Ego vado et quaretis me, et in peccato vestro moriemini.
«Yo me voy, me buscareis, y moriréis en vuestro pecado» [Jn 8,21].
Sí, hijos míos, es una gran miseria, una profunda humillación para nosotros, el haber sido concebido en pecado original, ya que por él venimos al mundo como hijos de maldición; es indudablemente, otra muy gran miseria en vivir en pecado; Mas el colmo de todas las desdichas es morir en él, es cierto, H.M., que no pudimos evitar el primer pecado, o sea, el de Adán; pero podemos fácilmente evitar aquel en que caemos tan voluntariamente, y una vez caídos, podemos deshacernos de su opresión con la gracia de Dios. ¡Ay! ¿Cómo podemos permanecer en un estado que nos expone a tanta desdicha por toda una eternidad? ¿Quién de nosotros, no temblará al oír a Jesucristo cuando nos dice que un día el pecador le buscará, pero no le hallará, y morirá en su pecado? Dejo a vuestra consideración el considerar el estado en que descansa quien vive tranquilo en pecado, siendo la muerte tan cierta y tan inseguro el momento. Con gran razón nos dice el Espíritu Santo que los pecadores se han extraviado en su marcha, que sus corazones se cegaron que sus espíritus quedaron cubiertos de las más espesas tinieblas, y que su malicia acabo por engañarlos y perderlos. Dilataron su vuelta al Señor para un tiempo que no les será concedido, esperaron tener una buena muerte, viviendo en pecado; pero se engañaron, ya que su muerte será muy desgraciada a los ojos del Señor. [Sb 5,6]. H.M., tal es, precisamente la conducta de la mayor parte de los cristianos de nuestros días, los cuales viviendo en pecado, esperan siempre tener una buena muerte, confiando en que dejarán el estado de culpa, que harán penitencia, y que antes de ser juzgados, repararán los pecados que cometieron. Más el demonio los engaña, y no saldrán del pecado más que para ser precipitados al infierno.
Para haceros comprender mejor la ceguera de los pecadores, voy a mostraros: 1º. Que cuanto más retrasamos en salir del pecado y volver a Dios, mayor es el peligro en que nos ponemos de perecer en la culpa, por la sencilla razón de que son más difíciles de vencer las malas costumbres adquiridas; 2º. Cada vez que despreciamos una gracia, el Señor se va apartando de nosotros, quedamos más débiles, y el demonio toma mayor ascendiente sobre nuestra persona. De aquí concluyo que, cuanto más tiempo permanecemos en pecado, en mayor peligro nos ponemos de no convertirnos nunca.
2º ¡Hablar yo, hermanos, de la muerte desgraciada de un pecador que muere en pecado, a cristianos que tantas veces han sentido ya la felicidad de amar a un Dios tan bueno y que, por la luz de la fe, conocen la magnitud de los bienes que Jesucristo prepara para los que conserven su alma exenta de pecado! Tal manera de hablar seria mejor para dirigirse a paganos que no conocen a Dios e ignoran las recompensas que promete a sus hijos. ¡Oh Dios míos! ¡Qué ciego es el hombre al dejar perder tantos bienes y atraer sobre sí tantos males, permaneciendo en pecado! Si pregunto a un niño: “¿para que fin Dios te ha creado y te ha conservado hasta el presente?” Me responderá: “Para conocerle, amarle, servirle, y por este medio alcanzar la vida eterna”. Más si yo dijese: ¿porque no hacen los cristianos lo que deben para merecer el cielo? Me diría, “esto proviene que han perdido de vista los bienes del cielo, y piensan hallar toda su felicidad en las cosas creadas”. El demonio los engañó y los engañará aun; viven sumidos en su ceguera y en ella perecerán, por más que tenga la esperanza de salir un día del pecado. Decidme, ¿no estamos viendo todos los días a personas que viven en pecado, y que desprecian todas las gracias que Dios les envía? Buenos pensamientos, buenos deseos, remordimiento de conciencia, buenos ejemplos, la Palabra de Dios. Siempre de que Dios la recibirá cuando tengan a bien retornar a Él, no se dan cuenta en su ceguera que, durante ese tiempo, el demonio les va preparando sitio en el infierno. ¡Oh ceguera! ¡Cuantos has echado al infierno, y a cuantos arrojará hasta el fin del mundo! En segundo lugar; esta consideración debe hacer temblar a un pecador que permanece en el pecado, aunque tenga la esperanza de salir de él. Ante todo, hermanos, no sois vosotros tan ignorantes para no saber que un solo pecado mortal será la causa de que nos perdamos para siempre, si llegamos a morir sin confesarlo, sin haber obtenido el perdón. En tercer lugar, sabemos muy bien que Jesucristo nos recomienda que estemos siempre preparados, pues nos hará salir de este mundo en el momento más inesperado; y si no dejamos el pecado antes que nos llame a otra vida, nos castigará sin misericordia. ¡Oh Dios mío! ¡Podremos vivir tranquilos en un estado que nos expone a caer en los abismos! Y si esto no es bastante para conmoveros, oídme por un momento, o mejor, abrir el Evangelio, y veréis si se puede vivir tan tranquilo, como vosotros vivís, en pecado.
Sí, hijos míos, todo os está advirtiendo que, si no salís pronto del pecado, vais a perecer: los oráculos, las amenazas, las comparaciones, las figuras, las parábolas, los ejemplos, todo aquello os dice que, o bien no podréis convertiros, o bien no queréis hacerlo. Oíd lo que el mismo Jesucristo dice al pecador: “Caminad mientras brilla delante de vosotros la luz de la fe” [Jn 12,35] , para evitar despreciando esa guía, os extraviéis para siempre. En otro lugar nos dice: “Vigilad, vigilad continuamente” [Mc 13,33] , ya que el enemigo de vuestra salvación trabaja constantemente para perderos. Y, además, orad, orad sin cesar para atraer sobre vosotros los auxilios del Cielo, pues oíd, vuestros enemigos son muy poderosos y astutos. Nos dice [Jesucristo]: ¿A que tanto empeño, a que vivir tan ocupado en vivir en las cosas temporales y en los placeres, si dentro de unos momentos lo habréis de abandonar todo? Jesucristo a los pecadores al decirles, que si no quieren volver a Él cuando les ofrece su gracia, días vendrá en que le buscarán implorando misericordia, más Él los despreciará, y a fin de no dejarse conmover por sus oraciones y lágrimas, se tapará los oídos y huirá de ellos. ¡Oh, Dios mío! ¡Que desdicha ser abandonado de Vos! ¡Oh, H. M.! ¡Cómo podremos en esto sin morir de dolor! Sí, hermanos, si sois insensibles a estas palabras, es que ya estáis perdidos. ¡Ah, pobre alma, llora ya desde hoy los tormentos que se te están preparando para la otra vida!
Prosigamos, H. M., oigamos al mismo Jesucristo, y veremos si nos es dado vivir seguros queriendo permanecer viviendo en el pecado. “Sí, nos dice; vendré como un ladrón, que procura sorprender al dueño de la casa en el momento en que más confiado duerme” [Mt 24,43]; nos dice igualmente, que la muerte vendrá a cortar el hilo de la vida criminal del pecador en el mismo momento en que su conciencia estará cargada de crímenes, y habrá tomado la buena resolución de librarse de ellos, sin haberlo hecho todavía. En otro lugar nos dice que nuestra vida transcurre «con la velocidad de un rayo que cruza de Oriente a Occidente» [Mt 24, 27]; hoy vemos a un pecador lleno de vida y rebosando de salud, con la cabeza llena de mil proyectos, y mañana las lágrimas de los suyos nos advierten que ya no es de este mundo, del cual ha salido sin saber porque había venido, ni para que fin. Ese insensato vivió ciego y murió tal como había vivido. Nos dice, además, Jesucristo que la muerte es el eco de la vida, para darnos a entender que aquel que vive en pecado, es casi seguro que morirá en pecado.
Ejemplo 1. Leemos en la historia que cierto hombre hizo del dinero su “dios”; al caer enfermo, ordenó que le trajesen una gaveta llena de oro para gozarse en el placer de contarlo, y cuando ya no tuvo fuerzas para ellos, puso su mano debajo del montón hasta que murió.
Ejemplo 2. De otro se cuenta que, cuando el confesor le presentó un crucifijo para moverle a contrición dijo; “si este crucifijo fuese de oro, valdría muy bien tanto...” ¡Ah! El corazón del pecador, no deja el pecado tan fácilmente como se cree. “Vida de pecador, muerte de réprobo”.
¿Que quiere enseñarnos Jesucristo, con aquella parábola de las vírgenes prudentes y de las vírgenes fatuas, según la cual fueron bien recibidas porque entraron con el esposo, mientras que las otras hallaron cerrada la puerta? Con ello quería Jesucristo mostrarnos la conducta de la gente del mundo: las vírgenes prudentes representan a los buenos cristianos que se hallan siempre preparados para comparecer delante de Dios, cualquiera en que sea el momento en que los llame; las vírgenes fatuas son la figura de los malos cristianos, que creen constantemente que les va a quedar tiempo para prepararse y convertirse, salir del pecado y hacer obras buenas. Así pasan la vida, y llega la muerte; pero ellos no tienen en su haber más que maldades y nada bueno. La muerte les da el zarpazo, Jesucristo los llama a su Tribunal para que rindan cuenta de su vida; entonces quisieran poner en orden su conciencia, se inquietan; quisieran dejar el pecado; pero ¡ay! No tienen ni tiempo, ni fuerza suficiente, ni tal vez la gracia que seria necesaria. Al suplicar a Dios que tenga de ellos compasión y sea misericordioso, le responde que no los conoce, les cierra la puerta: es decir, les arroja al infierno. Ved H. M., el destino de muchísimos pecadores que viven muy tranquilos en el pecado. Pobre alma ¡qué desdichada eres al tener que morar en un cuerpo con que tanto furor te arrastra al infierno! ¡Ah! Amigo mío, ¿porque quieres perder tú esa pobre alma? ¿Que mal te ha hecho para condenarla a tantas desdichas?... ¡Oh Dios mío, que ciego es el hombre!...
