El espíritu de mansedumbre es propio de Dios: porque este recuerdo de mí es más dulce que la miel. Por eso el alma amante de Dios ama a todos los que Dios ama, como son nuestros prójimos; y así, con voluntad amorosa busca el modo de ayudar, consolar y dar gusto a todos, en cuanto en su mano está. San Francisco de Sales, maestro y dechado de mansedumbre, decía: “La humilde mansedumbre es la virtud de las virtudes, que Dios tanto nos recomienda y por esto es menester practicarla siempre y en todo lugar”. Y el Santo deducía esta regla: “Haced lo que se pueda hacer con amor y dejad de hacer lo que no se pueda hacer sin andar en pendencias. Entiéndese lo que se puede dejar sin menoscabo de la gloria de Dios, porque la ofensa de Dios se ha de impedir siempre, tan pronto como se pueda, por aquel que está en la obligación de impedirla.
Esta mansedumbre ha de practicarse con los pobres de especial manera, quienes, de ordinario, por ser pobres, son tratados ásperamente por los demás. Debe, así mismo, practicarse con los enfermos, los cuales, aquejados como se ven por sus dolencias están mal asistidos. Y más particularmente ha de practicarse la mansedumbre con los enemigos. Vence el mal a fuerza de bien, el odio con el amor, las persecuciones con la mansedumbre, como hicieron los santos, granjeándose de esta suerte el afecto de sus más obstinados perseguidores.
“Nada edifica tanto al prójimo –dice San Francisco de Sales- como el trato afable y amoroso”. Por eso andaba siempre la sonrisa a flor de labios en el Santo, y su empaque, palabras y gestos respiraban benignidad, hasta el extremo que decía de él San Vicente de Paúl que nunca había hallado hombre tan benigno como Francisco de Sales, y añadía que con sólo mirarlo se le hacía contemplar la mismísima benignidad de Jesucristo. Hasta cuando tenía que negar lo que la conciencia no le permitía conceder, de tal manera se mostraba benigno, que los solicitantes, a pesar de ver frustrado su intento, marchaban contentos y aficionados a su persona. Con todos era benigno, con los superiores, con los iguales, con los inferiores, con los de casa y con los de fuera, y muy diferente de aquellos que, en expresión del mismo Santo, “parecen ángeles fuera de casa y dentro son unos diablos. Nunca se quejaba de las faltas de los criados, rara vez los amonestaba y siempre con palabras llenas de benignidad. Cosa, por cierto, muy de alabar en todos los superiores, que deben ser suaves y benignos con sus súbditos y, cuando tiene que señalar una ocupación, deben más bien rogar que mandar. Decía San Vicente de Paúl: “No hallarán los superiores mejor modo de ser obedecidos que mediante la afabilidad”. Y de igual manera se expresaba Santa Juana de Chantal: “Experimenté varios modos de gobernar a mis súbditos, y no lo hallé mejor que la suavidad y tolerancia”.
Hasta en la corrección de los defectos debe el superior estar revestido de templanza. Una cosa es corregir con energía, y otra corregir con aspereza. A veces, cierto que habrá que corregir con energía, cuando se trata de graves defectos, y máxime si son recaídas en ellos; mas aun entonces guardémonos de reprender con aspereza e ira; quienes reprenden con ira causan más daño que provecho. Este es el celo amargo reprochado por Santiago. Gloríanse algunos de dominar a la familia con su régimen de aspereza y aventuran que ese es el arte de gobernar, pero no piensa igual el apóstol Santiago, que dice: Si tenéis en vuestro corazón celos amargos y espíritu de contienda, no os jactéis. Si en alguna ocasión fuera necesario dar al culpable severa represión, para inducirlo a reconocer la gravedad de su falta, es necesario, al menos, al fin de la represión, dejarle buen sabor de boca con palabras de blandura y amor. Se impone curar las heridas como lo hizo el samaritano del Evangelio, con vino y aceite. “Más así como el aceite –dice San Francisco de Sales- sobrenada entre los restantes licores, así es necesario que en todas nuestras acciones sobrenade la benignidad” Y si aconteciere que la persona que ha de sufrir la corrección se hallare turbada y alborotada, se ha de aplazar la represión hasta verle desenojado; de lo contrario, sólo se lograría irritarle más, San Juan, canónigo regular, decía: “Cuando la casa arde, no hay que echar más leña al fuego”.
