Pronuncia Pilatos la sentencia de muerte contra el
Autor de la vida, lleva Su Majestad la cruz a cuestas en
que ha de morir, síguele su Madre Santísima y lo que hizo
la gran Señora
en este paso contra el demonio y otros sucesos.
en este paso contra el demonio y otros sucesos.
1354. Decretó Pilatos la sentencia de muerte de cruz
contra la misma vida, Jesús nuestro Salvador, a satisfacción y gusto de los pontífices y fariseos. Y
habiéndola intimado y notificado al inocentísimo reo,
retiraron a Su Majestad a otro lugar en la casa del juez,
donde le desnudaron la púrpura ignominiosa que le
habían puesto como a rey de burlas y fingido. Y todo fue
con misterio de parte del Señor; aunque de parte de los
judíos fue acuerdo de su malicia, para que fuese llevado
al suplicio de la cruz con sus propias vestiduras y por
ellas le conociesen todos, porque de los azotes, salivas y
corona estaba tan desfigurado su divino rostro, que sólo
por el vestido pudo ser conocido del pueblo. Vistiéronle la
túnica inconsútil, que los Ángeles con orden de su Reina
administraron, trayéndola ocultamente de un rincón, a
donde los ministros la habían arrojado en otro aposento
en que se la quitaron, cuando le pusieron la púrpura de
irrisión y escándalo. Pero nada de esto entendieron los
judíos, ni tampoco atendieron a ello, por la solicitud que
traían en acelerarle la muerte.
1355. Por esta diligencia de los judíos corrió luego por
toda Jerusalén la voz de la sentencia de muerte que se
había pronunciado contra Jesús Nazareno, y de tropel
concurrió todo el pueblo a la casa de Pilatos para verle
sacar a justiciar. Estaba la ciudad llena de gente, porque
a más de sus innumerables moradores habían concurrido
de todas partes otros muchos a celebrar la Pascua, y
todos acudieron a la novedad y llenaron las calles hasta
el palacio de Pilatos. Era viernes, día de Parasceve, que
en griego significa lo mismo que preparación o
disposición, porque aquel día se prevenían y
disponían los hebreos para el siguiente del sábado,
que era su gran solemnidad, y en ella no hacían obras
serviles ni para prevenir la comida y todo se hacía el
viernes. A vista de todo este pueblo sacaron a nuestro
Salvador con sus propias vestiduras, tan desfigurado y
encubierto su divino rostro en las llagas, sangre y salivas,
que nadie le reputara por el mismo que antes habían visto y conocido. Apareció, como dijo Isaías (Is 53, 4),
como leproso y herido del Señor, porque la sangre seca y
los cardenales le habían transfigurado en una llaga. De
las inmundas salivas le habían limpiado algunas veces los
Santos Ángeles, por mandárselo la afligida Madre, pero
luego las volvían a repetir y renovar con tanto exceso,
que en esta ocasión apareció todo cubierto de
aquellas asquerosas inmundicias. A la vista de tan
doloroso espectáculo se levantó en el pueblo una tan
confusa gritería y alboroto, que nada se entendía ni oía
más del bullicio y eco de las voces. Pero entre todas
resonaban las de los pontífices y fariseos, que con
descompuesta alegría y escarnio hablaban con la gente
para que se quietasen y despejasen la calle por donde
habían de sacar al divino sentenciado y para que oyeran
su capital sentencia. Todo lo demás del pueblo estaba
dividido en juicios y lleno de confusión, según los
dictámenes de cada uno. Y las naciones diferentes que al
espectáculo asistían, los que habían sido beneficiados y
socorridos de la piedad y milagros del Salvador y los que
habían oído y recibido su doctrina y eran sus aliados y
conocidos, unos lloraban con lastimosa amargura, otros
preguntaban qué delitos había cometido aquel hombre
para tales castigos. Otros estaban turbados y
enmudecidos, y todo era confusión y tumulto.
1356. De los once Apóstoles sólo San Juan Evangelista se halló presente, que con la dolorosa Madre y las Marías estaba a la vista, aunque algo retirados de la multitud. Y cuando el Santo Apóstol vio a su divino Maestro —de quien consideraba era amado— que le sacaron en público, fue tan lastimada su alma del dolor, que llegó a desfallecer y perder los pulsos, quedando con un mortal semblante. Las tres Marías desfallecieron con un desmayo muy helado. Pero la Reina de las virtudes estuvo invicta y su magnánimo corazón, con lo sumo del dolor sobre todo humano discurso, nunca desfalleció ni desmayó, no padeció las imperfecciones de los desalientos y deliquios que los demás. En todo fue prudentísima, fuerte y admirable, y de las acciones exteriores dispuso con tanto peso, que sin sollozos ni voces confortó a las Marías y a San Juan Evangelista, y pidió al Señor las fortaleciese y asistiese con su diestra, para que con él y con ellas tuviese compañía hasta el fin de la pasión. Y en virtud de esta oración fueron consolados y animados el Apóstol y las Marías para volver en sí y hablar a la gran Señora del cielo. Y entre tanta confusión y amargura no hizo obra, ni tuvo movimiento desigual, sino con serenidad de Reina derramaba incesantes lágrimas. Atendía a su Hijo y Dios verdadero, oraba al Eterno Padre, presentábale los dolores y pasión, acompañando a las mismas obras con que nuestro Salvador lo hacía. Conocía la malicia del pecado, penetraba los misterios de la Redención humana, convidaba a los Ángeles, rogaba por los amigos y enemigos y, dando el punto al amor de Madre y al dolor que le correspondía, llenaba juntamente todo el coro de sus virtudes con admiración de los cielos y sumo agrado de la divinidad. Y porque no es posible reducir a mis términos las razones que formaba esta gran Madre de la sabiduría en su corazón, y tal vez en sus labios, lo remito a la piedad cristiana.