En segundo lugar, he de deciros que el comportamiento de Esaú hallamos el verdadero retrato del hombre que se pierde, vendiendo su patrimonio por un plato de lentejas. Durante algún tiempo, Esaú, “vivió totalmente insensible a su perdida” [Gen 25, 34] , solamente pensaba en divertirse y entregarse a sus placeres; llega, sin embargo, el momento en que entra en sí mismo, recordando la falta cometida; pero cuanto más reflexiona, más se convence de la magnitud de su ceguera. Desconsolado por su desgracia, mira si será posible una reparación; usa de las suplicas, de las lágrimas, de los sollozos, para procurar mover el corazón de su padre; pero es demasiado tarde: el padre ya dio su bendición a otro, sus suplicas son desatendidas, sus estancias no son escuchadas. En vano se inquieta, no hay más remedio que resignarse a permanecer en la miseria y morir en ella. Ved aquí, H. M., lo que acontece en todo tiempo al pecador: vende a Dios, a su alma, y el lugar que en el cielo tiene destinado, por menos de un plato de lentejas, esto es, por el placer de un instante, por un pensamiento de odio, de venganza, por una mirada o un tocamiento deshonesto consigo mismo o con otros, por un puñado de tierra, por un vaso de vino. ¡Ah! ¡Porque miseria eres entregada, o alma hermosa! Vemos también en efecto a esos pecadores vivir tranquilos por algún tiempo, tan en paz, a lo menos aparentemente, como si en su vida no hubiesen realizado más que obras buenas. Unos piensan en sus placeres, otros en los bienes de este mundo; pero como aconteció a Esaú, llegan el momento en que reconocen su falta, quisieran poderla reparar, pero es demasiado tarde. Gimiendo y derramando lágrimas, conjuran al Señor para que les devuelva los bienes que ellos vendieron, esto es, el cielo; pero el Señor hace cual el padre de Esaú, les responde que dio su lugar a otro. ¡Ay! en vano ese pobre pecador exclama e implora misericordia, no tiene más remedio que resignarse a permanecer en su miseria y precipitarse en el infierno. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué desdichada a los ojos del Señor la muerte del pecador!
¡Ay! Cuantos hacen como el desgraciado Sísara, a quien una pérfida mujer adormeció dándole a beber un poco de leche, y se aprovechó de aquella oportunidad para quitarle la vida, sin que el infeliz tuviese lugar a llorar la ceguera que significaba el poner la confianza en aquella pérfida [Judic 4]. Así también ¡cuantos pecadores hay a quienes la muerte se lleva tan rápidamente, que no les deja tiempo para llorar la ceguera de haber permanecido en el pecado! ¡Cuantos hay también que imitan al impío Antíoco, que reconocen sus crímenes, los lloran e imploran misericordia si que les sea dado obtenerla, y descienden al infierno lanzando esas desesperantes suplicas no atendidas. Y este es, el fin de innumerables pecadores. No cabe duda, de que ninguno de nosotros quisiera tener una muerte desgraciada, en lo cual no andamos ciertamente fuera de razón; más lo que me desconsuela, es que viváis en pecado, y estéis en gran peligro de perecer en él. No soy tan solo yo quien lo dice, sino que es el mismo Jesucristo quien lo asegura.
¿No es verdad, amigo mío, que estás pensando: dejemos hablar al cura, y hagamos nosotros nuestra vida ordinaria? ¿Sabes, amigo mío, lo que te acontecerá dejando hablar al cura? Y –¿Qué quiere usted que me acontezca? –Pues, amigo mío, que te condenarás. –Más yo confío que no será así, pensarán tal vez; hay tiempo para todo. – Amigo mío, podemos tener tiempo para llorar y para sufrir, pero no para convertirnos; y para que te convenzas voy a contarte un ejemplo espantoso.
Ejemplo 3: Refiérese en la historia que un hombre de mundo, que durante largo tiempo había vivido en el mayor desorden, se convirtió y perseveró una temporada en aquellas buenas disposiciones; pero al fin recayó, sin pensar ya más en volver a Dios. Sus amigos no cesaban de orar por él; más él despreciaba todo cuanto se le advertía para su bien. En aquella misma época se anunciaron ejercicios [ejercicios espirituales] , los cuales debían darse al poco tiempo. Se creyó que aquellas circunstancia serian oportunas para mover al pecador aquel a aprovechar la ocasión que Dios le ofrecía de poder entrar de nuevo en el camino de la salvación. Tras muchas suplicas e instancias por parte de sus amigos, y después de haber él rehusado y resistido obstinadamente, al fin accedió, dando palabra que asistiría a los ejercicios con los demás. Más ¡ay! ¿Que aconteció? ¡Qué temibles e impenetrable son los juicios de Dios! A la mañana misma en que se le esperaba, que era el día en que los ejercicios iban a comenzar, se supo que aquel hombre había sido hallado muerto en su casa, sin conocimiento, sin socorro alguno, sin sacramentos. ¿Nos convencemos de una vez, H. M., de lo que es vivir en pecado con la esperanza de que un día saldremos de él?
¡Ay, hijos míos! Abusamos del tiempo cuando disponemos de él, despreciamos las gracias que Dios nos ofrece, más, frecuentemente, el Señor para castigarnos, nos la quita, cuando querríamos aprovecharla. Si al presente no determinamos portarnos bien, quizá al quererlo, no nos será posible. ¿No es verdad que pensáis confesaros algún día, y entonces dejar el pecado y hacer penitencia? –Ésta es ciertamente mi intención.– Esta es tu intención amigo mío, pero yo voy a decirte lo que harás y lo que vas a ser. Actualmente estás en pecado; no me lo negarás: pues bien, después de tu muerte te condenarás. - Y ¿qué sabe usted? - Si no lo supiese no te lo diría. Además, voy a demostrarte que viviendo en pecado, aun con la esperanza de salir de tal estado, no lo harás, hasta queriéndolo de corazón, y entonces comprenderás lo que es el despreciar el tiempo y las gracias que en determinado momento nos ofrece Dios.
Ejemplo 4. Refiérese en la historia que cierto extranjero, pasando por Donzenac [ese extranjero se llamaba Lorrain y era librero de profesión] , se dirigió a un sacerdote para que le oyera en confesión; más el sacerdote, no sé porque causa, lo rechazó. De allí se fue a una ciudad llamada Brives. Se presentó al procurador del rey y le dijo, os ruego que me encarceléis, [Lorrain dijo al procurador que desde hace algún tiempo se había dado al demonio]; le ruego que me encarceléis, y he oído decir siempre que no hay poder que valga contra los que están en manos de la justicia. Le responde el procurador: –no sabes lo que es estar en manos de la justicia, una vez en su poder no se sale de cualquier manera.- No importa, señor, encarceladme. El procurador imaginó que aquel hombre estaría loco, por lo cual encarcelándole, y hasta conversando con él por más tiempo, se exponía a las burlas del público. En aquel momento vio pasar por la calle a un sacerdote conocido, que era confesor de las Ursulinas; le llamó y le dijo: “Padre, tomad la bondad de tomar este hombre bajo vuestros cuidados”. Y dirigiéndose a aquel hombre: “Amigo mío, le dijo, seguid a este sacerdote y haced lo que él os diga. Dicho sacerdote, después de hablar un rato con el infeliz, pensó como el procurador del rey, que tenía enajenadas las facultades mentales; y le rogó que se dirigiese a otra parte, ya que él no podía encargarse de su conducta. Aquel pobre desagraciado, no sabiendo ya dónde acudir, se fue a dos distintas comunidades a pedir un sacerdote que le confesase. En una se le dijo que los padres estaban descansando, pues debían levantarse a la media noche; en la otra pudo hablar con un padre que le despidió para que volviese al día siguiente. Más aquel pobre infeliz, se echo a llorar, exclamando: ¡Oh! Padre mío, si no tiene piedad de mí estoy perdido; dijo que se había entregado al demonio; y el plazo termina esta noche. “Idos, amigo mío, –le respondió el padre–, y encomendaos a la Santísima Virgen. Le entregó un Rosario y le despidió. Al pasar por una plaza, llorando de pena por no haber podido hallar un confesor entre tantos sacerdotes como en aquellas comunidades había, vio un grupo de vecinos que estaban conversando, y les pidió si por ventura entre ellos habría alguno que quisiera hospedarle aquella noche. Se hallaba entre ellos un carnicero, quien le dijo que podía seguirle a su casa. Cuando estuvieron en ella, aquel pobre infeliz le contó qué desdichado era por haberse dado al demonio; creía él tener tiempo suficiente para confesarse, dejar el pecado y hacer penitencia, mas ningún sacerdote quiso confesarle. El carnicero se extrañó de que todos aquellos sacerdotes hubiesen mostrado tanta falta de caridad. –¡Ay! señor, bien reconozco que es permisión de Dios para castigarme por el tiempo y las gracias que desprecié–. “Amigo mío”,–dijo el carnicero- “cabe aun recurrir a Dios”, –¡Ay!, señor estoy perdido; ésta misma noche el demonio debe matarme y llevarse mi alma.- El carnicero, según parece, no se fue a dormir, para indagar si aquel hombre había perdido el juicio, o si era verdad cuanto afirmaba. En efecto, hacia la media noche, oyó un espantoso ruido, y gritos horribles como de dos personas de las que una estrangulase a la otra. Corrió el carnicero hacia el cuarto del infeliz, y vio al demonio que le arrastraba al patio. Horrorizado el carnicero, huyó a encerrarse en la casa: y al día siguiente, hallaron al infeliz colgado a guisa de carnero, en un gancho de la carnicería. El demonio le había arrancado un jirón de su capa y le estranguló y le colgó. El P. Lejeune, que refiere esto en uno de sus sermones, dice que lo oyó contar a uno que vio al infeliz colgado.
Ya veis, pues, hermanos, como el retardar nuestra conversión, nos exponemos con frecuencia a no convertirnos nunca. ¿No es cierto que, al caer enfermo, te has dado prisa en llamar a un sacerdote para confesarte, y hasta has concebido un temor grande de que no estuviese bien hecha la confesión? ¿No eres tú quien, en tu enfermedad, dijiste que era una gran ceguera esperar a la hora de la muerte para amar a Dios, y que, si te devolvía la salud, te portarías mucho mejor que hasta entonces, obrarais con mucho mayor juicio? Amigo mío, o hermana mía, si nuestro Señor os devuelve la salud... ¡pobres hijos míos! No os fijáis en que vuestro arrepentimiento, no viene de Dios, o del arrepentimiento de vuestros pecados, sino solamente del temor al infierno. Hacéis como Antíoco, que lloraba los castigos que sus crímenes atraían sobre sí; más su corazón no había cambiado, pues bien, hermanos míos, Dios te ha devuelto la salud que con tanta insistencia le pediste, prometiéndole que te portarías mejor. Dime: una vez recobrada la salud, ¿te has vuelto mejor? ¿Ofendes menos a Dios? ¿Te has corregido de algún defecto? ¿Se te ve con mayor frecuencia a recibir los sacramentos? ¿Quiere que te diga lo que eres? Helo aquí: antes de tu enfermedad te confesabas algunas veces al año; desde que el Señor te ha devuelto la salud, ni aun lo haces en Pascua. ¡Ay! ¡Cuantos entre los que me escuchan obran así! Más no tengáis cuidado, veréis como a la primera enfermedad, Dios os hará salir de este mundo; o hablando más claro, seréis arrojado al infierno. Muy bien, podéis ver como, permaneciendo en el pecado, aunque sea con la halagüeña esperanza de abandonarlo algún día, os estáis burlando de Dios.
