sábado, 11 de diciembre de 2010

SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS SOBRE LA ESPERANZA

Diliges Dominum Deum tuum.
Amarás al Señor tu Dios.
(S. Mat., XXI, 37.)


San Agustín nos dice que, aunque no hubiese cielo que esperar ni infierno que temer, no por eso dejaría de amar a Dios, por ser Él infinitamente amable; sin embargo, Dios, para que nos animemos a seguirle y a amarle sobre todas las cosas, nos promete una recompensa eterna. Cumpliendo dignamente tan bella misión, la cual constituye la mayor dicha que en este mundo podemos esperar, nos preparamos una eterna felicidad en el cielo. Si la fe nos enseña que Dios todo lo ve, que es testigo de cuanto hacemos y sufrimos, la virtud de la esperanza nos impulsa a soportar las penalidades con una entera sumisión a la voluntad divina, en la confianza de que, por ello, seremos recompensados eternamente. Sabemos también que esta hermosa virtud fue la que sostuvo a los mártires en sus atroces tormentos, a los solitarios en los rigores de sus penitencias, y a los santos enfermos en sus dolencias. Si la fe nos muestra a Dios presente en todas partes, la esperanza nos impulsa a realizar todo lo que consideramos agradable a Dios, con la mira de una eterna recompensa, ya que esta virtud contribuye tanto a dulcificar nuestros males, veamos, pues, en que consiste la bella y preciosa esperanza.

Si nos es dado conocer por la fe que hay un Dios, que es nuestro Creador, nuestro Salvador y nuestro sumo Bien, que nos dio el ser para que le conozcamos, le amemos, le sirvamos y lleguemos a poseerle; la esperanza nos enseña que, aunque indignos de tanta felicidad, podemos esperarla por los méritos de Jesucristo. Para lograr que nuestros actos sean dignos de recompensa, se necesitan tres cosas, a saber, la fe, que nos hace ver a Dios cómo presente; la esperanza, que nos hace obrar con la sola intención de agradarle, y el amor, que nos une a Él cómo a nuestro sumo Bien. Jamás llegaremos a comprender el grado de gloria que nos proporcionara en el cielo cada acción buena, si la realizamos puramente por Dios ni aún los santos que están en el cielo llegan a comprenderlo. De lo cual vais a ver un ejemplo admirable. Leemos en la vida de San Agustín que, mientras este Santo se disponía a escribir a San Jerónimo, para preguntarle que expresiones podrían mejor servirle para hacer sentir intensamente toda la extensión y grandeza de la felicidad que los santos disfrutan en el cielo; mientras, siguiendo su costumbre, ponía en la carta la salutación: «Salud en Jesucristo Nuestro Señor», quedó inundada su habitación por una luz refulgente, tan extraordinaria, que superaba en hermosura e intensidad a la del sol en su cenit; la cual luz despedía además el más delicioso de los perfumes. Quedó tan enajenado el Santo, que estuvo a punto de morir de gozo. Al mismo tiempo oyó que de aquellos fulgores salía una voz que le dijo: «Mi amado Agustín, me crees aún en la tierra; gracias a Dios, estoy ya en el cielo. Quieres preguntarme de que términos hay que valerse para hacer sentir del mejor modo posible la felicidad de que gozan los santos; has de saber, querido amigo, que es tan grande esta felicidad, supera tanto a lo que una criatura puede imaginar, que resultaría más fácil contar las estrellas del firmamento, recoger todas las aguas del mar en una redoma, sostener toda la tierra en tus manos, que no llegar a comprender la felicidad del menor de los bienaventurados del cielo. Me ha sucedido lo que a la reina de Saba; juzgando ella por las voces de la fama, había formado un gran concepto del rey Salomón; pero, después de haber visto con sus propios ojos el orden admirable que reinaba en su palacio, la magnificencia sin igual, la ciencia y los extensos conocimientos de aquel rey, quedó tan admirada y sobrecogida, que regresó a su tierra diciendo que; cuanto se le había dicho, era nada en comparación de lo que sus ojos habían visto. Lo mismo me ha sucedido respecto a la hermosura del cielo y a la felicidad de que gozan los santos; creía haber penetrado algo de las bellezas que el cielo contiene y de la felicidad de que gozan los santos; pues bien, has de saber que los más sublimes pensamientos que había podido concebir, nada son comparados con la felicidad que constituye la herencia de los bienaventurados».

Leemos en la vida de Santa Catalina de Sena, que esta Santa mereció de Dios la gracia de ver en alguna manera la belleza del cielo y la felicidad de que allí se disfruta. Quedó tan sobrecogida, que vino a caer en éxtasis. Al volver en si, pregúntole el confesor que era lo que Dios le había mostrado. Dijo la Santa que el Señor le había hecho ver algo de la hermosura del cielo y de la dicha de que gozan los bienaventurados; pero excedía tanto, todo ello, a lo que podemos nosotros imaginar, que resultaba imposible dar la menor idea. Ya veis, pues, adonde nos llevan nuestras buenas obras, si las hacemos con la mira de agradar a Dios; ya veis cuántos son los bienes que la virtud de la esperanza nos hace desear y aguardar.

