lunes, 12 de julio de 2010

SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS SOBRE LA HUMILDAD (II)




Pero ¿en qué consiste la humildad? Vedlo aquí: ante todo os diré que hay dos clases de humildad, la interior y la exterior. La exterior consiste: 1.º en no alabarse del éxito de alguna acción por nosotros practicada, en no relatarla al primero que nos quiera oír; en no divulgar nuestros golpes audaces, los viajes que hicimos, nuestras mañas o habilidades, ni lo que de nosotros se dice favorable; 2.º, en ocultar el bien que podemos haber hecho, como son las limosnas, las oraciones, las penitencias, los favores hechos al prójimo, las gracias interiores de Dios recibidas; 3.º, en no complacernos en las alabanzas que se nos dirigen; para lo cual deberemos procurar cambiar de conversación, y bien deberemos dar a entender que el hablar de ello nos disgusta, o marcharnos, si nos es posible. 4. º Nunca deberemos hablar ni bien ni mal de nosotros mismos. Muchos tienen por costumbre hablar mal de sí mismos, para que se los alabe: esto es una falsa humildad a la que podemos llamar humildad con anzuelo. No habléis nunca de vosotros, contentaos con pensar que sois unos miserables, que es necesaria toda la caridad de un Dios para soportaros sobre la tierra. 5.º Nunca se debe disputar con los iguales; en todo cuanto no sea contrario a la conciencia, debemos siempre ceder; no hemos de figurarnos que nos asiste siempre el derecho; aunque lo tuviésemos, hemos de pensar al momento que también podríamos equivocarnos, como tantas veces ha sucedido; y, sobre todo, no hemos de tener la pertinacia de ser los últimos en hablar en la discusión, ya que ello revela un espíritu repleto de orgullo. 6.º Nunca hemos de mostrar tristeza cuando nos parece ser despreciados, ni tampoco ir a contar a los demás nuestras cuitas; esto daría a entender que estamos faltos de toda humildad, pues, de lo contrario, nunca nos sentiríamos bastante rebajados, ya que jamás se nos tratará cual nuestras culpas tienen merecido; lejos de entristecernos, debemos dar gracias a Dios, a semejanza del santo rey David, quien volvía bien por mal (Ps. VII, 5), pensando cuánto había él también despreciado a Dios con sus pecados. 7.º Debemos estar contentos al vernos despreciados, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, de quien se dijo que se “vería harto de oprobios” (Saturabitur opprobrris. Theren. III, 30), y el de los apóstoles, de quienes se ha escrito (Et illi quidem ibant gaudentes a conspectu concili, quoniam digni habiti sunt pro nomine Iesu contumcliam pati. Act. V, 41) “que experimentaban una grande alegría porque había sido hallados dignos de sufrir ignominia por amor de Jesucristo”; todo lo cual constituirá nuestra mayor dicha y nuestra más firme esperanza en la hora de la muerte. 8.º Cuando hemos cometido algo que pueda sernos echado en cara, no debemos excusar nuestra culpa; ni con rodeos, ni con mentiras, ni con el gesto debemos dar lugar a pensar que no lo cometimos nosotros. Aunque fuésemos acusados falsamente, mientras la gloria de Dios no sufra menoscabo, deberíamos callar. Ved lo que sucedió a aquella joven que fue conocida con el nombre de hermano Marín… ¡Ay! ¿Quién de nosotros se habría sometido a semejantes pruebas sin justificarse, cuando tan fácilmente podía hacerlo? 9. º Esta humildad consiste en practicar aquello que más nos desagrada, lo que los demás no quieren hacer, y en complacerse en vestir con sencillez.

En esto consiste, H. M., la humildad exterior. Más ¿en qué consiste la interior? Vedlo aquí. Consiste: 1. º, en sentir bajamente de sí mismo; en no aplaudirse jamás en lo íntimo de su corazón al ver coronadas por el éxito las acciones realizadas; en creerse siempre indigno e incapaz de toda buena obra, fundándose en las palabras del mismo Jesucristo cuando nos dice que sin El nada bueno podemos realizar (Ioan. XV, 5), pues ni tan sólo una palabra, como por ejemplo “Jesús”, podemos pronunciar sin el auxilio del Espíritu Santo (Nemo potest dicere, Dominus Iesus, nisi in Spiritu Sancto. I Cor. XII,3). 2.º Consiste en sentir satisfacción de que los demás conozcan nuestros defectos, a fin de tener ocasión de mantenernos en nuestra insignificancia; 3.º, en ver con gusto que los demás nos aventajen en riquezas, en talento, en virtud, o en cualquier otra cosa; en someternos a la voluntad o al juicio ajenos, siempre que ello no sea contra conciencia, Sí, H. M., la persona verdaderamente humilde debe semejar un muerto, que no se enoja por las injurias que se le infieren, ni se alegra de las alabanzas que se le tributan.