Aguardaos, hijos míos, y veréis qué chocante resulta eso de creer que Dios os perdonará cuando a vosotros os dé la gana de implorar su misericordia. Voy a poneros un ejemplo que, como otro ninguno, viene a tono con lo que hablamos.
Ejemplo 5. Se refiere que un caballero bueno en extremo. Tenia un criado tan malvado que no perdonaba ocasión para injuriar a su señor; se complacía sobre todo, en hacerlo cuando estaba rodeado de visitas y amigos. Le robó muchas cosas y de gran valor, y acabó por seducir a una de sus hijas; después de este golpe, huyo de la casa por temor a los rigores de la justicia. Pasado algún tiempo, se fue a encontrar a un sacerdote que sabia que era muy respetado en la casa del mencionado amo. El sacerdote se personó en la casa del caballero para que se dignase perdonar la culpa de aquel criado. El caballero fue tan bondadoso, que habló así al sacerdote: “Haré cuanto vos mandéis; más quiero también que él me dé alguna satisfacción; obrar de otro modo seria dar carta blanca a todos los criminales”. El sacerdote lleno de alegría, se fue al encuentro del criado y le dijo: “Vuestro señor ha tenido la caridad de perdonaros; pero quiere, con evidente justicia, una pequeña satisfacción”. El criado le contestó: “Cual es la satisfacción que quiere mi dueño, y en que tiempo la habré de cumplir”. Dijo el sacerdote: “En su casa, al presente, arrodillado a sus plantas y con la cabeza descubierta”. ¡Ah! ¡Muchos honores quiere mi señor! Pero yo no quiero pedirle más que perdón; él quiere que sea en su casa, de rodillas y con la cabeza descubierta, y yo quiero hacerlo en mi cuarto, y acostado en mi cama. Él quiere que sea ahora mismo, y yo quiero que sea dentro de diez años, cuando piense y esté dispuesto a morir”.
¿Que pensáis, H.M. de ese criado, qué me decís de él? ¿Que consejo hubierais dado a aquel caballero? Seguramente le hubierais hablado así: “Señor, vuestro sirviente es un miserable, que merece estar encerrado en un calabozo de donde salga únicamente para ser conducido al patíbulo”. Pues bien, hermanos míos, en este ejemplo, ¿no veis como os portáis vosotros con Dios? ¿No es este el mismo lenguaje que usáis con Dios, cuando decís que tenéis tiempo, que no hay prisa, que aun no estáis cercano a la muerte?
¡Ay! ¡Cuantos pecadores están cegados respecto al estado de su alma, y esperan hacer aquello que no les será dado realizar cuando ellos quieran!...
Pero, vayamos aun más lejos, y veremos que, cuando más diferís dejar el pecado, en mayor imposibilidad os ponéis de salir de él. ¿No es cierto que, en algún tiempo, la Palabra de Dios os conmovía, os llevaba a hacer ciertas reflexiones, y que, varias veces, habíais resuelto dejar el pecado y entregaros enteramente a Dios? ¿No es verdad que el pensamiento del juicio y del infierno os hacia derramar lágrimas, y que, ahora, nada de esto os conmueve, ni os sugiere la menor reflexión? ¿De que proviene esto, H.M.? ¡Ay! Es que vuestro corazón se ha endurecido y que Dios os abandona, de manera que cuanto más permanecéis en el pecado, más se aleja Dios de vosotros, y más insensibles os hacéis a vuestra perdición. ¡Ah! Si al menos hubierais fallecido en vuestra primera enfermedad, ¡no cayerais en lugar tan profundo del infierno! - Pero si quiere retornar a Dios en la actualidad, ¿me recibiría aun el Señor?- Amigo, no te digo que sí, ni que no. Si el número de los pecados que Dios tiene el propósito de perdonarte, no está colmado; si no has despreciado aún todas las gracias que Dios te tenía destinada, bien puedes esperar. Más si ya esta llena la medida de tus pecados y de las gracias menospreciadas, entonces todo está perdido para ti; en vano formularás los mejores propósitos... Así lo acabamos de ver en el ejemplo que acabo de referir.
¡Ah! Dios mío, ¿podremos pensar en esto sin que intentemos por todos los medios posibles mover la misericordia de Dios nuestro Señor? –Más, tal vez, alguien se dirá consigo mismo, ¿No tendré más que entregarme a la desesperación?– ¡Ah! amigo mío, yo quisiera llevarte a dos pasos de la desesperación, para que al darte cuenta del estado espantoso en que te hallas, para salir del mismo, los medios que aun en el presente Dios te ofrece. - Pero me dirás, muchos hay que se convirtieron en la hora de la muerte: El buen ladrón se convirtió totalmente en aquel momento.- El buen ladrón, en primer lugar, hijos míos, nunca había conocido a Dios. Desde que le conoció. Se entregó a Él; más adviértase que es el único caso que la Sagrada Escritura nos presenta, y es para que no desesperemos del todo en aquella hora.- Más también hay otros que se convirtieron, a pesar de haber vivido mucho tiempo en pecado. –Cuidado, amigo mío, pues creo que te engañas: dime que hay muchos que se arrepintieron; pero convertirse es otra cosa. He aquí lo que harás, y lo que has hecho ya en tus enfermedades: hacer llamar a un sacerdote, porque te atemorizaba el mal que sufrías. Pues bien, con todo y tu arrepentimiento, ¿te has convertido? Sin duda te habrás endurecido más todavía. ¡Ay, H.M.! Poca cosa significan tales arrepentimientos. Bien se arrepintió Saúl, ya que lloró sus pecados [1 Reyes 25, 14-30]; y, sin embargo, está condenado. Judas se arrepintió, ya que fue a devolver el dinero, y fue tan grande su pesar [que en su desesperación desconfío en el perdón y la amistad de Cristo] , que se ahorcó [Mt 27, 3]. Si me preguntáis ahora ¿donde llevan tales arrepentimientos?, os responderé... al infierno. Y vendré a parar siempre en mi conclusión de que si vivís en pecado y morís en él, os condenareis; pero espero que no será así: no llegareis a esto.
En tercer lugar, y avanzando en nuestros razonamientos, voy a mostraros cómo en vuestra manera de vivir nada hay que pueda haceros confiar; por el contrario, todo debe alarmaros, según ahora vais a ver. 1º Sabéis vosotros que, por vuestras solas fuerzas, no podéis salir del pecado; estáis plenamente convencidos de que es preciso que Dios os ayude con su gracia, ya que San Pablo nos dice que no somos capaces de formular un buen pensamiento sin la gracia de Dios [2 Cor 3, 5]; 2º Sabéis muy bien que el perdón solo podéis obtenerlo del mismo Dios. Reflexionad seriamente sobre estas dos consideraciones, H.M., y comprenderéis qué grande sea vuestra ceguera; o, para decirlo más claramente, pensad si estáis perdidos si con prontitud no abandonáis el pecado. Más decidme, ¿es despreciando las gracias del buen Dios como podéis esperar mayores fuerzas para romper con vuestros malos hábitos? ¿No es, por ventura, todo lo contrario lo que debéis esperar? Cuanto más allá lleguéis con vuestros extravíos, más merecedores os haréis de que Dios se aparte de vosotros y os abandone. De lo cual concluyo yo que, cuanto más os retraséis en volver a Dios, mayor es el peligro en que os ponéis en no convertiros nunca. Hemos dicho que solo de Dios podemos obtener el perdón. Pues bien, dime, ¿será multiplicando tus pecados como vas a asegurarte el perdón de Dios? Anda, amigo; eres un ciego, vive en el pecado para morir en él, y serás condenado. He aquí, amigo mío, a donde te llevará tu manera de orar y tu manera de vivir: “Vida de pecador, muerte de réprobo”. Más para que mejor sintáis todo esto avanzaremos hasta el momento fatal en que va a terminar nuestra vida.
II Tengo por seguro, ante todo, que todos vosotros habéis resuelto hacer una buena muerte, convertiros y dejar el pecado, vamos, pues, hijos míos, junto a fulano, que está moribundo, y hallaremos a un sujeto tendido en su lecho, cuya vida ha sido como la vuestra, vida de pecado; más sin faltarle jamás la esperanza de que antes de morir saldría de tan miserable estado. Examinadle bien, considerad atentamente su arrepentimiento, su dolor, su confesión y su muerte. A continuación, considerad lo que sois: y veréis también lo que será de vosotros otro día. No nos apartemos, hermanos, de la cabecera de ese moribundo, antes de que su suerte esté decidida para siempre. Aunque vivió en el pecado y en los placeres, se había prometido constantemente tener una buena muerte, y reparar todo el mal cometido durante su vida. Grabad indeleblemente esto en vuestro corazón, para que nunca os olvidéis de ello, y tengáis siempre presente ante vuestros ojos la suerte que os espera.
Os diré, primeramente, que durante toda su vida estuvo siempre obstáculos que él juzgaba insuperable. Lo primero que creía imposible de dejar eran los malos hábitos; otro obstáculo era la creencia de que no contaba ni con la gracia ni con fuerzas suficientes. Aunque en pecado, comprendía muy bien lo costoso, lo difícil que es hacer una buena confesión y reparar toda una vida que no fue más que una cadena de horrores y crímenes, sin embargo, el tiempo llega, el tiempo urge; es preciso dar comienzo a lo que nunca se quiso hacer, es preciso internarse en su corazón, verdadero abismo de iniquidad, semejante al de un matorral erizado de tantas y tan temibles espinas, que uno no sabe por donde echar mano y acaba por dejarlo todo tal como está. Mas la luz del conocimiento va extinguiéndose poco a poco; y, sin embargo, él no quiere morir en tal estado. Quiere convertirse: es decir, quiere dejar el pecado antes de morir. Que morirá, no hay duda; más que se convierta: sería preciso hacer ahora lo que debía haber hecho estando sano. En la imposibilidad de realizarlo, con lágrimas en los ojos, formula las mismas promesas que ha hecho cuantas veces se halló en trance de muerte; más Dios no escuchará tales falsedades y mentiras; para ello sería necesario destruir el pecado, que echó ya en su corazón raíces tan profundas, que superan a toda fuerza que intente arrancarla, como no sea una gracia extraordinaria. Pero Dios, para castigar su desprecio de todas las que en vida le concedió, se la deniega y le vuelve la espalda para no verle; se tapa los oídos para no exponerse a que sus gemidos y sollozos le enternezcan. ¡Ay!, es preciso morir, y nada de conversión; pero ni tan solo conocimiento tiene; vedle como desatina, contestando una cosa por otra. El sacerdote se queja, dice que se le debió avisar más pronto, que el enfermo carece ya de conocimiento, que no puede confesar. Padre, se engaña usted, tiene todo el conocimiento que debe tener antes de morir; si hubiera venido ayer para confesarle, Dios le habría quitado también el conocimiento; ha vivido en pecado despreciando el tiempo y las gracias que Él le concediera, y, según la justicia divina, debe morir en pecado. Aguarde usted unas horas y no tardará en verle arrastrado al infierno por los demonios a quienes tan puntualmente obedeció en vida; no aparte de él su mirada y va a ver como vomita su alma al infierno.