Hemos dicho que la virtud de la esperanza nos consuela y sostiene en las pruebas que Dios nos envía. Tenemos de ello un gran ejemplo en la persona del Santo Job, sentado en el estercolero, cubierto de llagas de pies a cabeza. Había perdido a sus hijos, aplastados al derrumbarse su casa. El mismo, desde su cama, hubo de refugiarse en el estercolero más miserable y hediondo, abandonado de todos; su pobre cuerpo estaba lleno de podre; su carne viva era ya pasto de los gusanos, a los cuales tenía que apartar con un tiesto; se vio insultado por su misma esposa, que, en vez de consolarle, se complacía en llenarle de injurias diciéndole: «¿Ves, el Dios a Quién sirves con tanta fidelidad?. ¿Ves de que manera te recompensa? Pídele que te quite la vida; a lo menos con ello te verás libre de tantos males». Sus mejores amigos le visitaban sólo para acrecentar sus dolores. Más, a pesar del estado miserable a que estaba reducido, no dejo nunca de esperar en Dios. «No, Dios mío, jamás dejaré de esperar en Vos; aunque me quitases la vida: no dejaría de esperar en Vos y de confiar en vuestra caridad. Por que he de desanimarme, Dios mío, y abandonarme a la desesperación?. Confesare en vuestra presencia mis pecados, que son la causa de los Males que padezco; y espero que seréis Vos mi Salvador. Tengo la esperanza de que un día me recompensareis por los males que ahora experimento por vuestro amor». Aquí tenéis lo que podemos llamar una verdadera esperanza: por ella, a pesar de que el santo varón veía descargar sobre sí toda la cólera divina; no dejaba, con todo, de esperar en Dios. Sin examinar el motivo por que sufría aquellos males sin cuento, contentábase solamente con decir que sus pecados eran la causa de todo.

¿Veis los grandes bienes que la esperanza nos procura? Todos le tienen por desgraciado; sólo él, tendido en su estercolero, abandonado de los suyos y despreciado de los demás, se siente feliz, puesto que pone en Dios toda su confianza. ¡Ah!, si en nuestras penas, en nuestras tristezas y en nuestras enfermedades, mantuviésemos siempre una tan grande confianza en Dios, ¡cuántos bienes atesoraríamos para el cielo!
¡Ay!, ¡cuan ciegos somos!. Si, en lugar de desesperarnos en nuestras penalidades, conservásemos aquella firme esperanza que junto con otros medios para merecer el cielo, nos envía Dios, ¡con cuánta alegría sufriríamos!.

Pero, me diréis, ¿ que significa esta palabra: esperar?. Vedlo Aquí. Es suspirar por algo que ha de hacernos dichosos en la otra vida; es el deseo de vernos libres de todos los males de este mundo; el deseo de poseer toda suerte de bienes capaces de satisfacernos plenamente. Después que Adán hubo pecado, y se vio lleno de tantas miserias, su gran consuelo era el pensar que no sólo sus sufrimientos le merecerían el perdón de los pecados, sino, además, le proporcionarían los bienes del cielo. ¡Cuánta bondad la de un Dios, al recompensar por toda una eternidad la más insignificante de nuestras obras! Más para que merezcamos tanta dicha, quiere el Señor que depositemos en Él una gran confianza, cual la que tienen los hijos con sus padres. Por esto vemos que en muchos pasajes de la Escritura toma el nombre de Padre, a fin de inspirarnos una gran confianza. En todas nuestras penas, sean del alma, sean del cuerpo, quiere que recurramos a Él. Promete socorrernos siempre que a Él acudamos. Si toma el nombre de Padre, es para inspirarnos mayor confianza. Mirad de qué manera nos ama: por su profeta Isaías nos dice que nos lleva a todos en su seno. «Es imposible que una madre olvide al hijo que lleva en sus entrañas; y aunque cometiese tal barbaridad, os digo que yo no olvidare al que pone en mí su confianza» (Is., XLIX,15). Quejase de que no confiemos en El cual debiéramos; y nos advierte que «no depositemos nuestra confianza en los reyes y príncipes, ya que saldrían fallidas nuestras esperanzas» (Ps., CXLV,2). Y aún va más allá, pues nos amenaza con su maldición, si dejamos de confiar en Él; así nos habla por su profeta Jeremías: «¡Maldito sea el que no pone en Dios su confianza!», y en otra parte nos dice: «¡Bendito sea el que confía en el Señor!» (Ier., XVII, 5,7).Recordad la parábola del hijo pródigo y que Jesús nos propone con tanto amor a fin de inspirarnos una gran confianza en su bondad...¿Que es lo que hace aquel buen padre?, nos dice Jesucristo, que es precisamente el padre tierno a quién se refiere la parábola: En vez de aguardar a que el hijo vaya a arrojarse a sus plantas, en cuanto le divisa no le deja hablar. «No, hijo mío, no me hables de pecados, no pensemos en otra cosa que alegrarnos». Y aquel padre bondadoso invita a toda la corte celestial a dar gracias a Dios por haber visto resucitado al hijo que creía muerto, por haber recobrado al hijo que tenía por perdido. Para darle a entender cuanto le ama, le ofrece de nuevo su amistad y todos los bienes (Luc., XV).

