CAPITULO 4
De la necesidad particular que tienen de esta virtud los
que profesan
ayudar a le salvación de los prójimos.
Cuanto fueres mayor, tanto más te humilla, dice el Sabio (Eccli., 3.
20), y hallarás gracia delante de Dios. Los que profesamos ganar almas
para Dios, tenemos oficio de grandes; que para nuestra confusión, bien lo
podemos decir: nos ha llamado el Señor a un estado muy alto; porque
nuestro Instituto es para servir a la Santa Iglesia en muy altos y levantados
ministerios (para los cuales escogió Dios los Apóstoles) que son la
predicación del Evangelio, la administración de los sacramentos y de su
sangre preciosísima; que podemos decir con San Pablo (2 Cor., 5, 18):
[Nos dio el ministerio de reconciliación]. Llama ministerio de
reconciliación la gracia, y la predicación del Evangelio, y los Sacramentos,
por donde se comunica esta gracia. [Y nos encomendó el predicar la
reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo]. Nos hizo Dios
ministros suyos, embajadores suyos, como apóstoles suyos, legados del
sumo pontífice Jesucristo, lenguas e instrumentos del Espíritu Santo:
[Exhortando Dios mismo por nuestra boca]. Por nosotros es servido el
Señor de hablar a las almas; por estas lenguas de carne quiere el Señor
mover los corazones de los hombres.
Pues por esto tenemos más necesidad que otros de la virtud de la
humildad, por dos razones: la primera, porque cuanto más alto es nuestro
Instituto y la alteza de nuestra vocación, tanto es mayor nuestro peligro y
el combate de la soberbia y vanidad. Los montes más altos, dice San
Jerónimo, con mayores vientos son combatidos. Andamos en ministerios
muy altos, y por eso somos respetados y estimados de todo el mundo; somos tenidos por santos y por otros apóstoles en la tierra; y que nuestro
trato es todo santidad y hacer santos a los que tratamos. Grande
fundamento de humildad es menester para no dar con tan alto edificio en
tierra; gran fuerza y gran caudal de virtud es menester para sufrir el peso
de la honra y ocasiones que vienen con ella; cosa dificultosa es andar entre
honras y que no se pegue algo al corazón; no todos tienen cabeza para
andar en alto. ¡Oh, cuántos se han desvanecido y caído del estado alto en
que estaban, por faltarles este fundamento de humildad! ¡Cuántos que
parecía que como águilas iban levantados en el ejercicio de las virtudes,
por soberbia quedaron hechos murciélagos! Milagros hacía aquel monje,
de quien se escribe en la Vida de San Pacomio y Palemón, que andaba
sobre las brasas sin quemarse; empero de aquello mismo se ensoberbeció y
tenía en poco a los otros y decía de sí mismo: «Este es santo, que anda
sobre las brasas sin quemarse: ¿cuál de vosotros hará otro tanto?» Le
corrigió San Palemón, viendo que era soberbia, y al fin vino a caer
miserablemente y acabar mal. Llena está la Escritura y las historias de los
Santos de semejantes ejemplos.
Pues por esto tenemos particular necesidad de estar muy fundados en
esta virtud; porque, si no, estamos en gran peligro de desvanecernos y caer
en pecado de soberbia, y en la mayor que hay, que es la soberbia espiritual.