En esto consiste, H. M., poseer la humildad cristiana, la cual tan agradables nos hace a Dios y tan apreciables a los ojos del prójimo. Considerad ahora si la tenéis o no. Y si desgraciadamente no la poseéis, no os queda otro camino, para salvaros, que pedirla a Dios hasta obtenerla; ya que sin ella no entraríamos en el cielo. Leemos en la vida de San Elzear que, habiendo corrido el peligro de parecer engullido por el mar junto con todos los que se hallaban con él en el barco, pasado ya el peligro, Santa Delfina, su esposa, le preguntó si había tenido miedo. Y el Santo contestó: “Cuando me hallo en peligro semejante, me encomiendo a Dios junto con todos los que conmigo se hallan, y le pido que, si alguien debe morir, éste sea yo, como el más miserable y el más indigno de vivir” (V. Ribadeneyra, 27 septiembre, t. IX, p. 399). ¡Cuánta humildad!... San Bernardo estaba tan persuadido de su insignificancia, que, al entrar en una ciudad, hincábase antes de hinojos, pidiendo a Dios que no castigase a la ciudad por causa de sus pecados; pues se creía capaz de atraer la maldición de Dios sobre aquel lugar (Refiérese lo mismo de Santo Domingo). ¡Cuánta humildad, H. M.! ¡Un Santo tan grande cuya vida era una cadena de milagros! (Ejemplo: Rodríguez, tomo IV, págs. 483 y 365. Nota del Santo).

Es preciso, H. M., que, si queremos que nuestras obras sean premiadas en el cielo, vayan todas ellas acompañadas de la humildad (Ejemplo de la emperatriz que fue arrastrada por sus criados. Nota del Santo). Al orar, ¿poseéis aquella humildad que os hace consideraros como miserables e indignos de estar en la santa presencia de Dios? ¡Ah! Si fuese así, no haríais vuestras oraciones vistiéndoos o trabajando. No, no la tenéis. Si fueseis humildes, ¡con qué reverencia, con qué modestia, con qué santo temor estaríais en la Santa Misa! ¡Ah! No, no se os vería reír, conversar, volver la cabeza, pasear vuestra mirada por el templo, dormir, orar sin devoción, sin amor de Dios. Lejos de hallar largas las ceremonias y funciones, os sabría mal el término de ellas, pensaríais en la grandeza de la misericordia de Dios al sufriros entre los fieles, cuando por vuestros pecados merecéis estar entre los réprobos. Si tuvieseis esta virtud, al pedir a Dios alguna gracia, haríais como la Cananea, que se postró de hinojos ante el Salvador, en presencia de todo el mundo (Matth. XV, 25); como Magdalena, que besó los pies de Jesús en medio de una numerosa reunión (Luc. VII, 38). Si fueseis humildes, haríais como aquella mujer que hacía doce años que padecía flujo de sangre y acudió con tanta humildad a postrarse a los pies del Salvador, a fin de conseguir tocar el extremo de su manto (Marc. V, 25). ¡Si tuvieseis la humildad de un San Pablo, quien, aun después de ser arrebatado hasta el tercer cielo (II Cor. XII, 2), sólo se tenía por un aborto del infierno, el último de los apóstoles, indigno del nombre que llevaba!... (I Cor. XV, 8-9). ¡Oh Dios mío! ¡Cuán hermosa, pero cuán rara es esta virtud!... Si tuvieseis esta virtud, H. M., al confesaros, ¡ah! ¡Cuán lejos andaríais de ocultar vuestros pecados, de referirlos como una historia de pasatiempo y, sobre todo, de relatar los pecados de los demás! ¡Ah! ¿cuál sería vuestro temor al ver la magnitud de vuestros pecados, los ultrajes inferidos a Dios, y al ver, por otro lado, la caridad que muestra al perdonaros? ¡Dios mío! ¿no moriríais de dolor y de agradecimiento?... Si, después de haberos confesado, tuvieseis aquella humildad de que habla San Juan Clímaco (La escala Santa, grado quinto), el cual nos cuenta que, yendo a visitar un cierto monasterio, vio allí a unos religiosos tan humildes, tan humillados y tan mortificados, y que sentían de tal manera el peso de sus pecados, que el rumor de sus gritos, y las preces que elevaban a Dios Nuestro Señor eran capaces de conmover a corazones tan duros como la piedra. Algunos había que estaban enteramente cubiertos de llagas, de las cuales manaba un hedor insoportable; y tenían tan poco atendido su cuerpo, que no les quedaba sino la piel adherida al hueso. El monasterio resonaba con gritos los más desgarradores. “¡Ah, desgraciados de nosotros miserables! ¡Sin faltar a la justicia, oh Señor, podéis precipitarnos en los infiernos!” Otros exclamaban: “¡Ah! Señor, perdonadnos si es que nuestras almas son aún capaces de perdón!” Tenían siempre ante sus ojos la imagen de la muerte, y se decían unos a otros: “¿qué será de nosotros después de haber tenido la desgracia de ofender a un Dios tan bueno? ¿Podremos todavía abrigar alguna esperanza para el día de las venganzas?” Otros pedían ser arrojados al río para ser comidos de las bestias. Al ver el superior a San Juan Clímaco, le dijo: “¡Ah! Padre mío, ¿habéis visto a nuestros soldados?” Nos dice San Juan Clímaco que no pudo allí hablar ni rezar: pues los gritos de aquellos penitentes, tan profundamente humillados, arrancábanle lágrimas y sollozos sin que en manera alguna pudiera contenerse. ¿De dónde proviene, H. M., que nosotros, siendo mucho más culpables, carezcamos enteramente de humildad? ¡Ay! ¡Porque no nos conocemos!