Más, antes de llegar el terrible momento, consideremos, hijos míos la agitación que experimenta, pregunta si realmente quiere confesarse, si le sabe mal haber ofendido a Dios; os hará ademán de que sí; bien quisiera confesarse, pero no puede. ¡Ay! ¡Es preciso morir, y nada de confesión! ¡Nada de conocimiento! Acércate amigo mío, mira a este empedernido pecador, que todo lo despreció, que se burló de todo, que creía que al morir todo acabaría para él. Mira a ese joven libertino; no hace aun quince días dejaba oír su voz en los cafés y casa de diversión, cantando canciones las más obscenas, malversando su dinero en juego . Mira a esa joven mundana llevada en alas de su vanidad, en la creencia de que jamás podía detenerse ni morir. ¡Oh, Dios mío! ¡Hay que morir! ¡Ay!, ¡que cambio es necesario morir y condenarse! Mira aquellos ojos que salen de sus órbitas, presagiando que la muerte va a llegar; ve como todos los que le acompañan están afectados de sentimientos singular; se le contempla con lágrimas en los ojos. ¿Me conoces? Le preguntan. Y él se limita a abrir horriblemente los ojos, con un visaje que mete espanto a cuantos los rodean. Se le mira temblando y con la cabeza inclinada: salid de allí, dejadle morir tal como vivió.
No, no me engaño, venid, H.M., vosotros que desde tantos años vais dilatando la confesión para tiempos mejores. Ved como sus labios fríos y temblorosos, faltos de movimiento, le anuncian que llega la muerte y la condenación. Amigo, deja por un momento la taberna, y ven conmigo a contemplar el rostro pálido, ese semblante lívido, esos cabellos en el sudor de la muerte. ¿No ves como se erizan sus cabellos? ¡Ay! Parece como si experimentase los horrores de la muerte. ¡Ay! Todo acabó para él, es preciso morir y condenarse. Ven hermana mía, deja por un momento esa música y esa danza; ven y veras lo que te espera otro día. ¿No ves esos demonios que le rodean, induciéndole a la desesperación? ¿No ves sus horribles convulsiones? No, no H. M., todo está perdido; preciso es que el alma salga de su cuerpo. ¡Oh Dios mío! ¿A donde irá esa pobre alma? ¡Ay! Solo el infierno será su morada.
No, no, H.M., un momento; le quedan aún cinco minutos de vida para que le sea manifestada toda su desdicha. Vedle como se acerca su fin... los circunstantes y el sacerdote se ponen de rodillas para mirar si Dios querrá tener compasión de aquella pobre alma: “¡Alma cristiana, le dice el sacerdote, sal de este mundo!” –Y ¿a donde quiere que vaya, si no ha vivido más que para el mundo, si solamente se acordó del mundo? Además, según la manera como vivió, pensaba no salir nunca de él... ¡Usted, padre, le desea el cielo, pero ella, ni tan solo conocía su existencia! Se engaña, padre; dígale más bien: “Sal de este mundo, alma criminal, ve a quemarte, ya que durante toda tu vida no has trabajado más que para eso”. –“Alma cristiana, continua el sacerdote, ve a descansar en la celestial Jerusalén”. – ¡Bravo! Amigo, envía usted a aquella hermosa ciudad un alma toda cubierta de pecados, de los que, el número excede a las horas de su vida; un alma que en su vida no fue más que una cadena de impurezas, la va usted a colocar junto a los ángeles, junto a Jesucristo que es la pureza misma. ¡Oh, horror! ¡Oh, abominación! ¡al infierno, al infierno, ya que allí tiene su lugar señalado! – “Dios mío, va siguiendo el sacerdote, Criador de todas las cosas, reconoced esta alma obra de vuestras manos. – ¡Y qué! Padre, se atreve usted a presentar a Dios, como si fuese su obra, un alma que no es más que un montón de crímenes, un alma enteramente corrompida; cese, amigo, de dirigirse al cielo, vuelva su mirada hacia los abismos y escuche a los demonios cuyo auxilio tanto reclamó; échele esa alma maldita, ya que para ellos trabajó. – “Dios mío, dirá tal vez aún el sacerdote, recibid esta alma que os ama como a su Criador y como su Salvador”. ¿Ella ama al buen Dios? ¿Dónde están, amigo, las señales? ¿Dónde están sus devotas oraciones, sus buenas confesiones, sus buenas comuniones? O mejor, ¿cuando cumplió el precepto pascual? Calle usted, escuche al demonio diciendo a gritos que ella le pertenece, ya que desde mucho tiempo a él se entregó. Hicieron un trato de cambio: el demonio le dio dinero, medios para vengarse, le procuró ocasiones de satisfacer sus deseos; no, no amigo, no le hable más del cielo. Por otra parte ella tampoco lo desea; prefiere, estando tan cubiertas de crímenes, ir a arder a los abismos, antes de subir al cielo, en presencia de un Dios tan puro.
Detengámonos ahora un momento, hijos míos, antes que el demonio se apodere de ese réprobo: solo le queda el conocimiento necesario para darse cuenta de los horrores del pasado, del presente y del porvenir, que, para él, son otros tantos torrentes del furor de Dios cayendo sobre el infeliz para completar su desesperación. Dios permite que en el espíritu de ese desgraciado que todo los despreció, se le presente juntos en aquel momento todos los medios que le ofreciera para salvar su alma; ve entonces cómo tenia necesidad de todo cuanto le ofreció Dios, y no le ha servido de nada. Dios permite que en aquel momento, se acuerde hasta del íntimo pensamiento saludable de los que le habrán sido sugeridos durante su vida; y ve cuál su ceguera al perderse. ¡Oh, Dios mío! ¡Cuál será su desesperación en tales momentos, al ver que podía salvarse y se ha de condenar! ¡Ay! ¡el presente y el porvenir completan su desesperación! Tiene plena convicción de que antes de transcurrir tres minutos estará en el infierno para no salir jamás de allí... El sacerdote, viendo que no hay lugar para la confesión, le presenta un crucifijo para excitarle al dolor y a la confianza, diciéndole: “Hijo mío, he aquí a tu Dios que murió para redimirte, ten confianza en su gran misericordia que es infinita. Salga de aquí, amigo, ¿no ve que solo aumenta su desesperación? ¿Piensa lo que va a hacer?... ¡Un Dios coronado de espinas, en las manos de una mundana veleidosa que durante toda su vida sólo procuró adornarse para agradar al mundo!... ¡Un Dios despojado de todo, hasta de sus vestiduras, en manos de un avaro!... ¡Oh, Dios mío! ¡Que horror!.. ¡Un Dios cubierto de llagas, en manos de un impuro!... ¡Un Dios que muere por sus enemigos, en manos de un vengativo!... ¡Oh, Dios mío! ¿Podemos imaginarlo sin morir de horror? ¡Oh, no, no, no le presente usted más a ese Dios clavado en la cruz; todo acabó para él, su reprobación en segura! ¡Ay! Es preciso morir y condenarse, teniendo tantos medios para alcanzar la salvación! Dios mío, ¡cual será la rabia de ese cristiano por toda la eternidad!
Hermanos, oídle al dar sus tristes despedidas. El infeliz ve que sus parientes y amigos huyen de él y le abandonan, y lloran diciendo: “Ya está, ya murió...” Es en vano que se esfuerce en darles su última despedida: ¡adiós, padre mío y madre mía! ¡Adiós, mis pobres hijos, adiós para siempre!... Más ¡ay! Aún no ha exhalado su último suspiro y ya se halla separado de todo, ya no se le escucha. ¡Ay! ¡Yo me muero y estoy condenado!... ¡sed más buenos que yo!... Se le dice, no dejaste obrar bien durante tu vida, ¡oh!, triste consuelo. Pero no son éstas las despedidas que más le entristecen; ya sabía él que un día lo había de dejar todo eso; más ante de bajar al infierno, levanta sus ojos al cielo, perdido para siempre: ¡adiós hermoso cielo! ¡Adiós mansión feliz, que por tan poca cosa he perdido para siempre! ¡Adiós dichosa compañía de los ángeles! ¡Adiós mi buen ángel de la Guarda, a quien Dios había destinado para ayudarme a mi salvación, y a pesar de vos me he perdido! ¡Adiós, Virgen santa y Madre Tierna, si hubiese querido implorar vuestro auxilio, Vos hubieseis obtenido mi perdón! ¡Adiós, Jesucristo, Hijo de Dios, que tanto sufristeis por salvarme, y yo me he perdido! ; ¡Vos que me hicisteis nacer en el seno de una religión tan consoladora, y fácil de seguir! ¡Adiós, pastor mío, a quien tantas penas he causado al despreciar a usted y todo cuanto su celo le inspiraba para hacerme ver que, viviendo como yo vivía, me era imposible salvarme, adiós para siempre!... ¡ah! ¡Los que están aun en la tierra, pueden evitar semejante desdicha; más, para mí, todo se acabó; sin Dios, sin cielo, sin felicidad!... ¡siempre llorar, siempre sufrir, sin esperanza de fin!... ¡Oh, Dios mío! ¡Qué terrible es vuestra justicia! ¡Eternidad! ¡Cuantas lágrimas me haces derramar, cuantos clamores me haces exhalar..., yo que viví constantemente en la esperanza de que un día había de salir del pecado y convertirme! ¡ay, la muerte me ha engañado, y no he tenido tiempo!
¡Ah! hermano mío, nos dice San Jerónimo, ¿quieres permanecer en pecado, y temes perecer en él? Nos refiere este gran santo, que un día fue llamado para visitar a un pobre moribundo, y, al verle muy atemorizado, le preguntó, que era lo que parecía espantarle. “¡Padre, estoy condenado!” Y diciendo estas palabras, exhaló su último suspiro. ¡Oh, infortunado destino el de un pecador que ha vivido en pecado! ¡Ay! ¡A cuantos a arrastrado el demonio al infierno, con la esperanza de que se convertirán! Hijos míos, ¿qué vais a pensar vosotros, que me escucháis, y no practicáis la oración, ni os confesáis, ni pensáis en convertiros? Dios mío, ¿podrá uno permanecer en una situación que en todo momento expone a caer en los abismos?... ¡Dios mío, dadnos la fe, que nos hará conocer la magnitud de nuestras desdichas si nos perdemos, y nos pondrá en la imposibilidad de permanecer en pecado! Esta es la gracia que os deseo.