No sabéis a que espíritu pertenecéis. Así dijo Jesucristo a sus discípulos Santiago y Juan cuando le pidieron castigara a los samaritanos por haberlos expulsado de su país. ¿Cómo? Dijo Jesús: ¿Qué espíritu es ése? No es, por cierto, el mío, todo blandura y suavidad, pues no vine a perder, sino a salvar. Y vosotros, ¿intentáis que pierda a los samaritanos? Callad y no me dirijáis tal súplica, porque repito que ése no es mi espíritu. Y, a la verdad, ¡con qué benignidad, a la vez, buscó la salvación de la samaritana! Primero le pidió de beber y luego le dijo: ¡Si conocieses… quién es el que te dice: “Dame de beber!” A continuación le reveló que El era el esperado Mesías. Además, con cuánta dulzura procuró la conversión del impío Judas, hasta admitirlo a comer en el mismo plato, lavarle los pies y amonestándolo caritativamente en el mismo acto de su traición: ¡Judas! ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? Y para convertir a Pedro, después de la triple negación, ¿qué hace? Y volviéndose el Señor miro a Pedro. Al salir de casa del pontífice, sin echarle en cara su pecado, le dirigió una tierna mirada, que obró su conversión, de tal modo que Pedro, mientras vivió, no dejó de llorar la injuria hecha a su Maestro.
¡Cuánto más se gana con la afabilidad que con la aspereza! Nada hay más amargo que la nuez verde, decía San Francisco de Sales; pero, no bien confitada, es suave y dulce al paladar; también las correcciones por naturaleza son ásperas; pero si se hacen con amor y dulzura, tórnanse gratas, consiguiendo por ello el mayor éxito. Se de sí mismo afirmaba San Vicente de Paúl que en el gobierno de su Congregación no se acordaba de haber corregido a nadie ásperamente, fuera de tres veces que se creyó en el deber de obrar así, de lo que siempre se había arrepentido, pues siempre le había resultado contraproducente, al paso que siempre que había corregido con dulzura había conseguido lo que pretendía.
San Francisco de Sales, con su trato amable, conseguía cuanto pretendía, hasta llevar a Dios a los pecadores más empedernidos. Igual hacía San Vicente de Paúl, que solía decir a los suyos: “La afabilidad, el amor y la humildad tienen una fuerza maravillosa para conquistarse los corazones e inducirlos a abrazar hasta lo más repugnante a la naturaleza”. Cierto día encomendó a uno de sus misioneros la conversión de un gran pecador, mas el padre, por más esfuerzos que hizo, no consiguió nada, por lo que rogó al Santo le dirigiera él algunas palabras; hízolo así San Vicente y lo convirtió. El pecador en cuestión afirmaba después que le había cautivado el corazón la dulzura y caridad del P. Vicente. Por eso el Santo no podía tolerar que sus misioneros tratasen a los penitentes ásperamente, asegurándoles que el demonio se sirve del rigor para llevar las almas al infierno.
Hay que practicar la benignidad con todos, en toda ocasión y en todo tiempo. Advierte San Bernardo que hay algunos de trato suave mientras las cosas marchan como una seda, mas si se atraviesa cualquiera contrariedad, cualquier contratiempo, se encienden súbitamente y comienzan a echar fuego como el Vesubio. A estos tales se les puede llamar carbones encendidos, aun cuando ocultos entre cenizas. Quien quiera santificarse ha de ser como el lirio entre espinas, que, por más que nazca entre ellas, no deja de ser lirio, siempre suave y deleitable. El alma amante de Dios conserva siempre la paz del corazón y la traduce hasta en el rostro, lo mismo en la prosperidad que en la adversidad, como cánto el cardenal Petrucci:
Ve en torno suyo al mundo,
que en perpetua mudanza gira ansioso;
mas su interior, profundo
retiro es misterioso,
y allí, unida a su Dios, vive en reposo.