San Buenaventura, declarando esto, dice que hay dos maneras de soberbia:
una, de las cosas temporales, y ésta llama soberbia carnal; otra, de las
cosas espirituales, que llama soberbia espiritual; y ésta, dice es mayor
soberbia y mayor pecado que la primera, y la razón está clara; porque el
soberbio, dice San Buenaventura, es ladrón, comete hurto, porque se alza
con lo ajeno, contra la voluntad de su dueño: Alzase con la gloría y honra
que es propia de Dios y que no la quiere él dar a otro, sino reservarla para
sí. [Mi gloria no la daré a otro], dice Él por Isaías (42, 8). Esa quiere
hurtar a Dios el soberbio, y alzarse con ella, y atribuirla a sí. Pues cuando
uno se ensoberbece de un bien natural, de la nobleza, de la buena
disposición del cuerpo, del buen entendimiento, de las letras u otras
habilidades semejantes, ladrón es; pero no es tan grande el hurto, porque
aunque es verdad que todos esos bienes son de Dios, pero son los salvados
de su casa; empero el que se ensoberbece de los dones espirituales de gracia,
de la santidad, del fruto que hace en las almas, ése es gran ladrón,
robador de la honra de Dios; ladrón famoso que, hurta las joyas más ricas
y de mayor precio y valor delante de Dios, que las estimó Él en tanto, que
por ellas dio por bien empleada su sangre y su vida. Y así el
bienaventurado San Francisco andaba con grande temor de caer en esta soberbia, y decía a Dios: Señor, si algo me diereis, guardadlo Vos, que yo
no me atrevo, porque soy un gran ladrón, que me alzo con vuestra
hacienda. Pues andemos nosotros también con este temor, que tenemos
más razón de tenerle, pues no somos tan humildes como San Francisco; no
caigamos en esta soberbia tan peligrosa; no nos alcemos con la hacienda
de Dios, que la traemos entre las manos y ha hecho Dios mucha confianza
de nosotros; no sé nos pegue algo, ni nos atribuyamos a nosotros cosa
alguna; volvámoselo todo a Dios.
No sin gran misterio, Cristo, nuestro Redentor, cuando apareció a sus
discípulos el día de su gloriosa Ascensión, primero los reprendió de su
incredulidad y dureza de corazón (Mc., 16, 14), y después les mandó ir a
predicar el Evangelio por todo el mundo, y les dio poder para hacer
muchos y grandes milagros; dándonos a entender que quien ha de ser
levantado a grandes cosas, primero es menester que sea humillado y se
abata en sí mismo y tenga conocimiento de sus propias flaquezas y
miserias, para que, aunque después vuele sobre los cielos y haga milagros,
quede entero en su propio conocimiento, y asido a su propia bajeza, sin
atribuirse a sí mismo otra cosa sino su indignidad. Teodorato nota a este
propósito que por esta misma causa, queriendo Dios elegir a Moisés por
capitán y caudillo de su pueblo, y hacer por su medio tantas maravillas y
señales como había de hacer, quiso que primero aquella mano con que
había de dividir el mar Rojo y hacer obras tan maravillosas, entrándola en
el seno, la sacase y viese toda llena de lepra (Éxodo 4. 6).
La segunda razón por la cual tenemos más particular necesidad de
humildad, es para hacer fruto con esos mismos ministerios que tenemos,
de manera que no sólo nos es necesaria la humildad para nosotros, para
nuestro propio aprovechamiento, para que no nos desvanezcamos y
ensoberbezcamos, y así nos perdamos sino también para ganar a nuestros
prójimos y hacer fruto en sus almas. Uno de los principales y más eficaces
medios para esto es la humildad, que desconfiemos de nosotros mismos y
no estribemos en nuestras fuerzas, industria y prudencia, sino que
pongamos toda nuestra confianza en Dios, y a Él lo refiramos y
atribuyamos todo, conforme a aquello del Sabio (Prov. 3, 5): [Ten
confianza en Dios de todo tu corazón, y no estribes en tu prudencia]. Y la
razón de esto, como diremos después más largamente (caps. 10 y 23), es
porque cuando desconfiamos de nosotros ponemos toda nuestra confianza
en Dios, se lo atribuimos todo a Él, y le hacemos cargo de todo, con que le
obligamos mucho a que Él tome la mano en ello. Señor, haced vuestro
negocio: la conversión de las almas negocio vuestro es y no nuestro: ¿qué parte somos nosotros para esto? Pero cuando vamos confiados en nuestros
medios y en nuestras razones, nos hacemos parte en el negocio,
atribuyendo mucho a nosotros mismos, y todo eso quitamos a Dios. Son
como las dos balanzas, que cuanto sube la una, baja la otra; cuanto
atribuimos a nosotros, quitamos a Dios, y nos queremos alzar con la gloria
y honra que es propia suya; y así permite El que no se haga nada. ¡Y
plega al Señor que no sea ésta algunas veces la causa de no hacer tanto
fruto en los prójimos!