Sí, hijos míos, es una gran miseria, una profunda humillación para nosotros, el haber sido concebido en pecado original, ya que por él venimos al mundo como hijos de maldición; es indudablemente, otra muy gran miseria en vivir en pecado; Mas el colmo de todas las desdichas es morir en él, es cierto, H.M., que no pudimos evitar el primer pecado, o sea, el de Adán; pero podemos fácilmente evitar aquel en que caemos tan voluntariamente, y una vez caídos, podemos deshacernos de su opresión con la gracia de Dios. ¡Ay! ¿Cómo podemos permanecer en un estado que nos expone a tanta desdicha por toda una eternidad? ¿Quién de nosotros, no temblará al oír a Jesucristo cuando nos dice que un día el pecador le buscará, pero no le hallará, y morirá en su pecado? Dejo a vuestra consideración el considerar el estado en que descansa quien vive tranquilo en pecado, siendo la muerte tan cierta y tan inseguro el momento. Con gran razón nos dice el Espíritu Santo que los pecadores se han extraviado en su marcha, que sus corazones se cegaron que sus espíritus quedaron cubiertos de las más espesas tinieblas, y que su malicia acabo por engañarlos y perderlos. Dilataron su vuelta al Señor para un tiempo que no les será concedido, esperaron tener una buena muerte, viviendo en pecado; pero se engañaron, ya que su muerte será muy desgraciada a los ojos del Señor. [Sb 5,6]. H.M., tal es, precisamente la conducta de la mayor parte de los cristianos de nuestros días, los cuales viviendo en pecado, esperan siempre tener una buena muerte, confiando en que dejarán el estado de culpa, que harán penitencia, y que antes de ser juzgados, repararán los pecados que cometieron. Más el demonio los engaña, y no saldrán del pecado más que para ser precipitados al infierno.
Para haceros comprender mejor la ceguera de los pecadores, voy a mostraros: 1º. Que cuanto más retrasamos en salir del pecado y volver a Dios, mayor es el peligro en que nos ponemos de perecer en la culpa, por la sencilla razón de que son más difíciles de vencer las malas costumbres adquiridas; 2º. Cada vez que despreciamos una gracia, el Señor se va apartando de nosotros, quedamos más débiles, y el demonio toma mayor ascendiente sobre nuestra persona. De aquí concluyo que, cuanto más tiempo permanecemos en pecado, en mayor peligro nos ponemos de no convertirnos nunca.
2º ¡Hablar yo, hermanos, de la muerte desgraciada de un pecador que muere en pecado, a cristianos que tantas veces han sentido ya la felicidad de amar a un Dios tan bueno y que, por la luz de la fe, conocen la magnitud de los bienes que Jesucristo prepara para los que conserven su alma exenta de pecado! Tal manera de hablar seria mejor para dirigirse a paganos que no conocen a Dios e ignoran las recompensas que promete a sus hijos. ¡Oh Dios míos! ¡Qué ciego es el hombre al dejar perder tantos bienes y atraer sobre sí tantos males, permaneciendo en pecado! Si pregunto a un niño: “¿para que fin Dios te ha creado y te ha conservado hasta el presente?” Me responderá: “Para conocerle, amarle, servirle, y por este medio alcanzar la vida eterna”. Más si yo dijese: ¿porque no hacen los cristianos lo que deben para merecer el cielo? Me diría, “esto proviene que han perdido de vista los bienes del cielo, y piensan hallar toda su felicidad en las cosas creadas”. El demonio los engañó y los engañará aun; viven sumidos en su ceguera y en ella perecerán, por más que tenga la esperanza de salir un día del pecado. Decidme, ¿no estamos viendo todos los días a personas que viven en pecado, y que desprecian todas las gracias que Dios les envía? Buenos pensamientos, buenos deseos, remordimiento de conciencia, buenos ejemplos, la Palabra de Dios. Siempre de que Dios la recibirá cuando tengan a bien retornar a Él, no se dan cuenta en su ceguera que, durante ese tiempo, el demonio les va preparando sitio en el infierno. ¡Oh ceguera! ¡Cuantos has echado al infierno, y a cuantos arrojará hasta el fin del mundo! En segundo lugar; esta consideración debe hacer temblar a un pecador que permanece en el pecado, aunque tenga la esperanza de salir de él. Ante todo, hermanos, no sois vosotros tan ignorantes para no saber que un solo pecado mortal será la causa de que nos perdamos para siempre, si llegamos a morir sin confesarlo, sin haber obtenido el perdón. En tercer lugar, sabemos muy bien que Jesucristo nos recomienda que estemos siempre preparados, pues nos hará salir de este mundo en el momento más inesperado; y si no dejamos el pecado antes que nos llame a otra vida, nos castigará sin misericordia. ¡Oh Dios mío! ¡Podremos vivir tranquilos en un estado que nos expone a caer en los abismos! Y si esto no es bastante para conmoveros, oídme por un momento, o mejor, abrir el Evangelio, y veréis si se puede vivir tan tranquilo, como vosotros vivís, en pecado.
Sí, hijos míos, todo os está advirtiendo que, si no salís pronto del pecado, vais a perecer: los oráculos, las amenazas, las comparaciones, las figuras, las parábolas, los ejemplos, todo aquello os dice que, o bien no podréis convertiros, o bien no queréis hacerlo. Oíd lo que el mismo Jesucristo dice al pecador: “Caminad mientras brilla delante de vosotros la luz de la fe” [Jn 12,35] , para evitar despreciando esa guía, os extraviéis para siempre. En otro lugar nos dice: “Vigilad, vigilad continuamente” [Mc 13,33] , ya que el enemigo de vuestra salvación trabaja constantemente para perderos. Y, además, orad, orad sin cesar para atraer sobre vosotros los auxilios del Cielo, pues oíd, vuestros enemigos son muy poderosos y astutos. Nos dice [Jesucristo]: ¿A que tanto empeño, a que vivir tan ocupado en vivir en las cosas temporales y en los placeres, si dentro de unos momentos lo habréis de abandonar todo? Jesucristo a los pecadores al decirles, que si no quieren volver a Él cuando les ofrece su gracia, días vendrá en que le buscarán implorando misericordia, más Él los despreciará, y a fin de no dejarse conmover por sus oraciones y lágrimas, se tapará los oídos y huirá de ellos. ¡Oh, Dios mío! ¡Que desdicha ser abandonado de Vos! ¡Oh, H. M.! ¡Cómo podremos en esto sin morir de dolor! Sí, hermanos, si sois insensibles a estas palabras, es que ya estáis perdidos. ¡Ah, pobre alma, llora ya desde hoy los tormentos que se te están preparando para la otra vida!
Prosigamos, H. M., oigamos al mismo Jesucristo, y veremos si nos es dado vivir seguros queriendo permanecer viviendo en el pecado. “Sí, nos dice; vendré como un ladrón, que procura sorprender al dueño de la casa en el momento en que más confiado duerme” [Mt 24,43]; nos dice igualmente, que la muerte vendrá a cortar el hilo de la vida criminal del pecador en el mismo momento en que su conciencia estará cargada de crímenes, y habrá tomado la buena resolución de librarse de ellos, sin haberlo hecho todavía. En otro lugar nos dice que nuestra vida transcurre «con la velocidad de un rayo que cruza de Oriente a Occidente» [Mt 24, 27]; hoy vemos a un pecador lleno de vida y rebosando de salud, con la cabeza llena de mil proyectos, y mañana las lágrimas de los suyos nos advierten que ya no es de este mundo, del cual ha salido sin saber porque había venido, ni para que fin. Ese insensato vivió ciego y murió tal como había vivido. Nos dice, además, Jesucristo que la muerte es el eco de la vida, para darnos a entender que aquel que vive en pecado, es casi seguro que morirá en pecado.
Ejemplo 1. Leemos en la historia que cierto hombre hizo del dinero su “dios”; al caer enfermo, ordenó que le trajesen una gaveta llena de oro para gozarse en el placer de contarlo, y cuando ya no tuvo fuerzas para ellos, puso su mano debajo del montón hasta que murió.
Ejemplo 2. De otro se cuenta que, cuando el confesor le presentó un crucifijo para moverle a contrición dijo; “si este crucifijo fuese de oro, valdría muy bien tanto...” ¡Ah! El corazón del pecador, no deja el pecado tan fácilmente como se cree. “Vida de pecador, muerte de réprobo”.
¿Que quiere enseñarnos Jesucristo, con aquella parábola de las vírgenes prudentes y de las vírgenes fatuas, según la cual fueron bien recibidas porque entraron con el esposo, mientras que las otras hallaron cerrada la puerta? Con ello quería Jesucristo mostrarnos la conducta de la gente del mundo: las vírgenes prudentes representan a los buenos cristianos que se hallan siempre preparados para comparecer delante de Dios, cualquiera en que sea el momento en que los llame; las vírgenes fatuas son la figura de los malos cristianos, que creen constantemente que les va a quedar tiempo para prepararse y convertirse, salir del pecado y hacer obras buenas. Así pasan la vida, y llega la muerte; pero ellos no tienen en su haber más que maldades y nada bueno. La muerte les da el zarpazo, Jesucristo los llama a su Tribunal para que rindan cuenta de su vida; entonces quisieran poner en orden su conciencia, se inquietan; quisieran dejar el pecado; pero ¡ay! No tienen ni tiempo, ni fuerza suficiente, ni tal vez la gracia que seria necesaria. Al suplicar a Dios que tenga de ellos compasión y sea misericordioso, le responde que no los conoce, les cierra la puerta: es decir, les arroja al infierno. Ved H. M., el destino de muchísimos pecadores que viven muy tranquilos en el pecado. Pobre alma ¡qué desdichada eres al tener que morar en un cuerpo con que tanto furor te arrastra al infierno! ¡Ah! Amigo mío, ¿porque quieres perder tú esa pobre alma? ¿Que mal te ha hecho para condenarla a tantas desdichas?... ¡Oh Dios mío, que ciego es el hombre!...
