CAPÍTULO III
REFLEXIONES SOBRE LA FLAGELACIÓN, LA CORONACIÓN DE ESPINAS
Y LA CRUCIFIXIÓN DE JESUCRISTO
I. La flagelación
Escribe San Pablo de Jesucristo: Se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo. Lo que apostilla San Bernardo con estas palabras: «No sólo tomó la forma de esclavo para someterse a otro, sino de mal esclavo, para ser azotado». Quiso nuestro Redentor, que es el Señor de todo, no sólo rebajarse a la condición de esclavo, sino también de mal esclavo, para ser castigado cual malhechor, satisfaciendo de esta suerte por nuestras culpas.
Cierto que la flagelación fue el tormento más cruel y el que más abrevió la vida de nuestro Redentor, porque la gran efusión de sangre (predicha en San Mateo: Esta es mi sangre de la alianza, por muchos es derramada), fue la principal causa de su muerte. Cierto que esta sangre fue derramada primero en Getsemaní, en la coronación de espinas y en la crucifixión; pero la derramó en mayor abundancia en la flagelación. Este suplicio fue para Jesucristo vergonzoso y humillante, porque era suplicio reservado a los esclavos, por lo que los tiranos, después de condenar a muerte a los mártires, primero los azotaban y después les quitaban la vida; en cambio, nuestro Señor fue antes azotado que condenado a muerte. Durante su vida había predicho a sus discípulos que sería condenado a esta muerte cruel: Será entregado a los gentiles y escarnecido..., y después de azotarle le matarán, anunciándoles el gran dolor que había de experimentar en este tormento.
Según revelación hecha a Santa Brígida, un verdugo mandó a Jesús que se despojara de sus vestiduras; obedeció, se abrazó a la columna a la que le ataron, y le azotaron tan cruelmente, que su cuerpo quedó completamente lacerado; y añade la revelación que los azotes no sólo herían, sino que surcaban las sacrosantas carnes. De tal modo fue azotado, que, como continúa la revelación, se veían las costillas a través del pecho. Concuerda con esto lo que escribe San Jerónimo: «Los azotes destrozaron el sacratísimo cuerpo de Dios», y San Pedro Damiano, que. los verdugos perdieron las fuerzas en la flagelación del Señor. Todo lo cual predijo el profeta Isaías con estas palabras: Fue traspasado por causa de nuestros pecados. La palabra attritus tiene también el significado de desmenuzado o molido.
¡Jesús mío!, aquí tenéis a uno de vuestro más crueles verdugos, que os flageló con sus pecados; pero tened compasión de mí. ¡Amable Salvador mío!, poca cosa es un corazón para amaros. Ya no quiero vivir para mí, sino sólo para vos, amor mío y mi todo. Por eso, os diré con Santa Catalina de Génova: «Oh amor, oh amor, no más pecar!» Basta ya de ofensas, que en adelante espero ser todo vuestro, y con vuestra gracia, también espero serlo por toda la eternidad.
II. La coronación de espinas
La Madre de Dios reveló a Santa Brígida que la corona de espinas ceñía toda la sagrada cabeza de su Hijo, abarcándole hasta la mitad de la frente, y que las espinas fueron tan violentamente clavadas, que la sangre corría en abundancia por el rostro de Jesús, que aparecía cubierto de sangre.
Dice Orígenes que esta corona de espinas no se le quitó de la cabeza al Señor hasta después de expirar en la cruz. Mas, como la túnica interior no era cosida, sino inconsútil, razón por la que la sortearon los soldados y no se la dividieron, como los otros vestidos externos, como tenían que sacarla por la cabeza, con más probabilidad afirman otros autores que al sacársela le quitaron la corona, que le volvieron a poner antes de clavarlo en la cruz.
Léese en el Génesis: Maldita será la tierra por tu causa...; espinos y abrojos te germinarán. Dios fulminó esta maldición contra Adán y su descendencia, porque, al decir tierra, no sólo se hablaba de la tierra material, sino también de la carne humana, que, inficionada por el pecado de Adán, sólo produce espinas de pecados. Ahora bien, para contrarrestar esta infección de la carne, dice Tertuliano que era necesario que Jesucristo ofreciese a Dios el sacrificio de este extraordinario tormento de la coronación de espinas.