1356. De los once Apóstoles sólo San Juan Evangelista se halló presente, que con la dolorosa Madre y las Marías estaba a la vista, aunque algo retirados de la multitud. Y cuando el Santo Apóstol vio a su divino Maestro —de quien consideraba era amado— que le sacaron en público, fue tan lastimada su alma del dolor, que llegó a desfallecer y perder los pulsos, quedando con un mortal semblante. Las tres Marías desfallecieron con un desmayo muy helado. Pero la Reina de las virtudes estuvo invicta y su magnánimo corazón, con lo sumo del dolor sobre todo humano discurso, nunca desfalleció ni desmayó, no padeció las imperfecciones de los desalientos y deliquios que los demás. En todo fue prudentísima, fuerte y admirable, y de las acciones exteriores dispuso con tanto peso, que sin sollozos ni voces confortó a las Marías y a San Juan Evangelista, y pidió al Señor las fortaleciese y asistiese con su diestra, para que con él y con ellas tuviese compañía hasta el fin de la pasión. Y en virtud de esta oración fueron consolados y animados el Apóstol y las Marías para volver en sí y hablar a la gran Señora del cielo. Y entre tanta confusión y amargura no hizo obra, ni tuvo movimiento desigual, sino con serenidad de Reina derramaba incesantes lágrimas. Atendía a su Hijo y Dios verdadero, oraba al Eterno Padre, presentábale los dolores y pasión, acompañando a las mismas obras con que nuestro Salvador lo hacía. Conocía la malicia del pecado, penetraba los misterios de la Redención humana, convidaba a los Ángeles, rogaba por los amigos y enemigos y, dando el punto al amor de Madre y al dolor que le correspondía, llenaba juntamente todo el coro de sus virtudes con admiración de los cielos y sumo agrado de la divinidad. Y porque no es posible reducir a mis términos las razones que formaba esta gran Madre de la sabiduría en su corazón, y tal vez en sus labios, lo remito a la piedad cristiana.
1357. Procuraban los pontífices y los ministros de
justicia sosegar al pueblo y que tuviesen silencio para oír
la sentencia de Jesús Nazareno, que después de
habérsela notificado en su persona la querían leer en
público y a su presencia. Y quietándose la turba, estando
Su Majestad en pie como reo, comenzaron a leerla en
alta voz, que todos la entendiesen, y después la fueron
repitiendo por las calles y últimamente al pie de la cruz.
La sentencia anda vulgar impresa, como yo la he visto,
(No sabemos cuál es la "sentencia vulgar impresa" que la
Venerable dice haber visto. González Mateo [Mystica
71
Civitas Dei vindicata, Matriti 1747, art. 7 & 2 n. 208, p. 67]
afirma que la fórmula empleada por la autora es
semejante a otra fórmula encontrada el año 1580 en
Amiterno (Italia). Toma este dato de SlURI, t. 3, trac. 10,
c. 4, n. 59, quien a su vez depende de Rodrigo de Yepes,
Palestinae descriptio.) y, según la inteligencia que he
tenido, en sustancia es verdadera, salvo algunas
palabras que se le han añadido. Yo no las pondré aquí,
porque a mí se me han dado las que sin añadir ni quitar
escribo, y fue como se sigue:
Tenor de la sentencia de muerte que dio Pilatos
contra Jesús Nazareno nuestro Salvador.
1358. Yo, Poncio Pilato, presidente de la inferior Galilea,
aquí en Jerusalén regente por el imperio romano, dentro
del palacio de archipresidencia, juzgo, sentencio y
pronuncio que condeno a muerte a Jesús, llamado de la
plebe Nazareno, y de patria galileo, hombre sedicioso,
contrario de la ley y de nuestro Senado y del grande
emperador Tiberio César. Y por la dicha mi sentencia
determino que su muerte sea en cruz, fijado con clavos a
usanza de reos. Porque aquí, juntando y congregando
cada día muchos hombres pobres y ricos, no ha cesado
de remover tumultos por toda Judea, haciéndose Hijo de
Dios y Rey de Israel, con amenazarles la ruina de esta
tan insigne ciudad de Jerusalén y su templo, y del sacro
Imperio, negando el tributo al César, y por haber tenido
atrevimiento de entrar con ramos y triunfo con gran parte
de la plebe dentro de la misma ciudad de Jerusalén y en
el sacro templo de Salomón. Mando al primer centurión,
llamado Quinto Cornelio, que le lleve por la dicha ciudad
de Jerusalén a la vergüenza, ligado así como está,
azotado por mi mandamiento. Y séanle puestas sus
vestiduras para que sea conocido de todos, y la propia
cruz en que ha de ser crucificado. Vaya en medio de los
otros dos ladrones por todas las calles públicas, que asimismo están condenados a muerte por hurtos y
homicidios que han cometido, para que de esta manera
sea ejemplo de todas las gentes y malhechores.
