Padre Ernesto Cardozo
Esta es la Carta Magna, el constante referente de las filas tradicionalistas en estas horas confusas y apostáticas. Quien quiera saber nuestra postura, al menos de aquellos que nos sentimos unidos a la santa fundación de Mons. lefebvre, la FSSPX, encontrará en esta Declaración la razón de ser de nuestra resistencia al sistema conciliarista para poder conservarnos simplemente católicos. No queremos una religión adulterada, sincretista, mezcla de ortodoxia y modernismo. Fieles a Nuestro Señor y a la misión de la Iglesia, esperamos la conversión de quienes ocupan los puestos de autoridad y mientras, continuamos apostolando, recibiendo y administrando los sacramentos, aprendiendo y enseñado, siguiendo las disciplinas y todo lo concerniente a la Tradición apostólica, de la que la Iglesia debe ser siempre custodia, entregando íntegramente ese depósito de la fe a todas las generaciones. Lamentamos que siempre habrá gente que no nos comprenda y nos tome por enemigos de la Iglesia o rebeldes, pero no podemos ni queremos ni debemos condescender con aquellos que por omisión o por comisión, contribuyen a la demolición de la Iglesia por vía de una autoridad ejercida abusivamente y contraviniendo en muchos puntos al magisterio y autoridad de la Iglesia a través de todos los siglos. Qué Mons. Lefebvre, San Atanasio, y todos los santos confesores y campeones de la ortodoxia rueguen por nuestra perseverancia y el pronto triunfo del Inmaculado Corazón de María!
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DECLARACIÓN DEL AÑO 1974
LEÍDA POR MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE
EN EL SEMINARIO INTERNACIONAL SAN PÍO X DE ECÔNE,
EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1974
LEÍDA POR MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE
EN EL SEMINARIO INTERNACIONAL SAN PÍO X DE ECÔNE,
EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1974
Nos adherimos de todo corazón, con toda nuestra alma, a la Roma católica guardiana de la fe católica y de las tradiciones necesarias al mantenimiento de esa fe, a la Roma eterna, maestra de sabiduría y de verdad.
Por el contrario, nos negamos y nos hemos negado siempre a seguir la Roma de tendencia neomodernista y neoprotestante que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y después del Concilio en todas las reformas que de éste salieron.
Todas esas reformas, en efecto, contribuyeron y contribuyen todavía a la demolición de la Iglesia, a la ruina del Sacerdocio, al aniquilamiento del Sacrificio y de los Sacramentos, a la desaparición de la vida religiosa, a una enseñanza naturalista y teilhardiana en las universidades, los seminarios, la catequesis, enseñanza nacida del liberalismo y del protestantismo, condenada repetidas veces por el magisterio solemne de la Iglesia.
Ninguna autoridad, ni siquiera la más elevada en la Jerarquía, puede constreñirnos a abandonar o a disminuir nuestra fe católica claramente expresada y profesada por el magisterio de la Iglesia desde hace diecinueve siglos.
“Si llegara a suceder, dice san Pablo, que nosotros mismos o un ángel venido del cielo os enseñara otra cosa distinta de lo que yo os he enseñado, que sea anatema” (Gál. 1, 8).
¿No es esto acaso lo que nos repite el Santo Padre hoy? Y si una cierta contradicción se manifestara en sus palabras y en sus actos así como en los actos de los dicasterios, entonces elegimos lo que siempre ha sido enseñado y hacemos oídos sordos a las novedades destructoras de la Iglesia.
No es posible modificar profundamente la “lex orando” sin modificar la “lex credendi”. A la misa nueva corresponde catecismo nuevo, sacerdocio nuevo, seminarios nuevos, universidades nuevas, Iglesia carismática, pentecostal, todas cosas opuestas a la ortodoxia y al magisterio de siempre. Habiendo esta Reforma nacido del liberalismo, del modernismo, está totalmente envenenada; sale de la herejía y desemboca en la herejía, incluso si todos sus actos no son formalmente heréticos. Es pues imposible a todo católico consciente y fiel adoptar esta Reforma y someterse a ella de cualquier manera que sea. La única actitud de fidelidad a la Iglesia y a la doctrina católica, para nuestra salvación, es el rechazo categórico a aceptar la Reforma.