Pues bien, esta es la manera cómo recibe Jesús al pecador cuántas veces retorna a su seno: le perdona y le restituye cuántos bienes el pecado le arrebatara. Al considerar esto, ¿quién de nosotros no abrigara la mayor confianza en la caridad de Dios? Y aún va más allá, ya que nos dice que, cuando tenemos la dicha de dejar el pecado para amarle a Él, todo el cielo se regocija. Si leéis en otra página del Evangelio, veréis con que diligencia corre en busca de la oveja perdida. Al hallarla, queda tan satisfecho que, para evitarle el cansancio del camino, se la cargo sobre sus hombros (Luc., XV). Mirad con cuánta indulgencia y bondad recibe a Magdalena (Luc., VII)., ved con que ternura la consuela. Y no solamente la consuela, sino que la defiende contra los insultos de los fariseos. Mirad con cuánta caridad y con cuanto placer perdona a la mujer adúltera; ella le ofende, y Él mismo se constituye en su protector y Salvador (Joan., VIII). Mirad su diligencia en salir al encuentro de la Samaritana; para salvar su alma, va a esperarla junto, al pozo de Jacob; se digna dirigirle Él primero la palabra, para mostrarle toda su bondad; y a pretexto de pedirle agua, le da la gracia del cielo (Joan., IV).

Decidme, ¡que razones podremos aducir para excusarnos, cuando nos haga presente la bondad con que nos trató, cuando nos convenza de lo bien que habríamos sido recibidos si nos hubiésemos determinado a volver a Él, cuando nos manifieste el gozo con que nos habría perdonado y restituido su gracia.
Muy exactamente podrá decirnos: Desgraciado, ¡si has vivido y muerto en el pecado, ha sido porque no quisiste salir de el: mi afán de perdonarte era grande!. Ved, cómo Dios quiere que acudamos a Él con gran confianza en nuestras dolencias espirituales. Por su profeta Miqueas, nos dice que, aunque nuestros pecados sean más numerosos que las estrellas del firmamento, que las gotas de agua del mar, que las hojas de los bosques, o que los granos de arena que circundan el Océano, todo lo olvidara, si nos convertimos sinceramente; y nos dice también, que aunque el pecado haya hecho a nuestra alma más negra que el carbón, «o más roja que la púrpura, nos la volverá más blanca que la nieve» (Isaías, 1, 18.). Nos dice que arroja nuestros pecados en las profundidades del mar, a fin de que no reaparezcan jamás. ¡Cuánta caridad nos manifiesta Dios!, ¡con cuánta confianza deberemos dirigirnos a Él!. Más ¡que desesperación la de un cristiano condenado cuando se de cuánta de la facilidad con que Dios le habría perdonado, si hubiese acertado a pedirle perdón!. Decidme ahora si, al condenarnos, no será por haberlo nosotros querido. ¡Ay!, ¡cuántos remordimientos de conciencia, cuántos pensamientos saludables, cuántos buenos deseos no habrá suscitado en nosotros la voz de Dios!. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuan infeliz es el hombre al precipitarse en la condenación, cuando tan fácilmente podría salvarse! Para convencernos de lo que acabo de decir, no hay más que considerar lo que por nosotros hizo Jesús durante los treinta y tres años que moró acá en la tierra.

