A QUIEN COMPETE JUZGAR
VALOR DE SUS DECISIONES
VALOR DE SUS DECISIONES
“... Por lo cual es un derecho y un deber del Magisterio de la Iglesia dar un juicio sobre la verdad y sobre la naturaleza de hechos o revelaciones que se dicen acontecidos por especial intervención divina. Es un deber de todos los hijos buenos de la Iglesia someterse a este juicio”. (Ottaviani,(17), p.193).
Según, pues el sabio cardenal, es a la Iglesia, maestra infalible, a quien compete juzgar. Pero más concretamente, al obispo de la diócesis donde el suceso tiene lugar. En efecto, los obispos son verdaderos maestros de la fe y verdaderos pastores, que no sólo han de guiar la grey a ellos confiada hacia los pastos de la fe, sino también vigilar para que no se infiltren errores o abusos en la devoción de los fieles y en las prácticas de piedad. (Cfr. Derecho canónico Pío-Benedictino: cánones 1326; 336,2; 1261,1, etc. y en el Nuevo Código de 1983: cánones 753, 392, 838.4). Y es justamente a los obispos que el Vaticano dirigió un documento en 1978 “Normas de la Sagrada Congregación de la Fe sobre cómo proceder al juzgar presuntas apariciones o revelaciones” (Cfr. (9)).
Fue el Concilio de Trento quien los hizo responsables directos de esta clase de cuestiones porque en el Concilio V de Letrán se exigía remitir la causa al Sumo Pontífice, salvo caso de necesidad:
“Y como ese género de cosas es de gran importancia -porque, según el Apóstol, no hay que creer fácilmente a todo espíritu, sino que hay que probar los espíritus para saber si son de Dios (l jn. 4,1)-, Nos queremos que las susodichas inspiraciones como regla habitual, antes de ser publicadas o predicadas al pueblo, sean de ahora en más sometidas al examen de la Sede Apostólica. Si no se pudiera proceder así sin que el retardo presentase un peligro, o bien si una necesidad imperiosa pareciera exigir otro proceder, en ese caso, respetando la misma disciplina, que el asunto sea notificado al Ordinario del lugar. Este, con la ayuda de tres o cuatro hombres doctos y serios, examinará diligentemente el asunto.
Hecho eso, cuando ellos consideren que es conveniente -respecto a los cuales Nos cargamos su conciencia- podrán conceder la autorización de publicar y predicar las revelaciones.
Si algunos tuvieran la audacia de cometer cualquier cosa contra las reglas dadas, además de las penas fijadas por el derecho contra tales delitos. Nos queremos que ellos incurran igualmente en la sentencia de excomunión de la cual no podrán ser absueltos sino solamente por el Romano Pontífice, excepto en el artículo de muerte. Y para que los demás no tengan la audacia de cometer, siguiendo su ejemplo, faltas similares, Nos decidimos que les sea prohibida para siempre la predicación” (7a).
Si hoy día existiera el mismo rigor disciplinar, pocos curas se atreverían a propagar con tanta ligereza las supuestas apariciones de la Virgen, que pululan por los cuatro rincones del mundo...
No existen fórmulas obligatorias para aprobar o desaprobar una aparición o revelación, pero sí hay algunas de uso común: “Constare de supernaturalitate apparitionum”, para decir que los hechos ocurridos no tienen explicación natural. O, al contrarío: “Constare apparitiones et revelaciones quovis supernaturali charactere penitus esse destitutas”, o, “constare de non supernaturalitate apparitionum”.
Pero, ¿qué busca la Iglesia con estas aprobaciones o desaprobaciones? No nos parece estar concordes los teólogos en este tema. Algunos, aseverando ciertos textos pontificios nos dicen: “cada uno es libre de creer o no creer en la aparición aprobada oficialmente por la Iglesia; otros dicen lo contrario, empeñando incluso la propia consciencia. Veamos algunos textos:
- Benedicto XIV (o.c.): “De todo lo cual se sigue que uno puede, conservando íntegra y salva la fe católica, no prestar asentimiento a dichas revelaciones y apartarse de ellas, con tal de que esto se haga sin destemplanzas indebidas, no sin razón, y sin llegar al desprecio”.
“¿Qué se ha de pensar de las revelaciones privadas aprobadas por la Santa Sede, como las de santa Hildegarda, santa Brígida, santa Catalina de Siena? Ya he dicho que ni es obligatorio ni posible prestarles un asentimiento de la fe católica”.
