CAPÍTULO 10
Que el frecuentar la sagrada Comunión es gran remedio contra todas
las tentaciones, y particularmente para conservar la castidad.
Contra todas las tentaciones dicen los Santos que es gran remedio
frecuentar este divino Sacramento; porque, fuera de dar gran fortaleza,
enflaquece las pasiones y los hábitos e inclinaciones malas, disminuye el
fuego de la concupiscencia, que es raíz de todos los males. y nos hace
prontos para cumplir la voluntad de Dios.
Santo Tomás dice que una de las razones por que este santísimo
Sacramento nos defiende y libra de las tentaciones y de las caídas, es porque como es memorial de la Pasión de Cristo, por la cual los demonios
fueron vencidos, en viendo en nosotros el cuerpo y sangre de Cristo, ellos
echan a huir, y los santos ángeles nos acompañan y ayudan. San Ignacio y
San Cirilo aconsejan por esta razón la frecuencia de este santísimo
Sacramento para que huyan los demonios de nosotros. Y San Crisóstomo
dice: «Si la sangre del cordero, figura de este Sacramento, puesta en los
umbrales de las puertas de las casas, libraba a sus moradores del castigo y
matanza que iba haciendo el ángel destructor (Éxodo 12, 22), ¿cuánto más
lo hará este divino Sacramento?»
Pero particularmente dicen los Santos que es este eficacísimo
remedio para vencer las tentaciones deshonestas y conservar la castidad:
porque pacifica los movimientos de la carne, mitiga el fomes peccati, y
como San Cirilo dice, apaga el ardor y apetito de la sensualidad, como el
agua al fuego. De esta manera declaran San Jerónimo y Santo Tomás y
otros Santos aquello del Profeta Zacarías (9, 17): [¿Qué es lo bueno de
Dios, y qué es lo hermoso del Señor, sino el Pan de las escogidos y el Vino
que engendra vírgenes?]. Dicen que es virtud y efecto particular de este
manjar celestial engendrar vírgenes. Así como el mantenimiento corporal,
cuando es bueno, cría buena sangre y buenos humores, así este divino
manjar cría en nosotros castidad y pureza de afectos. De donde vino a
decir San Cirilo que este divino Sacramento no sólo santifica el ánima,
sino también el cuerpo, cumpliéndose aquello que la Iglesia pide en el
sacrificio de la Misa: [Redunde en nuestra salud de alma y cuerpo]. Es la
harina de Eliseo (2 Reyes 4, 41), que quita la ponzoña de la olla y le da
sazón. Y como tocando aquella mujer del Evangelio el ruedo de la
vestidura del Salvador, cesó en ella el flujo de sangre (Lc., 8, 44), y
entrando el arca del Testamento en el Jordán las aguas se detuvieron hacia
arriba y dejaron de correr (Josué, 3, 16); así entrando Cristo en nuestro
cuerpo, se detienen las tentaciones y cesa el ardor y fuego de la
concupiscencia. Con razón exclaman los Santos: «Oh dichoso fruto de este
divino Sacramento, pues engendra castidad y hace vírgenes!» Un doctor
grave dice que no hay medio tan eficaz para ser uno casto como el
frecuentar devotamente la sagrada Comunión.
Cuentan Nicéforo Calixto, Gregorio Turonense Nauclero y otros
graves autores una cosa maravillosa que aconteció en la ciudad de
Constantinopla. Y fue que habiendo costumbre muy antigua en la Iglesia
griega de consagrar el cuerpo santísimo de nuestro Señor Jesucristo en
panes como los que se hacen para comer, de aquellos panes consagrados
comulgaban el pueblo; y si algunas reliquias sobraban en la custodia, llamaban los sacerdotes algunos niños de los más virtuosos que andaban a
la escuela, y de cuya sinceridad se pudiese tener mayor satisfacción, y
estando ayunos, les daban aquellas santísimas reliquias para que las
recibiesen. Y esto dice el mismo Nicéforo que pasó con él muchas veces,
siendo niño y de poca edad y criándose en la Iglesia. Acaeció, pues, que
yendo una vez los niños que para esto estaban llamados, fuese entre ellos
un hijo de un judío, oficial de hacer vidrio, y comulgó juntamente con
ellos. Con esto tardó el niño de acudir a casa a la hora acostumbrada, y
preguntándole su padre de dónde venía, dijo que de la iglesia de los
cristianos, y que había comido del otro pan que daban a los muchachos. Le
tomó al judío tan grande ira contra su hijo, que sin esperar más razones, le
tomó y le echó en el horno de vidrio, que estaba encendido, y cerró la puerta
del horno. La madre, hallando menos a su hijo, y viendo que pasaba
mucho tiempo y no parecía, salió a buscarle por toda la ciudad con grandes
ansias y diligencias; y como no le pudiese descubrir ni hallar rastro de él,
se volvió a su casa muy lastimada, donde al cabo de tres días, estando
junto al horno renovando sus lágrimas y gemidos, mesando sus cabellos,
comenzó a llamar a su hijo por su nombre; el cual, oyendo y conociendo la
voz de su madre, le respondió de dentro del horno donde estaba. Entonces
ella, quebrando la puerta del horno, vio a su hijo estar en medio del fuego
tan sano y sin lesión, que ni a un cabello solo le había tocado el fuego. Sale
el niño, y preguntándole quién le había guardado, respondió que una
Señora vestida de grana había venido allí muchas veces, y con agua que
echaba apagaba el fuego; y además de esto, le traía de comer todas las
veces que lo había menester. Supo esta maravilla el emperador Justiniano,
y mandó luego bautizar al niño a la madre, que quisieron ser cristianos; y
al desventurado del padre, que no se quiso convertir, como a parricida le
hizo colgar en un árbol, y así murió ahorcado. Pues lo que obró este
santísimo Sacramento en el cuerpo de este niño, que le había recibido,
conservándole, sin lesión alguna en medio del fuego, eso obra
espiritualmente en las almas de los que dignamente le reciben,
defendiéndolas y conservándolas sin lesión alguna en medio del fuego de
las tentaciones.
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y
VIRTUDES CRISTIANAS
Padre Alonso Rodríguez, S.J.