión.» Y San Doroteo dice que el abad Juan
encomendaba también mucho esto y decía: «Hermanos míos, ya que por
nuestra flaqueza no podemos trabajar tanto, humillémonos siquiera, y con
esto confío que nos hallaremos entre aquellos que trabajaron. Cuando
después de muchos pecados os hallareis inhabilitado con falta de salud
para hacer mucha penitencia, caminad por el camino llano de la santa
humildad, porque no hallareis otro más conveniente medio para vuestra
salud. Si parece que no podéis entrar en la oración, entrad en vuestra
confusión; y si os parece que no tenéis talento para cosas grandes, tened
humildad, y con esto supliréis la falta de todas esas cosas.»
Pues consideremos aquí cuán poco nos pide y con cuán poco se
contenta el Señor; nos pide, conforme a nuestra bajeza, que nos
conozcamos y humillemos. Si nos pidiera Dios grandes ayunos, grandes
penitencias, grandes contemplaciones, se pudieran algunos excusar, diciendo que para lo uno no tenían fuerzas, y para lo otro no tenían talento
ni habilidad; sin embargo, para no ser humildes no hay razón ni excusa
ninguna. No podéis decir que no tenéis salud ni fuerzas para ser humildes,
o que no tenéis talento o habilidad para ello. Dice San Bernardo: «Al que
quiere, no hay cosa más fácil que humillarse.» Eso todos lo podemos, y
dentro de nosotros tenemos harta materia para ello (Miq., 6, 14). [Dentro
de ti tienes la causa de tu confusión]. Pues acojámonos a la humildad y
suplamos con confusión lo que nos falta de perfección, y de esa manera
moveremos las entrañas de Dios a misericordia y perdón. Ya que sois
pobre, sed humilde, y con eso contentaréis a Dios; pero ser pobre y
soberbio, le ofende mucho. De tres cosas que pone el Sabio que aborrece
mucho Dios, esa es la primera (Eccli., 25, 4): Pobre y soberbio. Eso aun
acá a los hombres ofende.
Más: humillémonos porque no nos humille Dios, que es cosa que Él
suele hacer muy ordinariamente (Lc., 18, 14). Pues si queréis que Dios no
os humille, humillaos vos. Éste es un punto muy principal y digno de ser
considerado y ponderado muy despacio. El bienaventurado San Gregorio
dice: «¿Sabéis cuánto ama Dios la humildad, y cuándo aborrece la soberbia y
presunción? La aborrece tanto, que permite, lo primero, caigamos en
pecados veniales y en muchas faltas pequeñas, para con esto enseñarnos
que pues no podemos guardarnos de los pecados y tentaciones pequeñas,
sino que nos vemos tropezar y caer cada día en cosas bajas y fáciles de
vencer, estemos ciertos que no tenemos fuerzas para evitar las mayores, y
así no nos ensoberbezcamos en las cosas grandes, ni nos atribuyamos a
nosotros cosa alguna, sino que andemos siempre con temor y humildad,
pidiendo al Señor su gracia y favor.»
Lo mismo dice San Bernardo, y es doctrina común de los Santos. San
Agustín, sobre aquellas palabras de San Juan (1, 3): [Y nada se hizo sin
Él]; y San Jerónimo sobre aquello del Profeta Joel (2, 25): [Os
recompensaré los años que se comió la langosta, el pulgón, la niebla y la
oruga], dicen que para humillar al hombre y domar su soberbia, crió Dios
estos animalejos y gusanillos pequeños y viles que nos son tan molestos. Y
aquel pueblo soberbio de Faraón, bien pudiera Dios domarle y humillarle,
enviándole osos, leones y serpientes, pero quiso domar su soberbia con
cosas vilísimas, con moscas, mosquitos y ranas, para humillarlos más.
Pues así, para que andemos humillados y confundidos, permite Dios
que caigamos en faltas livianas, y que nos hagan algunas veces guerra unas
tentacioncillas, unos mosquitos, unas cosillas, que parece que no tienen en sí tomo ninguno. Si nos paramos a considerar atentamente lo que nos
suele inquietar y desasosegar algunas veces, hallaremos que son unas coas
que bien apuradas, no tienen tomo ni sustancia ninguna; no sé qué palabrilla
que me dijeron, o porque me la dijeron con tal modo, o porque me
parece que no hicieron tanto caso de mí. De una mosca que voló por el aire
suele uno fabricar una torre de viento, y juntando unas cosas con otras,
venir a andar muy inquieto y desasosegado: ¿qué fuera si soltara Dios un
tigre o un león, cuando un mosquito así os turba e inquieta? ¿Qué fuera si
viniera una gravísima tentación? Y así hemos de sacar de estas cosas más
humildad y confusión. «Y si eso sacáis, dice San Bernardo, es misericordia
de Dios y gran beneficio y merced suya, que no falten de estas cosillas, y
que os baste eso para andar humilde.»