Este tormento, en sí tan doloroso, estuvo, además, acompañado de otros tormentos, como bofetadas, salivazos y sarcasmos de los soldados, según atestiguan San Mateo y San Juan: Y trenzando una corona de espinas, la pusieron sobre su cabeza, y una caña en su mano derecha; y, doblando la rodilla delante de El, le mofaban diciendo: Salud, rey de los judíos, y escupiendo en El, tomaron la caña y le daban golpes en la cabeza. Y los soldados, trenzando una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza, y le vistieron un manto de púrpura; y venían a El y le decían: ¡Salud, Rey de los judíos! Y le daban bofetadas.
¡Oh Jesús mío, y cuántas espinas añadí a vuestra corona con mis malos pensamientos consentidos! ¡Quien pudiera morir por ello de dolor! Perdonadme, por los méritos de aquel dolor que aceptasteis precisamente para perdonarme. ¡Ah, Señor mío, tan humillado y vilipendiado! Cargasteis con tantos dolores
y desprecios para moverme a compasión de vos, a fin de que, al menos, os amase por compasión y no os causase más disgustos. ¡Ea, Jesús mío!, dejad ya de padecer, pues que estoy persuadido del amor que me profesáis y os amo con toda mi alma. Pero comprendo que no estáis del todo satisfecho, ni saciado de trabajos, hasta que no muráis en la cruz de puro dolor. ¡Oh Bondad, oh Caridad infinita, desgraciado del corazón que no os ama!
III. Jesús, conducido al Calvario
La cruz comenzó a atormentar a Jesucristo antes de que en ella le clavasen, pues, luego de condenarlo Pilatos, se la impusieron sobre los hombres para que la llevase al Calvario y en ella muriese crucificado. El la llevó sin manifestar repugnancia alguna. San Agustín, glosando a San Juan, exclama: «A los ojos del impío, esto es gran ignominia, pero es grande misterio a los ojos de la fe». En efecto, mirando la crueldad que se usó con Jesucristo, obligándole a cargar con su patíbulo, fue grande humillación; pero, considerando el amor con que El abrazó la cruz, se admira el grande misterio, porque, al llevar la cruz,quiso nuestro Capitán enarbolar el estandarte debajo del que habían de alistarse y militar sus seguidores en la tierra, para compartir después con El el reino de los cielos.
San Basilio, comentando este paso de Isaías: Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, sobre cuyo hombro está el principado, dice que los tiranos de la tierra agobian a sus vasallos con injustos tributos para acrecentar su poderío, en tanto que Jesucristo quiso cargar con todo el peso de la cruz y llevarla sobre sí, dejando en ella la vida, para alcanzarnos la salvación. Nótese, además, que los reyes terrenos fundan su imperio sobre la fuerza de las armas y en la abundancia de las riquezas, en tanto que Jesucristo fundó su principado en el ludibrio de la cruz, es decir, en ludibrios y padecimientos, y por eso aceptó voluntariamente el llevar la cruz, en aquel doloroso viaje, para darnos con su ejemplo valor para abrazar la propia cruz y poderlo seguir. De ahí que luego dijese a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome a cuestas su cruz y sígame.
Notables son los elogios que San Juan Crisóstomo hace de la cruz, llamándola Esperanza de los desesperados; y ¿qué esperanza de salvación tendrían los pecadores si por salvarlos no hubiera muerto Cristo en la cruz? —Guía de los navegantes. En el proceloso mar de este mundo, por el cual vamos navegando; en la humillación de la cruz, es decir, en la tribulación, hallaremos el seguro guía que nos lleve por ruta de los divinos mandamientos y nos vuelva a ella si, por desgracia, la hubiéramos perdido, como dice David: Bueno me es haber sido afligido, para aprender así tus estatutos. Consejera de los justos. Los justos toman ocasión de la adversidad para unirse más íntimamente con Dios. —Descanso de atribuladas. Y ¿dónde mayor descanso que mirar la cruz, en la que nuestro Redentor Y Dios murió de dolor por nuestro amor? —Gloria de los mártires. Gloria fue de los mártires el haber podido unir sus dolores y su muerte a la muerte y dolores que padeció Jesucristo en la cruz. De ahí que San Pablo dijese: A mí jamás me acaezca gloriarme en otra cosa sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. —Médico de los enfermos. ¡Qué gran remedio es para muchos que padecen enfermedades espirituales, pues las tribulaciones los hacen entrar dentro de sí y los desprenden del mundo —Fuente que apaga la sed. La cruz, o el padecer por Cristo, es el gran deseo de los santos. Santa Teresa decía: «Señor, o morir o padecer; no os pido otra cosa para mí»; y Santa Magdalena de Pazzi llegaba hasta decir: «Padecer y no morir», como si rehusara morir e ir al cielo para quedar padeciendo en la tierra.