“... Es preciso saber que tal aprobación no significa otra cosa que el permiso para que, después de maduro examen, se publiquen para instrucción y utilidad de los fieles, pues a estas revelaciones, aprobadas en esta forma, aunque no se les deba ni se les pueda dar un asentimiento de fe católica, se les debe, sin embargo, un asentimiento de fe humana, conforme a las reglas de prudencia, según las cuales esas revelaciones son probables y piadosamente creíbles” (Cfr.(1)).
- San Pío X: “Cuando se trata de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de tal gran prudencia, que no permite que tales tradiciones se refieran por escrito, sino con giran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII; y aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura la verdad del hecho, sino limitase a no prohibir creer al presente, salvo que falten argumentos de credibilidad. Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de Ritos (Decr. 2 mayo 1877): “Tales apariciones y revelaciones no han sido ni aprobadas ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean piadosamente, con mera fe humana, según la tradición que dicen existir, aunque esté confirmada con testimonios y documentos idóneos. Quien esta regla siguiere, estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama “relativa”, contiene siempre implícita la condición de la verdad del hecho; mas en cuanto es “absoluta”, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a las mismas personas de los santos a quienes se venera” (Pascendi, AAS vol XL, p.649).
Relacionado con la materia que estamos tratando, pero sin referimos al peso de una aprobación eclesiástica, queremos transcribir aquí las palabras de un jesuita estudioso de esta cuestión: “¿Cuál es, pues, en último análisis, la autoridad de las revelaciones privadas? Tienen el valor del testimonio de la persona que las refiere, ni más ni menos.
Ahora bien, esta persona nunca es infalible; es pues, manifiesto que las cosas que ella atestigua nunca son absolutamente ciertas, salvo caso único de un milagro directamente realizado en favor de ese testimonio. En una palabra: las revelaciones privadas no tienen que una autoridad puramente humana y probable” ((19) p-61 y 62).
“Es por tanto, evidente que la aprobación de la Iglesia no es propiamente tal: significa que se puede creer con fe únicamente humana en las apariciones en cuanto que en ellas no aparece nada contra la fe y las costumbres y consta que son debidas a causas sobrenaturales. Naturalmente, la iglesia puede avanzar más; por ej., admitir que se constituya una fiesta litúrgica referida a una determinada aparición... Finalmente, es evidente que la aprobación, o mejor, permisión de la Iglesia, no garantiza de eventuales errores que se puedan infiltrar. Se ha constatado muchas veces que los privilegiados de Nuestra Señora han mezclado en el relato de las apariciones pensamientos propios, maneras propias de pensar o expresarse, que ellos de buena fe atribuían a Nuestra Señora misma.
No sería, por tanto, exacto pretender que la aprobación eclesiástica de una aparición mariana garantiza la autenticidad de todas las palabras de los videntes, como si hubiesen sido dictadas por María Santísima y referidas con perfecta exactitud. No se trata aquí de la Sagrada Escritura ni de inspiración divina” (M.Castellano, (5) p. 489-490).
Sin embargo, el mismo autor últimamente citado, nos dice que no hay esa libertad, cuando se trata del caso en que la Iglesia ha desaprobado, o no permitido la difusión de una revelación o aparición.
“Surge entonces el problema del valor que tienen los decretos de la competente autoridad eclesiástica (obispo, Santo Oficio) ¿son estos decretos meramente disciplinaras, que exigen exclusivamente una actitud externa, cualquiera que fuere el ánimo con que se obedece, o imponen también una actitud interior de conformidad? Hemos de advertir, ante todo, que quien obedece interiormente a la Iglesia respecto a determinadas apariciones expresamente reprobadas, no admite en su corazón que no sean sobrenaturales y, por consiguiente, está convencido de que en aquel caso la Iglesia se ha equivocado; su juicio es exacto, no el de la Iglesia, la cual -piensa él- ha juzgado precipitadamente, no bien informada, sugestionada, etc. Puesto que todas estas razones no son más que pretextos sin fundamento, y la realidad es la adhesión exclusiva al propio juicio, es evidente que todos los que siguen pertinaces en tal actitud son, por lo menos, temerarios... En realidad, los decretos con que la autoridad eclesiástica prohíbe devociones relacionadas con las pretendidas apariciones tocan en cierto modo la materia de la fe y las costumbres, y no son por consiguiente, meramente disciplinaras. De donde, de suyo, obligan también en el fuero interno, en conciencia”. (M. Cast. o.c. p.492-493).
Retornando pues toda la cuestión de la obligatoriedad de aceptar los decretos del obispo o de la Santa Sede, sobre una aparición o revelación determinada, podemos concluir que: cuando la Iglesia aprueba la aparición, no por ello está comprometiendo su infalibilidad, y uno es libre de creer o no (no de hacer público su disentimiento de lo que ha dicho la jerarquía); cuando -en cambio- la Iglesia desaprueba una aparición, se le debe sometimiento interno (Cfr. Nota 51, pp. 2 19 / 20 de M.Trinité (12).
