Tres hechos del mismo género, más auténticos
los unos que los otros, y ocurridos en este
siglo, han llegado a mi conocimiento.
El primero ha pasado casi en mi familia.
Era en Rusia, en Moscú, poco tiempo antes
de la horrorosa campaña de 1812. Mi abuelo
materno, el conde de Rostopchine, gobernador
militar de Moscú, estaba íntimamente relacionado
con el general conde Orloff, célebre
por su bravura, pero tan impío como valiente.
Un día, después de una buena cena, rociada
con copiosos brindis, el conde Orloff, y
uno de sus amigos, el general V . .., volteriano
como él, empezaron a burlarse horriblemente
de la Religión, y sobre todo del infierno.
—Y ¿si por acaso —dice Orloff— , si por acaso
hubiese realmente algo detrás de la cortina?
. . .
— ¡Y bien!— replica el general V . . . , aquél
de nosotros que se irá primero, volverá a advertir
al otro. ¿Está convenido?
—¡Excelente idea! —responde el conde Orloff,
y ambos, bien que medio achispados, se
dieron formal palabra de honor de no faltar
a lo prometido.
Algunas semanas después estalló una de
aquellas grandes guerras que Napoleón tenía
el don de suscitar entonces; el ejército ruso
entró en campaña, y el general V. .. recibió
la orden de partir inmediatamente para tomar
un mando importante.
Dos o tres semanas hacía que había dejado
Moscú, cuando una mañana muy temprano,
estando mi abuelo arreglándose, se abre bruscamente
la puerta de su cuarto. Era el conde
Orloff, en traje de casa, con chinelas, erizados
los cabellos, con hosca mirada, pálido como
un muerto.
— ¡Ah! Orloff, ¿sois vos? ¿a esta hora y en
semejante traje? ¿Qué tenéis, pues? ¿Qué ha
sucedido?
—Querido mío— responde el conde Orloff—
creo que me vuelvo loco; acabo de ver al general
V...
—¿Al general V. . . ? ¿Ha vuelto, pues?
— ¡Oh! no, —replica Orloff, echándose sobre
un canapé y poniendo ambas manos en su cabeza—,
no, no ha vuelto; y esto es lo que me
atemoriza.
Mi abuelo no comprendía nada y procuraba
calmarlo.
—Referidme, le dice, lo que os ha pasado y
qué quiere decir todo esto.
Entonces, esforzándose por dominar su emoción,
el conde Orloff profirió lo siguiente:
—Mi querido Rostopchine, algún tiempo
atrás V... y yo nos juramos recíprocamente
que el primero de los dos que muriese vendría
a decir al otro si existe algo detrás de la
cortina. Esta mañana, hará apenas media hora,
estaba tranquilamente en la cama, despierto
hacía mucho tiempo, sin pensar ni por
asomo en mi amigo, cuando de repente se
abren bruscamente las cortinas de mi alcoba,
y veo a dos pasos de mí al general V .. . , de
pie, pálido, con la mano derecha sobre su pecho,
diciéndome:
“ ¡Hay un infierno, y estoy en él!”
y desapareció. En seguida he venido a encontraros.
¡La cabeza se me va! ¡qué cosa tan extraña!
¡yo no sé qué pensar!
Mi abuelo lo calmó como pudo, pero no era
cosa fácil. Hablóle de alucinaciones, de pesadillas,
díjole que quizás dormía; que hay cosas
muy extraordinarias, inexplicables; y otras
vaciedades de este género, que son el consuelo
de los incrédulos. Después hizo enganchar sus
caballos y llevar al conde Orloff a su habitación.
Diez o doce días después de este extraño incidente,
un correo del ejército llevaba a mi
abuelo, entre otras noticias, la de la muerte
del general V. .. ¡En la mañana misma del día
en que el conde Orloff lo había visto y oído, a
la misma hora en que se le había aparecido en
Moscú, el infortunado general, habiendo salido
para reconocer la posición del enemigo,
una bala atravesaba su pecho y caía yerto!. . .
“ ¡Hay un infierno, y estoy en él!”
He aquí las palabras de uno que de él ha
vuelto.
EL INFIERNO
Monseñor De Segur