En segundo lugar, he de deciros que el comportamiento de Esaú hallamos el verdadero retrato del hombre que se pierde, vendiendo su patrimonio por un plato de lentejas. Durante algún tiempo, Esaú, “vivió totalmente insensible a su perdida” [Gen 25, 34] , solamente pensaba en divertirse y entregarse a sus placeres; llega, sin embargo, el momento en que entra en sí mismo, recordando la falta cometida; pero cuanto más reflexiona, más se convence de la magnitud de su ceguera. Desconsolado por su desgracia, mira si será posible una reparación; usa de las suplicas, de las lágrimas, de los sollozos, para procurar mover el corazón de su padre; pero es demasiado tarde: el padre ya dio su bendición a otro, sus suplicas son desatendidas, sus estancias no son escuchadas. En vano se inquieta, no hay más remedio que resignarse a permanecer en la miseria y morir en ella. Ved aquí, H. M., lo que acontece en todo tiempo al pecador: vende a Dios, a su alma, y el lugar que en el cielo tiene destinado, por menos de un plato de lentejas, esto es, por el placer de un instante, por un pensamiento de odio, de venganza, por una mirada o un tocamiento deshonesto consigo mismo o con otros, por un puñado de tierra, por un vaso de vino. ¡Ah! ¡Porque miseria eres entregada, o alma hermosa! Vemos también en efecto a esos pecadores vivir tranquilos por algún tiempo, tan en paz, a lo menos aparentemente, como si en su vida no hubiesen realizado más que obras buenas. Unos piensan en sus placeres, otros en los bienes de este mundo; pero como aconteció a Esaú, llegan el momento en que reconocen su falta, quisieran poderla reparar, pero es demasiado tarde. Gimiendo y derramando lágrimas, conjuran al Señor para que les devuelva los bienes que ellos vendieron, esto es, el cielo; pero el Señor hace cual el padre de Esaú, les responde que dio su lugar a otro. ¡Ay! en vano ese pobre pecador exclama e implora misericordia, no tiene más remedio que resignarse a permanecer en su miseria y precipitarse en el infierno. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué desdichada a los ojos del Señor la muerte del pecador!
¡Ay! Cuantos hacen como el desgraciado Sísara, a quien una pérfida mujer adormeció dándole a beber un poco de leche, y se aprovechó de aquella oportunidad para quitarle la vida, sin que el infeliz tuviese lugar a llorar la ceguera que significaba el poner la confianza en aquella pérfida [Judic 4]. Así también ¡cuantos pecadores hay a quienes la muerte se lleva tan rápidamente, que no les deja tiempo para llorar la ceguera de haber permanecido en el pecado! ¡Cuantos hay también que imitan al impío Antíoco, que reconocen sus crímenes, los lloran e imploran misericordia si que les sea dado obtenerla, y descienden al infierno lanzando esas desesperantes suplicas no atendidas. Y este es, el fin de innumerables pecadores. No cabe duda, de que ninguno de nosotros quisiera tener una muerte desgraciada, en lo cual no andamos ciertamente fuera de razón; más lo que me desconsuela, es que viváis en pecado, y estéis en gran peligro de perecer en él. No soy tan solo yo quien lo dice, sino que es el mismo Jesucristo quien lo asegura.
¿No es verdad, amigo mío, que estás pensando: dejemos hablar al cura, y hagamos nosotros nuestra vida ordinaria? ¿Sabes, amigo mío, lo que te acontecerá dejando hablar al cura? Y –¿Qué quiere usted que me acontezca? –Pues, amigo mío, que te condenarás. –Más yo confío que no será así, pensarán tal vez; hay tiempo para todo. – Amigo mío, podemos tener tiempo para llorar y para sufrir, pero no para convertirnos; y para que te convenzas voy a contarte un ejemplo espantoso.
Ejemplo 3: Refiérese en la historia que un hombre de mundo, que durante largo tiempo había vivido en el mayor desorden, se convirtió y perseveró una temporada en aquellas buenas disposiciones; pero al fin recayó, sin pensar ya más en volver a Dios. Sus amigos no cesaban de orar por él; más él despreciaba todo cuanto se le advertía para su bien. En aquella misma época se anunciaron ejercicios [ejercicios espirituales] , los cuales debían darse al poco tiempo. Se creyó que aquellas circunstancia serian oportunas para mover al pecador aquel a aprovechar la ocasión que Dios le ofrecía de poder entrar de nuevo en el camino de la salvación. Tras muchas suplicas e instancias por parte de sus amigos, y después de haber él rehusado y resistido obstinadamente, al fin accedió, dando palabra que asistiría a los ejercicios con los demás. Más ¡ay! ¿Que aconteció? ¡Qué temibles e impenetrable son los juicios de Dios! A la mañana misma en que se le esperaba, que era el día en que los ejercicios iban a comenzar, se supo que aquel hombre había sido hallado muerto en su casa, sin conocimiento, sin socorro alguno, sin sacramentos. ¿Nos convencemos de una vez, H. M., de lo que es vivir en pecado con la esperanza de que un día saldremos de él?
¡Ay, hijos míos! Abusamos del tiempo cuando disponemos de él, despreciamos las gracias que Dios nos ofrece, más, frecuentemente, el Señor para castigarnos, nos la quita, cuando querríamos aprovecharla. Si al presente no determinamos portarnos bien, quizá al quererlo, no nos será posible. ¿No es verdad que pensáis confesaros algún día, y entonces dejar el pecado y hacer penitencia? –Ésta es ciertamente mi intención.– Esta es tu intención amigo mío, pero yo voy a decirte lo que harás y lo que vas a ser. Actualmente estás en pecado; no me lo negarás: pues bien, después de tu muerte te condenarás. - Y ¿qué sabe usted? - Si no lo supiese no te lo diría. Además, voy a demostrarte que viviendo en pecado, aun con la esperanza de salir de tal estado, no lo harás, hasta queriéndolo de corazón, y entonces comprenderás lo que es el despreciar el tiempo y las gracias que en determinado momento nos ofrece Dios.
Ejemplo 4. Refiérese en la historia que cierto extranjero, pasando por Donzenac [ese extranjero se llamaba Lorrain y era librero de profesión] , se dirigió a un sacerdote para que le oyera en confesión; más el sacerdote, no sé porque causa, lo rechazó. De allí se fue a una ciudad llamada Brives. Se presentó al procurador del rey y le dijo, os ruego que me encarceléis, [Lorrain dijo al procurador que desde hace algún tiempo se había dado al demonio]; le ruego que me encarceléis, y he oído decir siempre que no hay poder que valga contra los que están en manos de la justicia. Le responde el procurador: –no sabes lo que es estar en manos de la justicia, una vez en su poder no se sale de cualquier manera.- No importa, señor, encarceladme. El procurador imaginó que aquel hombre estaría loco, por lo cual encarcelándole, y hasta conversando con él por más tiempo, se exponía a las burlas del público. En aquel momento vio pasar por la calle a un sacerdote conocido, que era confesor de las Ursulinas; le llamó y le dijo: “Padre, tomad la bondad de tomar este hombre bajo vuestros cuidados”. Y dirigiéndose a aquel hombre: “Amigo mío, le dijo, seguid a este sacerdote y haced lo que él os diga. Dicho sacerdote, después de hablar un rato con el infeliz, pensó como el procurador del rey, que tenía enajenadas las facultades mentales; y le rogó que se dirigiese a otra parte, ya que él no podía encargarse de su conducta. Aquel pobre desagraciado, no sabiendo ya dónde acudir, se fue a dos distintas comunidades a pedir un sacerdote que le confesase. En una se le dijo que los padres estaban descansando, pues debían levantarse a la media noche; en la otra pudo hablar con un padre que le despidió para que volviese al día siguiente. Más aquel pobre infeliz, se echo a llorar, exclamando: ¡Oh! Padre mío, si no tiene piedad de mí estoy perdido; dijo que se había entregado al demonio; y el plazo termina esta noche. “Idos, amigo mío, –le respondió el padre–, y encomendaos a la Santísima Virgen. Le entregó un Rosario y le despidió. Al pasar por una plaza, llorando de pena por no haber podido hallar un confesor entre tantos sacerdotes como en aquellas comunidades había, vio un grupo de vecinos que estaban conversando, y les pidió si por ventura entre ellos habría alguno que quisiera hospedarle aquella noche. Se hallaba entre ellos un carnicero, quien le dijo que podía seguirle a su casa. Cuando estuvieron en ella, aquel pobre infeliz le contó qué desdichado era por haberse dado al demonio; creía él tener tiempo suficiente para confesarse, dejar el pecado y hacer penitencia, mas ningún sacerdote quiso confesarle. El carnicero se extrañó de que todos aquellos sacerdotes hubiesen mostrado tanta falta de caridad. –¡Ay! señor, bien reconozco que es permisión de Dios para castigarme por el tiempo y las gracias que desprecié–. “Amigo mío”,–dijo el carnicero- “cabe aun recurrir a Dios”, –¡Ay!, señor estoy perdido; ésta misma noche el demonio debe matarme y llevarse mi alma.- El carnicero, según parece, no se fue a dormir, para indagar si aquel hombre había perdido el juicio, o si era verdad cuanto afirmaba. En efecto, hacia la media noche, oyó un espantoso ruido, y gritos horribles como de dos personas de las que una estrangulase a la otra. Corrió el carnicero hacia el cuarto del infeliz, y vio al demonio que le arrastraba al patio. Horrorizado el carnicero, huyó a encerrarse en la casa: y al día siguiente, hallaron al infeliz colgado a guisa de carnero, en un gancho de la carnicería. El demonio le había arrancado un jirón de su capa y le estranguló y le colgó. El P. Lejeune, que refiere esto en uno de sus sermones, dice que lo oyó contar a uno que vio al infeliz colgado.
Ya veis, pues, hermanos, como el retardar nuestra conversión, nos exponemos con frecuencia a no convertirnos nunca. ¿No es cierto que, al caer enfermo, te has dado prisa en llamar a un sacerdote para confesarte, y hasta has concebido un temor grande de que no estuviese bien hecha la confesión? ¿No eres tú quien, en tu enfermedad, dijiste que era una gran ceguera esperar a la hora de la muerte para amar a Dios, y que, si te devolvía la salud, te portarías mucho mejor que hasta entonces, obrarais con mucho mayor juicio? Amigo mío, o hermana mía, si nuestro Señor os devuelve la salud... ¡pobres hijos míos! No os fijáis en que vuestro arrepentimiento, no viene de Dios, o del arrepentimiento de vuestros pecados, sino solamente del temor al infierno. Hacéis como Antíoco, que lloraba los castigos que sus crímenes atraían sobre sí; más su corazón no había cambiado, pues bien, hermanos míos, Dios te ha devuelto la salud que con tanta insistencia le pediste, prometiéndole que te portarías mejor. Dime: una vez recobrada la salud, ¿te has vuelto mejor? ¿Ofendes menos a Dios? ¿Te has corregido de algún defecto? ¿Se te ve con mayor frecuencia a recibir los sacramentos? ¿Quiere que te diga lo que eres? Helo aquí: antes de tu enfermedad te confesabas algunas veces al año; desde que el Señor te ha devuelto la salud, ni aun lo haces en Pascua. ¡Ay! ¡Cuantos entre los que me escuchan obran así! Más no tengáis cuidado, veréis como a la primera enfermedad, Dios os hará salir de este mundo; o hablando más claro, seréis arrojado al infierno. Muy bien, podéis ver como, permaneciendo en el pecado, aunque sea con la halagüeña esperanza de abandonarlo algún día, os estáis burlando de Dios.
