Hace unos años tuve la dicha de visitar la Cartuja de Miraflores de Burgos. Con ser mucho lo que veía, admiraba y contemplaba, mucho más me llamó la atención la pobreza de aquellas celdas en que vivian los monjes, su humilde ajuar de tosca tabla, el trocito de jardín, que cultivan, junto a otro cuadrilátero, en el que van cavando su sepultura.
El cicerone o guía, que había sido abogado cultísimo en Valencia, mostraba su complacencia ante la parcela de terreno destinada a sepultura. Entonces se inició entre nosotros una conversación sobre la muerte y el Padre cicerone, hablo así:
-¿Ven ustedes ese trocito de la derecha? Pues está destinado a ser sepultura de un padre, que ha hablado con la Muerte.
-¿Cómo? ¿Con la muerte? Exclamamos intrigados.
-Con la propia Muerte, sí, señor.
Y nos contó su historia:
Se trataba del Padre Mauricio; así le llamaremos, aunque era otro su verdadero nombre. Antes de entrar en la Cartuja, había sido un hombre mundano, entregado de lleno a las vanidades de la vida: banquetes, juego, baile, espectáculos y diversiones, y abundancia de dinero, que con una buena figura y excelente carácter, hicieron de él un personaje simpático en la sociedad que frecuentaba.
Pero un día, a fines de agosto de 19…, le esperaba Dios. Estaba sentado en la terraza del Gran Casino, de San Sebastián, escuchando el Concierto que en aquel momento daba su célebre Orquesta, cuando uno de los primeros aeroplanos, tripulado por Verdines, voló muy bajo, lanzando prospectos de propaganda de una firma comercial.
Nuestro Padre Mauricio pensó: ¡Qué desgracia, si este hombre se estrellara contra el suelo! ¡Sin un momento para hacer un acto de contrición…! Y sintió un escalofrío. Pero ¿y tú? ¿Acaso no estás en las mismas circunstancias? Mira que si ahora mismo te coge una repentina… ¿a dónde vas? Por una rara coincidencia, que rimaba muy bien con aquellos pensamientos, la orquesta del Gran Casino ejecutó en aquel momento La Danza Macabra de S. Saens, en la que parece verse el desfilar de esqueletos, que abandonando sus tumbas se entregan a aquella vertiginosa zarabanda, en que se sienten choques de osamenta y chasquido de tibias descarnadas. Se retiró al Hotel destemplado y meditabundo: era la hora de Dios.
El cicerone o guía, que había sido abogado cultísimo en Valencia, mostraba su complacencia ante la parcela de terreno destinada a sepultura. Entonces se inició entre nosotros una conversación sobre la muerte y el Padre cicerone, hablo así:
-¿Ven ustedes ese trocito de la derecha? Pues está destinado a ser sepultura de un padre, que ha hablado con la Muerte.
-¿Cómo? ¿Con la muerte? Exclamamos intrigados.
-Con la propia Muerte, sí, señor.
Y nos contó su historia:
Se trataba del Padre Mauricio; así le llamaremos, aunque era otro su verdadero nombre. Antes de entrar en la Cartuja, había sido un hombre mundano, entregado de lleno a las vanidades de la vida: banquetes, juego, baile, espectáculos y diversiones, y abundancia de dinero, que con una buena figura y excelente carácter, hicieron de él un personaje simpático en la sociedad que frecuentaba.
Pero un día, a fines de agosto de 19…, le esperaba Dios. Estaba sentado en la terraza del Gran Casino, de San Sebastián, escuchando el Concierto que en aquel momento daba su célebre Orquesta, cuando uno de los primeros aeroplanos, tripulado por Verdines, voló muy bajo, lanzando prospectos de propaganda de una firma comercial.
Nuestro Padre Mauricio pensó: ¡Qué desgracia, si este hombre se estrellara contra el suelo! ¡Sin un momento para hacer un acto de contrición…! Y sintió un escalofrío. Pero ¿y tú? ¿Acaso no estás en las mismas circunstancias? Mira que si ahora mismo te coge una repentina… ¿a dónde vas? Por una rara coincidencia, que rimaba muy bien con aquellos pensamientos, la orquesta del Gran Casino ejecutó en aquel momento La Danza Macabra de S. Saens, en la que parece verse el desfilar de esqueletos, que abandonando sus tumbas se entregan a aquella vertiginosa zarabanda, en que se sienten choques de osamenta y chasquido de tibias descarnadas. Se retiró al Hotel destemplado y meditabundo: era la hora de Dios.
No quiero abusar de la paciencia de ustedes, porque aun falta lo principal: unos Ejercicios que lo convierten , y un día en que se decide, unas semanas de prueba, y hoy cuenta ya varios años en la Orden de San Bruno, en la que vive alegre y satisfecho, después de haber hablado con la muerte, como al principio les dije.
Llegábamos al punto álgido y todos le escuchábamos sin pestañear:
-¿Cómo fue eso, Padre?