Por lo demás, generalmente hablando, todos, justos y pecadores, tienen su cruz. Y aunque los justos disfruten de paz de conciencia, aun tienen sus vicisitudes, ya que unas veces son consolados con visitas divinas y otras son afligidos por enfermedades corporales y demás contrariedades, desolaciones, obscuridades, arideces de espíritu, escrúpulos, tentaciones y temores de la propia salvación. Más pesada es aún la cruz de los pecadores por los remordimientos de conciencia que padecen, los temores que de ellos se apoderan al recordar los castigos eternos y las angustias que sufren en la contrariedad. Los santos se conforman con la voluntad de Dios y llevan pacientemente las contrariedades pero los pecadores, ¿cómo podrán conformarse con la voluntad divina, si viven como enemigos de Dios? Las penas de los enemigos de Dios son penas sin alivio ni consuelo. Razón tenía
Santa Teresa para decir: «Y no abrazan la cruz, sino llévanla arrastrando, y así las lastima, y cansa, y hace pedazos; porque, si es amada, es suave de llevar; esto es cierto».
IV. La crucifixión
Tratemos ya de la crucifixión. Fue revelado a Santa Brígida que, cuando el Salvador se vio en la cruz, extendió la mano derecha al sitio en que había de ser clavada. Después le clavaron la otra mano, luego los sagrados pies, y se dejó que Jesucristo muriese en aquel lecho de dolor. Dice San Agustín que el suplicio de la cruz era acerbísimo, porque en ella, como escribe, era la muerte más lenta, para acrecentar el padecimiento.
¡Oh Dios, qué espanto debió de apoderarse del cielo al ver al Hijo del Eterno Padre crucificado en medio de dos ladrones!, como había predicho Isaías: Y haber sido entre los delincuentes contado. Por eso, San Juan Crisóstomo, contemplando a Jesús crucificado, exclama, lleno de estupor y de amor: «En medio de la Santísima Trinidad, en medio de Moisés y Elías y en medio de dos ladrones...» Cual si dijese: Yo miro a mi Salvador, primero en el cielo entre el Padre y el Espíritu Santo, luego en el monte Tabor entre los santos Moisés y Elías, y ¿cómo es posible que lo vea después crucificado en el calvario entre dos ladrones? Así debía, empero, suceder, porque, según el divino decreto, así debía, morir para satisfacer con su muerte por los pecados de los hombres y salvarlos, según la ya citada profecía: Haber sido entre los delincuentes contado, llevando los pecados de muchos.
El mismo profeta pregunta: ¿Quién es este que viene de Edom, rojos los vestidos, de Bosrá; que resplandece en su vestidura, camina altivo en la plenitud de su fuerza? ¿Quién es este, tan hermoso y fuerte, que viene de Edom, con los vestidos teñidos de sangre? Edom significa color de rosa, un tanto obscuro, bermejo, según se lee en el Génesis. A la pregunta anterior responde Jesucristo, según los intérpretes: Yo soy el que habla con justicia, el que es grande en el salvar. Yo soy el Mesías prometido, que vine a salvar a los hombres, triunfando de sus enemigos. Torna de nuevo a preguntar el profeta: ¿Por qué está roja tu vestidura y tus ropas como las de quienes pisan el lagar? ¿Por qué está rojo tu vestido y semejante al de los que pisan la vendimia en el lagar?, y responde: El lagar he pisado yo solo, y de los pueblos nadie ha estado conmigo. Tertuliano, San Cipriano y San Agustín entienden por lagar la pasión de Cristo, en la que su vestido, es decir, su sacrosanta carne, fue cubierta de sangre y de llagas, según aquello de San Juan: E iba envuelto en un manto de sangre, y es llamado por nombre el Verbo de Dios. San Gregorio, al explicar las palabras El lagar he pisado yo solo, escribe: «El lagar en que pisó y fue pisado». Dice pisó, porque Jesucristo, con su pasión, venció y trituró al demonio; y dice fue pisado, porque en la pasión fue su cuerpo pisoteado y prensado como el racimo en la prensa. Mas a Yahveh —dice Isaías— le plugo destrozarlo con padecimiento.
