Donde no hay odio por la herejía, no hay santidad
Si nosotros odiamos el pecado como él debió haberlo odiado, puramente, varonilmente, nosotros deberíamos hacer más penitencia, nosotros deberíamos infligirnos más auto-castigos, nosotros deberíamos sentir pesar por nuestros pecados con más constancia. Luego, una vez más, la suprema deslealtad a Dios es la herejía. Es el pecado de los pecados, la más repugnante de las cosas que Dios desprecia en este mundo maligno. Sin embargo, ¡que poco comprendemos su excesivo carácter odioso! Es la profanación de la verdad de Dios, que es la peor de todas las impurezas.
Sin embargo, ¡que poco caso hacemos de ella! Nosotros la vemos, y permanecemos calmos. La tocamos y no nos estremecemos. Nos mezclamos con ella y no tenemos temor. Vemos que toca las cosas santas, y no tenemos sentido del sacrilegio. Respiramos su olor, y no mostramos signos de aborrecimiento o repugnancia. Alguno de nosotros aparenta su amistad; y alguno incluso atenúa su culpa. Nosotros no amamos a Dios lo suficiente para preocuparnos por Su Gloria. Nosotros no amamos lo suficiente a los hombres para ser verdaderamente caritativos con sus almas.
Perdido el tacto, el gusto, la visión, y todos los sentidos de la conciencia celestial, nosotros podemos morar en medio de esta plaga odiosa con tranquilidad imperturbable, reconciliados con su vileza, no sin algunas profesiones jactanciosas de liberal admiración, tal vez incluso con una muestra solícita de simpatía tolerante.
¿Por qué nosotros estamos tan por debajo de los antiguos santos, e incluso de los modernos apóstoles de estos últimos tiempos, en la abundancia de nuestras conversaciones? Porque no tenemos la antigua austeridad. A nosotros nos hace falta el espíritu de la vieja Iglesia, el antiguo genio eclesiástico. Nuestra caridad es falsa, porque no es severa; y es poco convincente, porque es falsa.
Nosotros carecemos de devoción a la verdad como verdad, como verdad de Dios. Nuestro celo por las almas es débil, porque no tenemos celo por el honor de Dios. Nosotros actuamos como si Dios fuera cumplimentado por las conversiones, cuando son almas temblorosas rescatadas por un exceso de misericordia.
Nosotros decimos a los hombres la mitad de la verdad, la mitad que mejor convenga a nuestra propia pusilanimidad y vanidad; y luego nos asombramos que tan pocos se conviertan, y que de esos pocos tantos apostaten.
Nosotros somos tan débiles como para sorprendernos que nuestras medias verdades no logren tanto como las verdades íntegras de Dios.
Donde no hay odio por la herejía, no hay santidad.
Un hombre, que pudo ser un apóstol, se vuelve un enconado en la Iglesia por falta de esta justa indignación.
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El Padre Frederick Faber fue uno de los más eminentes y queridos autores católicos del pasado siglo XIX.
Tomado de La Preciosa Sangre
“para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37).