De nuestro bienaventurado Padre San Ignacio leemos en su Vida, que
con unas pláticas de doctrina cristiana que hacía en Roma, llanas y con
palabras toscas e impropias, porque no sabía bien la lengua italiana, hacia
tan grande fruto en las almas, que en acabando la plática venían los
oyentes, heridos los corazones de dolor, gimiendo y sollozando a los pies
del confesor, que de lágrimas y sollozos apenas podían hablar. Porque no
ponía la fuerza en las palabras, sino en el espíritu: [No en retórica de
humana sabiduría, sino en la manifestación del espíritu y virtud de Dios],
como dice San Pablo (I Cor., 2, 4). Iba desconfiado de sí, Y ponía toda su
confianza en Dios, y así Él daba tanta fuerza y espíritu a aquellas palabras
toscas, e impropias, que parecía que arrojaba unas como llamas encendidas
en los corazones de los oyentes. Ahora no sé si el no hacer tanto fruto es
que vamos muy asidos a nuestra prudencia, y estribamos y confiamos
mucho en nuestros medios, letras y razones, y en el modo de decirlas muy
pulido y elegante, y nos vamos saboreando y contentando mucho de
nosotros mismos. Pues yo haré, dice Dios, que cuando a vos os parece que
habéis dicho mejores cosas y más concertadas razones, quedáis muy
contento y ufano, pareciéndoos que habéis hecho algo, entonces hagáis
menos y se cumpla en vos aquello que dice el Profeta Oseas (9, 14):
[Dadles, Señor. —¿Qué les daréis? —Dadles vientres estériles sin hijos, y
pechos secos sin leche]. Yo os haré madre estéril, que no tengáis más que
el nombre: el P. Fulano, el P. Predicador; con el nombre sólo os quedaréis,
y no tendréis hijos espirituales; os daré pechos secos, que no se os peguen
hijos, ni se les pegue lo que les decís: que eso merece el que se quiere alzar
con la hacienda de Dios, y atribuirse a sí lo que es propio de su divina
Majestad.
No digo yo que no ha de ir muy bien estudiado y muy bien mirado lo
que se predica; pero no basta eso, es menester que vaya también muy bien
llorado y muy encomendado a Dios, y que después que os hayáis quebrado
la cabeza en estudiarlo y rumiado digáis (Lc., 17, 10): Siervos somos sin
provecho, [lo que estábamos obligados a hacer, hicimos]. ¿Qué puedo yo hacer? Cuando mucho, un poco de ruido con mis palabras, como la
escopeta sin pelota, pero el golpe en el corazón, Vos, Señor, sois el que le
habéis de dar. (Prov., 21, 1): [En las manos del Señor está el corazón del
rey; adonde quisiere lo inclinará]. Vos, Señor, sois el que habéis de herir y
mover los corazones: ¿Qué parte somos nosotros para eso? ¿Qué
proporción hay de nuestras palabras, y de cuantos medios humanos
podemos nosotros poner, para un fin tal alto y sobrenatural como es
convertir las almas? Ninguna. Pues ¿por qué quedamos tan ufanos y
contemos de nosotros mismos, cuando nos parece que se hace fruto, y que
nos suceden bien los negocios, como si nosotros los hubiéramos acabado?
