jueves, 26 de noviembre de 2009

LA REALEZA DE NUESTRA SEÑORA

Padre Javier Beauvais.
Quienes siembran vientos, cosechan tempestades. Aquellos que se lanzaron a luchar contra las dictaduras para hacer triunfar los intereses materiales y los llamados principios democráticos, trajeron el triunfo del comunismo.
La guerra mundial de 1939-1945 trajo la educación sin Dios, y también la organización social sin Dios.
Esa guerra fue destructiva, y con el tiempo el mundo se dio cuenta de que había que reconstruir.
- Reconstruir una democracia liberal y capitalista.
- Reconstruir una sociedad comunista.
- Reconstruir una cristiandad.
Tales eran las tres soluciones posibles, o las que parecían posibles. La corriente socialista era fuerte, el capitalismo socializado era una etapa hacia el comunismo “intrínsecamente perverso”.
Pío XII condenó el comunismo y excomulgó a los comunistas.
Muchos católicos habían luchado al lado de los comunistas en contra de Hitler. Luego, compartieron la embriaguez de la victoria. De buena fe creían en los rojos, olvidando que aquellos rojos estaban dirigidos por jefes sin piedad y que, tras dichos jefes, Satanás conducía el baile.
Engañados, todos aquellos jóvenes creyeron que el comunismo podía ser mejorado, y cristianizado. Mientras tanto, tras la “cortina de hierro”, los católicos sufrían una persecución que se iba agravando cada vez más: tres Cardenales fueron encarcelados, al igual que decenas de Obispos, miles de sacerdotes y millones de cristianos.
En cuanto a aquellos que permanecían libres, se esforzaban por agruparlos en “iglesias nacionales”, en iglesias cismáticas separadas de Roma.
La maniobra satánica apareció así a plena luz. En todas las naciones todavía libres, se organizó una quinta columna de católicos progresistas, esperando la victoria comunista y paralizando la resistencia al marxismo.
En Asia había triunfado el comunismo. China cayó en manos de los marxistas, y la India estaba encandilada con ello. Los misioneros fueron expulsados, los cristianos encarcelados, torturados física y moralmente. Frente a esto, sin duda la guerra de 1939-1945 imprimió una marca en la Iglesia, ya muy inficionada por las mentalidades democráticas y socialistas. Los católicos rápidamente perdieron el orgullo de su fe, y buscaban hacer excusar por medio de la acción social su vida sobrenatural. El tiempo se hallaba maduro para un triunfo del liberalismo en la Iglesia. Todo nos conducía hacia la revolución conciliar.
Avanzando en el tiempo, llegamos al Concilio Vaticano II, una verdadera revolución. El plan de la contra-Iglesia se iba desarrollando, encontrando en su camino la valiente y salutífera reacción y reconquista de Monseñor Marcel Lefebvre, con su Fraternidad Sacerdotal San Pío X, y a Monseñor Antonio de Castro Mayer, con una buena parte de los sacerdotes de su diócesis brasileña de Campos.
Desde la Reforma, el catolicismo retrocedió y nunca retomó lo que había perdido. La Revolución de 1789 y la revolución conciliar le arrancó millones de almas.
Pero para salvar a las almas, Dios le dio nuevas fuerzas a su Iglesia: le dio una doctrina más estudiada, le reveló las riquezas del Sagrado Corazón y le dio a la Virgen María tal como Jesucristo se la había dado a San Juan el día del Calvario.
La divina Madre siempre había sido la protectora de los cristianos, y la Iglesia la había honrado siempre como tal.
Desde siempre Nuestra Señora había respondido a las esperanzas de los cristianos, aún de los mediocres cristianos de Bizancio, a los que defendió contras las fuerzas asiáticas.
El Rosario le valió a la cristiandad ejércitos y flotas. Pero en los siglos XIX y XX, desde la aparición del marxismo, la Virgen María intervino más a menudo y más visiblemente.
En el momento en que Karl Marx acababa de publicar su libro “El Capital”, la Virgen de la Salette reclamaba oraciones y penitencias. En Lourdes repitió tres veces la orden de hacer penitencia, mandando rezar por los pecadores para ayudarlos a salvarse.
La Salette, Pontmain Fátima… jalonaron todo el siglo. La Iglesia contestó al llamado divino: el dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado por una Roma amenazada, y María contesto apareciéndose sobre la montaña de Lourdes.
Más tarde, después del gran derrumbe de Occidente, tras la caída de toda la civilización occidental, en el momento en que el comunismo amenazaba con encender desde Asia la llama de una nueva guerra, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción a los Cielos.
La intervención cada vez más frecuente de la Virgen Santísima es una señal de de los siglos modernos.
Las rebeliones y las herejías han expulsado a su Hijo: entonces, se esfuerza por reconquistar el mundo.
Fueron las carmelitas de Compiegne quienes obtuvieron el fin del Terror (revolución francesa); fue una carmelita de Lisieux la que abrió un nuevo camino para ir hacia Dios.
Luego la Virgen María multiplicó sus apariciones, y cada vez que vino fue para dar o renovar alguna orden.
Nuestra Señora actúa como soberana. Frente a todas las ideologías paganas, ateas, frente al liberalismo, fuente de todos los pecados, frente al modernismo, “cloaca colectora de todas las herejías”, frente a la apostasía masiva, la intervención de la Santísima Virgen es la gran gracia de nuestro siglo.
La Virgen María se levantó en Fátima contra la oleada roja que amenazaba con sumergir al mundo. Ella denunció el mal y mostró el remedio: el reconocimiento de la realeza divina y de su propia realeza, la consagración del mundo a su Corazón Inmaculado.
Los hombres de poca fe también son los hombres de poca esperanza. Cuanto más cree un alma, más espera.
Es hora de repetir la oración de los Legionarios de María, a fin de obtener “una fe joven e inquebrantable como una roca en medio de las cruces, de las labores y de las decepciones de la vida, una fe valiente que inspira el emprendimiento de cosas grandes por Dios y por la salvación de las almas; una fe que sea la columna de fuego ante la Legión”.
¿Quién nos librará de la peste del ecumenismo? ¿Quién nos arrancará de la apostasía? La Mujer vestida de luz y coronada de estrellas: la Santísima Virgen María.
Nosotros sufrimos un martirio moral en la Santa Iglesia, y es a causa de los mártires que los tiempos de pruebas serán abreviados.
La cruz apareció triunfante al final de las persecuciones, en los primeros siglos, y fue el Credo de Nicea, y fue el gran Te Deum de la cristiandad.
A la prueba sucedió antaño la gloria, y la gloria sucederá a las pruebas de hoy.

Tomado de la revista IESUS CHRISTUS nº 75, año 2001.