Quiero asimismo y mando por esta mi sentencia,
que, después de haber así traído por las calles públicas a
este malhechor, le saquen de la ciudad por la puerta
Pagora, la que ahora es llamada Antoniana, y con voz de
pregonero, que diga todas estas culpas en ésta mi
sentencia expresadas, le lleven al monte que se dice
Calvario, donde se acostumbra a ejecutar y hacer la
justicia de los malhechores facinerosos, y allí fijado y
crucificado en la misma cruz que llevare, como arriba se
dijo, quede su cuerpo colgado entre los dichos dos
ladrones. Y sobre la cruz, que es en lo más alto de ella, le
sea puesto el título de su nombre en las tres lenguas que
ahora más se usan, conviene a saber, hebrea, griega y
latina, y que en todas ellas y cada una diga: Este es Jesús
Nazareno Rey de los Judíos, para que todos lo entiendan
y sea conocido de todos.
Asimismo mando, so pena de perdición de bienes y
de la vida y de rebelión al imperio romano, que ninguno,
de cualquier estado y condición que sea, se atreva
temerariamente a impedir la dicha justicia por mí
mandada hacer, pronunciada, administrada y ejecutada
con todo rigor, según los decretos y leyes romanas y
hebreas. Año de la creación del mundo cinco mil
doscientos y treinta y tres, día veinticinco de marzo.—
Pontius Pilatus Judex et Gubernator Galilaeae
inferioris pro Romano Imperio qui supra propia manu.
1359. Conforme a este cómputo, la creación del mundo
fue en marzo, y del día que fue criado Adán hasta la
Encarnación del Verbo pasaron cinco mil ciento y noventa
y nueve años, y añadiendo los nueve meses que estuvo en el virginal vientre de su Madre santísima, y treinta y tres
años que vivió, hacen los cinco mil doscientos y treinta y
tres, y los tres meses que conforme al cómputo romano
de los años restan hasta veinte y cinco del mes de marzo;
porque según esta cuenta de la Iglesia romana, al primer
año del mundo no le tocan más de nueve meses y siete
días, para comenzar el segundo año del primero de
enero. Y entre las opiniones de los doctores he entendido
que la verdadera es la de la Santa Iglesia en el
Martirologio romano, como lo dije también en el capítulo
de la Encarnación de Cristo nuestro Señor, en el libro I de
la segunda parte, capítulo 11 (Cf. supra n. 138).
1360. Leída la sentencia de Pilatos contra nuestro
Salvador, que dejo referida, con alta voz en presencia de
todo el pueblo, los ministros cargaron sobre los delicados
y llagados hombros de Jesús la pesada cruz en que había
de ser crucificado. Y para que la llevase le desataron las
manos con que la tuviese, pero no el cuerpo, para que
pudiesen ellos llevarle asido tirando de las sogas con que
estaba ceñido, y para mayor crueldad le dieron con ellas
a la garganta dos vueltas. Era la cruz de quince pies en
largo, gruesa, y de madera muy pesada. Comenzó el
pregón de la sentencia, y toda aquella multitud confusa y
turbulenta de pueblo, ministros y soldados, con gran
estrépito y vocería se movió con una desconcertada
procesión, para encaminarse por las calles de Jerusalén
desde el palacio de Pilatos para el monte Calvario. Pero
el Maestro y Redentor del mundo Jesús, cuando llegó a
recibir la cruz, mirándola con semblante lleno de júbilo y
extremada alegría, cual suele mostrar el esposo con las
ricas joyas de su esposa, habló con ella en su secreto y la
recibió con estas razones:
1361. Oh cruz deseada de mi alma, prevenida y hallada
de mis deseos, ven a mí, amada mía, para que me
recibas en tus brazos y en ellos como en altar sagrado reciba mi Eterno Padre el sacrificio de la eterna
reconciliación con el linaje humano. Para morir en ti bajé
del cielo en vida y carne mortal y pasible, porque tú has
de ser el cetro con que triunfaré de todos mis enemigos,
la llave con que abriré las puertas del paraíso a mis
predestinados, el sagrado donde hallen misericordia los
culpados hijos de Adán y la oficina de los tesoros que
pueden enriquecer su pobreza. En ti quiero acreditar las
deshonras y oprobios de los hombres, para que mis
amigos los abracen con alegría y los soliciten con ansias
amorosas, para seguirme por el camino que yo les abriré
contigo. Padre mío y Dios eterno, yo te confieso Señor del
cielo y tierra, y obedeciendo a tu querer divino cargo
sobre mis hombros la leña del sacrificio de mi pasible
humanidad inocentísima y le admito de voluntad por la
salvación eterna de los hombres. Recibidle, Padre mío,
como aceptable a Vuestra justicia, para que de hoy más
no sean siervos sino hijos y herederos conmigo de Vuestro
reino.