¿Por ventura, dice Dios por Isaías (10, 15), se gloriará el hacha, o la
sierra, contra el que obra con ella, diciendo: Yo soy la que he cortado, yo
soy la que he aserrado la madera? Eso es como si el báculo se ensalzase y
engriese, porque le levantan, siendo un leño que no se puede menear si no
le menean. Pues de esa manera somos nosotros respecto del fin espiritual y
sobrenatural de la conversión de las almas. Somos como unos leños, que
no nos podemos mover ni menear si Dios no nos menea. Y así, todo se lo
hemos de atribuir a Él, y no tenemos de qué gloriarnos.
Estima Dios tanto que no estribemos en nuestras fuerzas y medios
humanos, y que no nos atribuyamos nada a nosotros, sino que todo se lo
atribuyamos a Él, y a Él demos la gloria de todo, que por esto dice San
Pablo (1 Cor, 1, 27-31) que Cristo nuestro Redentor, para la predicación de
su Evangelio y convertir el mundo, no quiso escoger letrados, ni hombres
elocuentes, sino unos pobres pescadores, idiotas y sin letras. Escogió Dios
ignorantes e idiotas para confundir a los sabios del mundo; escogió
pobres y flacos, para confundir a los fuertes y poderosos; escogió los
bajos y abatidos en el mundo y que parece que no eran nada en él, para
derribar reyes y emperadores y todos los grandes de la tierra. ¿Sabéis por
qué?, dice San Pablo: Para que no se gloríe el hombre delante de Dios, ni
tenga ocasión de atribuirse nada a sí, sino que [el que se gloría, se gloríe
en el Señor], todo lo atribuya a Dios, y a Él dé la gloria de todo. Si los
predicadores del Evangelio fueran muy ricos y poderosos, y con mucha
gente y mano armada fueran por ese mundo a predicar el Evangelio,
pudiera atribuir la conversión al poder y fuerza de armas; si escogiera Dios
para eso grandes letrados y grandes retóricos del mundo, que con sus letras
y elocuencia convencieran a los filósofos, se pudiera atribuir la conversión
a su elocuencia y a la sutileza de sus argumentos, y se disminuyera con eso
el crédito y reputación de le virtud de Cristo. Pues no de esa manera, dice
San Pablo (1 Cor, 1, 17): No quiso Dios que fuese con sabiduría y elocuencia de palabras, para no se menoscabase la estima de la virtud y
eficacia de la cruz y Pasión de Cristo. Dice San Agustín: Nuestro Señor
Jesucristo, queriendo quebrantar y abajar las cervices de los soberbios, no
buscó pescadores por oradores, sino por unos pobres pescadores derribó y
ganó a los oradores y a los emperadores. Gran retórico y orador fue San
Cipriano, pero primero fue un San Pedro pescador, por medio del cual
creyese y se convirtiese, no sólo el orador, sino también el emperador.
Llena está la sagrada Escritura de ejemplos en que escogía Dios
instrumentos y medios flacos para hacer cosas grandes, para enseñarnos
esta verdad y que quedase muy fija en nuestros corazones, que no tenemos
de qué gloriarnos, ni qué atribuir nada a nosotros, sino todo a Dios. Eso
nos quiso decir aquella insigne victoria de Judith, una mujer flaca contra
un ejército de más de ciento y cuarenta mil hombres. Esto nos dice lo de
un pastorcico David, que muchacho sin armas, con su honda, derribó al
gigante Goliat. Para que sepa todo el mundo, dice (1 Sam., 17, 46), que
hay Dios en Israel, y entiendan todos que no ha menester Dios espada ni
lanza para vencer, porque suya es la batalla y suya es la victoria; y para
que eso se entienda, la quiere Él dar sin armas.