II.–Sí, H. M., al cristiano que bien se conozca todo debe inclinarle a ser humilde, y especialmente estas tres cosas, a saber: la consideración de las grandezas de Dios, el anonadamiento de Jesucristo, y nuestra propia miseria.

1.º ¿Quién podrá, H. M., contemplar la grandeza de un Dios, sin anonadarse en su presencia, pensando que con una sola palabra ha creado el cielo de la nada, y que una sola mirada suya podría aniquilarlo? ¡Un Dios tan grande, cuyo poder no tiene límites, un Dios lleno de toda suerte de perfecciones, un Dios de una eternidad sin fin, con la magnitud de su justicia, con su providencia que tan sabiamente lo gobierna todo y que con tanta diligencia provee a todas nuestras necesidades! ¡Oh Dios mío! ¿no deberíamos temer, con mucho mayor razón que San Martín, que la tierra se abriese bajo nuestros pies por ser indignos de vivir? Ante esta consideración, H. M., ¿no haríais como aquella gran penitente de la cual se habla en la vida de San Pafnucio? (Vida de los Padres del desierto t. Iº, p. 212. San Pafnucio y Santa Thais) Aquel buen anciano, dice el autor de su vida, quedó en extremo sorprendido, cuando, al conversar con aquella pecadora, la oyó hablar de Dios. El santo abad le dijo: “¿Ya sabes que hay un Dios?” –“Sí, dijo ella; y aun más, sé que hay un reino de los cielos para aquellos que viven según sus mandamientos, y un infierno donde serán arrojados los malvados para abrasarse allí”. –“Sí conoces todo esto, ¿cómo te expones a abrasarte en el infierno, causando la perdición de tantas almas?” Al oír estas palabras, la pecadora conoció que era un hombre enviado de Dios, se arrojó a sus pies y, deshaciéndose en lágrimas: “Padre mío, le dijo, imponedme la penitencia que queráis, y yo la cumpliré”. El anciano la encerró en una celda y le dijo: “Mujer tan criminal como tú has sido, no merece pronunciar el santo nombre de Dios; te limitarás a volverte hacia el oriente, y dirás por toda oración: ¡Oh Vos que me creasteis, tened piedad de mí!” Esta era toda su oración. Santa Thais pasó tres años haciendo esta oración, derramando lágrimas y exhalando amargos sollozos noche y día. ¡Oh Dios mío! ¡cuánto nos hace profundizar en el propio conocimiento la humildad!