Aguardaos, hijos míos, y veréis qué chocante resulta eso de creer que Dios os perdonará cuando a vosotros os dé la gana de implorar su misericordia. Voy a poneros un ejemplo que, como otro ninguno, viene a tono con lo que hablamos.
Ejemplo 5. Se refiere que un caballero bueno en extremo. Tenia un criado tan malvado que no perdonaba ocasión para injuriar a su señor; se complacía sobre todo, en hacerlo cuando estaba rodeado de visitas y amigos. Le robó muchas cosas y de gran valor, y acabó por seducir a una de sus hijas; después de este golpe, huyo de la casa por temor a los rigores de la justicia. Pasado algún tiempo, se fue a encontrar a un sacerdote que sabia que era muy respetado en la casa del mencionado amo. El sacerdote se personó en la casa del caballero para que se dignase perdonar la culpa de aquel criado. El caballero fue tan bondadoso, que habló así al sacerdote: “Haré cuanto vos mandéis; más quiero también que él me dé alguna satisfacción; obrar de otro modo seria dar carta blanca a todos los criminales”. El sacerdote lleno de alegría, se fue al encuentro del criado y le dijo: “Vuestro señor ha tenido la caridad de perdonaros; pero quiere, con evidente justicia, una pequeña satisfacción”. El criado le contestó: “Cual es la satisfacción que quiere mi dueño, y en que tiempo la habré de cumplir”. Dijo el sacerdote: “En su casa, al presente, arrodillado a sus plantas y con la cabeza descubierta”. ¡Ah! ¡Muchos honores quiere mi señor! Pero yo no quiero pedirle más que perdón; él quiere que sea en su casa, de rodillas y con la cabeza descubierta, y yo quiero hacerlo en mi cuarto, y acostado en mi cama. Él quiere que sea ahora mismo, y yo quiero que sea dentro de diez años, cuando piense y esté dispuesto a morir”.
¿Que pensáis, H.M. de ese criado, qué me decís de él? ¿Que consejo hubierais dado a aquel caballero? Seguramente le hubierais hablado así: “Señor, vuestro sirviente es un miserable, que merece estar encerrado en un calabozo de donde salga únicamente para ser conducido al patíbulo”. Pues bien, hermanos míos, en este ejemplo, ¿no veis como os portáis vosotros con Dios? ¿No es este el mismo lenguaje que usáis con Dios, cuando decís que tenéis tiempo, que no hay prisa, que aun no estáis cercano a la muerte?
¡Ay! ¡Cuantos pecadores están cegados respecto al estado de su alma, y esperan hacer aquello que no les será dado realizar cuando ellos quieran!...
Pero, vayamos aun más lejos, y veremos que, cuando más diferís dejar el pecado, en mayor imposibilidad os ponéis de salir de él. ¿No es cierto que, en algún tiempo, la Palabra de Dios os conmovía, os llevaba a hacer ciertas reflexiones, y que, varias veces, habíais resuelto dejar el pecado y entregaros enteramente a Dios? ¿No es verdad que el pensamiento del juicio y del infierno os hacia derramar lágrimas, y que, ahora, nada de esto os conmueve, ni os sugiere la menor reflexión? ¿De que proviene esto, H.M.? ¡Ay! Es que vuestro corazón se ha endurecido y que Dios os abandona, de manera que cuanto más permanecéis en el pecado, más se aleja Dios de vosotros, y más insensibles os hacéis a vuestra perdición. ¡Ah! Si al menos hubierais fallecido en vuestra primera enfermedad, ¡no cayerais en lugar tan profundo del infierno! - Pero si quiere retornar a Dios en la actualidad, ¿me recibiría aun el Señor?- Amigo, no te digo que sí, ni que no. Si el número de los pecados que Dios tiene el propósito de perdonarte, no está colmado; si no has despreciado aún todas las gracias que Dios te tenía destinada, bien puedes esperar. Más si ya esta llena la medida de tus pecados y de las gracias menospreciadas, entonces todo está perdido para ti; en vano formularás los mejores propósitos... Así lo acabamos de ver en el ejemplo que acabo de referir.
¡Ah! Dios mío, ¿podremos pensar en esto sin que intentemos por todos los medios posibles mover la misericordia de Dios nuestro Señor? –Más, tal vez, alguien se dirá consigo mismo, ¿No tendré más que entregarme a la desesperación?– ¡Ah! amigo mío, yo quisiera llevarte a dos pasos de la desesperación, para que al darte cuenta del estado espantoso en que te hallas, para salir del mismo, los medios que aun en el presente Dios te ofrece. - Pero me dirás, muchos hay que se convirtieron en la hora de la muerte: El buen ladrón se convirtió totalmente en aquel momento.- El buen ladrón, en primer lugar, hijos míos, nunca había conocido a Dios. Desde que le conoció. Se entregó a Él; más adviértase que es el único caso que la Sagrada Escritura nos presenta, y es para que no desesperemos del todo en aquella hora.- Más también hay otros que se convirtieron, a pesar de haber vivido mucho tiempo en pecado. –Cuidado, amigo mío, pues creo que te engañas: dime que hay muchos que se arrepintieron; pero convertirse es otra cosa. He aquí lo que harás, y lo que has hecho ya en tus enfermedades: hacer llamar a un sacerdote, porque te atemorizaba el mal que sufrías. Pues bien, con todo y tu arrepentimiento, ¿te has convertido? Sin duda te habrás endurecido más todavía. ¡Ay, H.M.! Poca cosa significan tales arrepentimientos. Bien se arrepintió Saúl, ya que lloró sus pecados [1 Reyes 25, 14-30]; y, sin embargo, está condenado. Judas se arrepintió, ya que fue a devolver el dinero, y fue tan grande su pesar [que en su desesperación desconfío en el perdón y la amistad de Cristo] , que se ahorcó [Mt 27, 3]. Si me preguntáis ahora ¿donde llevan tales arrepentimientos?, os responderé... al infierno. Y vendré a parar siempre en mi conclusión de que si vivís en pecado y morís en él, os condenareis; pero espero que no será así: no llegareis a esto.
En tercer lugar, y avanzando en nuestros razonamientos, voy a mostraros cómo en vuestra manera de vivir nada hay que pueda haceros confiar; por el contrario, todo debe alarmaros, según ahora vais a ver. 1º Sabéis vosotros que, por vuestras solas fuerzas, no podéis salir del pecado; estáis plenamente convencidos de que es preciso que Dios os ayude con su gracia, ya que San Pablo nos dice que no somos capaces de formular un buen pensamiento sin la gracia de Dios [2 Cor 3, 5]; 2º Sabéis muy bien que el perdón solo podéis obtenerlo del mismo Dios. Reflexionad seriamente sobre estas dos consideraciones, H.M., y comprenderéis qué grande sea vuestra ceguera; o, para decirlo más claramente, pensad si estáis perdidos si con prontitud no abandonáis el pecado. Más decidme, ¿es despreciando las gracias del buen Dios como podéis esperar mayores fuerzas para romper con vuestros malos hábitos? ¿No es, por ventura, todo lo contrario lo que debéis esperar? Cuanto más allá lleguéis con vuestros extravíos, más merecedores os haréis de que Dios se aparte de vosotros y os abandone. De lo cual concluyo yo que, cuanto más os retraséis en volver a Dios, mayor es el peligro en que os ponéis en no convertiros nunca. Hemos dicho que solo de Dios podemos obtener el perdón. Pues bien, dime, ¿será multiplicando tus pecados como vas a asegurarte el perdón de Dios? Anda, amigo; eres un ciego, vive en el pecado para morir en él, y serás condenado. He aquí, amigo mío, a donde te llevará tu manera de orar y tu manera de vivir: “Vida de pecador, muerte de réprobo”. Más para que mejor sintáis todo esto avanzaremos hasta el momento fatal en que va a terminar nuestra vida.
II Tengo por seguro, ante todo, que todos vosotros habéis resuelto hacer una buena muerte, convertiros y dejar el pecado, vamos, pues, hijos míos, junto a fulano, que está moribundo, y hallaremos a un sujeto tendido en su lecho, cuya vida ha sido como la vuestra, vida de pecado; más sin faltarle jamás la esperanza de que antes de morir saldría de tan miserable estado. Examinadle bien, considerad atentamente su arrepentimiento, su dolor, su confesión y su muerte. A continuación, considerad lo que sois: y veréis también lo que será de vosotros otro día. No nos apartemos, hermanos, de la cabecera de ese moribundo, antes de que su suerte esté decidida para siempre. Aunque vivió en el pecado y en los placeres, se había prometido constantemente tener una buena muerte, y reparar todo el mal cometido durante su vida. Grabad indeleblemente esto en vuestro corazón, para que nunca os olvidéis de ello, y tengáis siempre presente ante vuestros ojos la suerte que os espera.
Os diré, primeramente, que durante toda su vida estuvo siempre obstáculos que él juzgaba insuperable. Lo primero que creía imposible de dejar eran los malos hábitos; otro obstáculo era la creencia de que no contaba ni con la gracia ni con fuerzas suficientes. Aunque en pecado, comprendía muy bien lo costoso, lo difícil que es hacer una buena confesión y reparar toda una vida que no fue más que una cadena de horrores y crímenes, sin embargo, el tiempo llega, el tiempo urge; es preciso dar comienzo a lo que nunca se quiso hacer, es preciso internarse en su corazón, verdadero abismo de iniquidad, semejante al de un matorral erizado de tantas y tan temibles espinas, que uno no sabe por donde echar mano y acaba por dejarlo todo tal como está. Mas la luz del conocimiento va extinguiéndose poco a poco; y, sin embargo, él no quiere morir en tal estado. Quiere convertirse: es decir, quiere dejar el pecado antes de morir. Que morirá, no hay duda; más que se convierta: sería preciso hacer ahora lo que debía haber hecho estando sano. En la imposibilidad de realizarlo, con lágrimas en los ojos, formula las mismas promesas que ha hecho cuantas veces se halló en trance de muerte; más Dios no escuchará tales falsedades y mentiras; para ello sería necesario destruir el pecado, que echó ya en su corazón raíces tan profundas, que superan a toda fuerza que intente arrancarla, como no sea una gracia extraordinaria. Pero Dios, para castigar su desprecio de todas las que en vida le concedió, se la deniega y le vuelve la espalda para no verle; se tapa los oídos para no exponerse a que sus gemidos y sollozos le enternezcan. ¡Ay!, es preciso morir, y nada de conversión; pero ni tan solo conocimiento tiene; vedle como desatina, contestando una cosa por otra. El sacerdote se queja, dice que se le debió avisar más pronto, que el enfermo carece ya de conocimiento, que no puede confesar. Padre, se engaña usted, tiene todo el conocimiento que debe tener antes de morir; si hubiera venido ayer para confesarle, Dios le habría quitado también el conocimiento; ha vivido en pecado despreciando el tiempo y las gracias que Él le concediera, y, según la justicia divina, debe morir en pecado. Aguarde usted unas horas y no tardará en verle arrastrado al infierno por los demonios a quienes tan puntualmente obedeció en vida; no aparte de él su mirada y va a ver como vomita su alma al infierno.