Os he dicho, en segundo lugar, que hasta con respecto a nuestras necesidades temporales hemos de tener gran confianza en Dios. A fin de movernos a recurrir a Él confiadamente en lo que se refiere a las necesidades del cuerpo, nos asegura que velara por nosotros y así vemos que ha obrado grandes milagros para hacer que no nos falte lo necesario para vivir. Leemos en la Sagrada Escritura que alimentó a su pueblo, por espacio de cuarenta años en el desierto, con el mana que caía todos los días antes de salir el sol.
Durante aquellos mismos cuarenta años, los vestidos de los israelitas no se estropearon en lo más mínimo. Nos dice en el Evangelio que no nos preocupemos por lo que se refiere a nuestro vestido o a nuestra alimentación: «Contemplad, dice, las aves del cielo; ni siembran, ni cosechan, ni almacenan nada en sus graneros; mirad con que solicitud las alimenta vuestro Padre; ¿y no sois vosotros, por ventura, de mejor condición, siendo cómo sois hijos de Dios?.
Gente de poca fe, no os acongojéis, pues, por el cuidado de hallar lo que habréis de comer, o con que vestir vuestro cuerpo. Contemplad los lirios del campo, ved cómo crecen, y, sin embargo, ni trabajan, ni tejen; mirad, no obstante, el vestido con que se adornan; os aseguro que Salomón, en todo el esplendor de su gloria, llamas ostentó vestido semejante. Si, pues, concluye el divino Salvador, el Señor es tan solicito en vestir una hierba que hoy existe y mañana es arrojada fuego, ¿con cuánta mayor razón cuidara de vosotros que sois sus hijos?. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura» (Math., VI). Mirad aún hasta dónde quiere hacer llegar nuestra confianza: « Cuando oréis, nos dice, no digáis «Dios mío», sino «Padre nuestro»; pues sabemos que el hijo tiene una confianza ilimitada en su padre». Después de haber resucitado, apareciose a Santa Magdalena y le dijo: «Anda, ve a mis hermanos, y diles de mi parte: Subo a mi Padre, que es también el vuestro» (Ioan., XX,17). Decidme, ¿no habéis de convenir conmigo en que, si somos tan desgraciados en este mundo, proviene ante todo de que no tenemos en Dios la suficiente confianza?.

Hemos dicho, en tercer lugar que hemos de concebir una gran confianza en Dios, al experimentar cualquier tristeza, pena o enfermedad. Es preciso que esta gran confianza en el cielo nos sostenga y nos consuele en aquellas horas amargas; esto hicieron los santos. Leemos en la vida de San Sinforiano que, al ser conducido al martirio, su madre, que le amaba verdaderamente en Dios, subiose a una pared para verle pasar, Y, con toda la fuerza de sus pulmones, clamó: «¡Hijo mío, hijo mío, levanta tus ojos al cielo; valor, hijo mío que la esperanza en el cielo te sostenga!, ¡valor hijo mío! Si el camino del cielo es difícil, en cambio es muy corto». Animado aquel hijo por las palabras de su madre, arrostro con gran intrepidez los tormentos y la muerte. San Francisco de Sales tenía en Dios tanta confianza, que parecía insensible a las persecuciones de que era objeto; decíase a si mismo: «Toda vez que nada sucede sin permisión divina, las persecuciones no son más que para nuestro bien». Leemos en su vida que en cierta ocasión fue vilmente calumniado; a pesar de esto, ni un momento perdió su ordinaria tranquilidad. Escribió a uno de sus amigos que una persona le acababa de avisar que se murmuraba de él en gran manera; más esperaba que el Señor arreglaría todo aquello a gloria suya y para salvación de su alma. Se limitó a orar por los que le calumniaban. Tal es la confianza que debemos nosotros tener en Dios. Al hallarnos perseguidos y despreciados, poseemos la prueba más inequívoca de que somos verdaderamente cristianos, esto es, hijos de un Dios despreciado y perseguido.