En las adversidades se conoce a los hombres. San Francisco de Sales amaba tiernamente a la Orden de la Visitación, que tantos trabajos le había costado. A menudo la vio a pique de perderse, al embate de las persecuciones que sobre ellas se desencadenaban; mas nunca el Santo perdió la paz, y hasta se alegraba de la destrucción de la Orden si al Señor pluguiera; entonces fue cuando dijo: “Desde hace algún tiempo las adversidades y contradicciones que experimento me han hecho gozar de tan tranquila paz, que no tiene semejante, y es presagio de estar ya cercano el día de la estable unión de mi alma con Dios, único anhelo de mi corazón.
Cuando nos acontezca tener que responder a quien nos tratare mal, vigilémonos para responder siempre con dulzura: Una respuesta blanda aplaca el furor. Una respuesta suave basta para apagar un incendio de cólera. Si nos sintiéramos turbados, preferible es callar, porque entonces no nos parecerá mal decir la primera palabra que nos viniere a los labios; pero, calmada la pasión, veremos que tantos fueron los pecados, cuantas las palabras que se nos escaparon.
Y aun cuando cayéramos en alguna falta, también entonces nos es necesaria la mansedumbre, pues irritarse contra sí después de una falta no es humildad, sino refinada soberbia, como si no fuéramos por naturaleza más que flaqueza y miseria. Decía Santa Teresa: “En estotra humildad que pone el demonio, no hay luz para ningún bien; todo parece lo pone Dios a fuego y sangre”. Airarnos contra nosotros después del pecado es un pecado mayor que el otro cometido, y que traerá consigo no pocos más, pues nos hará abandonar las devociones, la oración, la comunión, y, si practicamos estos ejercicios, será con menguado provecho. San Luis Gonzaga decía que en el agua turbia no se ve, por lo que aprovecha el demonio para sus pescas. Cuando el alma estuviere turbada, no reconocerá a Dios ni lo que procede hacer Entonces, por tanto, después de la caída en cualquier defecto, es cuando hay que volver a Dios confiada y humildemente, pidiéndole perdón y diciéndole con Santa Catalina de Génova: “Estas, Señor, son las flores de mi vergel”. Os amo con todo mi corazón, me arrepiento de haberos disgustado y ya no quiero volver a hacerlo; prestadme vuestra ayuda.
Cuando nos acontezca tener que responder a quien nos tratare mal, vigilémonos para responder siempre con dulzura: Una respuesta blanda aplaca el furor. Una respuesta suave basta para apagar un incendio de cólera. Si nos sintiéramos turbados, preferible es callar, porque entonces no nos parecerá mal decir la primera palabra que nos viniere a los labios; pero, calmada la pasión, veremos que tantos fueron los pecados, cuantas las palabras que se nos escaparon.
Y aun cuando cayéramos en alguna falta, también entonces nos es necesaria la mansedumbre, pues irritarse contra sí después de una falta no es humildad, sino refinada soberbia, como si no fuéramos por naturaleza más que flaqueza y miseria. Decía Santa Teresa: “En estotra humildad que pone el demonio, no hay luz para ningún bien; todo parece lo pone Dios a fuego y sangre”. Airarnos contra nosotros después del pecado es un pecado mayor que el otro cometido, y que traerá consigo no pocos más, pues nos hará abandonar las devociones, la oración, la comunión, y, si practicamos estos ejercicios, será con menguado provecho. San Luis Gonzaga decía que en el agua turbia no se ve, por lo que aprovecha el demonio para sus pescas. Cuando el alma estuviere turbada, no reconocerá a Dios ni lo que procede hacer Entonces, por tanto, después de la caída en cualquier defecto, es cuando hay que volver a Dios confiada y humildemente, pidiéndole perdón y diciéndole con Santa Catalina de Génova: “Estas, Señor, son las flores de mi vergel”. Os amo con todo mi corazón, me arrepiento de haberos disgustado y ya no quiero volver a hacerlo; prestadme vuestra ayuda.
Del libro: Practica de amor a Jesucristo, de
San Alfonso María de Ligorio.
Transcrito por: Inmaculada