Más, antes de llegar el terrible momento, consideremos, hijos míos la agitación que experimenta, pregunta si realmente quiere confesarse, si le sabe mal haber ofendido a Dios; os hará ademán de que sí; bien quisiera confesarse, pero no puede. ¡Ay! ¡Es preciso morir, y nada de confesión! ¡Nada de conocimiento! Acércate amigo mío, mira a este empedernido pecador, que todo lo despreció, que se burló de todo, que creía que al morir todo acabaría para él. Mira a ese joven libertino; no hace aun quince días dejaba oír su voz en los cafés y casa de diversión, cantando canciones las más obscenas, malversando su dinero en juego . Mira a esa joven mundana llevada en alas de su vanidad, en la creencia de que jamás podía detenerse ni morir. ¡Oh, Dios mío! ¡Hay que morir! ¡Ay!, ¡que cambio es necesario morir y condenarse! Mira aquellos ojos que salen de sus órbitas, presagiando que la muerte va a llegar; ve como todos los que le acompañan están afectados de sentimientos singular; se le contempla con lágrimas en los ojos. ¿Me conoces? Le preguntan. Y él se limita a abrir horriblemente los ojos, con un visaje que mete espanto a cuantos los rodean. Se le mira temblando y con la cabeza inclinada: salid de allí, dejadle morir tal como vivió.
No, no me engaño, venid, H.M., vosotros que desde tantos años vais dilatando la confesión para tiempos mejores. Ved como sus labios fríos y temblorosos, faltos de movimiento, le anuncian que llega la muerte y la condenación. Amigo, deja por un momento la taberna, y ven conmigo a contemplar el rostro pálido, ese semblante lívido, esos cabellos en el sudor de la muerte. ¿No ves como se erizan sus cabellos? ¡Ay! Parece como si experimentase los horrores de la muerte. ¡Ay! Todo acabó para él, es preciso morir y condenarse. Ven hermana mía, deja por un momento esa música y esa danza; ven y veras lo que te espera otro día. ¿No ves esos demonios que le rodean, induciéndole a la desesperación? ¿No ves sus horribles convulsiones? No, no H. M., todo está perdido; preciso es que el alma salga de su cuerpo. ¡Oh Dios mío! ¿A donde irá esa pobre alma? ¡Ay! Solo el infierno será su morada.
No, no, H.M., un momento; le quedan aún cinco minutos de vida para que le sea manifestada toda su desdicha. Vedle como se acerca su fin... los circunstantes y el sacerdote se ponen de rodillas para mirar si Dios querrá tener compasión de aquella pobre alma: “¡Alma cristiana, le dice el sacerdote, sal de este mundo!” –Y ¿a donde quiere que vaya, si no ha vivido más que para el mundo, si solamente se acordó del mundo? Además, según la manera como vivió, pensaba no salir nunca de él... ¡Usted, padre, le desea el cielo, pero ella, ni tan solo conocía su existencia! Se engaña, padre; dígale más bien: “Sal de este mundo, alma criminal, ve a quemarte, ya que durante toda tu vida no has trabajado más que para eso”. –“Alma cristiana, continua el sacerdote, ve a descansar en la celestial Jerusalén”. – ¡Bravo! Amigo, envía usted a aquella hermosa ciudad un alma toda cubierta de pecados, de los que, el número excede a las horas de su vida; un alma que en su vida no fue más que una cadena de impurezas, la va usted a colocar junto a los ángeles, junto a Jesucristo que es la pureza misma. ¡Oh, horror! ¡Oh, abominación! ¡al infierno, al infierno, ya que allí tiene su lugar señalado! – “Dios mío, va siguiendo el sacerdote, Criador de todas las cosas, reconoced esta alma obra de vuestras manos. – ¡Y qué! Padre, se atreve usted a presentar a Dios, como si fuese su obra, un alma que no es más que un montón de crímenes, un alma enteramente corrompida; cese, amigo, de dirigirse al cielo, vuelva su mirada hacia los abismos y escuche a los demonios cuyo auxilio tanto reclamó; échele esa alma maldita, ya que para ellos trabajó. – “Dios mío, dirá tal vez aún el sacerdote, recibid esta alma que os ama como a su Criador y como su Salvador”. ¿Ella ama al buen Dios? ¿Dónde están, amigo, las señales? ¿Dónde están sus devotas oraciones, sus buenas confesiones, sus buenas comuniones? O mejor, ¿cuando cumplió el precepto pascual? Calle usted, escuche al demonio diciendo a gritos que ella le pertenece, ya que desde mucho tiempo a él se entregó. Hicieron un trato de cambio: el demonio le dio dinero, medios para vengarse, le procuró ocasiones de satisfacer sus deseos; no, no amigo, no le hable más del cielo. Por otra parte ella tampoco lo desea; prefiere, estando tan cubiertas de crímenes, ir a arder a los abismos, antes de subir al cielo, en presencia de un Dios tan puro.
Detengámonos ahora un momento, hijos míos, antes que el demonio se apodere de ese réprobo: solo le queda el conocimiento necesario para darse cuenta de los horrores del pasado, del presente y del porvenir, que, para él, son otros tantos torrentes del furor de Dios cayendo sobre el infeliz para completar su desesperación. Dios permite que en el espíritu de ese desgraciado que todo los despreció, se le presente juntos en aquel momento todos los medios que le ofreciera para salvar su alma; ve entonces cómo tenia necesidad de todo cuanto le ofreció Dios, y no le ha servido de nada. Dios permite que en aquel momento, se acuerde hasta del íntimo pensamiento saludable de los que le habrán sido sugeridos durante su vida; y ve cuál su ceguera al perderse. ¡Oh, Dios mío! ¡Cuál será su desesperación en tales momentos, al ver que podía salvarse y se ha de condenar! ¡Ay! ¡el presente y el porvenir completan su desesperación! Tiene plena convicción de que antes de transcurrir tres minutos estará en el infierno para no salir jamás de allí... El sacerdote, viendo que no hay lugar para la confesión, le presenta un crucifijo para excitarle al dolor y a la confianza, diciéndole: “Hijo mío, he aquí a tu Dios que murió para redimirte, ten confianza en su gran misericordia que es infinita. Salga de aquí, amigo, ¿no ve que solo aumenta su desesperación? ¿Piensa lo que va a hacer?... ¡Un Dios coronado de espinas, en las manos de una mundana veleidosa que durante toda su vida sólo procuró adornarse para agradar al mundo!... ¡Un Dios despojado de todo, hasta de sus vestiduras, en manos de un avaro!... ¡Oh, Dios mío! ¡Que horror!.. ¡Un Dios cubierto de llagas, en manos de un impuro!... ¡Un Dios que muere por sus enemigos, en manos de un vengativo!... ¡Oh, Dios mío! ¿Podemos imaginarlo sin morir de horror? ¡Oh, no, no, no le presente usted más a ese Dios clavado en la cruz; todo acabó para él, su reprobación en segura! ¡Ay! Es preciso morir y condenarse, teniendo tantos medios para alcanzar la salvación! Dios mío, ¡cual será la rabia de ese cristiano por toda la eternidad!
Hermanos, oídle al dar sus tristes despedidas. El infeliz ve que sus parientes y amigos huyen de él y le abandonan, y lloran diciendo: “Ya está, ya murió...” Es en vano que se esfuerce en darles su última despedida: ¡adiós, padre mío y madre mía! ¡Adiós, mis pobres hijos, adiós para siempre!... Más ¡ay! Aún no ha exhalado su último suspiro y ya se halla separado de todo, ya no se le escucha. ¡Ay! ¡Yo me muero y estoy condenado!... ¡sed más buenos que yo!... Se le dice, no dejaste obrar bien durante tu vida, ¡oh!, triste consuelo. Pero no son éstas las despedidas que más le entristecen; ya sabía él que un día lo había de dejar todo eso; más ante de bajar al infierno, levanta sus ojos al cielo, perdido para siempre: ¡adiós hermoso cielo! ¡Adiós mansión feliz, que por tan poca cosa he perdido para siempre! ¡Adiós dichosa compañía de los ángeles! ¡Adiós mi buen ángel de la Guarda, a quien Dios había destinado para ayudarme a mi salvación, y a pesar de vos me he perdido! ¡Adiós, Virgen santa y Madre Tierna, si hubiese querido implorar vuestro auxilio, Vos hubieseis obtenido mi perdón! ¡Adiós, Jesucristo, Hijo de Dios, que tanto sufristeis por salvarme, y yo me he perdido! ; ¡Vos que me hicisteis nacer en el seno de una religión tan consoladora, y fácil de seguir! ¡Adiós, pastor mío, a quien tantas penas he causado al despreciar a usted y todo cuanto su celo le inspiraba para hacerme ver que, viviendo como yo vivía, me era imposible salvarme, adiós para siempre!... ¡ah! ¡Los que están aun en la tierra, pueden evitar semejante desdicha; más, para mí, todo se acabó; sin Dios, sin cielo, sin felicidad!... ¡siempre llorar, siempre sufrir, sin esperanza de fin!... ¡Oh, Dios mío! ¡Qué terrible es vuestra justicia! ¡Eternidad! ¡Cuantas lágrimas me haces derramar, cuantos clamores me haces exhalar..., yo que viví constantemente en la esperanza de que un día había de salir del pecado y convertirme! ¡ay, la muerte me ha engañado, y no he tenido tiempo!
¡Ah! hermano mío, nos dice San Jerónimo, ¿quieres permanecer en pecado, y temes perecer en él? Nos refiere este gran santo, que un día fue llamado para visitar a un pobre moribundo, y, al verle muy atemorizado, le preguntó, que era lo que parecía espantarle. “¡Padre, estoy condenado!” Y diciendo estas palabras, exhaló su último suspiro. ¡Oh, infortunado destino el de un pecador que ha vivido en pecado! ¡Ay! ¡A cuantos a arrastrado el demonio al infierno, con la esperanza de que se convertirán! Hijos míos, ¿qué vais a pensar vosotros, que me escucháis, y no practicáis la oración, ni os confesáis, ni pensáis en convertiros? Dios mío, ¿podrá uno permanecer en una situación que en todo momento expone a caer en los abismos?... ¡Dios mío, dadnos la fe, que nos hará conocer la magnitud de nuestras desdichas si nos perdemos, y nos pondrá en la imposibilidad de permanecer en pecado! Esta es la gracia que os deseo.
San Juan Bta. Mª Vianney (Cura de Ars)