viernes, 19 de abril de 2013

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (III)


CAPÍTULO 3 

En que se declara más en particular cómo la humildad 
es fundamento de todas las virtudes, discurriendo por 
las más principales. 

Para que se vea mejor cuán verdadera es esta sentencia de los Santos, que la humildad es fundamento de todas las virtudes, y cuán necesario es este fundamento para todas ellas, iremos discurriendo brevemente por las más principales. 

Comenzando por las teologales, para la fe es menester humildad: dejo los niños, a los cuales se les infunde la fe, sin acto propio en el Bautismo; hablo de los adultos, que ya tienen uso de razón. La fe pide un entendimiento humilde y rendido. [Cautivando nuestro entendimiento en servicio de Cristo], dice el Apóstol San Pablo (2 Cor., 10, 51); y el entendimiento soberbio es impedimento y estorbo para recibir la fe; y así dice Cristo nuestro Redentor a los fariseos (Jn., 5. 44): ¿Cómo podéis vosotros creer en Mí, pues buscáis ser honrados unos de otros, y no buscáis la honra que de sólo Dios viene? Y no sólo para recibir la fe es menester humildad, sino también para conservarla. Doctrina es común de los doctores y Santos, que la soberbia es principio de todas las herejías. Estima uno tanto su parecer y juicio, que le antepone al sentir común de los Santos y de la Iglesia, y de ahí viene a dar en herejías. Y así dice el Apóstol (2 Tim., 3, I): Os hago saber que en los días postreros habrá unos tiempos muy peligrosos, porque los hombres serán muy amadores de sí mismos, codiciosos, altivos, soberbios. A la relación y soberbia atribuye los errores y herejías, como lo prosigue muy bien San Agustín.

La esperanza, con la humildad se sustenta: porque el humilde siente su necesidad, y entiende que no puede de sí cosa alguna, y así con más afecto se vale de Dios y pone toda su esperanza en El. 

La caridad y amor de Dios, con la humildad se aviva y enciende; porque el humilde conoce que todo lo que tiene le viene de la mano de Dios y que él está muy lejos de merecerlo, y con esto se enciende e inflama mucho en amor de Dios. Decía el Santo Job (7, 17): ¿Quién es el hombre, Señor, para que os acordéis de él, y pongáis vuestro corazón en él, y le hagáis tantos favores y mercedes? ¿Yo tan malo para con Vos y Vos tan bueno para conmigo? ¿Yo porfiar a ofenderos cada día y Vos a hacerme mercedes cada hora? Este es uno de los principales motivos de que se ayudaban los Santos para encenderse mucho en amor de Dios. Mientras más consideraban su indignidad y miseria, más obligados se hallaban a amar a Dios, que puso los ojos en tan grande bajeza. Decía la sacratísima Reina de los ángeles (Lc., 1, 46-48): Magnifica y engrandece mi ánima al Señor, porque puso los ojos en la bajeza de su sierva. 

Para la caridad con los prójimos, bien se ve cuán necesaria es la humildad; porque una de las cosas que suele entibiar y disminuir el amor de nuestros hermanos es juzgar sus faltas y tenerlos por imperfectos y defectuosos; y el humilde está muy lejos de eso, porque tiene puestos los ojos en sus faltas propias, y en los otros nunca mira sino sus virtudes; y así a todos los tiene por buenos, y a sí sólo por malo e imperfecto y por indigno de estar entre sus hermanos; y de aquí nace en él una estima y respeto y un amor grande a todos. Más: al humilde no le pesa de que todos le sean preferidos, y de que se haga caso de los otros y que el sólo sea olvidado, ni de que a los otros se les encomienden las cosas mayores y a él las bajas y pequeñas; no hay envidia entre los humildes, porque la envidia nace de la soberbia; y así, si hay humildad, ni habrá envidia ni encuentros ni cosa que entibie el amor de los hermanos. 

De la humildad nace también la paciencia, tan necesaria en esta vida; porque el humilde conoce sus culpas y pecados, se ve digno de cualquier pena, ningún trabajo le viene que no lo juzgue por menor de lo que había de ser conforme a sus culpas; y así calla y no se sabe quejar, antes dice con el profeta Miqueas (7, 9): Sufriré de buena gana el castigo que Dios me envía, porque he pecado contra Él. Así como el soberbio de todo se queja y le parece que le hacen sin razón, aunque no se la hagan, y que no le tratan como merece, así, el humilde, aunque le hagan sin razón, no lo echa de ver, ni lo juzga por tal; en ninguna cosa entiende que le hacen agravio, antes todo le parece que le viene ancho, y de cualquier manera que le traten está muy satisfecho que le tratan mejor de lo que él merece. Gran medio es la humildad para la paciencia. Y así el Sabio avisando al que quiere servir a Dios que se prepare para sufrir tentaciones y disgustos, y que se arme de paciencia, el medio que le da para ello es que se humille (Ecli., 2, 2 y 4): Trae abatido tu corazón, y así sufre; todo lo que se te ofreciere aunque sea muy contrario al gusto y a la sensualidad, recíbelo bien; y aunque te duela, súfrelo. Pues, ¿cómo será eso? ¿Qué armas me vestís para que no lo sienta o para que, ya que lo sienta, lo lleve bien? Tened humildad y así tendréis paciencia. 