1362. A la vista de tan sagrados misterios y sucesos,
estaba la gran Señora del mundo María santísima sin que
alguno se le ocultase, porque de todos tenía altísima
noticia y comprensión sobre los mismos Ángeles, y los
sucesos que no podía ver con los ojos corporales los
conocía con la inteligencia y ciencia de la revelación, que
se los manifestaba con las operaciones interiores de su
Hijo santísimo. Y con esta luz divina conoció el valor
infinito que redundó en el madero santo de la cruz, al
punto que recibió el contacto de la humanidad deificada
de Jesús nuestro Redentor. Y luego la prudentísima
Madre la adoró y veneró con el debido culto, y lo mismo
hicieron todos los espíritus soberanos que asistían al
mismo Señor y a la Reina. Acompañó también a su Hijo
santísimo en las caricias con que recibió la cruz, y la
habló con otras semejantes palabras y razones que a
ella tocaban como coadjutora del Redentor. Y lo mismo hizo orando al Eterno Padre, imitando en todo
altísimamente como viva imagen a su original y ejemplar
sin perder un punto. Y cuando la voz del pregonero iba
publicando y repitiendo la sentencia por las calles,
oyéndola la divina Madre, compuso un cántico de loores
y alabanzas de la inocencia impecable de su Hijo y Dios
santísimo, contraponiéndolos a los delitos que contenía la
sentencia y como quien glosaba las palabras en honra y
gloria del mismo Señor. Y a este cántico le ayudaron los
Santos Ángeles con quienes lo iba ordenando y
repitiendo cuando los habitadores de Jerusalén iban
blasfemando de su mismo Criador y Redentor.
1363. Y como toda la fe, la ciencia y el amor de las
criaturas estaba resumido en esta ocasión de la pasión
en el gran pecho de la Madre de la sabiduría, sola ella
hacía el juicio rectísimo y el concepto digno de padecer y
morir Dios por los hombres. Y sin perder la atención a
todo lo que exteriormente era necesario obrar, confería y
penetraba con su sabiduría todos los misterios de la
Redención humana y el modo como se iban ejecutando
por medio de la ignorancia de los mismos hombres que
eran redimidos. Penetraba con digna ponderación quién
era Él que padecía, lo que padecía, de quién y por quién
lo padecía. De la dignidad de la persona de Cristo
nuestro Redentor, que contenía las dos naturalezas,
divina y humana, de sus perfecciones y atributos de
entrambas, sola María santísima fue la que tuvo más alta
y penetrante ciencia, después del mismo Señor. Y por
esta parte sola ella entre las puras criaturas llegó a darle
la ponderación debida a la pasión y muerte de su mismo
Hijo y Dios verdadero. De lo que padeció no sólo fue
testigo de vista la candida paloma, sino también lo fue
de experiencia, en que ocasiona santa emulación no sólo
a los hombres mas a los mismos Ángeles, que no
alcanzaron esta gracia. Pero conocieron cómo la gran
Reina y Señora sentía y padecía en el alma y cuerpo los mismos dolores y pasiones de su Hijo santísimo y el
agrado inexplicable que de ello recibía la Beatísima
Trinidad, y con esto recompensaron el dolor que no
pudieron padecer en la gloria y alabanza que le dieron.
Algunas veces que la dolorosa Madre no tenía a la vista a
su Hijo santísimo, solía sentir en su virginal cuerpo y
espíritu la correspondencia de los tormentos que daban
al Señor, antes que por inteligencia se le manifestase. Y
como sobresaltada decía: ¡Ay de mí, qué martirio le dan
ahora a mi dulcísimo Dueño y mi Señor! Y luego recibía la
noticia clarísima de todo lo que con Su Majestad se
hacía. Pero fue tan admirable en la fidelidad de padecer
y en imitar a su dechado Cristo nuestro bien, que jamás
la amantísima Madre admitió natural alivio en la pasión,
no sólo del cuerpo porque ni descansó, ni comió, ni
durmió, pero ni del espíritu, con alguna consideración
que la diese refrigerio, salvo cuando se le comunicaba el
Altísimo con algún divino influjo, y entonces le admitía
con humildad y agradecimiento, para recobrar nuevo
esfuerzo con que atender más ferviente al objeto
doloroso y a la causa de sus tormentos. La misma ciencia
y ponderación hacía de la malicia de los judíos y
ministros y de la necesidad del linaje humano y su ruina y
de la ingratísima condición de los mortales, por quienes
padecía su Hijo santísimo; y así lo conoció todo en grado
eminente y perfectísimo y lo sintió sobre todas las
criaturas.