Os decía en cuarto lugar, que, si hemos de concebir una ciega confianza en Jesucristo, Quién jamás dejara de acudir en nuestro socorro al vernos atribulados, si acudimos a Él cómo un hijo acude a su padre; debemos tener también una gran confianza en su Santísima Madre, tan buena y tan solícita para socorremos en nuestras necesidades temporales y espirituales, y sobre todo en el primer momento de nuestra conversión a Dios. Si nos remuerde algún pecado cuya confesión nos cause vergüenza, arrojémonos a sus plantas, y tendremos la seguridad de que nos alcanzará la gracia de confesarnos bien, y al mismo tiempo no cesara de implorar nuestro perdón. Para demostrároslo, aquí tenéis un admirable ejemplo. Refiérese que cierto hombre durante mucho tiempo llevó una vida bastante cristiana para hacerle concebir grandes esperanzas de alcanzar el cielo. Pero el demonio, que no piensa más que en nuestra perdición, le tentó con tanta insistencia y tan a menudo, que llego a ocasionarle una grave caída. Habiendo al instante entrado en reflexión, comprendió la enormidad de su pecado, y propuso en seguida recurrir al laudable remedio de la penitencia. Más concibió de su pecado una vergüenza tal, que jamás pudo determinarse a confesarlo. Atormentado por los remordimientos de su conciencia, que no le dejaban descansar, tomo la resolución de arrojarse al agua para dar fin a sus días, esperando con ello dar término a sus penas. Más, al llegar al borde de la orilla, se llenó de temor considerando la desdicha eterna en que se iba a precipitar, y volvió atrás llorando a lágrima viva, rogando al Señor se dignase perdonarle sin que se viese obligado a confesarse. Creyó poder recobrar la paz del espíritu, visitando muchas iglesias, orando y ejecutando duras penitencias pero, a pesar de todas sus oraciones y penitencias, los remordimientos le perseguían a todas horas. Nuestro Señor quiso que alcanzase el perdón gracias a la protección de su Santísima Madre. Una noche, mientras estaba poseído de la mayor tristeza, se sintió decididamente impulsado a confesarse, y, siguiendo aquel impulso, se levanto muy temprano y se encaminó a la iglesia; más cuando estaba a punto de confesarse, sintiose más que nunca acometido de la vergüenza, que le causaba su pecado, y no tuvo valor para realizar lo que la gracia de Dios le inspirara. Pasado algún tiempo tuvo otra inspiración semejante a la primera; encaminose de nuevo a la iglesia, más allí su buena acción quedo otra vez frustrada por la vergüenza, y, en un momento de desesperación, hizo el propósito de abandonarse a la muerte antes que declarar su pecado a un confesor. Sin embargo, le vino el pensamiento de encomendarse a la Santísima Virgen. Antes de regresar a su casa, fue a postrarse ante el altar de la Madre de Dios; allí hizo presente a la Santísima Virgen la gran necesidad que de su auxilio tenía, y con lágrimas en los ojos la conjuró a que no le abandonase. ¡Cuánta bondad la de la Madre de Dios, cuánta diligencia en socorrer a aquel desgraciado! Aún no se había arrodillado, cuando desaparecieron todas sus angustias, su corazón quedó enteramente transformado, levantose lleno de valor, fuese al encuentro de un sacerdote, al que, en medio de un río de lágrimas, confesó todos sus pecados. A medida que iba declarando sus faltas, parecíale quitarse tan gran peso de su conciencia; y después declaró que, al recibir la absolución, experimentó mayor contento que si le hubiesen regalado todo el oro del mundo. ¡Ay!, ¡cual habría sido la desgracia de aquel pobre, si no hubiese recurrido a la Santísima Virgen. !Indudablemente ahora se abrasaría en el infierno!.

En todas nuestras penas, sean del alma, sean del cuerpo, después de Dios, hemos de concebir una gran confianza en la Virgen María. Ved aquí otro ejemplo, el cual hará mover en vosotros una tierna confianza en la Santísima Virgen, sobre todo cuando queráis concebir grande horror al pecado. El bienaventurado San Ligorio refiere que una gran pecadora llamada Elena acertó un día a entrar en un templo, y la casualidad, o mejor la Providencia, todo lo dispone en bien de sus escogidos, quiso que oyese un sermón, que se estaba predicando, sobre la devoción del Santo Rosario. Quedó tan bien impresionada con lo que el predicador decía acerca de las excelencias y saludables frutos de aquella santa devoción, que sintió deseos de poseer un rosario. Terminado el sermón, fue a comprar uno; pero durante macho tiempo tuvo mucho cuidado en ocultarlo para que no se burlasen de ella. Comenzó a rezar cada día el Rosario, más sin gusto y con poca devoción. Pasado algún tiempo, la Virgen hizo que experimentase tanta devoción y placer en aquella práctica, que no se cansaba de ella; aquella devoción, tan agradable a la Santísima Virgen, le mereció una mirada compasiva, la cual le hizo concebir un tan grande aborrecimiento y horror de su vida pasada, que su conciencia se transformó en un infierno, y la inquietaba sin descanso noche y día. Desgarrada continuamente por sus punzantes remordimientos, no podía ya resistir a la voz interior que le presentaba el sacramento de la Penitencia cómo el único remedio para conseguir la paz por ella tan deseada, la paz quo había buscado inútilmente en todas partes; aquella voz le decía que el sacramento de la Penitencia era el único remedio a los males de su alma. Invitada por aquella inspiración, empujada y guiada por la gracia, fue a echarse a los pies del ministro del Señor, al que descubrió todas las miserias de su alma, es decir, todos sus pecados; confesose con tanta contrición y con tanta abundancia de lágrimas, que el sacerdote quedó admirado en gran manera, no sabiendo a que atribuir aquel milagro de la gracia. Acabada la confesión, Elena fue a postrarse ante el altar de la Santísima Virgen, y allí, penetrada de los más vivos sentimientos de gratitud, exclamó: «Virgen Santísima, es verdad que hasta el presente he sido un monstruo; más Vos, con el gran poder que tenéis delante de Dios, ayudadme a corregirme; desde ahora propongo emplear el resto de mis días en hacer penitencia». Desde aquel momento, y de regreso ya a su casa, rompió para siempre los lazos de las malas compañías que hasta entonces la habían retenido en los más abominables desórdenes; repartió todos sus bienes a los pobres, y
se entregó a todos los rigores y mortificaciones que inspirarle pudieron el amor a Dios y el remordimiento de sus pecados. Para que quedase premiada la gran confianza que aquella mujer había depositado en la Virgen María, en su última hora se le aparecieron Jesús y la Santísima Virgen, y en sus manos entregó su alma hermosa, purificada por la penitencia y las lágrimas; de manera que, después de Dios, fue a la Santísima Virgen a Quién debió aquella gran penitente su salvación.