-Pues verán ustedes: la meditación de la Muerte es para un Cartujo el pan nuestro de cada día. El Padre Mauricio tanto, tanto meditó en ella que un buen día, según hemos logrado averiguar, estando en la celda en profunda meditación, se le apareció la Muerte en persona, clavando en él sus profundos ojos de esfinge.
No crean ustedes sin embargo que la Muerte se les presentó como suelen pintarla reducida al estado de mondo esqueleto, armada con una guadaña y sosteniendo un reloj de arena, enseñando los dientes amarillos y entrechocando pavorosamente los huesos, la Muerte que se le apareció, era una bella mujer, con palidez intensa en la cara y con unas pupilas grandes, dilatadas y fijas, que miraban con un inquietante interrogante. Vestía una túnica de luz clara de luna, salpicada de puntitos menudos y fosforescentes, que relucían como estrellas. Y en la celda se sentía una atmósfera de frío como si soplase una brisa húmeda y glacial.
El buen Padre Mauricio se quedó helado, a pesar de sus meditaciones.
-Soy la muerte, le dijo suavemente, y vengo a conocerte. No temas nada. Tengo permiso de Dios para entrar en clausura y conversar contigo. No me gusta que todos me miren con repugnancia y que sea mi nombre un espantajo. ¡Qué injusticia! De venir al mundo debían espantarse los hombres, pero ¿de salir de él? Y mira, será chiquillada, pero lo que más me duele es que me llamen fea. Dime sinceramente, ¿soy fea yo?
-Hombre, tal cual te muestras hoy… no me atrevo a decir que si.
-Fea, cuando soy la causante de todas las muertes bellas. Muertes hermosas, santas, heroicas, grandiosas, recordarás infinitas; nacimiento heroico, no sé de ninguno. Al morir ¡cuántas cosas grandes se han afirmado generosamente: ¡ideas altas y nobles, santas creencias, sentimientos delicados y profundos! ¿No es cierto que hay vidas, que no tienen más valor, ni más significación que el que yo vengo a prestarles en un momento supremo?
-Tienes razón, hermana Muerte; pero mira, no lo podemos remediar: no nos haces gracia.
-No sé por qué os quejáis de mí. Observa como los que yo me llevo, dejan traslucir en sus facciones inexplicable alivio, expresión de conformidad, de sosiego dulce y plácido. Es que yo les colmo a todos las medidas. Doy a cada cual lo que soñó.
-Te explicas admirablemente, pero no acabo de convencerme. ¿Cómo no quieres que te maldigan los que te ven llegar tranquila e inevitable, cuchillo en mano, para separarles el Corazón en dos mitades, llevarte la una y dejar la otra aquí, llorando gotas de sangre y hiel?
-Es cierto que separo a los que se aman: que desato los brazos de madres e hijos, que pongo entre los seres más queridos la valla de bronce del sepulcro, que trigo al espíritu la indiferencia, y a la memoria el sopor, que me río irónicamente de esos juramentos que los humanos hacen invocando a la eternidad y que el llanto no me apiada, ni el dolor me importa.
-No te extrañe que la humanidad te odie.
-Y con mi guadaña siego vidas y haciendas, y corto la red de vanidades que aprisiona a las almas, en cuanto mi reloj desgrana el último grano diminuto de arena. Todo eso es verdad, pero en cambio…
-En cambio, ¿qué?
Soy la vengadora segura, infalible, que nunca falla. Tarde o temprano, entrego al enemigo la cabeza del enemigo.
Llegábamos al punto álgido y todos le escuchábamos sin pestañear:
-¿Cómo fue eso, Padre?
-Pues verán ustedes: la meditación de la Muerte es para un Cartujo el pan nuestro de cada día. El Padre Mauricio tanto, tanto meditó en ella que un buen día, según hemos logrado averiguar, estando en la celda en profunda meditación, se le apareció la Muerte en persona, clavando en él sus profundos ojos de esfinge.
No crean ustedes sin embargo que la Muerte se les presentó como suelen pintarla reducida al estado de mondo esqueleto, armada con una guadaña y sosteniendo un reloj de arena, enseñando los dientes amarillos y entrechocando pavorosamente los huesos, la Muerte que se le apareció, era una bella mujer, con palidez intensa en la cara y con unas pupilas grandes, dilatadas y fijas, que miraban con un inquietante interrogante. Vestía una túnica de luz clara de luna, salpicada de puntitos menudos y fosforescentes, que relucían como estrellas. Y en la celda se sentía una atmósfera de frío como si soplase una brisa húmeda y glacial.
El buen Padre Mauricio se quedó helado, a pesar de sus meditaciones.
-Soy la muerte, le dijo suavemente, y vengo a conocerte. No temas nada. Tengo permiso de Dios para entrar en clausura y conversar contigo. No me gusta que todos me miren con repugnancia y que sea mi nombre un espantajo. ¡Qué injusticia! De venir al mundo debían espantarse los hombres, pero ¿de salir de él? Y mira, será chiquillada, pero lo que más me duele es que me llamen fea. Dime sinceramente, ¿soy fea yo?
