LA LIBERTAD RELIGIOSA
Hagamos algunas consideraciones de teología para comprender bien con qué espíritu se ha redactado esa declaración. La argumentación inicial —y nueva— hacía descansar la libertad que cada hombre tendría de practicar interiormente y exteriormente la religión de su elección en la "dignidad de la persona humana". Era pues esa dignidad la que daba fundamento a la libertad, la que le daba su razón de ser. El hombre podía adherirse a cualquier error en nombre de su dignidad; lo cual era colocar el arado delante de los bueyes, presentar las cosas al revés. En efecto, quien se adhiere al error pierde su dignidad y entonces ya no puede fundar nada sobre ella. Por otra parte, aquello en que se funda la libertad es, no la dignidad, sino la verdad: "La verdad os hará libres", dijo Nuestro Señor.
¿Qué se entiende por dignidad? Según la doctrina católica, el hombre la obtiene de su perfección, es decir, del conocimiento de la verdad y de la adquisición del bien. El hombre es digno de respeto según su intención de obedecer a Dios y no según sus propios errores. Estos errores engendran indefectiblemente el pecado. Cuando sucumbió Eva, la primera pecadora dijo: "La serpiente me engañó". Su pecado y el pecado de Adán determinaron la degradación de la dignidad humana, condición que padecemos desde entonces.
De estas consideraciones resulta que no se puede hacer derivar la libertad de la degradación como su causa. Por el contrario, la adhesión a la verdad y el amor de Dios son los principios de la auténtica libertad religiosa. Ésta se puede definir como la libertad de rendir a Dios el culto que le es debido y de vivir según sus mandamientos.
Si el lector ha seguido bien este razonamiento, comprenderá que la libertad religiosa no se puede aplicar a las religiones falsas, esa libertad no puede compartirse. En la sociedad civil, la Iglesia proclama que el error no tiene derechos y que el Estado debe reconocer sólo el derecho de los ciudadanos a practicar la religión de Cristo.
Claro está, esto parece una pretensión exorbitante a quien no tiene fe. Pero el católico que no está contaminado por el espíritu de estos tiempos considera que eso es normal y legítimo. Desgraciadamente muchos cristianos han perdido de vista estas realidades. Se ha repetido tanto que había que respetar las ideas de los demás, colocarse en el lugar de éstos, aceptar sus puntos de vista, se ha divulgado tanto esta insensatez: "Cada uno tiene su verdad", se ha considerado tanto el diálogo como la virtud cardinal por excelencia, diálogo que obligatoriamente conduce a hacer concesiones, que el cristiano, por caridad malentendida, creyó que debía hacer más que sus interlocutores y a menudo es el único que hace concesiones. El cristianismo ya no se inmola por la verdad como los mártires, sino que inmola la verdad.
Por otra parte, la multiplicación de los Estados laicos en la Europa cristiana acostumbró a los espíritus al laicismo y los lleva a adaptaciones contrarias a la doctrina de la iglesia. La doctrina no puede adaptarse, la doctrina es algo fijo, definido de una vez por todas.
En la Comisión central preparatoria del concilio, se presentaron dos esquemas, uno redactado por el cardenal Béa con el título "De la libertad religiosa", el otro del cardenal Ottaviani con el título "De la tolerancia religiosa". El primero abarcaba catorce páginas sin referencias al magisterio que lo precedió. El segundo constaba de siete páginas de texto y dieciséis páginas de referencias, que iban desde Pío VI (1790) a Juan XXIII (1959).
El esquema del cardenal Béa contenía, a, mi juicio y a juicio de un número no desdeñable de padres, afirmaciones que no estaban de acuerdo con la verdad de la iglesia eterna. Por ejemplo, se leía: "Por eso hay que alabar el hecho de que en nuestros días la libertad y la igualdad religiosas estén proclamadas por numerosas naciones y por la Organización Internacional de los Derechos del Hombre".