Ved ahora otro ejemplo, no menos admirable, de confianza en la Virgen María, y que manifiesta cuan presta esta la Santísima Virgen para ayudarnos a salir del pecado. Refiérese que hubo un joven, a Quién sus padres educaron muy bien, más tuvo la desgracia de contraer un mal habito, el cual fue para el una fuente inagotable de pecados. Conservando aun el santo temor de Dios y deseando renunciar a sus desórdenes, hacía a veces algún esfuerzo por salir de su triste estado; más el peso de sus vicios le arrastraba de nuevo. Detestaba su pecado, y a pesar de ello, caía a cada momento. Viendo que de ninguna manera podía corregirse, se desanimó y determinó no confesarse más. Al ver su confesor que no se presentaba en el tiempo acostumbrado, intentó un nuevo esfuerzo por devolver a Dios aquella pobre alma. Fue a entrevistarse con él, en un momento en que estaba trabajando sólo. Aquel desgraciado joven, al ver llegar al sacerdote, prorrumpió en gritos y lamentaciones. «¿Qué te pasa, amigo?, le preguntó el sacerdote- ¡Oh, padre!, estoy condenado; veo muy claro que nunca podré corregirme, y he resuelto abandonarlo todo.-¿Que es lo que dices, amigo mío?, al contrario, me consta que, si quieres hacer lo que ahora voy a indicarte, te enmendaras y alcanzaras el perdón. Ve al instante a arrojarte a los pies de la Santísima Virgen para implorarle tu conversión, y después ven a verme». El joven se fue al momento a postrarse a las plantas de la Virgen María, y, regando el suelo con sus lágrimas, le suplicó que tuviese piedad de un alma que tanta sangre costara a Jesucristo, su divino Hijo, y que el demonio, iba a arrastrar al infierno. Al momento sintió nacer en su pecho una confianza tal, que a su impulso se levantó y fue a confesarse. Convirtiose sinceramente; sus malos hábitos fueron destruidos radicalmente, y sirvió a Dios durante el resto de su vida. Hemos de convenir, pues, en que, si permanecemos en pecado, es porque no queremos valernos de los medios que la religión nos ofrece, ni recurrir con confianza a nuestra bondadosa Madre, que se apiadaría de nosotros, cómo se ha apiadado de todos los que acudieron a Ella.

Os he dicho, en quinto lugar, que la virtud de la esperanza nos induce a ejecutar nuestras acciones con la única mira de agradar a Dios, y no al mundo. Hemos de comenzar a practicar tan hermosa virtud al despertarnos, ofreciendo con amor y fervor nuestro corazón a Dios, pensando en la magnitud de la recompensa que mereceremos durante el día, si todo lo que en él obramos lo hacemos solamente para agradar a Dios. Decidme: sí, en todos nuestras obras, acertásemos a pensar siempre en la magnitud de la recompensa que Dios nos tiene reservada por la menor de nuestras acciones, ¡cuales no serian nuestros sentimientos de respeto y veneración a Dios Nuestro Señor!. ¡Con qué pura intención daríamos nuestras limosnas!-Pero, me diréis, al dar una limosna, siempre lo hacemos por Dios y no por el mundo.-Sin embargo, estamos muy satisfechos de que nos vean los demás, de que nos alaben, y hasta nos complacemos en referir nuestros actos de generosidad. En lo íntimo de nuestros corazones, nos sentimos halagados pensando en nuestras liberalidades, y nos aplaudimos a nosotros mismos; en cambio, si aquella hermosa virtud adornase nuestra alma, sólo buscaríamos a Dios; ni el mundo, ni nosotros mismos entrarían para nada. Y no es extraño que realicemos con tanta imperfección nuestras buenas obras. Es que no pensamos en la recompensa que Dios nos tiene reservada si las practicamos sólo por agradarle. Al dispensar un favor a alguien que, en vez de ser agradecido, nos paga con ingratitud, si tuviésemos la hermosa virtud de la esperanza, quedaríamos satisfechos pensando que el premio que Dios nos dará será mucho mayor. Nos dice San Francisco de Sales que, si se le presentasen dos personas a pedir un favor y el solamente pudiese favorecer a una, escogería la que a su juicio hubiese de ser menos agradecida, ya que así su mérito ante Dios sería mayor. El santo rey David decía que todo lo hacía en la Santa presencia de Dios, cómo si al momento hubiese de ver juzgada su obra y recibir la recompensa; por lo cual hacía siempre bien lo que realizaba sólo por agradar a Dios. En efecto, los que están faltos de la virtud de la esperanza, todo lo hacen por el mundo, para hacerse amar o apreciar, y con ello pierden toda recompensa. Decimos que, en nuestras penas y enfermedades, hemos de concebir una gran confianza en Dios Nuestro Señor: aquí es precisamente donde Dios se complace en poner a prueba nuestra confianza. Leemos en la vida de San Elzeardo que los mundanos se burlaban públicamente de su devoción, y los libertinos la tomaban cómo cosa de broma. Santa Delfina le dijo un día que el desprecio que hacían de su persona, recaía también sobre su virtud. ¡Ay!, le respondió llorando el Santo, cuando pienso en lo que Jesucristo padeció por mi, me siento tan impresionado que, aunque me quitaran los ojos, no hallaría palabras para quejarme, fijo mi pensamiento en la grande recompensa que está preparada a los que padecen por amor de Dios: Aquí esta toda mi esperanza, y lo que me sostiene en mis penas. Y ello es muy fácil de comprender. ¿Qué es, en efecto, lo que podrá consolar a una persona enferma, sino la magnitud de la recompensa que Dios le tiene preparada en la otra vida?.