1364. Otro misterio oculto y admirable obró la diestra del
Omnipotente en esta ocasión por mano de María
santísima contra Lucifer y sus ministros infernales, y
sucedió en esta forma: Que como este Dragón y los suyos
asistían atentos a todo lo que iba sucediendo en la
pasión del Señor, que ellos no acababan de conocer, al
punto que Su Majestad recibió la cruz sobre sus hombros,
sintieron todos estos enemigos un nuevo quebranto y
desfallecimiento, que con la ignorancia y novedad les causó grande admiración y una nueva tristeza llena de
confusión y despecho. Con el sentimiento de estos nuevos
e invencibles efectos se receló el príncipe de las tinieblas
de que por aquella pasión y muerte de Cristo nuestro
Señor le amenazaba alguna irreparable destrucción y
ruina de su imperio. Y para no esperarle en presencia de
Cristo nuestro bien, determinó el Dragón hacer fuga y
retirarse con todos sus secuaces a las cavernas del
infierno. Pero cuando intentaba ejecutar este deseo se lo
impidió nuestra gran Reina y Señora de todo lo criado,
porque el Altísimo al mismo tiempo la ilustró y vistió de su
poder, dándole conocimiento de lo que debía hacer. Y la
divina Madre, convirtiéndose contra Lucifer y sus
escuadrones con imperio de Reina, los detuvo para que
no huyesen y les mandó esperasen el fin de la pasión y
que fuesen a la vista de toda ella hasta el monte
Calvario. Al imperio de la poderosa Reina no pudieron
resistir los demonios, porque conocieron y sintieron la
virtud divina que obraba en ella. Y rendidos a sus
mandatos fueron como atados y presos acompañando a
Cristo nuestro Señor hasta el Calvario, donde por la
eterna sabiduría estaba determinado que triunfase de
ellos desde el trono de la cruz, como adelante lo veremos
(Cf. infra n. 1412). No hallo ejemplo con que manifestar la
tristeza y desaliento con que desde este punto fueron
oprimidos Lucifer y sus demonios. Pero, a nuestro modo
de entender, iban al Calvario como los condenados que
son llevados al suplicio y el temor del castigo inevitable
los desmaya, debilita y entristece. Y esta pena en el
demonio fue conforme a su naturaleza y malicia y
correspondiente al daño que hizo en el mundo
introduciendo en él la muerte y el pecado, por cuyo
remedio iba a morir el mismo Dios.
1365. Prosiguió nuestro Salvador el camino del monte
Calvario, llevando sobre sus hombros, como dijo Isaías (Is
9, 6), su mismo imperio y principado, que era la Santa Cruz, donde había de reinar y sujetar al mundo,
mereciendo la exaltación de su nombre sobre todo
nombre y rescatando a todo el linaje humano de la
potencia tiránica que ganó el demonio sobre los hijos
de Adán. Llamó el mismo Isaías (Is 9, 4) yugo y cetro del
cobrador y ejecutor, y con imperio y vejación cobraba el
tributo de la primera culpa. Y para vencer este tirano y
destruir el cetro de su dominio y el yugo de nuestra
servidumbre, puso Cristo nuestro Señor la cruz en el
mismo lugar que se lleva el yugo de la servidumbre y el
cetro de la potencia real, como quien despojaba de ella
al demonio y le trasladaba a sus hombros, para que los
cautivos hijos de Adán, desde aquella hora que tomó su
cruz, le reconociesen por su legítimo Señor y verdadero
Rey, a quien sigan por el camino de la cruz, por la cual
redujo a todos los mortales a su imperio y los hizo
vasallos y esclavos suyos comprados con el precio de su
misma sangre y vida.
1366. Mas ¡ay dolor de nuestro ingratísimo olvido! Que
los judíos y ministros de la pasión ignorasen este misterio
escondido a los príncipes del mundo, que no se
atreviesen a tocar la cruz del Señor, porque la juzgaban
por afrenta ignominiosa, culpa suya fue y muy grande;
pero no tanta como la nuestra, cuando ya está revelado
este sacramento y en fe de esta verdad condenamos la
ceguera de los que persiguen a nuestro bien y Señor.
Pues si los culpamos porque ignoraron lo que debían
conocer, ¿qué culpa será la nuestra, que conociendo y
confesando a Cristo Redentor nuestro le perseguimos y
crucificamos como ellos ofendiéndole? ¡Oh dulcísimo
amor mío Jesús, luz de mi entendimiento y gloria de mi
alma!, no fíes, Señor mío, de mi tardanza y torpeza, el
seguirte con mi cruz por el camino de la tuya. Toma por tu
cuenta hacerme este favor, llévame, Señor, tras de ti y
correré en la fragancia de tu ardentísimo amor, de tu
inefable paciencia, de tu eminentísima humildad, desprecio y angustias, y en la participación de tus
oprobios, afrentas y dolores. Esta sea mi parte y mi
herencia en esta mortal y pesada vida, ésta mi gloria y
descanso, y fuera de tu cruz e ignominias no quiero vida
ni consuelo, sosiego ni alegría. Como los judíos y todo
aquel pueblo ciego se desviaban en las calles de
Jerusalén de no tocar la cruz del inocentísimo reo, el
mismo Señor hacía calle y despejaba el puesto donde iba
Su Majestad, como si fuera contagio su gloriosa
deshonra, en que le imaginaba la perfidia de sus
perseguidores, aunque todo lo demás del camino estaba
lleno de pueblo y confusión, gritos y vocería, y entre ella
iba resonando el pregón de la sentencia.
1367. Los ministros de la justicia, como desnudos de
toda humana compasión y piedad, llevaban a nuestro
Salvador Jesús con increíble crueldad y desacato.