-Hombre, tal cual te muestras hoy… no me atrevo a decir que si.
-Fea, cuando soy la causante de todas las muertes bellas. Muertes hermosas, santas, heroicas, grandiosas, recordarás infinitas; nacimiento heroico, no sé de ninguno. Al morir ¡cuántas cosas grandes se han afirmado generosamente: ¡ideas altas y nobles, santas creencias, sentimientos delicados y profundos! ¿No es cierto que hay vidas, que no tienen más valor, ni más significación que el que yo vengo a prestarles en un momento supremo?
-Tienes razón, hermana Muerte; pero mira, no lo podemos remediar: no nos haces gracia.
-No sé por qué os quejáis de mí. Observa como los que yo me llevo, dejan traslucir en sus facciones inexplicable alivio, expresión de conformidad, de sosiego dulce y plácido. Es que yo les colmo a todos las medidas. Doy a cada cual lo que soñó.
-Te explicas admirablemente, pero no acabo de convencerme. ¿Cómo no quieres que te maldigan los que te ven llegar tranquila e inevitable, cuchillo en mano, para separarles el Corazón en dos mitades, llevarte la una y dejar la otra aquí, llorando gotas de sangre y hiel?
-Es cierto que separo a los que se aman: que desato los brazos de madres e hijos, que pongo entre los seres más queridos la valla de bronce del sepulcro, que trigo al espíritu la indiferencia, y a la memoria el sopor, que me río irónicamente de esos juramentos que los humanos hacen invocando a la eternidad y que el llanto no me apiada, ni el dolor me importa.
-No te extrañe que la humanidad te odie.
-Y con mi guadaña siego vidas y haciendas, y corto la red de vanidades que aprisiona a las almas, en cuanto mi reloj desgrana el último grano diminuto de arena. Todo eso es verdad, pero en cambio…
-En cambio, ¿qué?
Soy la vengadora segura, infalible, que nunca falla. Tarde o temprano, entrego al enemigo la cabeza del enemigo.
Es mucha verdad lo que dices; pero ahora temo hacerte una pregunta, pero voy a hacértela; dime ¿a qué has venido a mi celda? ¿Qué te propones?...
-No temas: no he venido por ti; aún no ha sonado tu hora. He venido porque, como buen cartujo eres mi amigo, ¡amigo de la muerte!, y hora es ya de que nos conozcamos de cerca. ¿Te pesa?...
No, No me pesa.
-Además quiero recordarte que cuando estabas enfangado en lo que tú llamabas “vida”, te saqué yo de allí, ¿no recuerdas?: Un aeroplano que vuela. “¿Y si se estrellara…?”. Después La Danza Macabra, te retiraste descompuesto al hotel, Ejercicios, y por fin Cartujo. ¿Quién te ha vuelto a la verdadera vida sino yo?
-Tienes razón.
-Y ahora, mi última palabra –añadió la Muerte: recuerda que hoy es el aniversario de la muerte de tu buena madre, que está en el cielo, que influyó no poco para que yo viniera a verte. De modo, que dime: ¿Somos o no somos amigos?
-¡Lo somos!
Y se dieron un fuerte apretón de manos de despedida. Pero en aquel mismo momento, la Muerte adquirió de nuevo su figura de esqueleto, requirió el reloj y se alejó dejando un perfume de incienso y flores marchitas que aun hoy perdura en la celda del Padre Mauricio.
El Padre Mauricio cayó de rodillas entonando el Miserere: Señor, ten misericordia de mí, porque he sido pecador….; y desde entonces se le llama en el convento “El amigo de la Muerte”.
-No temas: no he venido por ti; aún no ha sonado tu hora. He venido porque, como buen cartujo eres mi amigo, ¡amigo de la muerte!, y hora es ya de que nos conozcamos de cerca. ¿Te pesa?...
No, No me pesa.
-Además quiero recordarte que cuando estabas enfangado en lo que tú llamabas “vida”, te saqué yo de allí, ¿no recuerdas?: Un aeroplano que vuela. “¿Y si se estrellara…?”. Después La Danza Macabra, te retiraste descompuesto al hotel, Ejercicios, y por fin Cartujo. ¿Quién te ha vuelto a la verdadera vida sino yo?
-Tienes razón.
-Y ahora, mi última palabra –añadió la Muerte: recuerda que hoy es el aniversario de la muerte de tu buena madre, que está en el cielo, que influyó no poco para que yo viniera a verte. De modo, que dime: ¿Somos o no somos amigos?
-¡Lo somos!
Y se dieron un fuerte apretón de manos de despedida. Pero en aquel mismo momento, la Muerte adquirió de nuevo su figura de esqueleto, requirió el reloj y se alejó dejando un perfume de incienso y flores marchitas que aun hoy perdura en la celda del Padre Mauricio.
El Padre Mauricio cayó de rodillas entonando el Miserere: Señor, ten misericordia de mí, porque he sido pecador….; y desde entonces se le llama en el convento “El amigo de la Muerte”.
Tomado de la revista de la Cruzada Eucarística: El Cruzado nº 142