En cuanto al cardenal Ottaviani exponía muy correctamente la cuestión: "Así como el poder civil considera que tiene el derecho de proteger a los ciudadanos contra las seducciones del error... puede asimismo regular y modelar las manifestaciones públicas de otros cultos y defender a sus ciudadanos contra la difusión de las falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, pongan en peligro la salvación eterna de los ciudadanos"; León XIII decía (Rerum novarum) que el bien común temporal, fin de la sociedad civil, no es puramente de orden material sino que es "principalmente un bien moral". Los hombres se organizaron en sociedad con miras al bien de todos; ¿cómo podría quedar excluido el bien supremo, que es la obtención de la beatitud celeste?
Hay otro aspecto de las cosas que guía a la Iglesia cuando ésta niega el derecho de ciudadanía a las religiones equivocadas: los propagadores de ideas falsas ejercen naturalmente una presión sobre los más débiles, los menos instruidos. ¿Quién discutirá que el deber del Estado es proteger a los débiles? Ese es su primer deber, la razón de ser de la organización en sociedad. El Estado defiende a sus súbditos de los enemigos exteriores, les garantiza la vida cotidiana asegurándolos contra las agresiones de toda índole, contra los ladrones, los asesinos, los estafadores, y hasta los Estados laicos aseguran una protección en materia de buenas costumbres al prohibir, por ejemplo, publicaciones pornográficas, por más que la situación se haya degradado mucho estos últimos años en Francia y que sea muy mala en países como Dinamarca. Pero, en última instancia y durante mucho tiempo, los países de civilización cristiana conservaron ese sentido de sus obligaciones respecto de los más vulnerables y particularmente de los niños. El pueblo continúa siendo sensible a esta cuestión y pide al Estado, por medio de sus asociaciones familiares, que tome las necesarias medidas. Habrán de prohibirse las transmisiones radiales en las que el vicio se muestra demasiado ostensiblemente, aunque nadie está obligado a escucharlas, pero como los niños disponen a menudo de radios de transistores ya no están protegidos. La doctrina de la Iglesia que puede parecer excesivamente severa es pues accesible al razonamiento corriente y al sentido común.
Hoy día, la regla es rechazar toda forma de coacción y deplorar que en ciertos momentos de la historia se la haya ejercido. Su Santidad Juan Pabló II, cediendo a esta corriente, condenó la inquisición cuando hizo su viaje a España. Pero sólo se quieren recordar las exageraciones de la Inquisición olvidando que la Iglesia, al crear el Santo Oficio, cuya designación exacta es Sanctum Officium Inquisitionis, cumplía su función de defensa de las almas y perseguía a aquellos que trataban de falsear la fe, con lo que ponían en peligro a toda una población en lo referente a su salvación eterna. La Inquisición acudía a socorrer a los propios heréticos, así como se presta socorro a las personas que se lanzan al agua para terminar con su vida; ¿podría acusarse a los que intentan salvarlas de ejercer una acción intolerable sobre esos desdichados? Para hacer otra comparación, no creo que a un católico, por perplejo que esté, se le ocurra la idea de censurar a un gobierno por prohibir las drogas alegando que ese gobierno ejerce así una coacción sobre los drogadictos.
Bien puede comprenderse que un padre de familia imponga su fe a sus hijos. En los Hechos de los Apóstoles, el centurión Cornelio, tocado por la gracia, recibe el bautismo "y con él toda su casa". Clodoveo se hizo bautizar con sus soldados.
Los beneficios que aporta la religión católica muestran el carácter ilusorio de la posición asumida por el clero posconciliar, en virtud de la cual es menester abstenerse de ejercer toda presión y hasta toda influencia en los "no creyentes". En África, donde pasé la mayor parte de mi vida, las misiones combatieron los flagelos de la poligamia, la homosexualidad, el desprecio con que se trata a la mujer. Ésta, y bien se conoce cuál es la situación degradante que tiene en la sociedad islámica, se convierte en una esclava o en un objeto desde el momento en que desaparece la civilización cristiana.
