jueves, 2 de abril de 2020

APARICIONES DEL ÁNGEL A LOS PASTORCILLOS DE FÁTIMA


Por lo que puedo más o menos calcular, me parece que fue en 1915 que se nos dio la primera aparición que creo fue la del Ángel que no se atrevió entonces manifestarse del todo. Por el aspecto del tiempo de entonces me parece debe haber sido entre los meses de abril y octubre de 1915.

En la vertiente del Cabezo que da hacia el Sur, al tiempo de rezar el rosario en compañía de tres compañeras llamadas Teresa Matías, su hermana María Rosa Matías y María Justino, de Casa Velha, vi que sobre el arbolado del valle que se extendía a nuestros pies había como una nube, más blanca que la nieve, algo transparente con forma humana. Mis compañeras me preguntaban lo que era. Les dije que no sabía. En días diferentes se iba repitiendo dos veces más.

Esta aparición me dejó en el espíritu cierta impresión que no sé explicar. Poco a poco esta impresión iba desvaneciéndose; y creo que si no es por los hechos que la seguían con el tiempo la hubiera llegado a olvidar por completo.

No puedo precisar las fechas con certeza, porque en aquel tiempo no sabía aún contar los años, ni los meses ni siquiera los días de la semana. Me parece, sin embargo, que debía ser en la primavera de 1916 que el Ángel nos apareció por primera vez, en nuestra Loca de Cabezo.

Ya dije en el escrito sobre Jacinta, cómo subimos la pendiente en busca de un abrigo, y cómo fue, después de merendar y rezar allí, que comenzamos viendo a cierta distancia, sobre los árboles que se extendían en dirección al saliente, una luz más blanca que la nieve, en forma de un joven transparente, más brillante que un cristal atravesado por los rayos del sol. A medida que se aproximaba, íbamos distinguiéndole las facciones. Estábamos sorprendidos y medio absortos. No decíamos palabra.

Al llegar junto a nosotros, dijo:

—¡No temáis! Soy el Ángel de la paz. Orad conmigo.

Y arrodillándose a tierra dobló la frente hasta el suelo. Llevados por un movimiento sobrenatural, le imitamos y repetimos las palabras que le oímos pronunciar:

—Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran no esperan y no te aman.

Después de repetir esto por tres veces, se levantó y dijo:

—¡Orad así! Los Corazones de Jesús y María están atentos a la voz de vuestras súplicas.

Y desapareció.


La atmósfera de lo sobrenatural que nos envolvía, era tan intensa que casi no nos dábamos cuenta de la propia existencia, para un largo espacio de tiempo, permaneciendo en la posición en que nos había dejado, repitiendo siempre la misma oración. La presencia de Dios se sentía tan inmensa e íntima que ni entre nosotros nos atrevíamos a hablar. El día siguiente todavía sentíamos el espíritu envuelto en esa atmósfera que sólo muy lentamente iba desapareciendo.

De esta aparición, nadie pensó en hablar ni en recomendar el secreto. Ella por sí lo impuso. Era tan íntima que no era fácil pronunciar sobre ella la menor palabra. Nos hizo tal vez mayor impresión por ser la primera así manifestada.

La segunda debía ser en el medio del verano, en esos días de mayor calor en que íbamos con nuestros rebaños a media mañana a casa para volver a llevarlos a media tarde.
Fuimos, pues, a pasar las horas de la siesta a la sombra de los árboles que cercaban el pozo, ya varias veces mencionado. De repente vimos al mismo Ángel junto a nosotros.

—¿Qué hacéis? ¡Orad! ¡Orad mucho! Los Corazones de Jesús y María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios.

—¿Cómo nos hemos de sacrificar?

—De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre vuestra patria la paz. Yo soy el Ángel de la Paz, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe.

Estas palabras del Ángel se grabaron en nuestro espíritu como una luz que nos hacía comprender quién era Dios; cómo nos amaba y quería ser amado; el valor del sacrificio y cómo le era agradable; cómo por atención a él, convertía a los pecadores. Por eso, desde ese momento, comenzamos a ofrecer al Señor, todo lo que nos mortificaba, más sin pensar en buscar otras mortificaciones y penitencias, sino las de pasarnos horas seguidas postrados en tierra, repitiendo la oración que el Ángel nos había enseñado.

La tercera Aparición, me parece, debió ser en octubre o fines de septiembre, porque ya no íbamos a pasar las horas de siesta a casa.

Como ya dije en el escrito sobre Jacinta, pasamos de la Pregueira (es un pequeño olivar, perteneciente a mis padres), a la Lapa, dando vuelta a la vertiente del monte por el lado de Aljustrel y Casa Velha. Rezamos allí nuestro rosario y la oración que en la primera Aparición nos había enseñado.

Estando, pues, allí, nos apareció por tercera vez, trayendo en la mano un cáliz y sobre él una Hostia, de la cual caían, dentro del cáliz, algunas gotas de Sangre. Dejando el cáliz y la Hostia suspensos en el aire, se postró en tierra y repitió tres veces la oración:

—Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Te adoro profundamente y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que el mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Sacratísimo Corazón y el Corazón Inmaculado de María, te pido la conversión de los pobres pecadores.

Después, levantándose, tomó de nuevo en la mano el cáliz y la Hostia, y me dio la Hostia a mí y lo que contenía el cáliz lo dio a beber a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo:

—Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por les hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.

De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros tres veces más la misma oración "Santísima Trinidad" y desapareció.

Llevados por la fuerza de lo sobrenatural que nos envolvía, imitábamos al Ángel en todo esto, postrándonos como él y repitiendo las oraciones que él decía. La fuerza de la presencia de Dios era tan intensa que nos absorbía y nos aniquilaba casi del todo. Parecía privarnos hasta del uso de los sentidos corporales por un largo espacio de tiempo. En esos días hacíamos las acciones materiales como llevados por ese mismo ser sobrenatural que a eso nos impulsaba. La paz y felicidad que sentíamos era grande, pero sólo interna, completamente concentrada el alma en Dios. El abatimiento físico que nos postraba, también era grande.

Memorias de Lucía
Ediciones "Sol de Fátima"