Leemos en la historia que un predicador, debiendo predicar en un hospital, escogió por asunto los sufrimientos. Expuso cómo los sufrimientos sirven para atesorar grandes méritos para el cielo, e hizo resaltar lo agradable que es a Dios una persona que sabe sufrir con paciencia. En dicho hospital había un pobre enfermo que, desde hacia muchos años estaba padeciendo mucho, pero, por desgracia, quejándose continuamente; por lo oído en aquel sermón, comprendió el gran tesoro de bienes celestiales que había perdido y, terminado el sermón, se puso a llorar y a dar extraordinarios gemidos. Lo vio un sacerdote, y le preguntó por que mostraba tanta tristeza, advirtiéndole que, si era porque alguien le había causado aquella pena, el era el administrador y podía hacerle justicia. Aquel infeliz contestó: «¡Oh!, no Señor, nadie me ha hecho mal alguno, yo mismo soy quién me he dañado.-¿Cómo?, le preguntó el sacerdote.- Señor, después de sufrir tantos años, ¡cuántos bienes he perdido, con los cuales hubiera merecido el cielo si hubiese sabido llevar la enfermedad con paciencia!.
¡Ay!, ¡cuan desgraciado soy!, yo me consideraba tan digno de lástima; si hubiese comprendido la realidad de mi estado, sería la persona más feliz del mundo». Cuántas personas hablarán de la misma manera a la hora de la muerte, siendo así que sus penas, sufridas con ánimo de agradar a Dios, les hubieran ganado -el cielo; ahora, en cambio, usando mal de ellas, sólo sirven para su perdición. A una mujer que desde mucho tiempo se hallaba sepultada en una cama sufriendo horribles dolores, y a pesar de ello parecía estar enteramente satisfecha, habiéndosele preguntado que era lo que la animaba a mantenerse tranquila en un estado tan digno de compasión, contesto: «Al pensar que Dios es testigo de mis sufrimientos y que por ellos me premiara por una eternidad, experimento una alegría tal, sufro con tanto placer, que no cambiaría mi situación por todos los imperios del mundo». Ya veis, pues, cómo los que tienen la dicha de adornar su corazón con esta hermosa virtud, logran pronto cambiar sus dolores en delicias.

Al ver en el mundo a tantas personas desgraciadas, maldiciendo su existencia y pasando su vida en una especie de infierno, perseguidas siempre por la tristeza o la desesperación; ¡ay!, pensemos que tales desgracias provienen de no poner en Dios su confianza y de no considerar la gran recompensa que en el cielo las espera. Leemos que Santa Felicitas, temiendo que el menor de sus hijos no tuviese ánimo para arrostrar el martirio, le dijo a grandes voces: «Hijo mío, levanta tus ojos al cielo, que será tu recompensa; un sólo momento, y habrán terminado tus sufrimientos». Tales palabras, salidas de la boca de una madre, fortalecieron de tal manera a aquel pobre hijo, que, con indecible alegría, entregó su pequeño cuerpo a los tormentos que los crueles verdugos quisieron hacerle padecer. Nos dice San Francisco Javier que, estando en país salvaje, hubo de soportar todos los padecimientos que aquellos idólatras se les ocurrió infligirle, sin recibir consuelo alguno; pero tenía puesta de tal manera su confianza en Dios, que mereció el auxilio divino de una manera visible.