No se puede dudar del derecho que tiene la verdad a imponerse y a reemplazar las religiones falsas. Y sin embargo, en la práctica la iglesia no preconiza una ciega intransigencia en lo tocante al culto público de esas religiones. La Iglesia siempre profesó que ese culto podía ser tolerado por los poderes públicos a fin de evitar mayores males. Por eso el cardenal Ottaviani prefería la expresión "tolerancia religiosa". Si consideramos el caso de un Estado católico en el que la religión de Cristo está oficialmente reconocida, esa tolerancia evita perturbaciones que serían perjudiciales al conjunto social. En una sociedad laica que profesa la neutralidad religiosa, ciertamente la ley de la Iglesia no será observada. Entonces, se preguntará el lector, ¿para qué conservarla? Pero ante todo no se trata de una ley humana que se pueda abrogar o modificar. En segundo lugar, el abandono del principio mismo tiene graves consecuencias, varias de las cuales ya hemos señalado.
Los acuerdos entre el Vaticano y ciertas naciones, que otorgaban muy justamente una condición preferencial a la religión católica, han sido revisados. Así ocurrió en España y poco después en Italia, donde el catecismo ya no es obligatorio en las escuelas. ¿Hasta dónde llegaremos? Los nuevos legisladores de la naturaleza humana ¿pensaron acaso que el Papa es también jefe de Estado? ¿Debería el Papa laicizar el Vaticano y autorizar en él la construcción de un templo protestante y de una mezquita?
Otro fenómeno es el de la desaparición de los Estados católicos. En el mundo actual, hay Estados protestantes, un Estado anglicano, Estados musulmanes, Estados marxistas, ¡y ya no se quiere que haya Estados católicos! Los católicos ya no tendrían el derecho de establecer Estados católicos, sino que tendrían el deber de mantener el indiferentismo religioso del Estado.
Pío IX llamó a esto "delirio" y "una libertad de perdición". León XIII condenó el indiferentismo del Estado en materia religiosa. ¿Ya no es cierto lo que era válido en aquella época?
No se puede afirmar la libertad de todas las comunidades religiosas de la sociedad humana, sin otorgar igualmente la libertad moral a esas comunidades. El islamismo admite la poligamia, los protestantes tienen según las iglesias, posiciones más o menos laxistas sobre la indisolubilidad de los vínculos conyugales y sobre la anticoncepción. .. Así desaparece el criterio del bien y de mal. En Europa, el aborto ya no está prohibido por la ley más que en la Irlanda católica. No es posible que la Iglesia de Dios cubra de alguna manera estos excesos al afirmar la libertad religiosa.
Otra consecuencia: las escuelas libres. El Estado ya no puede comprender que existan escuelas católicas ni que estas representen la mayor parte del sector de la enseñanza privada. Como se ha visto recientemente, el Estado las coloca en el mismo plano que las escuelas fundadas por diversas sectas y dice: "Si os permitimos existir, debemos proceder de la mismo manera con Moon y con todas las otras comunidades de esta índole que tienen tan mala reputación". ¡Y ahora la Iglesia no tiene argumentos que oponer! El gobierno socialista ha sacado muy buen partido de la declaración sobre la libertad religiosa. De conformidad con el mismo principio, se pensó en fusionar escuelas católicas con otras ¡siempre que éstas observen el derecho natural! Otras escuelas católicas están abiertas para niños de cualquier religión y algunas se jactan de tener más alumnos musulmanes que cristianos.
De esta manera la Iglesia, al aceptar una situación jurídica común en las sociedades civiles, corre el riesgo de convertirse en una secta entre otras. Corre el peligro de desaparecer pues es evidente que la verdad no puede dar sus derechos al error sin renegar de sí misma.
Las escuelas libres adoptaron en Francia para hacer manifestaciones en las calles un himno muy hermoso cuyas palabras empero revelan el contagio de este detestable espíritu: "Libertad, tú eres la única verdad". La libertad considerada como un bien absoluto es quimérica. Aplicada al orden religioso conduce al relativismo doctrinal y a la indiferencia práctica. Los católicos perplejos deben aferrarse a las palabras de Cristo que cité antes: "La verdad os hará libres".