Según, pues el sabio cardenal, es a la Iglesia, maestra infalible, a quien compete juzgar. Pero más concretamente, al obispo de la diócesis donde el suceso tiene lugar. En efecto, los obispos son verdaderos maestros de la fe y verdaderos pastores, que no sólo han de guiar la grey a ellos confiada hacia los pastos de la fe, sino también vigilar para que no se infiltren errores o abusos en la devoción de los fieles y en las prácticas de piedad. (Cfr. Derecho canónico Pío-Benedictino: cánones 1326; 336,2; 1261,1, etc. y en el Nuevo Código de 1983: cánones 753, 392, 838.4). Y es justamente a los obispos que el Vaticano dirigió un documento en 1978 “Normas de la Sagrada Congregación de la Fe sobre cómo proceder al juzgar presuntas apariciones o revelaciones” (Cfr. (9)).
Fue el Concilio de Trento quien los hizo responsables directos de esta clase de cuestiones porque en el Concilio V de Letrán se exigía remitir la causa al Sumo Pontífice, salvo caso de necesidad:
“Y como ese género de cosas es de gran importancia -porque, según el Apóstol, no hay que creer fácilmente a todo espíritu, sino que hay que probar los espíritus para saber si son de Dios (l jn. 4,1)-, Nos queremos que las susodichas inspiraciones como regla habitual, antes de ser publicadas o predicadas al pueblo, sean de ahora en más sometidas al examen de la Sede Apostólica. Si no se pudiera proceder así sin que el retardo presentase un peligro, o bien si una necesidad imperiosa pareciera exigir otro proceder, en ese caso, respetando la misma disciplina, que el asunto sea notificado al Ordinario del lugar. Este, con la ayuda de tres o cuatro hombres doctos y serios, examinará diligentemente el asunto.
Hecho eso, cuando ellos consideren que es conveniente -respecto a los cuales Nos cargamos su conciencia- podrán conceder la autorización de publicar y predicar las revelaciones.
Si algunos tuvieran la audacia de cometer cualquier cosa contra las reglas dadas, además de las penas fijadas por el derecho contra tales delitos. Nos queremos que ellos incurran igualmente en la sentencia de excomunión de la cual no podrán ser absueltos sino solamente por el Romano Pontífice, excepto en el artículo de muerte. Y para que los demás no tengan la audacia de cometer, siguiendo su ejemplo, faltas similares, Nos decidimos que les sea prohibida para siempre la predicación” (7a).
Si hoy día existiera el mismo rigor disciplinar, pocos curas se atreverían a propagar con tanta ligereza las supuestas apariciones de la Virgen, que pululan por los cuatro rincones del mundo...
No existen fórmulas obligatorias para aprobar o desaprobar una aparición o revelación, pero sí hay algunas de uso común: “Constare de supernaturalitate apparitionum”, para decir que los hechos ocurridos no tienen explicación natural. O, al contrarío: “Constare apparitiones et revelaciones quovis supernaturali charactere penitus esse destitutas”, o, “constare de non supernaturalitate apparitionum”.
Pero, ¿qué busca la Iglesia con estas aprobaciones o desaprobaciones? No nos parece estar concordes los teólogos en este tema. Algunos, aseverando ciertos textos pontificios nos dicen: “cada uno es libre de creer o no creer en la aparición aprobada oficialmente por la Iglesia; otros dicen lo contrario, empeñando incluso la propia consciencia. Veamos algunos textos:
- Benedicto XIV (o.c.): “De todo lo cual se sigue que uno puede, conservando íntegra y salva la fe católica, no prestar asentimiento a dichas revelaciones y apartarse de ellas, con tal de que esto se haga sin destemplanzas indebidas, no sin razón, y sin llegar al desprecio”.
“¿Qué se ha de pensar de las revelaciones privadas aprobadas por la Santa Sede, como las de santa Hildegarda, santa Brígida, santa Catalina de Siena? Ya he dicho que ni es obligatorio ni posible prestarles un asentimiento de la fe católica”.
“... Es preciso saber que tal aprobación no significa otra cosa que el permiso para que, después de maduro examen, se publiquen para instrucción y utilidad de los fieles, pues a estas revelaciones, aprobadas en esta forma, aunque no se les deba ni se les pueda dar un asentimiento de fe católica, se les debe, sin embargo, un asentimiento de fe humana, conforme a las reglas de prudencia, según las cuales esas revelaciones son probables y piadosamente creíbles” (Cfr.(1)).