Y el Señor, el más bello de los hombres —Tú eres el más hermosos entre los hombres—, aparece en el Calvario tan desfigurado por los tormentos, que causa horror al que lo contempla, si bien tal deformidad lo torna más bello a vista de las almas amantes, porque las llagas y las carnes, lívidas y desgarradas, son otras tantas pruebas y demostraciones del amor que nos tiene. Petrucci cantó: «Al veros, Señor, tan maltratado por los verdugos, los corazones amantes os tienen por más hermoso cuanto más deformado os contemplen».
San Agustín dice que la fealdad de Cristo es nuestra hermosura; y, en efecto, la deformidad de Jesús crucificado fue causa de la belleza de nuestras almas, que, antes deformes y luego lavadas con la divina sangre: Estos que andan vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son?, y responde: Estos son los que vienen de la gran tribulación y lavaron sus vestidos y las blanquearon con la sangre del Cordero. Todos los santos, como hijos de Adán, excepción hecha de la Santísima Virgen María, estuvieron durante algún tiempo cubiertos con el manto de la culpa de Adán y de los personales pecados; mas, una vez purificados con la sangre del Cordero, tornáronse hermosos y agradables a los ojos de Dios.
Razón tuvisteis, Jesús mío, para decir que, cuando fueseis levantado en alto de la cruz, atraeríais a vos todas las cosas. Sí, porque nada habéis omitido para atraeros el afecto de todos los corazones. Y ¡cuántas y cuántas felicísimas almas, al veros crucificado y muerto por su amor, lo abandonaron todo, riquezas, dignidades, patria y parientes, y desafiaron los tormentos y la muerte, para entregarse del todo a vos! ¡Desventurados los que resisten a la gracia que les ganasteis con tantas fatigas y dolores! Este será su mayor tormento en el infierno: haber tenido un Dios que, para conquistarse su amor, murió en una cruz y que ellos espontáneamente quisieron perderse, sin esperanza de remedio, por toda una eternidad.
¡Ah, Redentor mío!, después de las ofensas que os causé merecía haber caído en tamaña desgracia. ¡Qué de veces resistí a vuestros llamamientos amorosos y a los esfuerzos que hacíais para cautivarme con los lazos de vuestro amor! ¡Ojalá hubiera muerto antes de ofenderos por primera vez! ¡Ojalá os hubiera amado siempre! Gracias, amor mío, por haberme llamado
con tanta insistencia, en lugar de abandonarme, como tenía merecido; gracias por las luces e impulsos amorosos que me habéis infundido. Las gracias del Señor contaré siempre. Por favor, no ceséis, Salvador mío y esperanza mía, de continuar cautivándome con vuestras gracias, para que os pueda amar en el cielo con más fervor, recordando tantas misericordias como habéis usado conmigo, después de tantos disgustos como os he causado. Todo lo espero de aquella preciosa sangre por mí derramada y de la afrentosa muerte que habéis por mí padecido.
¡Oh Santísima Virgen María!, protegedme y rogad a Jesús por mí.
V. Jesús, clavado en la cruz
Jesús en la cruz fue espectáculo que conmovió al cielo y a la tierra. ¡Un Dios omnipotente, Señor de todo, muriendo en un patíbulo infame, condenado cual malhechor entre dos facinerosos! Sorprendente caso de justicia del Eterno Padre, que castigó los pecados de los hombres en la persona de su Hijo, a quien amaba como a sí mismo, para que quedase aplacada la divina justicia. Sorprendente espectáculo de misericordia del inocente Hijo, que moría con muerte tan cruel e ignominiosa para salvar a sus criaturas de la pena por los pecados merecidos. Sorprendente espectáculo de amor de un Dios que ofrece y da la vida para redimir de la muerte a sus enemigos, los esclavos. Estas maravillas del Señor fueron y serán siempre el más agradable motivo de la contemplación de los santos, pues con sólo su recuerdo se despojaron de todos los bienes y placeres terrenos y abrazaron, ansiosos y alegres, las penalidades y la muerte, para corresponder de alguna manera a un Dios muerto por su amor.