Mons. Marcel Lefebvre
En el concilio el tema sobre la libertad religiosa fue el objeto de las discusiones más reñidas. Esto se explica fácilmente por la influencia que ejercían los liberales y por el interés que tenían en esta cuestión los enemigos hereditarios de la iglesia. Han transcurrido veinte años y ahora es posible comprobar que nuestros temores no eran exagerados cuando se promulgó aquel texto en la forma de una declaración que reunía ideas opuestas a la tradición y a la enseñanza de los últimos papas. Tanto es así que principios falsos o expresados de una manera ambigua infaltablemente tienen aplicaciones prácticas que revelan el error cometido al adoptarlos. Voy a mostrar, por ejemplo, cómo los ataques lanzados contra la enseñanza católica en Francia por el gobierno socialista son la consecuencia lógica de la nueva definición sobre la libertad religiosa dada por el concilio Vaticano II.
Hagamos algunas consideraciones de teología para comprender bien con qué espíritu se ha redactado esa declaración. La argumentación inicial —y nueva— hacía descansar la libertad que cada hombre tendría de practicar interiormente y exteriormente la religión de su elección en la "dignidad de la persona humana". Era pues esa dignidad la que daba fundamento a la libertad, la que le daba su razón de ser. El hombre podía adherirse a cualquier error en nombre de su dignidad; lo cual era colocar el arado delante de los bueyes, presentar las cosas al revés. En efecto, quien se adhiere al error pierde su dignidad y entonces ya no puede fundar nada sobre ella. Por otra parte, aquello en que se funda la libertad es, no la dignidad, sino la verdad: "La verdad os hará libres", dijo Nuestro Señor.
¿Qué se entiende por dignidad? Según la doctrina católica, el hombre la obtiene de su perfección, es decir, del conocimiento de la verdad y de la adquisición del bien. El hombre es digno de respeto según su intención de obedecer a Dios y no según sus propios errores. Estos errores engendran indefectiblemente el pecado. Cuando sucumbió Eva, la primera pecadora dijo: "La serpiente me engañó". Su pecado y el pecado de Adán determinaron la degradación de la dignidad humana, condición que padecemos desde entonces.
De estas consideraciones resulta que no se puede hacer derivar la libertad de la degradación como su causa. Por el contrario, la adhesión a la verdad y el amor de Dios son los principios de la auténtica libertad religiosa. Ésta se puede definir como la libertad de rendir a Dios el culto que le es debido y de vivir según sus mandamientos.
Si el lector ha seguido bien este razonamiento, comprenderá que la libertad religiosa no se puede aplicar a las religiones falsas, esa libertad no puede compartirse. En la sociedad civil, la Iglesia proclama que el error no tiene derechos y que el Estado debe reconocer sólo el derecho de los ciudadanos a practicar la religión de Cristo.
Claro está, esto parece una pretensión exorbitante a quien no tiene fe. Pero el católico que no está contaminado por el espíritu de estos tiempos considera que eso es normal y legítimo. Desgraciadamente muchos cristianos han perdido de vista estas realidades. Se ha repetido tanto que había que respetar las ideas de los demás, colocarse en el lugar de éstos, aceptar sus puntos de vista, se ha divulgado tanto esta insensatez: "Cada uno tiene su verdad", se ha considerado tanto el diálogo como la virtud cardinal por excelencia, diálogo que obligatoriamente conduce a hacer concesiones, que el cristiano, por caridad malentendida, creyó que debía hacer más que sus interlocutores y a menudo es el único que hace concesiones. El cristianismo ya no se inmola por la verdad como los mártires, sino que inmola la verdad.
Por otra parte, la multiplicación de los Estados laicos en la Europa cristiana acostumbró a los espíritus al laicismo y los lleva a adaptaciones contrarias a la doctrina de la iglesia. La doctrina no puede adaptarse, la doctrina es algo fijo, definido de una vez por todas.
En la Comisión central preparatoria del concilio, se presentaron dos esquemas, uno redactado por el cardenal Béa con el título "De la libertad religiosa", el otro del cardenal Ottaviani con el título "De la tolerancia religiosa". El primero abarcaba catorce páginas sin referencias al magisterio que lo precedió. El segundo constaba de siete páginas de texto y dieciséis páginas de referencias, que iban desde Pío VI (1790) a Juan XXIII (1959).
El esquema del cardenal Béa contenía, a, mi juicio y a juicio de un número no desdeñable de padres, afirmaciones que no estaban de acuerdo con la verdad de la iglesia eterna. Por ejemplo, se leía: "Por eso hay que alabar el hecho de que en nuestros días la libertad y la igualdad religiosas estén proclamadas por numerosas naciones y por la Organización Internacional de los Derechos del Hombre".