Pero si estas cosas pequeñas no bastan, entended que pasará Dios
adelante, y muy a costa vuestra, que lo suele Él hacer. Aborrece Dios tanto
la soberbia y presunción y ama tanto la humildad, que dicen los Santos que
suele permitir, por justo y secretísimo juicio suyo, que uno caiga en
pecados mortales, a trueque de que se humille; y aun no en cualesquiera,
sino en pecados carnales, que son más afrentosos y feos, para que más se
humille. Castiga, dicen, la secreta soberbia con manifiesta lujuria. Y traen
para esto lo que dice San Pablo de aquellos soberbios filósofos (Rom., 1,
24), que por su soberbia los entregó Dios a los deseos de su corazón.
Vinieron a caer en pecados deshonestos, feísimos y nefandos,
permitiéndolo así Dios por su soberbia, para que quedasen confundidos y
humillados, viéndose hechos bestias, como Nabucodonosor, con corazón y
conversación y trato de bestias (Jerem., 10, 7). ¿Quién no te temerá oh rey
de las gentes? ¿Quién no temblara de este castigo tan grande, que ninguno
hay mayor fuera del infierno? Y aun peor es el pecado que el infierno
(Sal., 89, 11) ¿Quién conoció, Señor, el poder de tu ira, o la podrá contar
con el gran temor de ella?
Notan los Santos que Dios usa con nosotros de dos maneras de
misericordia, grande y pequeña: misericordia pequeña es cuando socorre
en las miserias pequeñas como son las temporales, que tocan solamente al
cuerpo; y misericordia grande, cuando socorre en las miserias grandes, que
son las espirituales que llegan al alma. Y así cuando David se vio con esta
miseria grande desamparado y desposeído de Dios por el adulterio y
homicidio cometido, clama y da voces, pidiendo a Dios misericordia
grande (Sal., 50. 3): [Ten piedad de mí, oh Dios, según tu grande
misericordia]. Así dicen también que hay en Dios ira grande e ira pequeña:
la pequeña es cuando castiga acá en lo temporal, con adversidades de pérdidas de hacienda, honra, salud y otras cosas semejantes que tocan
solamente al cuerpo; pero la ira grande es cuando llega el castigo a lo
interior del alma, conforme a aquello de Jeremías (4, 10): [El cuchillo
llegó hasta el corazón]. Y esto es lo que dice Dios por el Profeta Zacarías
(1, 15): Con las gentes hinchadas y soberbias me airaré Yo con ira
grande. Cuando Dios desampara a uno y le deja caer en pecados mortales,
en pena y castigo de otros pecados, ésa es la ira grande de Dios; ésas son
heridas del furor divino; heridas, no de padre, sino de justo y riguroso juez,
de las cuales se puede entender aquello de Jeremías (30, 14): Con herida
de enemigo te herí, con castigo cruel. Y así dice el Sabio (Prov., 22, 14):
Hoya es muy profunda la mala mujer, y aquel con quien Dios estuviere airado
caerá en ella.
Finalmente, es tan mala cosa la soberbia y la aborrece Dios tanto, que
dicen los Santos que algunas veces le es provechoso al soberbio que le
castigue Dios con este castigo, para que con eso sane de la soberbia que
tiene. Así lo dice San Agustín: «Me atrevo a decir que les es útil y
provechoso a los soberbios que les deje Dios caer en algún pecado exterior
y manifiesto, para que se conozcan y comiencen a humillarse y desconfiar
de sí los que por estar muy contentos y pagados de sí, ya interiormente
habían caído por soberbia, aunque no lo habían sentido, conforme a
aquello del Sabio (Prov., 16, 18): [Al quebrantamiento precede la
soberbia, y antes de la ruina se ensalza el espíritu.»] Lo mismo dicen
Gregorio y Basilio.