Jesucristo, para darnos a entender cuanto debemos confiar en Él y cómo hemos de pedirle siempre, sin temor alguno, todo lo que necesitemos así para el alma cómo para el cuerpo, nos dice en su Evangelio que un hombre fue durante la noche a pedir tres panes a un amigo suyo, para dar de comer a un huésped recién llegado; el otro le contestó que estaban acostados él y sus hijos, y que no los incomodase. Pero el primero insistió en su petición, diciendo que carecía de pan para ofrecer a su visitante. Al fin, el otro accedió a darle lo que le queda, no porque fuese su amigo, sino para librarse de hombre tan inoportuno. De lo cual concluye Jesucristo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis: llamad y se os abrirá; y tened la seguridad de que todo cuanto pidierais al Padre en mi nombre, os será concedido».

En sexto lugar, he de deciros que nuestra esperanza ha de ser universal, es decir, hemos de acudir a Dios en todo cuanto pueda acontecernos. Si estamos enfermos, pongamos en Él toda nuestra confianza, pues tantas dolencias curó mientras estuvo en este mundo, y, si nuestra salud ha de ser para su gloria o para la salvación de nuestra alma, podemos estar seguros de obtenerla; y si, por el contrario, la enfermedad nos ha de ser más ventajosa, nos concederá las fuerzas necesarias para sufrirla con paciencia a fin de recompensarnos en la eternidad. Si nos hallamos en algún peligro, imitemos a los tres niños que aquel rey hizo arrojar en el horno de Babilonia; pusieron de tal manera su confianza en Dios que el fuego no hizo más que quemar la cuerda que los sujetaba, de modo que se paseaban en medio de la hoguera, cómo en un jardín de delicias. ¿Nos sentimos tentados? Confiemos en Jesucristo y no sucumbiremos. Este tierno Salvador nos mereció la victoria en nuestras tentaciones, permitiendo que el demonio le tentase a Él. ¿Nos domina algún mal hábito, y tememos no poder salir de él?; confiemos únicamente en Dios, ya que él nos ha merecido toda clase de gracias para vencer al demonio. Así lograremos hallar consuelo en las miserias que son inseparables de nuestra vida. Más atended a lo que nos dice San Juan Crisóstomo: «Para merecer tales consuelos, no hemos de dejarnos llevar de la presunción, poniéndonos voluntariamente en peligro de pecar. Nuestro Señor no nos ha prometido su gracia sino a condición de que, por nuestra parte, hagamos todo lo posible para evitar el peligro de caer. Además, hemos de procurar no abusar de la paciencia divina permaneciendo en el pecado bajo el pretexto de que Dios no dejará de perdonarnos aunque dilatemos nuestra confesión. Mucho cuidado, ya que, mientras estamos en pecado, corremos el más serio peligro de precipitarnos en el infierno; aparte de que, cuando hemos permanecido voluntariamente en el pecado, es muy dudoso que nuestro arrepentimiento, a la hora de la muerte, haya de obtenernos la salvación; ya que, a la hora en que espontáneamente pudimos salir del pecado permanecimos en él. Desgraciados de nosotros; ¿cómo nos atreveremos a permanecer en pecado, cuando ni por un minuto tenemos nuestra vida asegurada?. Nos dice el Señor que vendrá cuando menos lo sospechemos.

Digo, pues, que si bien no hemos de abusar de la esperanza, tampoco debemos desesperar de la misericordia divina, pues es infinita. Es la desesperación un pecado mayor que todos cuántos podemos haber cometido, pues por la fe sabemos que Dios no nos ha de negar el perdón, si acudimos a Él con sinceridad. La magnitud de nuestros pecados no debe engendrar en nosotros el temor de que se nos niegue el perdón, pues todos ellos, comparados con la misericordia de Dios, son menos que un grano de arena al lado de una montaña. Si Caín, después de haber muerto a su hermano, hubiese pedido perdón a Dios, podía estar seguro de alcanzarlo. Si Judas se hubiese arrojado a los pies de Cristo, para suplicarle el perdón, Jesucristo le habría perdonado su culpa cómo a San Pedro.

Más, para terminar, ¿queréis saber por qué permanecemos tanto tiempo en pecado, y nos inquieta tanto el momento en que habremos de acusarnos de él?. Ello es a causa de nuestro orgullo. Si poseyésemos una verdadera humildad, no permaneceríamos en pecado, ni veríamos con temor la hora de acusarnos. Pidamos a Dios el menosprecio de nosotros mismos, y temeremos el pecado, y lo confesaremos tan pronto lo hayamos cometido. Y concluyo diciendo que hemos de pedir a Dios con frecuencia esta hermosa virtud de la esperanza, la cual nos impulsara siempre a ejecutar nuestras acciones sólo con el ánimo de agradar a Dios. Procuremos no desesperar nunca, ni en las enfermedades ni en cualquier otra tribulación. Pensemos que todo ello son bienes que Dios nos envía para merecernos una eterna recompensa. La cual os deseo...


San Juan Bta. Mª Vianney (Cura de Ars)