En cuanto al cardenal Ottaviani exponía muy correctamente la cuestión: "Así como el poder civil considera que tiene el derecho de proteger a los ciudadanos contra las seducciones del error... puede asimismo regular y modelar las manifestaciones públicas de otros cultos y defender a sus ciudadanos contra la difusión de las falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, pongan en peligro la salvación eterna de los ciudadanos"; León XIII decía (Rerum novarum) que el bien común temporal, fin de la sociedad civil, no es puramente de orden material sino que es "principalmente un bien moral". Los hombres se organizaron en sociedad con miras al bien de todos; ¿cómo podría quedar excluido el bien supremo, que es la obtención de la beatitud celeste?
Hay otro aspecto de las cosas que guía a la Iglesia cuando ésta niega el derecho de ciudadanía a las religiones equivocadas: los propagadores de ideas falsas ejercen naturalmente una presión sobre los más débiles, los menos instruidos. ¿Quién discutirá que el deber del Estado es proteger a los débiles? Ese es su primer deber, la razón de ser de la organización en sociedad. El Estado defiende a sus súbditos de los enemigos exteriores, les garantiza la vida cotidiana asegurándolos contra las agresiones de toda índole, contra los ladrones, los asesinos, los estafadores, y hasta los Estados laicos aseguran una protección en materia de buenas costumbres al prohibir, por ejemplo, publicaciones pornográficas, por más que la situación se haya degradado mucho estos últimos años en Francia y que sea muy mala en países como Dinamarca. Pero, en última instancia y durante mucho tiempo, los países de civilización cristiana conservaron ese sentido de sus obligaciones respecto de los más vulnerables y particularmente de los niños. El pueblo continúa siendo sensible a esta cuestión y pide al Estado, por medio de sus asociaciones familiares, que tome las necesarias medidas. Habrán de prohibirse las transmisiones radiales en las que el vicio se muestra demasiado ostensiblemente, aunque nadie está obligado a escucharlas, pero como los niños disponen a menudo de radios de transistores ya no están protegidos. La doctrina de la Iglesia que puede parecer excesivamente severa es pues accesible al razonamiento corriente y al sentido común.
Hoy día, la regla es rechazar toda forma de coacción y deplorar que en ciertos momentos de la historia se la haya ejercido. Su Santidad Juan Pabló II, cediendo a esta corriente, condenó la inquisición cuando hizo su viaje a España. Pero sólo se quieren recordar las exageraciones de la Inquisición olvidando que la Iglesia, al crear el Santo Oficio, cuya designación exacta es Sanctum Officium Inquisitionis, cumplía su función de defensa de las almas y perseguía a aquellos que trataban de falsear la fe, con lo que ponían en peligro a toda una población en lo referente a su salvación eterna. La Inquisición acudía a socorrer a los propios heréticos, así como se presta socorro a las personas que se lanzan al agua para terminar con su vida; ¿podría acusarse a los que intentan salvarlas de ejercer una acción intolerable sobre esos desdichados? Para hacer otra comparación, no creo que a un católico, por perplejo que esté, se le ocurra la idea de censurar a un gobierno por prohibir las drogas alegando que ese gobierno ejerce así una coacción sobre los drogadictos.
Bien puede comprenderse que un padre de familia imponga su fe a sus hijos. En los Hechos de los Apóstoles, el centurión Cornelio, tocado por la gracia, recibe el bautismo "y con él toda su casa". Clodoveo se hizo bautizar con sus soldados.
Los beneficios que aporta la religión católica muestran el carácter ilusorio de la posición asumida por el clero posconciliar, en virtud de la cual es menester abstenerse de ejercer toda presión y hasta toda influencia en los "no creyentes". En África, donde pasé la mayor parte de mi vida, las misiones combatieron los flagelos de la poligamia, la homosexualidad, el desprecio con que se trata a la mujer. Ésta, y bien se conoce cuál es la situación degradante que tiene en la sociedad islámica, se convierte en una esclava o en un objeto desde el momento en que desaparece la civilización cristiana.