Tiraban unos de las sogas adelante, para que apresurase
el paso, otros para atormentarle tiraban atrás, para
detenerle, y con estas violencias y el grave peso de la
cruz le obligaban y compelían a dar muchos vaivenes y
caídas en el suelo. Y con los golpes que recibía de las
piedras se le abrieron llagas, y particular dos en las
rodillas, renovándosele todas las veces que repetía las
caídas; y el peso de la cruz le abrió de nuevo otra llaga
en el hombro que se la cargaron. Y con los vaivenes, unas
veces topaba la cruz contra la sagrada cabeza y otras la
cabeza contra la cruz y siempre las espinas de la corona
le penetraban de nuevo con el golpe que recibía,
profundándose más en lo que no estaba herido de la
carne. A estos dolores añadían aquellos instrumentos de
maldad muchos oprobios de palabras y contumelias
execrables, de salivas inmundísimas y polvo que
arrojaban en su divino rostro, con tanto exceso que le
cegaban los ojos que misericordiosamente los miraban,
con que se condenaban por indignos de tan graciosa
vista. Y con la prisa que se daban, sedientos de conseguir su muerte, no dejaban al mansísimo Maestro que
tomase aliento, antes, como en tan pocas horas había
cargado tanta lluvia de tormentos sobre aquella
humanidad inocentísima, estaba desfallecida y
desfigurada y, al parecer de quien le miraba, quería ya
rendir la vida a los dolores y tormento.
1368. Entre la multitud de la gente partió la dolorosa y
lastimada Madre de casa de Pilatos en seguimiento de su
Hijo santísimo, acompañada de San Juan Evangelista y
Santa María Magdalena y las otras Marías. Y como el
tropel de la confusa multitud los embarazaba para
llegarse más cerca de Su Majestad, pidió la gran Reina
al Eterno Padre que le concediese estar al pie de la cruz
en compañía de su Hijo y Señor, de manera que pudiese
verle corporalmente, y con la voluntad del Altísimo
ordenó también a los Santos Ángeles que dispusiesen
ellos cómo aquello se ejecutase.
Obedeciéronla los Ángeles con grande reverencia y con toda presteza encaminaron a su Reina y Señora por el atajo de una calle, por donde salieron al encuentro de su Hijo santísimo y se vieron cara a cara Hijo y Madre, reconociéndose entrambos y renovándose recíprocamente el dolor de lo que cada uno padecía; pero no se hablaron vocalmente, ni la fiereza de los ministros diera lugar para hacerlo. Pero la prudentísima Madre adoró a su Hijo santísimo y Dios verdadero, afligido con el peso de la cruz, y con la voz interior le pidió que, pues ella no podía descansarle de la carga de la cruz, ni tampoco permitía que los Ángeles lo hicieran, que era a lo que la compasión la inclinaba, se dignase su potencia de poner en el corazón de aquellos ministros le diesen alguno que le ayudase a llevarla. Esta petición admitió Cristo nuestro bien, y de ella resultó el conducir a Simón Cireneo para que llevase la cruz con el Señor, como adelante diré (Cf. infra n. 1371). Porque los fariseos y ministros se movieron para esto, unos de alguna natural humanidad, otros de temor que no acabase Cristo nuestro Señor la vida antes de llegar a quitársela en la misma cruz, porque iba Su Majestad muy desfallecido, como queda dicho.
Obedeciéronla los Ángeles con grande reverencia y con toda presteza encaminaron a su Reina y Señora por el atajo de una calle, por donde salieron al encuentro de su Hijo santísimo y se vieron cara a cara Hijo y Madre, reconociéndose entrambos y renovándose recíprocamente el dolor de lo que cada uno padecía; pero no se hablaron vocalmente, ni la fiereza de los ministros diera lugar para hacerlo. Pero la prudentísima Madre adoró a su Hijo santísimo y Dios verdadero, afligido con el peso de la cruz, y con la voz interior le pidió que, pues ella no podía descansarle de la carga de la cruz, ni tampoco permitía que los Ángeles lo hicieran, que era a lo que la compasión la inclinaba, se dignase su potencia de poner en el corazón de aquellos ministros le diesen alguno que le ayudase a llevarla. Esta petición admitió Cristo nuestro bien, y de ella resultó el conducir a Simón Cireneo para que llevase la cruz con el Señor, como adelante diré (Cf. infra n. 1371). Porque los fariseos y ministros se movieron para esto, unos de alguna natural humanidad, otros de temor que no acabase Cristo nuestro Señor la vida antes de llegar a quitársela en la misma cruz, porque iba Su Majestad muy desfallecido, como queda dicho.
1369. A todo humano encarecimiento y discurso excede
el dolor que la candidísima paloma y Madre Virgen sintió
en este viaje del monte Calvario, llevando a su vista el
objeto de su mismo Hijo, que sola ella sabía dignamente
conocer y amar. Y no fuera posible que no desfalleciera y
muriera, si el poder divino no la confortara,
conservándole la vida. Con este amarguísimo dolor habló
al Señor y le dijo en su interior: Hijo mío y Dios eterno,
lumbre de mis ojos y vida de mi alma, recibid. Señor, el
sacrificio doloroso de que no puedo aliviaros del peso de
la cruz y llevarla yo, que soy hija de Adán, para morir en
ella por vuestro amor, como vos queréis morir por la
ardentísima caridad del linaje humano. ¡Oh amantísimo
Medianero entre la culpa y la justicia! ¿Cómo fomentáis
la misericordia con tantas injurias y entre tantas ofensas?
¡Oh caridad sin término ni medida, que para mayor
incendio y eficacia dais lugar a los tormentos y oprobios!
