Reina del Santísimo Rosario, auxilio de los cristianos, refugio del género humano, triunfadora en todos los combates de Dios, nos prosternamos suplicantes ante vuestro trono, seguros de obtener misericordia y de recibir las gracias, el apoyo y la defensa oportuna en las presentes calamidades, no en virtud de nuestros propios méritos, de los que no podemos presumir, sino únicamente a causa de la inmensa bondad de vuestro corazón maternal.
A Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, en esta hora trágica de la historia de la humanidad, nos confiamos y nos consagramos, no sólo en unión con la Santa Iglesia, Cuerpo Místico de vuestro amado Jesús, que sufre y sangra en las tribulaciones que soporta de tantas maneras y en tantos lugares, sino también con el mundo entero, desgarrado por feroces discordias, encendido por un incendio de odio, víctima de su propia iniquidad.
¡Que puedas Tú tocar tantas ruinas materiales y morales, tanto dolor y angustia de padres y madres, de esposos, de hermanos, de niños inocentes; tantas vidas tronchadas en su flor, tantos cuerpos lacerados en una afrentosa carnicería, tantas almas torturadas y agonizantes, y tantas otras en peligro de perderse para toda la eternidad!
¡Oh, Madre de misericordia, obténnos de Dios la paz! y sobre todo, aquellas gracias que pueden, en un instante, convertir los corazones humanos, esas gracias que preparan, conducen y aseguran la paz. Reina de la paz, ruega por nosotros y da al mundo en guerra la paz a la que aspiran los pueblos, ¡la paz en la verdad, en la justicia, en la caridad de Cristo! Concédele la paz de las armas y la paz de las almas, para que en la tranquilidad del orden se extienda el Reino de Dios.
Concede tu protección a los infieles y a todos los que aún yacen en la sombra de la muerte; concédeles la paz; haz que luzca para ellos el Sol de la Verdad y que puedan repetir con nosotros, ante el único Salvador del mundo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y sobre la tierra paz a los hombres de buena voluntad!" (Lc. 2,14).
A los pueblos separados por el error y la discordia, y sobre todo a aquellos que profesan por Vos una devoción singular y en los cuales casi no hay hogar en que no se venere vuestra imagen (quizás hoy escondida y reservada en espera de días mejores), concédeles la paz, y condúcelos al único rebaño de Cristo, bajo el único y verdadero Pastor.
Obtén para la Santa Iglesia de Dios la paz y la libertad completa; detén el diluvio invasor del neopaganismo, fomenta en los fieles el amor a la pureza, la práctica de la vida cristiana y el celo apostólico, a fin de que el pueblo de los que sirven a Dios crezca en número y en méritos.
De igual modo que al Corazón de vuestro amado Jesús fueron consagrados la Iglesia y todo el género humano, para que, habiendo puesto toda esperanza en Él, fuese para nosotros signos y prenda de victoria y salvación, así igualmente nosotros también nos consagramos perpetuamente a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra, Reina del mundo!, para que vuestro amor y vuestro patrocinio apresuren el triunfo del Reino de Dios, y que todas las naciones, puestas en paz entre ellas y con Dios, Os proclamen bienaventurada y entonen con Vos, de un extremo a otro del mundo, un eterno Magnificat de gloria, amor y reconocimiento al Corazón de Jesús, el único en que ellas pueden encontrar la Verdad, la Vida y la Paz. Amén.
Pío XII