No se puede dudar del derecho que tiene la verdad a imponerse y a reemplazar las religiones falsas. Y sin embargo, en la práctica la iglesia no preconiza una ciega intransigencia en lo tocante al culto público de esas religiones. La Iglesia siempre profesó que ese culto podía ser tolerado por los poderes públicos a fin de evitar mayores males. Por eso el cardenal Ottaviani prefería la expresión "tolerancia religiosa". Si consideramos el caso de un Estado católico en el que la religión de Cristo está oficialmente reconocida, esa tolerancia evita perturbaciones que serían perjudiciales al conjunto social. En una sociedad laica que profesa la neutralidad religiosa, ciertamente la ley de la Iglesia no será observada. Entonces, se preguntará el lector, ¿para qué conservarla? Pero ante todo no se trata de una ley humana que se pueda abrogar o modificar. En segundo lugar, el abandono del principio mismo tiene graves consecuencias, varias de las cuales ya hemos señalado.
Los acuerdos entre el Vaticano y ciertas naciones, que otorgaban muy justamente una condición preferencial a la religión católica, han sido revisados. Así ocurrió en España y poco después en Italia, donde el catecismo ya no es obligatorio en las escuelas. ¿Hasta dónde llegaremos? Los nuevos legisladores de la naturaleza humana ¿pensaron acaso que el Papa es también jefe de Estado? ¿Debería el Papa laicizar el Vaticano y autorizar en él la construcción de un templo protestante y de una mezquita?
Otro fenómeno es el de la desaparición de los Estados católicos. En el mundo actual, hay Estados protestantes, un Estado anglicano, Estados musulmanes, Estados marxistas, ¡y ya no se quiere que haya Estados católicos! Los católicos ya no tendrían el derecho de establecer Estados católicos, sino que tendrían el deber de mantener el indiferentismo religioso del Estado.
Pío IX llamó a esto "delirio" y "una libertad de perdición". León XIII condenó el indiferentismo del Estado en materia religiosa. ¿Ya no es cierto lo que era válido en aquella época?
No se puede afirmar la libertad de todas las comunidades religiosas de la sociedad humana, sin otorgar igualmente la libertad moral a esas comunidades. El islamismo admite la poligamia, los protestantes tienen según las iglesias, posiciones más o menos laxistas sobre la indisolubilidad de los vínculos conyugales y sobre la anticoncepción. .. Así desaparece el criterio del bien y de mal. En Europa, el aborto ya no está prohibido por la ley más que en la Irlanda católica. No es posible que la Iglesia de Dios cubra de alguna manera estos excesos al afirmar la libertad religiosa.
Otra consecuencia: las escuelas libres. El Estado ya no puede comprender que existan escuelas católicas ni que estas representen la mayor parte del sector de la enseñanza privada. Como se ha visto recientemente, el Estado las coloca en el mismo plano que las escuelas fundadas por diversas sectas y dice: "Si os permitimos existir, debemos proceder de la mismo manera con Moon y con todas las otras comunidades de esta índole que tienen tan mala reputación". ¡Y ahora la Iglesia no tiene argumentos que oponer! El gobierno socialista ha sacado muy buen partido de la declaración sobre la libertad religiosa. De conformidad con el mismo principio, se pensó en fusionar escuelas católicas con otras ¡siempre que éstas observen el derecho natural! Otras escuelas católicas están abiertas para niños de cualquier religión y algunas se jactan de tener más alumnos musulmanes que cristianos.
De esta manera la Iglesia, al aceptar una situación jurídica común en las sociedades civiles, corre el riesgo de convertirse en una secta entre otras. Corre el peligro de desaparecer pues es evidente que la verdad no puede dar sus derechos al error sin renegar de sí misma.
Las escuelas libres adoptaron en Francia para hacer manifestaciones en las calles un himno muy hermoso cuyas palabras empero revelan el contagio de este detestable espíritu: "Libertad, tú eres la única verdad". La libertad considerada como un bien absoluto es quimérica. Aplicada al orden religioso conduce al relativismo doctrinal y a la indiferencia práctica. Los católicos perplejos deben aferrarse a las palabras de Cristo que cité antes: "La verdad os hará libres".
Mons. Marcel Lefebvre