¡Oh amor infinito y dulcísimo, si los corazones de los
hombres y todas las voluntades estuvieran en la mía para
que no dieran tan mala correspondencia a lo que por
todos padecéis! ¡Oh quién hablara al corazón de los
mortales y les intimara lo que Os deben, pues tan caro Os
ha costado el rescate de su cautiverio y el remedio de
su ruina!—Otras razones prudentísimas y altísimas
decía con éstas la gran Señora del mundo que no puedo
yo reducir a las mías.
1370. Seguían asimismo al Señor —como dice el
Evangelista San Lucas (Lc 23, 27)— con la turba de la
gente popular otras muchas mujeres que se lamentaban
y lloraban amargamente. Y convirtiéndose a ellas el
dulcísimo Jesús las habló y dijo: Hijas de Jerusalén, no queráis llorar sobre mí, sino llorad sobre vosotras mismas
y sobre vuestros hijos; porque días vendrán en que dirán:
Bienaventuradas las estériles, que nunca tuvieron hijos, ni
les dieron leche de sus pechos. Y entonces comenzarán a
decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados,
enterradnos. Porque si estas cosas pasan en el
madero verde, ¿qué será en el que está seco? (Lc 23, 28-
31)—Con estas razones misteriosas acreditó el Señor las
lágrimas derramadas por su pasión santísima y en algún
modo las aprobó, dándose por obligado de su compasión,
para enseñarnos en aquellas mujeres el fin que deben
tener nuestras lágrimas, para que vayan bien
encaminadas. Y esto ignoraban entonces aquellas
compasivas discípulas de nuestro Maestro y lloraban sus
afrentas y dolores y no la causa por que los padecía, de
que merecieron ser enseñadas y advertidas. Y fue como si
les dijera el Señor: Llorad sobre vuestros pecados y de
vuestros hijos lo que yo padezco, y no por los míos, que
no los tengo ni es posible. Y si el compadeceros de mí es
bueno y justo, más quiero que lloréis vuestras culpas que
mis penas padecidas por ellas, y con este modo de llorar
pasará sobre vosotras y sobre vuestros hijos el precio de
mi sangre y Redención que este ciego pueblo ignora.
Porque vendrán días, que serán los del juicio universal y
del castigo, en que se juzgarán por dichosas las que no
hubieren tenido generación de hijos, y los prescitos
pedirán a los montes y collados que los cubran, para no
ver mi indignación. Porque si en mí, que soy inocente, han
hecho estos efectos sus culpas de que yo me encargué,
¿qué harán en ellos, que estarán tan secos, sin fruto de
gracia ni merecimientos?
1371. Para entender esta doctrina fueron ilustradas
aquellas dichosas mujeres en premio de sus lágrimas y
compasión. Y cumpliéndose lo que María santísima había
pedido, determinaron los pontífices, fariseos y los
ministros conducir algún hombre que ayudase a Jesús nuestro Redentor en el trabajo de llevar la cruz hasta el
Calvario. Llegó en esta ocasión Simón Cireneo, llamado
así porque era natural de Cirene, ciudad de Libia, y venía
a Jerusalén; era padre de dos discípulos del Señor,
llamados Alejandro y Rufo (Mc 15, 21). A este Simón
obligaron los judíos a que llevase la cruz parte del
camino, sin tocarla ellos, porque se afrentaban de llegar
a ella, como instrumento del castigo de un hombre a
quien ajusticiaban por malhechor insigne; que esto
pretendían que todo el pueblo entendiese con aquellas
ceremonias y cautelas. Tomó la cruz el Cirineo y fue
siguiendo a Jesús, que iba entre los dos ladrones, para
que todos creyesen era malhechor y facineroso como
ellos. Iba la Madre de Jesús nuestro Salvador muy cerca
de Su Majestad, como lo había deseado y pedido al
Eterno Padre, con cuya voluntad estuvo tan conforme en
todos los trabajos y martirios de la pasión de su Hijo, que
participando y comunicando sus tormentos tan de cerca
por todos sus sentidos, jamás tuvo movimiento ni ademán
en su interior ni el exterior con que se inclinase a
retractar la voluntad de que su Hijo y Dios no padeciese.
Tanta fue su caridad y amor con los hombres y tanta la
gracia y santidad de esta Reina en vencer la naturaleza.
Doctrina que me dio la gran Reina y Señora.
1372. Hija mía, el fruto de la obediencia, por quien
escribes la Historia de mi vida, quiero que sea formar en
ti una verdadera discípula de mi Hijo santísimo y mía. A
esto se ordena en primer lugar la divina luz que recibes
de tan altos y venerables sacramentos, y los documentos
que tantas veces te repito, de que te desvíes, desnudes y
alejes tu corazón de todo afecto de criaturas, ni para
tenerle, ni para admitirle de ninguna. Con este desvío
vencerás los impedimentos del demonio en tu blando
natural peligroso, y yo que le conozco te aviso y te
encamino como Madre y Maestra que te corrige y enseña. Con la ciencia del Altísimo conoces los misterios
de su pasión y muerte y el único y verdadero camino de
la vida, que es el de la cruz, y que no todos los llamados
son escogidos para ella. Muchos son los que dicen
desean seguir a Cristo y muy pocos los que
verdaderamente se disponen a imitarle, porque en
llegando a sentir la cruz del padecer la arrojan de sí y
retroceden. El dolor de los trabajos es muy sensible y
violento para la naturaleza humana por parte de la
carne, y el fruto del espíritu es más oculto, y pocos se
gobiernan por la luz. Por esto hay tantos entre los
mortales que olvidados de la verdad escuchan a su carne
y siempre la quieren muy regalada y consentida. Son
ardientes armadores de la honra y despreciadores de las
afrentas, codiciosos de la riqueza y execradores de la
pobreza, sedientos del deleite y tímidos de la mortificación.
