CAPÍTULO 18
De algunos medios para alcanzar este segundo grado de humildad,
y
particularmente del ejemplo de Cristo nuestro Señor.
Dos maneras de medios se suelen dar comúnmente para alcanzar las
virtudes morales: el uno es de razones y consideraciones que nos
convenzan y animen a ello; el otro de ejercicio y uso de los actos de
aquella virtud, con los cuales se alcanzan los hábitos. Comenzando del
primer género de medios, una de las más principales y eficaces consideraciones
de que nos podemos ayudar para ser muy humildes, o la más
principal y eficaz de todas, es el ejemplo de Cristo nuestro Redentor y
Maestro: de lo cual, aunque. hemos dicho algo, siempre hay qué decir.
Toda la vida de Cristo fue un perfectísimo dechado de humildad,
desde que nació hasta que expiró en la cruz. Pero el bienaventurado San
Agustín pondera particularmente para esto el ejemplo que nos dio lavando
los pies a sus discípulos el jueves de la Cena, ya cercano a su Pasión y
muerte. No se contentó Cristo nuestro Redentor, dice San Agustín, con los
ejemplos de toda su vida pasada ni con los que luego había de dar en su
Pasión, que tan cercana estaba, donde había de padecer, como dice Isaías
(53, 3), el postrero de los hombres; y como dice el real profeta David (Sal.,
21, 7), oprobio de los hombres y deshecho del mundo; sino (Jn 13, 1)
subiendo JESUS que era ya llegada la hora en que se había de partir de
este mundo a su Padre, como tuviese grande amor a los suyos, se lo quiso
mostrar al fin de su vida; y acabada la Cena, levantase de la mesa y quitase
sus vestiduras, ciñese una toalla, echa agua en una vacía y postrase a los
pies de sus discípulos y a los de Judas, y comienza a lavárselos con
aquellas manos divinas, y a limpiárselos con la toalla con que estaba
ceñido. ¡Oh misterio grande! ¿qué es esto, Señor, que hacéis? Dice el
Apóstol San Pedro: ¿Vos, Señor, me laváis a mí los pies? no entendían los
discípulos lo que hacía. Responde el Señor: Ahora no entiendes lo que
hago, pero después lo entenderás: Yo os lo declararé. Se torna a sentar a la
mesa y les declara el misterio muy de propósito. Vosotros, me llamáis
Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, siendo vuestro
Maestro y, Señor, me he humillado y os he lavado los pies, vosotros habéis de hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo para que
aprendáis de Mí y hagáis como Yo. Ese es el misterio, que aprendáis a
humillaros, como Yo me he humillado. Es tan grande por una parte la
importancia de esta virtud de la humildad, y por otra la dificultad que hay
en ella, que no se contenta con tantos ejemplos como nos había dado y
tenía tan a mano para darnos, sino como quien conocía bien nuestra
flaqueza, y tan bien había tomado el pulso a nuestro corazón, y tenía bien
entendida la malicia del humor de que pecaba nuestra dolencia, cargó tanto
la mano en esta parte, y nos pone ésta entre las postreras mandas de su
Testamento por su última voluntad, para que quedase más impresa en
nuestros corazones.
Sobre aquellas palabras de Cristo (Mt, 11, 29): Aprended de Mí, que
soy manso y humilde de corazón, exclama San Agustín: ¡Oh doctrina
saludable! ¡Oh Maestro y Señor de los hombres, a los cuales, por la
soberbia, les entró la muerte! ¿Qué es, Señor, lo que queréis que vayamos
a aprender de Vos? Que soy manso y humilde de corazón. Esto es lo que
habéis aprender de Mí. ¿En eso se han resumido todos los tesoros de la
sabiduría y ciencia del Padre, escondidos en Vos, que por gran cosa digáis
que vayamos a aprender de Vos que sois manso y humilde de corazón?