Es por ello que sin ninguna rebelión, ninguna amargura, ningún resentimiento, proseguimos nuestra obra de formación sacerdotal bajo la estrella del magisterio de siempre, persuadidos de que no podemos prestar un servicio más grande a la Santa Iglesia Católica, al Soberano Pontífice y a las generaciones futuras.
Es por ello que nos atenemos firmemente a todo lo que ha sido creído y practicado respecto a la fe, las costumbres, el culto, la enseñanza del catecismo, la formación del sacerdote, la institución de la Iglesia, por la Iglesia de siempre y codificado en los libros aparecidos antes de la influencia modernista del Concilio, esperando que la verdadera luz de la Tradición disipe las tinieblas que oscurecen el cielo de la Roma eterna.
Y haciendo esto, con la gracia de Dios, el auxilio de la Virgen María, de San José, de San Pío X, estamos convencidos de mantenernos fieles a la Iglesia Católica y Romana, a todos los sucesores de Pedro, y de ser los “fideles dispensatores mysteriorum Domini Nostri Jesu Christi in Spiritu Sancto”. Amén.
Por el contrario, nos negamos y nos hemos negado siempre a seguir la Roma de tendencia neomodernista y neoprotestante que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y después del Concilio en todas las reformas que de éste salieron.
Todas esas reformas, en efecto, contribuyeron y contribuyen todavía a la demolición de la Iglesia, a la ruina del Sacerdocio, al aniquilamiento del Sacrificio y de los Sacramentos, a la desaparición de la vida religiosa, a una enseñanza naturalista y teilhardiana en las universidades, los seminarios, la catequesis, enseñanza nacida del liberalismo y del protestantismo, condenada repetidas veces por el magisterio solemne de la Iglesia.
Ninguna autoridad, ni siquiera la más elevada en la Jerarquía, puede constreñirnos a abandonar o a disminuir nuestra fe católica claramente expresada y profesada por el magisterio de la Iglesia desde hace diecinueve siglos.
“Si llegara a suceder, dice san Pablo, que nosotros mismos o un ángel venido del cielo os enseñara otra cosa distinta de lo que yo os he enseñado, que sea anatema” (Gál. 1, 8).
¿No es esto acaso lo que nos repite el Santo Padre hoy? Y si una cierta contradicción se manifestara en sus palabras y en sus actos así como en los actos de los dicasterios, entonces elegimos lo que siempre ha sido enseñado y hacemos oídos sordos a las novedades destructoras de la Iglesia.
No es posible modificar profundamente la “lex orando” sin modificar la “lex credendi”. A la misa nueva corresponde catecismo nuevo, sacerdocio nuevo, seminarios nuevos, universidades nuevas, Iglesia carismática, pentecostal, todas cosas opuestas a la ortodoxia y al magisterio de siempre. Habiendo esta Reforma nacido del liberalismo, del modernismo, está totalmente envenenada; sale de la herejía y desemboca en la herejía, incluso si todos sus actos no son formalmente heréticos. Es pues imposible a todo católico consciente y fiel adoptar esta Reforma y someterse a ella de cualquier manera que sea. La única actitud de fidelidad a la Iglesia y a la doctrina católica, para nuestra salvación, es el rechazo categórico a aceptar la Reforma.
Es por ello que sin ninguna rebelión, ninguna amargura, ningún resentimiento, proseguimos nuestra obra de formación sacerdotal bajo la estrella del magisterio de siempre, persuadidos de que no podemos prestar un servicio más grande a la Santa Iglesia Católica, al Soberano Pontífice y a las generaciones futuras.
Es por ello que nos atenemos firmemente a todo lo que ha sido creído y practicado respecto a la fe, las costumbres, el culto, la enseñanza del catecismo, la formación del sacerdote, la institución de la Iglesia, por la Iglesia de siempre y codificado en los libros aparecidos antes de la influencia modernista del Concilio, esperando que la verdadera luz de la Tradición disipe las tinieblas que oscurecen el cielo de la Roma eterna.
Y haciendo esto, con la gracia de Dios, el auxilio de la Virgen María, de San José, de San Pío X, estamos convencidos de mantenernos fieles a la Iglesia Católica y Romana, a todos los sucesores de Pedro, y de ser los “fideles dispensatores mysteriorum Domini Nostri Jesu Christi in Spiritu Sancto”. Amén.
Ecône, 21 de noviembre de 197