Todos estos son enemigos de la cruz de Cristo (Flp 3,
18) y con formidable horror huyen de ella, juzgándola por
ignominiosa, como los que le crucificaron.
1373. Otro engaño se introduce en el mundo; que muchos piensan siguen a Cristo su Maestro sin padecer, sin obrar y sin trabajar, y se dan por contentos con no ser muy atrevidos en cometer pecados, y remiten toda la perfección a una prudencia o amor tibio con que nada se niegan a su voluntad ni ejecutan las virtudes que son costosas a la carne. De este engaño saldrían, si advirtiesen que mi Hijo santísimo no sólo fue Redentor y Maestro y no sólo dejó en el mundo el tesoro de sus merecimientos como remedio de su condenación, sino la medicina necesaria para la dolencia de que enfermó la naturaleza por el pecado. Nadie más sabio que mi Hijo y mi Señor, nadie pudo entender la condición del amor como Su Majestad, que fue la misma sabiduría y caridad, y lo es, y asimismo era todopoderoso para ejecutar toda su voluntad. Y con todo esto, aunque pudo lo que quería, no eligió vida blanda y suave para la carne, sino trabajosa y llena de dolores, porque no era bastante o cumplido magisterio redimir a los hombres si no les enseñara a vencer al demonio, a la carne y a sí mismos, y que esta magnífica victoria se alcanza con la cruz, por los trabajos, penitencia, mortificación y desprecios, que son el índice y testimonio del amor y la divisa de los predestinados.
1373. Otro engaño se introduce en el mundo; que muchos piensan siguen a Cristo su Maestro sin padecer, sin obrar y sin trabajar, y se dan por contentos con no ser muy atrevidos en cometer pecados, y remiten toda la perfección a una prudencia o amor tibio con que nada se niegan a su voluntad ni ejecutan las virtudes que son costosas a la carne. De este engaño saldrían, si advirtiesen que mi Hijo santísimo no sólo fue Redentor y Maestro y no sólo dejó en el mundo el tesoro de sus merecimientos como remedio de su condenación, sino la medicina necesaria para la dolencia de que enfermó la naturaleza por el pecado. Nadie más sabio que mi Hijo y mi Señor, nadie pudo entender la condición del amor como Su Majestad, que fue la misma sabiduría y caridad, y lo es, y asimismo era todopoderoso para ejecutar toda su voluntad. Y con todo esto, aunque pudo lo que quería, no eligió vida blanda y suave para la carne, sino trabajosa y llena de dolores, porque no era bastante o cumplido magisterio redimir a los hombres si no les enseñara a vencer al demonio, a la carne y a sí mismos, y que esta magnífica victoria se alcanza con la cruz, por los trabajos, penitencia, mortificación y desprecios, que son el índice y testimonio del amor y la divisa de los predestinados.
1374. Tú, hija mía, pues conoces el valor de la Santa
Cruz y la honra que por ella recibieron las ignominias y
tribulaciones, abraza tu cruz y llévala con alegría en
seguimiento de mi Hijo y tu Maestro. Tu gloria en la vida
mortal sean las persecuciones, desprecios,
enfermedades, tribulaciones, pobreza, humillación y
cuanto es penoso y adverso a la condición de la carne
mortal. Y para que en todos estos ejercicios me imites y
me des gusto, no quiero que busques ni que admitas
alivio ni descanso en cosa terrena. No has de ponderar
contigo misma lo que padeces, ni manifestarlo con cariño
de aliviarte. Menos has de encarecer ni agravar las
persecuciones ni molestias que te dieren las criaturas, ni
en tu boca se ha de oír que es mucho lo que padeces, ni
compararlo con otros que trabajan. Y no te digo que será
culpa recibir algún alivio honesto y moderado y
querellarte con sufrimiento. Pero en ti, carísima, este
alivio será infidelidad contra tu Esposo y Señor, porque te
ha obligado a ti sola más que a muchas generaciones, y
tu correspondencia en padecer y amar no admite defecto
ni descargo, si no fuere con plenitud de toda fineza y
lealtad. Tan ajustada te quiere consigo mismo este Señor,
que ni un suspiro has de dar a tu naturaleza flaca sin otro
más alto fin que sólo descansar y tomar consuelo. Y si el
amor te compeliere, entonces te dejarás llevar de su
fuerza suave, para descansar amando, y luego el amor de
la cruz despedirá este alivio, como conoces que yo lo
hacía con humilde rendimiento. Y sea en ti regla general
que toda consolación humana es imperfección y peligro, y sólo debes admitir lo que te enviare el Altísimo por sí o
por sus Santos Ángeles. Y de los regalos de su divina
diestra has de tomar con advertencia lo que te fortalezca
para más padecer y abstraerte de lo gustoso que puede
pasar a lo sensitivo.
MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VI, Cap. 21
Libro VI, Cap. 21