2.º Decimos que el anonadamiento de Jesucristo debe humillarnos aún más y más. “Cuando contemplo, nos dice San Agustín, a un Dios que, desde su encarnación hasta la cruz, no hizo otra cosa que llevar una vida de humillaciones e ignominias, un Dios desconocido en la tierra, ¿habré yo de sentir temor de humillarme? Un Dios busca la humillación, ¿y yo, gusano de la tierra, querré ensalzarme?¡Dios mío! Dignaos destruir este orgullo que tanto nos aparta de Vos.”

Lo tercero, H. M., que debe conducirnos más que a la humildad, es nuestra propia mísera. No tenemos más que mirarla algo de cerca, y hallaremos una infinidad de motivos de humillación. Nos dice el profeta Miqueas (Esta cita no es del profeta Miqueas): “En nosotros mismos llevamos el principio y los motivos de nuestra humillación. ¿No sabemos por ventura, dice, que nuestro origen es la nada, que antes de venir a la vida transcurrieron una infinidad de siglos, y que, por nosotros mismos, nunca habríamos podido salir de aquel espantoso e impenetrable abismo? ¿Podemos ignorar que, aun después de ser creados, conservamos una vehemente inclinación hacia la nada, siendo preciso que la mano poderosa de Aquel que de ella nos sacó, nos impida volver al caos, y que, si Dios dejase de mirarnos y sostenernos, seríamos borrados de la faz de la tierra con la misma rapidez que una brizna de paja es arrastrada por una tempestad furiosa?” ¿Qué es, pues, el hombre para envanecerse de su nacimiento y de sus demás cualidades? “¡Ay!, nos dice el santo varón Job, ¿qué es lo que somos? Inmundicia antes de nacer, miseria al venir al mundo, infección cuando salimos de él. Nacemos de mujer, nos dice (Job, XIV, 1), y vivimos breve tiempo; durante nuestra vida, por corta que sea, mucho hemos de llorar, y la muerte no tarda en herirnos”. –“Tal es nuestra herencia, nos dice San Gregorio, Papa; juzgad, según esto, si tenemos lugar a ensalzarnos por nada del mundo; así es que quien temerariamente se atreve a creer que es algo, resulta ser un insensato que jamás se conoció a sí mismo, puesto que, conociéndonos tal cual somos, sólo horror podemos sentir de nosotros mismos”

Pero no son menos los motivos que tenemos de humillarnos en el orden de la gracia. Por grandes talentos y dones que poseamos, hemos de pensar que todos nos vienen de la mano del Señor, que los da a quien le place, y, por consiguiente, no nos podemos alabar de ellos. Un concilio ha declarado que el hombre, lejos de ser el autor de su salvación, sólo es capaz de perderse, ya que de sí mismo sólo tiene el pecado y la mentira, San Agustín nos dice que toda nuestra ciencia consiste en saber que nada somos, y que todo cuanto tenemos, de Dios lo hemos recibido.

Finalmente, digo que debemos humillarnos considerando la gloria y la felicidad que esperamos en la otra vida, pues, de nosotros mismos, somos incapaces de merecerla. Siendo Dios tan magnánimo al concedérnosla, no hemos de confiar sino en su misericordia y en los infinitos méritos de Jesucristo su Hijo. Como hijos de Adán, sólo merecemos el infierno. ¡OH! ¡cuán caritativo es Dios al permitirnos tener esperanza de tantos y tan grandes bienes, a nosotros que nada hicimos para merecerlos!

¿Qué hemos de concluir de todo esto? Vedlo aquí, H. M., : todos los días hemos de pedir a Dios la humildad cuantas veces nos sea posible;… quedemos bien persuadidos de que no hay virtud más agradable a Dios que la humildad, y de que con ella obtendremos todas las demás. Por muchos que sean los pecados que pesen sobre nuestra conciencia, estemos seguros de que con la humildad, Dios nos perdonará. Sí, H. M., cobremos afición a esa virtud tan hermosa; ella será la que nos unirá con Dios, la que nos hará vivir en paz con el prójimo, la que aligerará nuestras cruces, la que mantendrá nuestra esperanza de ver otro día a Dios. El mismo nos lo dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu, pues ellos verán a Dios!” (Matth. V, 3). Esto es lo que os deseo.


San Juan Bta. Mª Vianney (Cura de Ars)

(Fin del Sermón)