Pregunta San Gregorio, a propósito del pecado de David, por qué
Dios a los que Él había escogido y predestinado para la vida eterna, y
encumbrado con grandes dones suyos, permite algunas veces caer en
pecados, y en pecados carnales y feos. Y responde que la razón de esto es
porque algunas veces los que han recibido grandes dones caen en soberbia:
la cual tienen algunas veces tan entrañada en lo íntimo de su corazón, que
ellos mismos no lo entienden; sino que, estando agradados y confiados de
sí mismos, piensan que lo están de Dios, como le aconteció al Apóstol San
Pedro, que no le parecía a él que era soberbia aquellas palabras que dijo
(Mt., 26, 33): Aunque todos se escandalizasen, yo no me escandalizaré,
sino que era gran fortaleza de ánimo y grande amor de su Maestro. Pues
para curar tales soberbias tan secretas y disfrazadas, en las cuales ya está
uno caído y no lo conoce, permite el Señor que caigan los tales en pecados
exteriores manifiestos, feos y deshonestos, porque ésos se conocen
mejor y se echan más de ver, y por ahí viene el hombre a entender el otro
mal que tenía de secreta soberbia que él no entendía, y así no le buscara remedio y se perdiera, y con la caída manifiesta lo conoce, y humillado
delante de Dios, hace penitencia de lo uno y de lo otro, y alcanza remedio
para ambos males. Como lo vemos en San Pedro, que por la caída exterior
y manifiesta vino a conocer la soberbia oculta que había tenido, y vino a
llorar y a hacer penitencia de ambos pecados, y así le fue provechosa la
caída. Lo mismo le aconteció a David, y así dice él (Sal., 118, 71): «Señor,
caro me costó, yo lo confieso: pero bueno ha sido para mí el haberme
humillado, para que aprenda cómo os tengo de servir de aquí adelante, y
cómo tengo de desconfiar de mí.» Así como el sabio médico, cuando no
puede sanar del todo la dolencia, y por ser el humor maligno y rebelde, no
le puede digerir y vencer, procura llamarle y sacarle a las partes exteriores
del cuerpo para que mejor se pueda curar, así el Señor, para sanar algunas
almas altivas y rebeldes, las deja caer en culpas graves y exteriores para
que se conozcan y humillen, y con el abatimiento de fuera se cure el
humor maligno y pestífero que estaba dentro (Jerem., 19, 3; 1 Sam., 3, 11).
Palabra es ésta que Dios hace en Israel, que a quien quiera que la oyere
le retiñirán las orejas de puro temor. Éstos son los grandes castigos de
Dios, que sólo oírlos hace temblar las carnes.
Pero al fin, como el Señor es tan benigno y misericordioso, no usa
con el hombre de este castigo tan riguroso, ni de este medio tan desdichado
y lamentable, sino habiendo usado de otros medios más fáciles y suaves;
primero nos envía otras ocasiones y otras medicinas y remedios mas
blandos, para que nos humillemos; unas veces la enfermedad; otras la contradicción
y murmuración; otras la deshonra, y que caiga uno de su punto.
Y cuando estas cosas temporales no bastan para humillarnos, pasa a las
espirituales. Primero a cosas pequeñas, y después permitiendo tentaciones
recias y graves, y tales, que nos lleguen hasta ponernos en un hilo, y hasta
persuadirnos o hacernos dudar si consentimos, para que así vea y
experimente uno bien que por sí no las puede vencer, y conozca y entienda
por experiencia su flaqueza y la necesidad que tiene del favor divino, y
desconfíe de sus fuerzas y se humille. Y cuando todo esto no basta,
entonces viene esa otra tan fuerte y costosa cura, de dejar caer al hombre
en pecado mortal y que sea vencido de la tentación. Entonces viene ese
botón de fuego del infierno, para que siquiera después de haberse quebrado
los ojos, caiga el hombre en la cuenta de lo que es y se acabe de humillar,
ya que por bien no quiso.
Pues por aquí se verá bien cuánto nos importa ser humildes y no fiar
ni presumir de nosotros. Y así cada uno entre en cuenta consigo, y vea
cómo se aprovecha de las ocasiones que Dios le envía para humillarle, como padre y médico piadoso, para que no sean menester esos otros
remedios fuertes y tan costosos. Castigadme, Señor, con castigo de padre
curad la soberbia con trabajos, enfermedades, deshonras y afrentas y con
cuantas humillaciones fueres servido, y no permitáis que yo caiga en
pecado mortal. Dad, Señor, licencia al demonio para que me toque en la
honra y en la salud, y me ponga como otro Job (2, 6), pero no le deis
licencia para que me toque en el alma. Con tal de que no os apartéis Vos,
Señor, de mí, ni permitáis que yo me aparte de Vos, no me dañara
cualquier tribulación que venga sobre mí, sino antes me aprovechará para
alcanzar la humildad de que Vos tanto os agradáis.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS
Padre Alonso Rodríguez, S.J.