De la humildad nace también la paz, tan deseada de todos y tan necesaria al religioso; así lo dice Cristo nuestro Redentor (Mt., 11, 29): [Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas]. Sed humildes y tendréis gran paz con vos, y también con vuestros hermanos. Así como entre los soberbios siempre hay rencillas, contiendas y porfías, dice el Sabio (Prov., 13, 10), así entre los humildes no puede haber rencilla ni disensión, si no es aquella santa rencilla y porfía de cuál será más humillado, y de dar cada uno la ventaja al otro, cual fue aquella graciosa contienda entre San Pablo y San Antonio sobre el partir el pan: el uno importunaba al otro porque era huésped; el otro a éste porque era más anciano; cada uno buscaba por dónde preferir y dar la ventaja al otro. Estas son buenas rencillas y contiendas, que así como nacen de verdadera humildad, así no sólo no van contra la paz y caridad fraterna, sino la confirman y conservan más. 

Vengamos a aquellas tres virtudes propias y esenciales del religioso, a que nos obligamos por los tres votos de la pobreza, castidad y obediencia. 

La pobreza tiene tanta conexión y parentesco con la humildad, que parecen hermanas de un vientre. Y así, por la pobreza de espíritu que Cristo nuestro Señor puso por la primera de las bienaventuranzas, unos Santos entienden la humildad, otros la pobreza voluntaria, cual es la que los religiosos profesan. Y es menester que la pobreza ande siempre muy acompañada de humildad, porque la una sin la otra es cosa peligrosa; fácilmente se suele criar un espíritu de vanagloria y soberbia del vestido pobre y vil, y de allí suele nacer un menosprecio de los otros; y por esto San Agustín huía de muy viles vestiduras, y quería que sus religiosos trajesen vestidos honestos y decentes para huir de este inconveniente. Y por otra parte, también es menester humildad para que no queramos andar muy acomodados y que no nos falte nada, sino que nos contentemos con lo que nos dieren, y con lo peor, pues somos pobres y profesamos pobreza. 

Para la guarda de la castidad, que sea necesaria la humildad, tenemos muchos ejemplos en las Historias de los Padres del Yermo, de feas y torpísimas caídas en hombres de muchos años de penitencia y vida solitaria, que todas ellas nacían de falta de humildad, y de presunción y fiarse de sí, lo cual suele Dios castigar con permitir semejantes caídas. Es la humildad tan grande ornato de la castidad y pureza virginal, que dice San Bernardo: Me atrevo a decir que, sin humildad, aun la virginidad de nuestra Señora no agradara a Dios. 

Vengamos a la virtud de la obediencia, en la cual quiere nuestro Padre que nos señalemos los de la Compañía. Cosa clara es que no puede ser buen obediente el que no fuere humilde: ni dejarlo de ser el que lo fuere. Al humilde cualquiera cosa se le puede mandar, no así al que no lo fuera. El humilde no tiene juicio contrario, en todo se conforma con el superior, así con la obra como con la voluntad y entendimiento: no hay en él contradicción ni resistencia alguna. 

Pues si venimos a la oración, en que estriba la vida del religioso y del varón espiritual, si no va acompañada de humildad, no tiene valor; y la oración con humildad penetra los Cielos. La oración del que se humilla, dice el Sabio (Eccli., 35, 21), penetrará los Cielos y no descansará hasta [que llegue al trono del Altísimo, ni saldrá de allí hasta] que alcance de Dios todo lo que desea. Aquella santa y humilde Judith, encerrada en su oratorio, vestida de cilicio, cubierta de ceniza, postrada en tierra, clama y da voces (9, 16): Siempre os agradó, Señor, la oración de los humildes y de los mansos de corazón.- (Sal.. 101, 18): Miró Dios la oración de los humildes, y no menospreció sus ruegos. -(Sal 73. 21): no hayáis miedo que sea desechado el humilde ni que vaya confundido; él alcanzará lo que pide. Dios oirá su oración. Mirad cuánto agradó a Dios aquella oración humilde del publicano del Evangelio, que no osaba alzar los ojos al Cielo, ni acercarse al altar, sino allá lejos en un rincón del templo, hiriendo sus pechos, con humilde conocimiento, decía (Lc., 18, 13): Señor, habed misericordia de mí, que soy gran pecador. De verdad os digo, dice Cristo nuestro Redentor, que salió éste justificado del templo, y el otro fariseo soberbio que se tenía por bueno, salió condenado. 

De esta manera podríamos discurrir por las demás virtudes; y así si queréis un atajo para alcanzarlas todas, y un documento breve y compendioso para llegar presto a la perfección, éste es: sed humilde. 


EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.