Este fue también el misterio de Gedeón, el cual había juntado treinta
y dos mil hombres contra los madianitas, que eran más de ciento y treinta
mil, y le dice Dios (Judic., 7, 2): Gedeón, mucha gente tienes; con tanta
gente no podrás vencer. Mirad que razón da Dios: «No podréis vencer,
porque sois muchos». Si dijera: «No podréis vencer, porque ellos son
muchos, y vosotros pocos», parece que llevaba camino. Os engañáis, no lo
entendéis, esa fuera razón de hombres, esa otra es razón propia de Dios:
«No podréis vencer, dice Dios, porque sois muchos»; ¿por qué? Porque no
se gloríe contra Mi Israel [y diga: Con mis fuerzas y mi brazo me he
librado], y se alce con la victoria puede muy ufano, pensando que con sus
fuerzas ha vencido. Da Dios traza que sólo queden trescientos hombres a
Gedeón, y con ésos le manda que presente la batalla al enemigo, y con
ellos le dio la victoria. Y aun no fue menester que se pusiesen en armas, ni
que echasen mano a las espadas, sino sólo con el sonido de las trompetas,
que llevaban en una mano, y con el ruido de quebrar los cántaros y el
resplandor de las hachas encendidas, que llevaban en la otra mano, causó
Dios tanto terror y espanto en los enemigos, que unos a otros se
atropellaban y mataban, huyendo, pensando que venía todo el mundo sobre
ellos. Ahora no diréis que por vuestras fuerzas habéis vencido. Eso es lo que
pretende Dios.
Pues si en las cosas temporales y humanas, en las cuales nuestros
medios tienen alguna proporción con el fin, y nuestras fuerzas con la
victoria, no quiere Dios que nos atribuyamos a nosotros cosa alguna, sino
que la victoria de la batalla y el buen suceso de los negocios, todo se le
atribuya a Él; si aun en las cosas naturales ni el que planta, ni el que riega
es algo: no es el hortelano el que hace crecer las plantas y dar fruto a los
árboles, sino Dios; ¿qué será en las cosas espirituales y sobrenaturales de
la conversión de las almas, y de su aprovechamiento y crecimiento en
virtud, donde nuestros medios, fuerzas e industrias quedan tan cortas y tan
atrás, que ninguna proporción tienen con tan alto fin?
Y así dice el Apóstol San Pablo (1 Cor., 3, 7): [Ni el que planta es
algo ni el que riega, sino] Dios sólo es el que puede dar el crecimiento y
fruto espiritual. Dios sólo es el que puede poner terror y espanto en los
corazones de los hombres. Dios sólo es el que puede hacer que los
hombres aborrezcan los pecados y dejen la mala vida: que nosotros
solamente podemos hacer un poco de ruido con la trompeta de su
Evangelio; y si quebrantamos los cántaros de nuestros cuerpos con la
mortificación para que nuestra luz resplandezca delante de los hombres
con vida muy ejemplar, no haremos poco; con eso Dios dará la victoria.
Saquemos de aquí dos cosas que ayudarán mucho para ejercitar
nuestros ministerios con mucho consuelo y aprovechamiento, así nuestro
como de los prójimos. La primera, lo que está dicho, que desconfiemos de
nosotros y pongamos toda nuestra confianza en Dios, y, todo el fruto y
buen suceso de los negocios se lo atribuyamos a Él. Dice San Crisóstomo:
no nos ensoberbezcamos, sino confesémonos por inútiles para que así
seamos útiles y provechosos. Y San Ambrosio dice: Si queréis hacer
mucho fruto en los prójimos, guardad aquel documento que nos enseña el
Apóstol San Pedro (1 Pedro 4, 11]. El que habla haga cuenta que Dios
puso aquellas palabras en su boca; el que obra haga cuenta que Dios es
el que obra por él, y le dé a él la gloria y honra de todo. No nos
atribuyamos a nosotros cosa alguna, ni nos alcemos con nada, ni tomemos
vano contentamiento de ello.