Alentados con el ejemplo de Jesucristo, despreciado en la cruz, los santos amaron los desprecios más aún que los mundanos los honores terrenos. Al ver a Jesús morir en la cruz, despojado de sus vestiduras, abandonaron los bienes terrenos. Al verlo plagado de llagas y chorreando sangre, aborrecieron los placeres sensuales y se dieron a mortificar la propia carne, para acompañar con sus dolores los dolores del Crucificado. Al ver la obediencia de Cristo y su total conformidad con la voluntad del Padre, se esforzaron en mortificar y vencer todos los apetitos opuestos a la voluntad divina; y muchos, si bien ocupados en obras de caridad, con todo, conocedores de que el privarse de la propia voluntad era el sacrificio más grato al corazón de Dios, se recluyeron en cualquier instituto religioso para vivir sujetos a obediencia y sometidos a la voluntad ajena. Al ver la paciencia de Jesucristo, sufriendo tantas penalidades y oprobios por nuestro amor, aceptaron con paz y alegría las injurias, enfermedades, persecuciones y tormentos de los tiranos. Al ver, filialmente, el amor que nos demostró Jesucristo, sacrificando su vida a Dios por nosotros en la cruz, sacrificaron a Jesucristo cuanto tenían: bienes, placeres, honores y vida.
¿Cómo, pues, explicar que haya tantos cristianos que, sabiendo por la fe lo mucho que Jesucristo padeció por su amor, en vez de consagrarse a su servicio y amor, vivan entre continuas ofensas y desprecios entregados a gustos pasajeros y mezquinos? ¿De dónde procede tamaña ingratitud? De que se olvidan de la pasión y muerte de Jesucristo. Y ¿cuál no será su remordimiento y vergüenza cuando el Señor les eche en cara cuanto por ellos hizo y padeció?
Almas devotas, tengamos siempre ante la vista a Jesús crucificado, que muere entre tanto dolores e ignominias por amor nuestro. Todos los santos sacaron de la pasión de Cristo las llamas de caridad que les hicieron olvidar los bienes de este mundo, y aun a sí mismos, para dedicarse sólo a amar y complacer a este divino Salvador, tan enamorado de los hombres, que ya no supo qué más hacer para ser amado de ellos. La cruz, en una palabra, o la pasión de Jesucristo, nos alcanzará la victoria de todas las pasiones y tentaciones de que el infierno se sirviere para apartarnos de Dios. La cruz es el camino y la escala para llegar al cielo. ¡Dichosa el alma que se abraza con ella y no la abandona ni en la hora de la muerte! Quien muere abrazado a la cruz tiene segura garantía de la vida eterna, prometida a cuantos siguieren con la propia cruz a Jesús crucificado.
Crucificado Jesús mío, nada habéis perdonado para haceros amar de los hombres, llegando hasta perder vuestra vida con afrentosísima muerte. ¿Cómo, por tanto, se explica que los hombres, tan amantes siempre de quienes reciben alguna muestra de afecto, sean con vos tan ingratos que desprecien vuestro amor y vuestra gracia por bienes viles y miserables? ¡Ah, desventurado de mí!, yo fui uno de esos ingratos que por una nonada renuncié a vuestra amistad, volviéndoos las espaldas. Merecido tengo que me arrojéis de vuestra presencia, como os arrojé de mi alma. Pero oigo que aun me reclamáis mi amor: Amarás, pues, a Yahveh, tu Dios. Sí, Jesús mío; puesto que deseáis que os ame y me brindáis con el perdón, renuncio a todas las criaturas y no quiero amar de hoy en adelante más que a vos sólo, Criador y Redentor mío. Vos seréis el único amor de mi alma.
¡Oh María, Madre de Dios, refugio de pecadores!, rogad por mí, alcanzadme la gracia de amar a Dios, y nada más os pido.
San Alfonso María de Ligorio