- San Pío X: “Cuando se trata de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de tal gran prudencia, que no permite que tales tradiciones se refieran por escrito, sino con giran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII; y aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura la verdad del hecho, sino limitase a no prohibir creer al presente, salvo que falten argumentos de credibilidad. Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de Ritos (Decr. 2 mayo 1877): “Tales apariciones y revelaciones no han sido ni aprobadas ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean piadosamente, con mera fe humana, según la tradición que dicen existir, aunque esté confirmada con testimonios y documentos idóneos. Quien esta regla siguiere, estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama “relativa”, contiene siempre implícita la condición de la verdad del hecho; mas en cuanto es “absoluta”, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a las mismas personas de los santos a quienes se venera” (Pascendi, AAS vol XL, p.649).
Relacionado con la materia que estamos tratando, pero sin referimos al peso de una aprobación eclesiástica, queremos transcribir aquí las palabras de un jesuita estudioso de esta cuestión: “¿Cuál es, pues, en último análisis, la autoridad de las revelaciones privadas? Tienen el valor del testimonio de la persona que las refiere, ni más ni menos.
Ahora bien, esta persona nunca es infalible; es pues, manifiesto que las cosas que ella atestigua nunca son absolutamente ciertas, salvo caso único de un milagro directamente realizado en favor de ese testimonio. En una palabra: las revelaciones privadas no tienen que una autoridad puramente humana y probable” ((19) p-61 y 62).
“Es por tanto, evidente que la aprobación de la Iglesia no es propiamente tal: significa que se puede creer con fe únicamente humana en las apariciones en cuanto que en ellas no aparece nada contra la fe y las costumbres y consta que son debidas a causas sobrenaturales. Naturalmente, la iglesia puede avanzar más; por ej., admitir que se constituya una fiesta litúrgica referida a una determinada aparición... Finalmente, es evidente que la aprobación, o mejor, permisión de la Iglesia, no garantiza de eventuales errores que se puedan infiltrar. Se ha constatado muchas veces que los privilegiados de Nuestra Señora han mezclado en el relato de las apariciones pensamientos propios, maneras propias de pensar o expresarse, que ellos de buena fe atribuían a Nuestra Señora misma.
No sería, por tanto, exacto pretender que la aprobación eclesiástica de una aparición mariana garantiza la autenticidad de todas las palabras de los videntes, como si hubiesen sido dictadas por María Santísima y referidas con perfecta exactitud. No se trata aquí de la Sagrada Escritura ni de inspiración divina” (M.Castellano, (5) p. 489-490).
Sin embargo, el mismo autor últimamente citado, nos dice que no hay esa libertad, cuando se trata del caso en que la Iglesia ha desaprobado, o no permitido la difusión de una revelación o aparición.
“Surge entonces el problema del valor que tienen los decretos de la competente autoridad eclesiástica (obispo, Santo Oficio) ¿son estos decretos meramente disciplinaras, que exigen exclusivamente una actitud externa, cualquiera que fuere el ánimo con que se obedece, o imponen también una actitud interior de conformidad? Hemos de advertir, ante todo, que quien obedece interiormente a la Iglesia respecto a determinadas apariciones expresamente reprobadas, no admite en su corazón que no sean sobrenaturales y, por consiguiente, está convencido de que en aquel caso la Iglesia se ha equivocado; su juicio es exacto, no el de la Iglesia, la cual -piensa él- ha juzgado precipitadamente, no bien informada, sugestionada, etc. Puesto que todas estas razones no son más que pretextos sin fundamento, y la realidad es la adhesión exclusiva al propio juicio, es evidente que todos los que siguen pertinaces en tal actitud son, por lo menos, temerarios... En realidad, los decretos con que la autoridad eclesiástica prohíbe devociones relacionadas con las pretendidas apariciones tocan en cierto modo la materia de la fe y las costumbres, y no son por consiguiente, meramente disciplinaras. De donde, de suyo, obligan también en el fuero interno, en conciencia”. (M. Cast. o.c. p.492-493).
Retornando pues toda la cuestión de la obligatoriedad de aceptar los decretos del obispo o de la Santa Sede, sobre una aparición o revelación determinada, podemos concluir que: cuando la Iglesia aprueba la aparición, no por ello está comprometiendo su infalibilidad, y uno es libre de creer o no (no de hacer público su disentimiento de lo que ha dicho la jerarquía); cuando -en cambio- la Iglesia desaprueba una aparición, se le debe sometimiento interno (Cfr. Nota 51, pp. 2 19 / 20 de M.Trinité (12).
Padre Brian Moore.
(Continuara)