La segunda cosa que hemos de sacar, es no desanimarnos, ni
desconfiar, viendo nuestra poquedad y miseria. De lo cual tenemos
también mucha necesidad: porque ¿quién viéndose llamado a un fin e
Instituto tan alto sobrenatural, como es convertir almas, sacarlas de
pecados, de herejías e infidelidad; quién poniendo los ojos en sí no
desmayará? ¡JESÚS! ¡Qué desproporción tan grande! No dice a mí esa empresa; que yo soy más necesitado, miserable que todos. ¡Oh! ¡Qué
engañado estáis! Antes por eso dice a vos esa empresa. No podía acabar de
creer Moisés que él había de hacer una obra tan grande, como era sacar al
pueblo de Israel del cautiverio de Egipto, y se excusaba con Dios que le
enviaba a eso: ¿Quién soy yo, para ir a tratar con el rey y hacer que deje
salir el pueblo de Israel de Egipto? (Éxodo 3, 11). Enviad, Señor, a quien
habéis de enviar (Éxodo 4, 13); que yo no soy para eso, que soy
tartamudo. Eso es lo que yo he menester, dice Dios: que no lo has de hacer
tú, Yo seré contigo, y te enseñaré lo que has de hablar. Lo mismo
aconteció al profeta Jeremías (1, 6): le enviaba Dios a predicar a las
gentes, y comienza a excusarse: ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! ¿No veis, Señor, que no
acierto a hablar, que soy niño? ¿Cómo me queréis enviar a una empresa
tan grande? Y aun por eso, que bien estáis en la cuenta; eso es lo que anda
Dios a buscar; antes, si tuvierais muchas partes, por ventura no os
escogiera Dios para eso, porque no os alzarais con ello y os atribuyerais a
vos algo. Anda Dios a escoger gente humilde, gente que no se atribuya
nada a sí, y por ésos quiere hacer cosas grandes.
Cuentan los sagrados
Evangelistas (Lc., 10, 21; Mt., 11, 25) que, viniendo de predicar los
Apóstoles, viendo Cristo nuestro Redentor el fruto y maravillas que habían
hecho, se regocijó en Espíritu Santo, y comenzó a glorificar y dar gracias a
su Padre Eterno: Gracias te doy, Padre Eterno, Señor del Cielo y de la
tierra que escondiste estas cosas a los sabios y prudentes del mundo, y las
revelaste y comunicaste a los pequeñuelos, y por ellos quieres hacer tantas
maravillas y milagros; bendito y alabados seáis, Señor, para siempre,
porque os ha placido hacerlo así. ¡Oh! ¡Dichosos los pequeñuelos,
dichosos los humildes, los que no se atribuyen nada a sí, porque ésos son
los que levanta Dios; ésos son por quien hace las maravillas; toma Él por
instrumento para hacer grandes cosas, grandes conversiones y grande fruto
en las almas! Por eso nadie desconfíe, nadie se desanime (Lc., 12, 32). No
quieras temer, manada pequeña [porque se complació mi Padre de daros
el reino], no desmayes ni te desanimes, Compañía mínima de JESÚS, por
verte pequeñuela y la más mínima de todas, porque le ha placido a vuestro
Padre celestial de franquearos las almas y los corazones de los hombres.
Yo seré con vosotros, dijo Cristo nuestro Redentor a nuestro padre Ignacio
cuando le apareció yendo a Roma [Yo os seré propicio en Roma]. Yo os
ayudaré. Yo seré en vuestra compañía. Y por este milagro y aparición
maravillosa se le dio a esta Religión este nombre y apellido de Compañía
de JESÚS, para que entendamos que no somos llamados a la Compañía y
Orden de Ignacio, sino a la Compañía de JESÚS, y tengamos por cierto que JESÚS será siempre en nuestra ayuda, como Él se lo prometió a
nuestro Padre, y que a Él tenemos por caudillo y capitán, y así no nos
cansemos ni desmayemos en esta empresa tan grande de ayudar a las
almas, a que Dios nos ha llamado.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J