¿Tan grande cosa es hacerse uno pequeño, que si Vos, que sois tan grande,
no os hicierais pequeño, no hubiera quien lo pudiera aprender? Sí, dice San
Agustín, tan grande cosa es y tan dificultosa humillarse y hacerse pequeño,
que si el mismo Dio no se hubiera humillado y hecho pequeño, no
acabaran los hombres de humillarse, porque no hay cosa que tengan tan
metida en las entrañas y tan entrañada en el corazón como este apetito de
ser honrado y estimados; y así, todo eso fue menester para que seamos
humildes. Tal medicina como ésta requería la enfermedad de nuestra
soberbia: a tal llaga, tal cura.
Y si esta medicina de haberse hecho Dios hombre humillándose tanto
por nosotros, no cura nuestra soberbia, no sé, dice San Agustín, con qué se
podrá curar. Si ver al Señor de la Majestad tan abatido y humillado no
basta para que nosotros nos avergoncemos de desear ser honrados y
estimados, y nos tome gana de ser despreciados y abatidos con El y por Él
no sé qué ha de bastar. Y así Guerrico Abad, admirado y convencido con
tan grande ejemplo de humildad, exclama y dice lo que es razón que
nosotros digamos y saquemos de aquí: Vencido habéis Señor, vencido
habéis mi soberbia; me habéis atado de pie y manos con vuestro ejemplo;
yo me rindo y entrego por esclavo vuestro para siempre.
Es también maravilloso pensamiento a este propósito aquél del
glorioso Bernardo. Vio, dice, el Hijo de Dios que dos criaturas nobles,
generosas y capaces de la bienaventuranza que Dios había criado, se
perdían por querer ser semejantes a Él. Crió Dios los ángeles, y luego
Lucifer quiso ser semejante a Dios (Is., 14, 13): [Escalaré el Cielo y sobre
las estrellas de Dios levantaré mi trono, y me asentaré en el monte del
Testamento al lado del aquilón; subiré sobre la altura de las nubes y seré
semejante al Altísimo], y llevó tras sí a otros: échalos Dios luego en el
infierno, y de ángeles quedaron hechos demonios. [Mas tú fuiste derribado
en el infierno hasta lo profundo del abismo.] Cría Dios al hombre, y luego
el demonio le pega su lepra y su ponzoña. [Seréis como dioses, que sabréis
del bien y del mal] (Gen., 3, 5). Se gloriaron de que les dijo que serían
como Dios, y quebrantaron su mandamiento, y quedaron semejantes al
demonio. Dijo el Profeta Eliseo (2 Rey., 5, 27) a su criado Giezzi: después
que tomó los dones de Naamán leproso, ¿Tomaste la hacienda de Naamán?
Pues la lepra de Naamán se te pegará a ti y a todos tus descendientes
eternamente. Ese fue el juicio de Dios contra el hombre, que pues él quiso
la riqueza de Lucifer, que fue la culpa de su soberbia, también se le pegase
la lepra de él, que fue la pena de ella. Pues veis aquí también al hombre
perdido y comparado con el demonio porque quiso ser semejante a Dios.
¿Qué será bueno que haga el Hijo de Dios viendo a su eterno Padre celar y
volver así por su honra? Veo, dice, que por mi ocasión pierde mi Padre sus
criaturas; los ángeles quisieron ser como Yo, y se perdieron; el hombre
también quiso ser como Yo, y se perdió; todos tienen envidia de Mí, y
quieren ser como Yo. Pues advertid: Yo iré en tal forma, dice el Hijo de
Dios, que de aquí adelante el que quiera ser como Yo no se pierda, sino se
gane. Para esto bajó el hijo de Dios del Ciclo y se hizo hombre. ¡Oh!
Bendita, ensalzada y glorificada sea tal bondad y misericordia, que
condescendió Dios con el apetito tan grande que teníamos de ser
semejantes á El; y ya no con mentira y falsedad, como el demonio dijo,
sino con verdad, ya no con soberbia y malicia, sino con mucha humildad y
santidad, podemos ser como Dios.
Sobre aquellas palabras (Is., 9, 6): [Un pequeñuelo nos es nacido],
dice el mismo Santo: «Pues que Dios siendo tan grande se hizo por
nosotros pequeño, procuremos nosotros humillarnos y hacernos pequeños,
porque no sea sin fruto para nosotros el haberse hecho niño y pequeño;
porque si no os hacéis como este Niño, no entraréis en el reino de los
Cielos».
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.